jueves, 18 de noviembre de 2010

HERMANN HESSE: "CONSIDERACIONES"

CONSIDERACIONES

El correo ha vuelto a traerme muchas cosas. Diez periódicos, todos ellos apelando a las gentes verdaderamente educadas y exponiendo cada cual unos puntos de vista primorosos y exclusivos, que se ofrecen al lector para el nuevo año, y veinte editores que me comunican que trabajan afanosamente para continuar de la manera más distinguida la producción de su famosa y conocida editora. Todos hablan el mismo lenguaje, elevado y serio; todos presentan una lista de "primeras figuras"; todos traen una copiosa aportación al acervo cultural de los tiempos, y todos queriendo ganar un poquito más. En una carta me recomiendan a un joven novelista, cuyas obras - un par de ellas al año - merecen ser puestas en parangón con el "Gruñen Heinrich", y en otra, a un nuevo lírico, que va por su propio camino y a quien pronto se citará, sin duda, junto a Liliencron y Mörike; su retrato viene adjunto.

Todo esto no es nuevo en absoluto, y en el fondo quizá no sea tan fastidioso, pues más de una vez me he divertido con semejantes ferias de la cultura. Pero hoy precisamente no tengo ganas de reír, ni siquiera de censurar. No hace una hora todavía que estaba afuera, sobre la colina, contemplando las nubes, y cada una de ellas corría o flotaba o danzaba como un prodigio, como una palabra o canción o broma o consuelo salido de la boca de Dios, y aspiraba anhelosa a la lejanía, se mecía en el pálido y frío azul, y era más bella y cantaba más conmovedoramente que todos los poemas que hay en los libros. Ahora me hallo en el baratillo de los poetas y artistas y editores, en un cuarto abarrotado de cachivaches, lleno de un aire sofocante, y por un momento me pareció que caminaba desesperanzado sobre unas arenas muertas y profundas, y me sentí tan cansado como después de un día de odiosa infecundidad; puse la cabeza en las manos y sentí, en medio de la maraña de "cultura" que ante mí tenía, que una maligna tristeza se apoderaba de mí como una fiebre. Me defendí, aparté de mí este decaimiento y, tomando la lámpara, subí a mi habitación, ante cuyas ventanas revoloteaban los gorriones y las gaviotas y en cuyas paredes se alinean mis libros viejos en apretadas filas. Un libro viejo es siempre consolador, nos habla desde la lejanía, se le puede escuchar o no, y cuando resplandece de pronto una frase intensa, no se la percibe como frase de un libro de hoy, de tal o cual editor, sino como algo de primera mano, como el chillido de una gaviota o un rayo de sol.
Y leo. Leo en la Crónica de Heisterbach, escrita por el monje Cesarius en un dulce y bondadoso latín, una pequeña anécdota conventual:
El abad Gebhard da todas las mañanas a los hermanos una conferencia sobre Dios, sobre la esencia y los atributos divinos. Es necesario que lo haga, no solo como sabio y conocedor del dogma que es, sino también con el corazón y con verdadera piedad, pues en caso contrario hubiera sido severo y duro para con sus alumnos. Estos creían saber ya bastante sobre la esencia y los atributos de Dios, y apenas atendían y meditaban sobre sus propias vivencias, soñaban también y, con frecuencia, se dormían - cosa que Cesarius censura con rigor, presentando el sueño como una tentación muy poderosa en un capítulo especial, titulado "De tentatione dormiendi" -. El abad Gebhard seguía hablando; posiblemente no veía a sus discípulos. Pero una mañana sus ojos se posaron durante la charla sobre los bancos de los oyentes y vio a sus monjes soñando, mirando fijamente, sonriendo, mirando de reojo, pensando o durmiendo. Y no les reprendió, sino que puso en práctica un pequeño artificio, una inocente astucia, pues este hombre no hubiera sido capaz de una que no lo fuera. Hizo una pausa, cambió el tono de su discurso, como si ahora viniera algo enteramente nuevo, y dijo: "En cierta ocasión ocurrió un extraordinario suceso en la corte del Rey Arturo..." Todos los alumnos despertaron, los soñadores y los meditabundos volvieron repentinamente a la realidad, abriendo mucho los ojos; todos los oyentes se inclinaron hacia delante, miraron con atención, ardiendo en deseos de escuchar aquella anécdota del Rey Arturo. Pero el abad, al verlos tan interesados y al leer en sus ojos la curiosidad que sentían, les dijo con bondadoso reproche: "¡Ay! Ha bastado el solo anuncio de una historia de la corte del Rey Arturo para que vuestros oídos se abran con avidez. ¡Mas cuando os hablo de Dios, dormís!"
Volví a dejar el viejo libro en su lugar y me acerqué a la ventana. Oscurecía allá abajo entre la neblina azulada del terso lago, al otro lado del cual rebrillaban las aldeas con sus luminosos cristales y en las montañas de Thurgau blanqueaban pálidamente los largos y estrechos heleros enmarcados por el verdor oscuro de los bosques. Estas montañas, de las que me separaba el lago, ascendían tan bella y suavemente, tan solemnes, hacia la velada altura, y permanecían tan serenas y descansaban tan beatíficamente sobre el crepúsculo de la noche invernal que me pareció que yo sería un santo y podría comprender todos los misterios de la Tierra si me hallara en su cima. Allí la nieve pálida se tiende de manera muy distinta que en mi tejado, allí hay bosques de hayas y oscuras pinaradas, tan incomprensiblemente bellos y lejanos como nunca los viera; quizá anduviera por sus pinas laderas el mismo Dios, y quien lo encontrara allí podría tocarle, y mirarle muy de cerca a los ojos.
Sí, ¡allí arriba! Aquí, en mi tranquila aldea, en mi bella colina, en mi bosque, no me atrevo a pensar en Dios, no toco su mano, no escucho sus pasos; le busco allá arriba, sobre el lago, tras la niebla ligera. ¿Y cuando estaba en alguna de nuestras ciudades, en Munich, en Zurich, en Stuttgart, en Dresde? ¿Había allí un solo rincón en el que no me hubiera avergonzado y asustado de haberme encontrado con Dios? ¿No está llena cada casa y cada piedra de concupiscentes deseos; de una historia del Rey Arturo?
Hace pocos días me preguntó un amigo, un artista, en qué ciudad se vivía mejor. Discutimos, nombramos muchas ciudades, elegimos unas, desechamos otras, pero no encontramos la ciudad en la que hubiéramos querido vivir siempre o por muchos años. Y por eso vivimos aquí y allá, en las aldeas, en las montañas, en casas de campo; este en el Tirol y aquel a orillas del mar, uno en el páramo y otro en el lago de Constanza, y no acertamos a elegir un lugar en el que vivir juntos, y no hallamos una ciudad a la que pudiéramos considerar como nuestra patria. ¿Puede ser esto así?
Con frecuencia pienso: ¿ha sido siempre así? Esto es desesperanzador. Quien considere honradamente lo que llamamos Historia Universal, debe saber que todo tiempo pasado, el Arte y la Cultura, están cerrados para nosotros con cien sellos y permanecen eternamente incomprensibles.
Me levanté y pensé en el abad de Heisterbach, en Dios y en el Rey Arturo. Mis ojos recorren las filas de libros; muchos de los que en otro tiempo fueron mis preferidos estaban muertos y no decían nada, pero aquí y allá un viejo y pardo volumen, un lomo apergaminado, me mira viva e insistentemente. Ahí están ordenados y esperan, y en cada uno de ellos está Dios, pero El no habla a todas horas, ni con frecuencia; cuando quiero rehuirle e inicio cualquier historia placentera, surge como en las charlas del abad, y, en vez de la leyenda deleitosa, en la que me recreaba, veo una mirada amorosa y triste y oigo decir: '"¡Mas cuando os hablo de Dios, dormís!"

LA AZUL LEJANIA
(1904)

En los años de mi primera juventud he permanecido solo muchas veces en las altas montañas, y mis ojos han quedado prendidos largo tiempo en la lejanía, en el claro halo que envuelve las últimas y suaves colinas, tras las cuales se hunde el mundo en profunda belleza azul. Todo el amor de mi alma joven y codiciosa convergía hacia una gran añoranza, y se me humedecían los ojos cuando mi mirada hechizada bebía la dulce lejanía azul. La cercanía hogareña me parecía fría, dura y clara, carente de aroma y de misterio, y, en cambio, al otro lado todo parecía dulcemente matizado, rebosante de armonía, misterio y encanto.
Desde entonces me he convertido en un vagabundo y he estado en todas aquellas lejanas y vaporosas colinas. Eran frías, duras y claras, pero al otro lado, más allá, volvía a surgir aquella venturosa profundidad azul - resuelta en presentimientos -, todavía más noble y evocadora de anhelos.
Con frecuencia veíala tenderse hechizadora. No comprendía su encanto, moraba en ella y me sentía extraño en las colinas de las cercanías y del presente. Y a esto llamo yo ahora felicidad: asomarse al otro lado, contemplar las campiñas azules en la amplia lejanía crepuscular y olvidar por unos momentos la fría cercanía. Esto es la felicidad, algo muy distinto a lo que pensaba en mi juventud, algo sereno y solitario, bello, pero no alegre.
En mi tranquila felicidad de ermitaño aprendí la ciencia de leer en todas las cosas el halo de la lejanía, a no tocar nada bajo la luz fría y cruda de la cercanía consuetudinaria y a acariciarlo todo, como si todo fuera áureo, ligero, delicado, atenta y respetuosamente.
Ningún tesoro, por preciado que sea, es tan ciertamente bello que no le pueda robar el brillo de su valor el hábito y la insensibilidad; ninguna vocación es tan noble, ningún poeta tan fecundo, ningún país tan bendito. Por esto me parece un arte digno de ser envidiado el de otorgar a las cosas cercanas y habituales la devoción y el amor que gustosamente concedemos a las lejanas y apartadas bellezas. Sin menospreciar el sol mañanero y las estrellas eternas, podríamos conceder a las cosas más próximas y pequeñas un delicado aroma y un resplandor, procurando tocarlas con dulzura y no privarlas de la poesía que es propia a todo lo existente. Lo que se goza brutalmente es amargo y degradante para el gozador. Lo que se goza como si se estuviera invitado en casa de un extraño, sigue siendo preciado para nosotros y nos ennoblece.
Esto no se aprende tan bien en ninguna escuela como en la de las privaciones. ¿No estás contento con tu tierra? ¿Sabes de otras más bellas, más ricas, más cálidas? Y caminas en pos de tu anhelo. Caminas por otros países que son más hermosos y soleados. El corazón se te abre, un cielo más dulce cubre tu nueva dicha. Este es ahora tu paraíso, pero ¡espera un poco antes de alabarlo! ¡Espera unos pocos años, espera un poco después de la primera alegría y de la primera juventud! Y llega el momento en que escalas las montañas para desde su cima buscar el lugar del cielo bajo el cual se tiende tu vieja patria. ¡Qué suaves y verdes eran allí las colinas! Y tú sabes y sientes que allí está todavía la casa y el jardín de tus primeros juegos infantiles, y allí sueñan todos los sagrados recuerdos de tu juventud, y allí está la tumba de tu madre.
Así, involuntariamente, tu vieja patria se ha vuelto querida y lejana para ti, y tu nueva patria se ha tornado extraña y demasiado próxima. Y así sucede con todo lo que poseemos y con todas las costumbres de nuestra pobre e inquieta existencia.

EL PLACER DE VIAJAR
(1910)

Estamos a mediados del invierno, la nieve se derrite con el foehn y el hielo se convierte en barro; los caminos están intransitables; estamos incomunicados con las aldeas vecinas. Del lago ascienden en la fría mañana blancos jirones de niebla, y en sus orillas hay un festón de frágiles cristales de hielo; pero pronto, con los vientos cálidos que ya se avecinan, se tornará negro y vivo y azuloso hacia la parte de Poniente, como en los días más hermosos de la primavera.
Y yo estoy sentado en mi cuarto de estudio, bien caldeado; leo libros innecesarios, escribo innecesarios artículos y tengo pensamientos innecesarios. Pero alguien debe leer, en fin de cuentas, todas las cosas que, año tras año, se escriben y se editan, y como casi nadie lo hace, lo hago yo, en parte, por colocarme como pantalla crítica y como tope entre el público y el alud de libros. Muchos de estos son positivamente bellos y sensatos y dignos de ser leídos. Sin embargo, mi acción me parece a veces enteramente superflua y mi intención dirigida a un objetivo enteramente falso.
Entro a veces unos instantes en el dormitorio, en cuya pared cuelga un gran mapa de Italia y recorro con la mirada ansiosa el Po y los Apeninos, los verdes valles toscanos, las azules y amarillas ensenadas arenosas de la Riviera, echo una mirada también a Sicilia y luego me voy hasta Corfú, y Grecia. ¡Santo Dios, y qué cerca están todas estas cosas unas de otras! Y con qué prontitud se puede ir a todas partes. Y silbando vuelvo a mi estudio, leo libros superfluos, escribo artículos inútiles y pienso en cosas innecesarias.
El año pasado estuve viajando seis meses, el año anterior cinco, y a decir verdad esto es demasiado opíparo para un padre de familia, campesino y jardinero, y cuando volví de nuevo a casa la última vez, después de haber enfermado estando de viaje por el extranjero, después de haber sido operado y permanecer en cama durante una buena temporada, me pareció llegado el momento de concertar la paz por mucho tiempo, si no por siempre, y hacerme más casero. Pero apenas me repuse de mi debilidad y cansancio, cuando apenas llevaba un par de semanas ocupado en leer libros y escribir cuartillas, volvió a lucir un día el sol con una luz tan inquietantemente amarilla y fresca sobre la antigua carretera, mientras sobre el lago se deslizaba una embarcación oscura con una gran vela blanca como la nieve; volví a considerar la brevedad de la vida, y de pronto, de todos aquellos propósitos, deseos e intenciones no quedó más que un irremediable y loco deseo de viajar.
¡Ah! El verdadero placer de viajar no es distinto ni mejor que aquel peligroso anhelo de pensar, de ponerse el mundo sobre la cabeza y querer tener una respuesta de todas las cosas, personas y sucesos. Este deseo no puede ser satisfecho con planes ni con libros, exige más y cuesta más, hay que poner en ello corazón y sangre.
Ante mi ventana se agita cálido el viento Oeste sobre el lago oscuro, sin objeto, sin meta, furioso y demoledor en su apasionamiento, salvaje e insaciable. Así de salvaje e insaciable es el verdadero deseo de viajar, el ansia de conocer y experimentar, que ningún conocimiento y experiencia acalla. Es más fuerte que nosotros mismos y que todas las cadenas, y siempre está exigiendo sacrificios de aquel a quien domina. ¿No hay hombres que loca y salvajemente corren con la mayor temeridad y hasta la muerte tras el dinero, el amor de las mujeres y el favor de los príncipes? Pues así corremos nosotros, los afanosos por viajar, tras el ansia de comprender y experimentar a la madre Tierra, de compenetrarnos con ella, tras una tan completa posesión y entrega como no se puede tener y alcanzar y sí solo soñar, codiciar y anhelar. Y quizá esta nuestra persecución y apasionamiento no sea muy diferente ni mucho mejor que la de los jugadores, especuladores, donjuanes y arribistas. Pero en esta hora crepuscular a mí me parece nuestro apasionamiento mejor y más valioso que muchos otros. Cuando nos llama la tierra, cuando el regreso nos hace guiños a los caminantes, y el descanso a los que no sabemos estar quietos, el fin no será ninguna despedida y tímida quietud, sino un agradecido y sediento saborear las más profundas experiencias vividas. Sentimos curiosidad por Sudamérica, por las ignotas bahías del mar del Sur, por los polos de la Tierra, por comprender los vientos, las corrientes, el rayo, los aludes; pero nosotros tenemos infinitamente más curiosidad por la muerte, por la última y más audaz experiencia de esta vida. Pues creemos saber que de todos los conocimientos y experiencias solo los beneméritos y satisfactorios son dignos de que demos con gusto la vida por ellos.

"LOS AÑOS DE APRENDIZAJE DE WILHELM MEISTER"
(Hacia 1911)

El siglo xviii ha sido la última gran época de la cultura europea. Ha desempeñado en las artes formativas, sobre todo en la Arquitectura, un papel más insignificante que los grandes tiempos anteriores; pero su significado literario es tanto mayor y ha alcanzado en su espiritualidad internacional, que abarca a toda Europa, un poder y una amplitud, en cuyo esplendor y recuerdo seguimos consumiéndonos todavía como pobres nietos.
Una noble y amplia forma de humanismo, un categórico respeto ante la humana naturaleza y una fe ideal en la grandeza y futuro de la cultura humana habla en todos los testimonios de aquella época, hasta en los satíricos y burlones. El hombre ha sido colocado en el sitio de los dioses, la dignidad de la Humanidad ha sido la corona del mundo y el fundamento de toda fe. Esta nueva religión, cuyos principios están en Inglaterra y Francia, cuyo más profundo profeta ha sido Kant y cuya última floración, Weimar, este humanismo ideal ha sido el fundamento de una cultura indeciblemente rica, que a nosotros, sus nietos, nos deslumbra con el mágico resplandor de lo incomprensible y contra cuya superioridad exhortadora no pocas veces intentamos defendernos por medio de la burla, mientras consideramos huera y fútil la decorativa cara externa de aquel espíritu. Nos reímos de los setos recortados de los jardines, de las combadas techumbres chinas, de las caprichosas figuras de nuestras porcelanas de aquel siglo, aunque ni nuestros jardines ni nuestras casas sean desde entonces ni mejores, ni más bellas, y siempre hablamos gustosos solo de las pelucas de aquellos tiempos rígidos, que fueron vencidos por la revolución parisiense. por los Bandidos y por Werther, y murieron cubiertos con su vacua ridiculez.
En verdad deberíamos pensar en aquel tiempo y en su espíritu con avergonzada veneración. No en aquel tiempo de las novelas galantes y de las chucherías, esto es su cara exterior, ni tampoco en el tiempo de la burguesía oprimida y de la venta de súbditos, o el de los polvos y las trenzas. Todo esto pudo no ser en aquellos días tan esencial como muchos historiadores de la Cultura y los autores de novelas históricas nos lo han querido hacer creer, pues todo esto, que, por otra parte, representa también una cultura externa muy considerable y muy uniforme, es infinitamente pequeño y se anula casi enteramente tan pronto dirigimos hoy con seriedad la mirada a aquella época. Cometeremos una injusticia si intentamos probar la inferioridad del siglo xviii por su Cultura externa. Antes bien, deberíamos abandonar aquellos prejuicios que ven a Schiller, Goethe y Herder no como a herederos y consumadores, sino como a revolucionarios y agitadores. De lo contrario, acabaría la significación de Schiller en Los bandidos y la de Goethe en Werther, y Schubart o Lenz estarían a la misma altura que aquellos.
Estos prejuicios fueron, en parte, fruto del Romanticismo, en parte también nacieron del patriotismo de las guerras de independencia, y sería bueno que desaparecieran enteramente pronto. Si aireamos sin prejuicios las pelucas del siglo xviii para ver lo que se oculta bajo la máscara, encontramos nombre a nombre y obra a obra una riqueza cultural y un inmarcesible cuadro de honor de la más alta Humanidad, ante el cual enmudeceremos avergonzados. En todos los dominios del espíritu, en todas las ciencias y artes vemos iniciarse una abundante floración, y no un casual y feliz amontonamiento de talentos aislados, sino una elevación del término medio, que es precisamente el signo de la elevación cultural general y que en todas partes parece orientado hacia el mismo centro. Filósofos e investigadores de la Naturaleza, poetas y articulistas, políticos y oradores muestran no solo una común altura de formación y una tradición bella y formal, sino que todos tienen esto en común: que ellos - en contraposición a nuestro tiempo de especialización del trabajo - siempre apuntaron desde lo pequeño y particular hacia lo sumo, y con impulso instintivo se orientaron hacia un único Sol universal, o sea, precisamente hacia aquel ideal humano. ¡Y qué prodigiosa abundancia de dotes, de trabajo, de posibilidades, de sentimientos de cooperación y unidad! ¡Qué tropel de hombres grandes y dignos, cada uno de los cuales nos parece casi una encarnación de aquel ideal! No, el siglo xviii no es el perfumado rincón del amor o el acicalado mercado de la vanidad, es más bien un panteón ante el cual deberíamos postrarnos llenos de agradecimiento y de rendida veneración. Ahí está la literatura fina, juiciosa, refrenada y limada hasta la transparencia de Voltaire y Diderot, cuya frivolidad ocasional deja entrever el ideal casi a más altura, al que también debieron servir al fin y al que sirvieron con patetismo. Ahí está el tropel de los literatos ingleses, de los creadores de la novela moderna y de la moderna psicología, desde el moralista Addison hasta el mordaz satírico Swift, una literatura llena de inteligencia y celo perspicaz, emparentada con aquellos franceses por las mismas aspiraciones: investigar al hombre y perfeccionar su imagen. Ahí está el solitario Kant, que investiga las leyes del humano pensar y nuevamente presenta al hombre, en toda su modestia, como un rey de enormes deberes y perspectivas. Ahí está Mozart, que aflige al demonio por causa de la Filosofía, y, sin embargo, erige con su Flauta encantada un templo a la Humanidad, más alto y más puro y celestial que ningún otro. Ahí está Federico de Prusia, que al tiempo que guerrea se ocupa en sustituir en el corazón de los hombres el destronado Dios de los piadosos por la fe en la propia estimación, el escéptico más concienzudo, el amigo de Voltaire y el constructor de Sans -Souci. Ahí está Lessing, que con la más honrada y limpia esgrima del mundo acaba con la Teología falta de método científico y lleva, intrépido, el idioma alemán al peligroso parquet de la espiritualidad francesa. Ahí está Schiller, que hace cristalizar el salvajismo de su genial juventud bajo nobles y ocultos dolores en el más puro y amable idealismo, y. en fin, Goethe, el heredero nato y el hijo más favorecido de toda esta enorme cultura, que él acepta y señorea y a la que ha transformado y plasmado en su vida ejemplar, sin rotura ni espasmo, hasta la más asombrosa modernidad.
De este tiempo y cultura, que también ha creado, entre otras cosas, la novela moderna, hay dos grande novelas ejemplares y geniales, que tienen asegurada la inmortalidad: Robinsón Crusoe y Wilhelm Meister.
El Robinsón, que nace y aparece en el primer cuarto del siglo xviii, presenta al hombre desnudo y pobre frente a la enemiga Naturaleza y ha creado, con solo su capacidad, su sustento, su seguridad y los fundamentos de una civilización. El Wilhelm Meister, aparecido en los últimos años del mismo siglo, nos habla de un hombre cuya cuna y educación burguesa, cuya fortuna y carácter eran enteramente los apropiados a un ciudadano satisfecho con su moderada civilización, pero que, impulsado por un divino anhelo, debe perseguir tras las estrellas y los cometas un deseo de vida más elevada, de espiritualidad más pura, de vida más profunda y madura. Entre estos dos libros se extiende el siglo xviii, y ambos exhalan el mismo aroma de viva idealidad, en el inglés más extraño, más ingenuo y limitado; en Goethe, más libre, más poderoso, más poético.
Igual que la novela de Goethe ha sido la heredera y afortunada continuadora de una rica y buena tradición y cultura, así ella, más que ninguna otra novela alemana, llegará a ser modelo, acicate e incentivo de toda una literatura posterior, no superada hasta ahora. Apenas apareció Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, este libro asombroso, que por primera vez hermanaba de una manera tan íntima y exquisita la poesía y la prosa, la descripción con el sentimiento, se convirtió en el Evangelio de una joven generación. Con el Meister había aparecido una obra maestra, que provenía enteramente de un talento lírico -poético, y, sin embargo, ofrecía a todo el mundo una simpatía, una fe y una manera objetiva de narrar como no se había conocido nunca, pareciendo colaborar aquí todas las formas de la poesía y erigiendo un maravilloso microcosmos, un reflejo ideal del mundo.
Los jóvenes de entonces, entusiasmados y embelesados hasta la enajenación, estudiaron una y otra vez esta obra poderosa, siendo para el joven Novalis la estrella Polar de todos los años. En los hombros de Wilhelm Meister descansa el Ofterdingen, el Titán de Jean Paul, el Sternbald de Tieck y el Godwi de Brentano, y hasta para el Maler Nolten y el Gruñen Heinrich ha sido modelo y norma, cien veces anhelado, estudiado, imitado, nunca superado, y hasta los tiempos de Epígonos ha ostentado este poder y dignidad, y hasta nos parece que la famosa novela Soll und Haben nació enteramente influenciada por este gran modelo. Luego, el naturalismo, en el último tercio del siglo xix, abandonó como modelo y destronó al Wilhelm Meister. Aparecieron nuevas relaciones espirituales, nuevas formas históricas en las jóvenes literaturas extranjeras, sobre todo en la rusa, surgiendo una nueva materia prima. En lugar de la llamada novela descriptiva, cuyo máximo exponente seguía siendo el Meister, entra en escena la novela psicológica y la novela social. El hombre era presentado ahora en su parte animal e histórica, volvía a ser otra vez un misterio y un problema, había que conquistarlo de nuevo. Mientras los poetas más serios, en lucha con nuevos valores, conquistaban grandeza y mérito, la novela, como literatura inferior, de diversión, decaía profundamente en sus pretensiones y se convertía en la forma predilecta de los especuladores y diletantes.
Si un lector de hoy en día medianamente instruido, que solo conoce de las valiosas novelas de los tiempos pasados el Gruñen Heinrich, quiere informarse sobre el género literario de la novela y de la altura espiritual y de la necesidad que dio origen a esta forma literaria, no le queda otro camino que volverse hacia el Wilhelm Meister.
Los años de aprendizaje tienen una larga historia. A los dos o, a lo más, a los tres años de concluido el Werther, Goethe empezó a trabajar en esta novela. La obra se tituló en aquella primera concepción Misión teatral de Wilhelm Meister y se perdió y desapareció, hasta que una feliz casualidad devolvió a la luz pocos años después una copia de los seis primeros volúmenes del llamado Meister "primitivo", editada en Zurich.
La forma definitiva en que subsistió el Aprendizaje desde su aparición en las librerías, nació muchos años después de aquella Misión teatral. Los Wanderjahre, que eran una continuación de la novela acabada solo por necesidad, fueron escritos, en cambio, unas décadas más tarde, y, por último, Goethe empleó en la redacción del Wilhelm Meister, que resultó ser, en definitiva, un recio torso, ¡más de cincuenta años! En esta obra se pueden estudiar con más claridad aún que en el Fausto las fases y estratos de esta vida exuberante de poeta, como un geólogo puede leer en una falla los empujes y mutaciones de la corteza terrestre. Todo Goethe está reflejado en esta obra prodigiosa: el fuego espiritual y la tormentosa fiereza de los tiempos de Werther soplan consumidores en ella, los frutos de la amistad con Schiller, rastros de la influencia italiana están también representados allí, así como también se respira toda la atmósfera de los mejores años de Weimar, y, finalmente, en los Wanderjahre se nos aparece espiritualizada la figura casi mítica del anciano Goethe, en su misteriosa grandeza y solemnidad de templo.
El Aprendizaje a que únicamente nos referimos aquí es el aparecido por primera vez en las librerías en los años 1795 y 1796; es aquel cuya lectura conmovió tan profundamente a los mejores espíritus de aquella época, en el que Novalis se recreaba y el que le hizo sufrir como un destino adverso, sobre el que Schiller ha escrito una serie de sus más bellas cartas a Goethe.
Una comparación entre la primera y la segunda redacción, un cotejo de la Misión teatral con el Aprendizaje, es tan atrayente y tan imposible como una comparación del Goethe joven con el viejo. Aquella es una obra de atrevida y clara proyección, más conjuntada que el Meister posterior, llena de florida fuerza y de humor chispeante; esta, un libro más sereno, más frío, más concentrado, un poco oscuro en algunos capítulos y de genialidad momentánea, pero en conjunto tan asombrosamente elevado y amplio, tan universal y, al mismo tiempo, tan personal, que toda comparación resulta frágil. La Misión teatral es un delicioso tesoro de cuya posesión nunca nos regocijaremos bastante; pero debemos gozarle como un fragmento, como un documento maravilloso de aquellos años de deslumbrante adolescencia y principiante madurez, y no podemos dejar tambalearse la figura de Wilhelm Meister, como el mismo Goethe la concibió y la publicó, por la comparación con este ensayo primitivo. Que Goethe, como algunos entusiastas opinan, debió dejar y no modificar aquella primera redacción y tomar el Aprendizaje como base, es una exigencia insensata y muy discutible. Aprendemos a conocer mejor el trabajo de Goethe por medio de la lectura de la copia de Zurich, y sacrificando muchos pequeños encantos y bellezas, le vemos sublimar este trabajo de juventud con inflexibilidad del gran maestro. El pensamiento fundamental del Wilhelm Meister y el conjunto singular de esta obra es el mismo pensamiento de vida de Goethe. En él tiene parte el joven Goethe, pero no está acabado en él. El Aprendizaje no es, pues, quizá la elaboración de una obra de juventud tempranamente olvidada, sino que es, como el Fausto o como Poesía y Realidad, un gigantesco ensayo del poeta de cristalizar poéticamente décadas de una vida fabulosamente plural y activa. En el Wilhelm Meister se ha intentado lo más excelso, lo imposible; esto hace de él el modelo de las mejores novelas de medio siglo, y le hace sobresalir entre las producciones de una generación modesta, las mejores de las cuales superan al Meister aparentemente en la forma. pero sin que ninguna de ellas pueda comparársele en la grandeza y magnificencia internas.
Ninguno de sus coetáneos ha seguido la génesis del Aprendizaje tan afectuosa y, al mismo tiempo, tan críticamente como Schiller. En ninguna de sus obras está tan alejado de él como en el Wilhelm Meister, ninguna surge tan personal y nueva de las leyes de la forma tan conocidas y discutidas por ambos, y, sin embargo, ninguna, a excepción del Fausto, encierra y desarrolla tan completa y conscientemente el común ideal cultural de los dos. Schiller ha criticado agudamente el Wilhelm Meister en numerosas cartas, y una vez llegó a negar a la novela el valor de una verdadera forma artística, la motejó de poco poética, ya que en el Wilhelm Meister solo intentaba satisfacer a la inteligencia, y ponía de manifiesto, no sin cierto malestar, una "singular oscilación entre una disposición de ánimo prosaica y otra poética". Compara a esta obra con Hermann y Dorotea, y dice: "...y, sin embargo, el Hermann me lleva (y solo por su pura forma poética) a un mundo poético y divino, mientras que el Meister no me saca del todo del mundo real". Luego encuentra demasiada "tragedia" en el Meister, y termina con estas palabras: "En resumen, a mí me parece que usted se ha servido aquí de un medio que el espíritu de la obra no le autorizaba a emplear."
Pero, a pesar de todo esto, concluye el severo Schiller precisamente esta misma carta crítica, casi en contra de su voluntad, pero vencido, con esta observación: "Por lo demás, no sé ponderar bastante lo mucho que me ha enriquecido, animado y encantado el Meister con esta nueva lectura - parece como si de ella brotara un venero, en el que poder tornar aliento para todas las potencias del alma y precisamente para aquella que es la de efecto más concentrado de todas."
Si esta es la opinión definitiva de Schiller, si él, el inflexible, esteta y venerador de las formas puras, confiesa semejante amor y .agradecimiento al Wilhelm Meister después de tantos escrúpulos y de tanto escándalo, nosotros no debemos tener hoy en día ningún motivo para sustraernos a tal amor y agradecimiento. En lo que se refiere a la estética, estamos poco más viciados, y si tenemos algún motivo para abandonar la estética de Schiller, podemos considerar esta novela como un ensayo, como una grandiosa obra a destajo, pero que, inclusive en la forma, ha señalado a la poesía alemana nuevos y, sobre todo, fructíferos caminos.
Quizá no haya sido Goethe un maestro categórico de la narración en prosa. Parece que todas las veces que dejó las formas severas de la poesía y manejó la palabra sin sujeción a reglas, la opulencia del mundo y su rica vida interior se le venían encima con tanta fuerza que desde el principio reconocía o sentía la imposibilidad de realizar una exposición limitada y puramente artística y se resignaba como narrador de lo humano a emplear todas las formas, por lo cual aprovechaba, sin muchos escrúpulos, la forma del diálogo, de las cartas, del diario y, con harta frecuencia, la de la información directa, todo ello según las necesidades. Aun su obra en prosa más formal y acabada, Las afinidades electivas, no está libre de estas faltas y descuidos. Al lado de una narración pura, gráfica, sensible, que nadie podría superar, aparecen ocasionalmente frases triviales y páginas de catadura charlatanesca, notificadora o adoctrinadora, cuando no surge inesperadamente una ingenua advertencia al lector.
Pedir a la prosa de Goethe aquella mesurada autolimitación del narrador puro, que sabe reprimir cada uno de sus movimientos, cada una de sus necesidades de comunicarse con los demás, cada uno de sus deseos de una acción directa y personal en beneficio de una exposición pura y clara, sería lo mismo que pedir al Fausto una rígida subordinación a las leyes del teatro. Goethe, en un cierto y elevado sentido de la palabra, ha sido siempre un diletante; para él la poesía no fue solo templo y servicio divino, no fue solo escenario y traje de fiesta, sino un órgano universal, el más universal, con el que se extravertía para expresar y anunciar toda su sabiduría interna, en doctrina de amor mil veces experimentada. Igual que Fausto, en conjunto, no es una obra de teatro, el Wilhelm Meister no es una narración pura. Es mucho más, y, sin embargo, es singular; estas creaciones de un alma extraordinaria están llenas, también, de arte, de directo y magistral conocimiento, igual que de profundo anhelo de unas formas superiores, no llenadas aún, no susceptibles de ser llenadas. Toda buena novela literaria de hoy en día respeta ciertas reglas, contra las cuales choca Goethe despreocupadamente; en lo pequeño y aislado de la técnica se le puede superar y ha sido superado. Pero no solo no ha sido lograda nunca la amplitud de volumen ni la sazonada grandeza humana, que hallamos en Wilhelm Meister, sino que nunca tampoco ha sido refrenada y resuelta tan bella y magistralmente una voluntad tan grande en una novela formal. Que el Wilhelm Meister siga siendo, en definitiva, una especie de torso, no es culpa de Goethe, por su carencia de técnica, sino únicamente por la monstruosa amplitud del horizonte que ha pretendido desplegar en una sola obra.
De la Misión teatral de ha salido el Aprendizaje de Wilhelm Meister; de la novela artística, la novela del hombre. También en el Aprendizaje toma el teatro una gran parte y un hondo significado, pero la carrera teatral de Wilhelm desemboca, sin que nadie lamente su naufragio, en una obra mayor y más universal, y, como ambiente del héroe, entra en el espacio del limitado teatro del microcosmos el mundo real. El héroe no es una persona individual y reciamente perfilada, singular y sorprendente, el héroe eres tú y soy yo, igual que cada uno de nosotros fue el héroe Robinsón cuando lo leímos en nuestros años de muchachos. Una inclinación juvenil le lleva al hijo del comerciante hacia la escena y hay también en ello un poco de vanidad juvenil y deseos de brillar, pero solo por resonancia y tributo a la humana debilidad, no como una fuerza impulsiva. La fuerza que más bien le impele, que le lleva hacia el teatro y, más allá del teatro, hacia la vida y a través de la vida, es la noble ansia de un puro y perfecto ser y obrar, hacia un acrecentamiento y desarrollo de lo más perfecto, más puro y más valioso. Solo este anhelo es el que hemos de reverenciar en el joven Wilhelm Meister, y debemos comprender y compartir y convivir su vida si queremos que ello nos sea valioso y de provecho. Ningún talento aislado, ni siquiera el del teatro, está en él sobresalientemente desarrollado, y ha sido una idea de Goethe infinitamente fructífera y bella introducir estos héroes de novela descriptiva, no con talento de preceptor, sino como una especie de genio de la educación. Wilhelm es el último fundamento de los dones del hombre de tipo medio, pero no en necesidades espirituales y en voluntad ética. Es débil y sucumbe fácilmente a los estímulos e influencias externas, cree dirigir y es dirigido, supervalora al hombre y no es ningún héroe en cordura vital ni en la fuerza de la personalidad en lo activo. De este modo, es un buen ejemplo para todos y bien podría pasar por un genuino representante del hombre medio que, como pelota de unas fuerzas adversas y favorables, soporta una vida más pasiva que operante.
Sin embargo, no es nada de esto. Comparte ciertamente con el término medio de los hombres los dones espirituales, pero sobresale por una decidida capacidad para amar al hombre y para obrar moralmente. Por tanto, no representa, en fin, a un discrecional ejemplar humano, sino a un ejemplar personal poco relevante, poco diferenciado, de hombre bueno, bien intencionado, apto para la cultura. Y por esto es, ante todo, para el poeta, valioso y profundamente interesante, pues la poesía no se afana por la criatura animal, sino por el hombre en cuanto capaz de cultura, en su voluntad de vivir con sus semejantes, en su acción y subordinación, en su actividad y valiosa convivencia. Wilhelm Meister es un joven como hay muchos y como debería haber muchos más: intensa curiosidad por la vida, soportada por la vida misma; un joven dispuesto a no dejarse regalar la felicidad, sino a merecerla, que sucumbe al encanto de las aventuras, que sigue la seducción de la lejanía, pero lo que busca y anhela, lo que sueña y piensa con reprimido anhelo, no es un botín y gozo personal robado, sino algo que se encuentra en el camino de la Humanidad: el ideal de una vida diáfana, libre, ordenada, valiosa en su orientación hacia el todo.
Gratitud, respeto, rectitud son los dones de este hombre, cuya esencia es el amor. Como agradecimiento, como respeto o como voluntad de rectitud se manifiesta su innato carácter en cada situación de la vida, no sin lucha y contrapuesto amor de sí mismo, pero siempre acompañado y dominado por aquel elevado amor. Así está constituido el hombre que deseaban y añoraban los grandes espíritus, los buenos espíritus de aquellos tiempos, el hombre que intentaban formar, del que esperaban la consecución de sus bellos deseos de humanidad. A él dirigió Schiller sus cartas y discursos, y Mozart le cantó en la Flauta encantada.
Con agradecimiento piensa Wilhelm Meister en su infancia, de la que habla a su primera novia hasta bien entrada la noche, mientras ella lucha con el sueño. Con conmovedor agradecimiento está pendiente de las amadas mismas, y cuando descubre sus infidelidades y las pierde, lucha desesperadamente por su imagen y recorre infatigable un camino de amargura por restablecer en su pureza esta imagen empañada.
Con respeto trata Wilhelm los recuerdos de su pasado, con respeto considera el rango y el poder del superior, con el mayor respeto y agradecimiento ama al genio que por primera vez le sale al paso, soberbio y dominante, en las obras de Shakespeare. Y lo que quedó como último fruto de todos sus afanes teatrales, preciado don para nosotros aun hoy día, es el resultado de su afectuosa entrega a Hamlet.
Con pura voluntad de rectitud vive entre gentes vulgares y desagradecidas, busca ser juzgado por cada uno de los actores, poco nobles y poco dignos de ser amados, que le rodean. Con respeto reconoce los méritos de los demás. Y lo que queda en él de amor insatisfecho no lo consume en goce de sí mismo, lo da a los desdichados, se lo entrega a la desventurada Aurelia, al arpista perturbado, a la moribunda Mignon...
En esta atmósfera de amor semejante, que descansa en una fe respetuosa en la Humanidad, está envuelta toda la obra, como en un aire cálido y dorado. Al discreto y ahorrativo comerciante, al pobre diablo del pequeño comediante, al conde pedantesco y fatuo, al barón diletante, al director de escena, vanidoso y ansioso de ganancias, a la hermosa y aturdida Philine, al descarado y juvenil aventurero Friedrich, a todos y a cada uno de ellos se les ha adherido, junto a la recia y característica debilidad e indignidad, un resplandor de incuestionable valía humana, una dignidad amorosa y una secreta belleza; en cada uno de ellos arde una llamita del gran fuego del amor, todos sienten respeto por todo lo existente y ninguno se condena. Y ninguno se parece a los otros, cada carácter y cada versatilidad juega su papel, la humana sandez se revela en todos los colores, y en cien menudos y exquisitos rasgos ríe libre el humor. Solo el conjunto permanece intacto, el destino de los hombres, que uno solo de ellos yerra cien veces y del cual puede hacer burla otras cien, y al que, sin embargo, ha de servir tal vez en silencio y al que ha de estar sometido. Y, en cambio, los nobles y valiosos, los portadores del ideal, como el mismo Wilhelm Meister, son en todas partes hombres y están limitados por sus particularidades individuales. Claramente está escrito el valor de cada figura en la frente, y, sin embargo, el mundo no se convierte de ninguna manera en un rebaño de ovejas y carneros. Y como lo más insignificante puede conmovernos y apaciguarnos alguna vez, el más noble lleva aún el signo de la humana imperfección.
Ni un momento vemos vivir sin amor a Wilhelm Meister. Puede irle mal o bien, puede estar lleno de esperanza o de aflicción, nunca está apartado en egoísta soledad, nunca le abandona el impulso de la compasión, de la amistad, de las buenas obras. Se deja saquear y engañar por los cómicos rebeldes, hasta el punto de que a veces casi enoja al lector, y cuando termina por abandonarse a ellos no es su desagradecimiento ni su incorregibilidad lo que lamenta, sino lo poco que cree haber hecho por ellos. Como compañero de vagabundaje enlaza al suyo extraños destinos y lleva consigo toda una pequeña familia de menesterosos. Con frecuencia se muestra impaciente, con frecuencia se encuentra con disgusto y vergüenza burlado y confundido, pero en ningún momento duda del derecho que su ambiente tiene sobre él, en ningún momento se le aparece su destino personal y su propio bienestar como lo único importante en la Tierra. Con esto puede parecer a veces un loco bondadoso, no otra cosa. Y, finalmente, hay que reconocer con la más alegre emoción que la serena justicia, en la que cree y la que le ayuda a obrar; es también equitativa con él y recompensa también su sacrificio y trabajos. Vemos que los muchos hombres con quienes se encuentra, siempre los más finos y nobles, le regalan con su compasión, se hacen amigos suyos y enriquecen su vida; vemos que pocas almas nobles vuelven hacia él su lado más puro y más cariñoso, como quizá la bondadosa Frau Melina o Philine. Y, en fin, cuando piensa tomar en propias manos su vida, con el primer paso de su vida libre, paso enteramente libre y bien meditado al parecer, comete su primera locura, profunda y llena de consecuencias; cuando la felicidad parece burlarse de él y su situación es realmente grave, es como si volvieran a él sus propias bondades y sentimientos, como si el mundo volviera a brillar a causa del amor que él pone en todo, y en medio de esta buena gente su destino toma ahora el último gran giro hacia una nueva ventura y hacia nuevas y amplias perspectivas de maravillosas posibilidades de vida.
Esta novela es un mundo, pero un mundo acompasado y racionalizado por leyes humanas, no un caos de fuerzas contrapuestas, sino una diversidad ordenada, en cuya armonía aparece dulcificada la cruda necesidad por el espíritu y la bondad. Aquí no está proclamada la libertad de querer, sino el derecho y la victoria de la razón y de la bondad humanas. En este mundo se mueven el anciano y el niño, el hombre mundano y el solitario, él piadoso y el incrédulo, no igual ordenados ni igualmente valorados, pero sí iluminados en su hermandad por la luz del mismo amor, por el derecho de la misma humanidad. Y el secreto y el encanto de esta obra es que esta su armonía y profunda e íntima unidad provienen de una abundancia de figuras tan variadamente percibidas, tan fresca, tan sensible y claramente descritas. Ninguna creencia u ordenación determinada del mundo está propuesta, ninguna ley social está promulgada, la unicidad y claridad del conjunto no provienen de ningún esquema, de ningún programa, no tienen otro fundamento que el amor, el amor del poeta hacia todos los seres humanos y su fe en la capacidad cultural del hombre.
Extrañas y conmovedoras aparecen en medio de este mundo tan variado, y, sin embargo, tan enteramente racional, las solitarias figuras del arpista y de Mignon. Algunos se han esforzado una y otra vez en hallar su significado y al fin siempre han creído ver en Mignon una personificación de la añoranza de Italia que siempre sintió Goethe. Esto, expresado así, con tanta desnudez, es una crudeza y una exageración, como también lo sería analizar el significado de algunas otras figuras, de donde se seguiría una degradación de estas figuras vivientes en muñecos alegóricos, con lo que quedaría anulada toda relación con la obra. Ciertamente que se puede reconocer en la figura y en las canciones de Mignon el amor de Goethe hacia Italia, pero la Italia de Goethe es también algo infinitamente más que una idea geográfica o histórica, y una significación tan simplista y pobre estaría en manifiesta oposición con la total riqueza schilleriana de relaciones y significados, que nutren misteriosamente al libro. El arpista y Mignon son las únicas figuras puramente poéticas de la novela, las únicas que llevan una existencia puramente poética en la policroma luz crepuscular fuera del mundo razonable. Son las más bellas e íntimas imágenes de todo el libro y, sin embargo, se ceba precisamente en ellas aquella dualidad en la orientación que Schiller censura en la novela. El desenlace de estos dos destinos, especialmente en el conjunto de la novela, la "explicación" de ambas bellas sombras y su retorno al reino de la razón y de la realidad es uno de los pasajes más flojos de toda la obra. Aquí están las exigencias de la poesía, sin las cuales no concuerda la razón, y en cada nueva lectura del Wilhelm Meister se va al encuentro de aquellas páginas en que la figura misteriosa de Mignon es desenmascarada y presentado su destino terrenal con un cierto temor de desencanto. He aquí uno de los pasajes en que la poderosa fábrica de este poema muestra su desnuda carpintería, de cruda ensambladura. Hay también otros pasajes semejantes, algunos llenos de liberadora llaneza, otros enmascarados y finamente revocados; pero no sé si solo me ocurre a mí que precisamente sea en estos pasajes espinosos donde más me gusta Goethe, donde su figura se hace humana y parece sonreír, y el conjunto de su gran novela, la casi sobrehumana monstruosidad de lo deseado, de lo intentado, de lo logrado, es siempre frente a este pasaje, fracasado en cierto modo, doblemente respetable y grande para mí. Así como no hay obra grande que no nazca del amor, tampoco hay ninguna relación noble y provechosa con las obras más que las establecidas a través del amor, y quien no vea en aquellos puntos en que se introduce en las grandes obras un residuo de humana debilidad más que crítica o mucha malicia, ese deberá apartarse pobre y hambriento de esta rica mesa. Cada rendija por la que podamos ver la poderosa armadura del Wilhelm Meister, por la que podamos investigar su construcción interna, pone mejor de manifiesto la asombrosa conclusión del edificio. Y al comprobar en estos pasajes traicioneros la multitud y extensión de los peligros, la escabrosidad y la penosa variedad de miembros de esta delicada construcción, queda uno asombrado y se vuelve a mirar con renovado y mayor agradecimiento y con renovada alegría las mil dificultades y peligros superados por el poeta y que uno no ha advertido, y de los cuales tiene ahora un barrunto. ¡Qué mezquinos los defectos exteriores de la obra en comparación con sus méritos! No hay un ejemplo más evidente de esto que el libro sexto, en el que se incluyen las "Confesiones de un alma hermosa". La novela está aquí sencillamente interrumpida por la intercalación de las memorias de una dama piadosa, con lo que, sin más ni más, se admite que el valor intrínseco de esta intercalación disculpa el yerro contra la forma de la narración. En la primera lectura no se conforma uno con ello sin resistencia, pues aunque sea tan bello y profundo este trozo de sicología, interrumpe el desarrollo de la novela, que seguimos con tan tensa atención, en el momento más interesante, y no solo durante unas páginas o por un corto entreacto, sino a lo largo de todo un libro. Finalmente uno se resigna, renuncia a su derecho a la continuación de la historia de Wilhelm Meister y penetra asombrado y fascinado en el bello y tranquilo jardín de esta delicada confesión. Después, cuando el lector reanuda la lectura del destino de Wilhelm, surge con frecuencia el contenido de aquellas memorias intercaladas, y cada vez con más insistencia, como si fueran insustituibles en la coherencia, y al final muchos lectores se ven precisados a volver a leer, en parte al menos, una vez más aquellas confesiones para no perder una hebra principalísima. A la segunda lectura, y en las posteriores (pues el Wilhelm Meister se debe leer por lo menos una vez cada dos años), esta, al parecer, grosera forma de interrupción se convierte en un encanto más, en la que uno se recrea sinceramente, y al fin no habrá ningún lector que quiera prescindir del gozo de esta confesión tan bella, concluida en sí misma, en favor de una continuidad más rutinaria y técnicamente más sencilla de la novela. Y cuanto más agudamente miremos, tanto más notables y dignas de veneración surgen también las bellezas de la narración en detalle. ¡Qué llenos de cálidos efectos, qué llenos de luz crepuscular y encanto amoroso están los primeros capítulos! ¡Cómo resplandece para nosotros, al principio del viaje de Wilhelm, aquella luminosa y rica campiña, visible en cien detalles! Se acuerda uno de ella ocasionalmente, se hojea el libro, se espera encontrar tres o cuatro páginas llenas de pequeñas pinturas, porque el recuerdo está lleno de reminiscencias e imaginaciones y se encuentra, con sorpresa y casi extrañado, ¡con solo diez o quince líneas! Estas diez líneas, leídas en ocasión propicia, son tan sugestivas y evocadoras que, pasados muchos meses y años, podríamos jurar que recordamos con toda precisión cien detalles amables y bellos, de los cuales no existe ninguno en realidad.
Estos efectos solo son posibles a la magia de la verdadera poesía. Después de todo, no hay piedra de toque más cierta ni más peligrosa para contrastar el valor puramente poético de una obra que el recuerdo de los detalles. En esto se acredita todas las veces el Wilhelm Meister de enteramente sorprendente en su misteriosa magia. El lector se acuerda de escenas, de personas, de encuentros, de conversaciones, y dondequiera que hojee y verifique, lo que estaba detallado y ampliado en su memoria, lo encuentra expresado con precisión y parquedad. Así sucede con la aparición del espíritu en Hamlet, con la misteriosa noche de amor que sigue después, con aquella escena en que el maravillado Wilhelm ve a la amazona; y cada una de estas escenas es magistral, es de un efecto fabulosamente poderoso e incontrolable, de un arte supremo. Las palabras de Goethe son, con frecuencia, como semillas que brotan después de la lectura y comienzan a crecer. Esto proviene de que no son caprichosas imágenes del momento, sino fruto de muchas experiencias tamizadas y de la más íntima concentración. Así, el mismo Goethe escribe, cuando en marzo de 1795 trabaja en la redacción de Confesiones de un alma hermosa: "Las semanas pasadas me he sentido acometido por una inspiración singular, que afortunadamente sigue poseyéndome aún. Me causa gran placer trabajar en el capítulo religioso de mi novela, y puesto que el conjunto descansa sobre las más nobles ilusiones y en la más delicada confusión de lo subjetivo y lo objetivo, es necesaria más disposición de ánimo y recogimiento en esta que en ninguna otra parte. Y, sin embargo, como usted podrá ver a su debido tiempo, semejante relato sería imposible si yo no hubiera reunido antes mis estudios sobre la Naturaleza." Estos "estudios sobre la Naturaleza" son casi el fondo de cada frase del Wilhelm Meister, igual que sucede con frecuencia que aquellos pasajes que obran en nosotros con fuerte y momentáneo estímulo, como si hubieran nacido de un capricho, ocultan tras sí una espantosa y profunda perspectiva de atención, perseverancia y paciencia. Lo que hay en estas frases ha sido recogido, cribado, agitado y dejado reposar, clarificado y concentrado durante años. Por eso está todo ello empapado de estilo, por eso es tan intangible, tan firme y legítimo. Schiller, al ver cómo las figuras y grupos de figuras de la obra, según se avanza hacia el final, se nos presentan cada vez más llenas de sentido, más importantes y más conmovedoras, ha dicho: "Es como un bello sistema planetario."
Este es el secreto del genio poético, que en su mano lo comprensible, lo evidente, las cosas y los hechos más sencillos de la vida son para él, el respetuoso, siempre nuevos, vivos y santos. El, que ha escrito el Werther, ha sido el mayor profeta de la santidad de la vida, nada es para él más lejano, más extraño y odioso y hasta más incomprensible que cualquier forma de hastío, de indiferencia, de fatigado aislamiento, que solo se lo permite ocasionalmente en el Wilhelm Meister al ya citado enfermo mental. Todo tiende al reconocimiento y exigencia de lo viviente, a la veneración y al agradecimiento, al respeto del provecho ajeno, a la disposición de reconocer las necesidades de los demás y los derechos del prójimo. Se habla ocasionalmente de la nobleza y del derecho de cuna muy sinceramente; sin embargo, hay siempre el reconocimiento de la jerarquía, la cortesía, la preocupación por las buenas costumbres. Ocasionalmente, la seriedad con que considera la diferencia de clases produce una impresión casi infantil y conmovedora, como cuando el viejo inspector de Montes, que luego se comporta bastante sobriamente, al entrar en el teatro de diletantes de Hochdorf es saludado "con el mayor respeto".
Wilhelm, cuyo ser y vida descansa en el amor, está también rodeado constantemente por el amor de las mujeres. En los brazos de su primera amada despierta a la alegría de empezar una nueva vida, una vida propia, y desde la pérdida de esta amada hasta que encuentra a la verdadera prometida, siempre tiene qué hacer con las mujeres, siempre está excitado, engolosinado, recordando a la que acaba de perder o esperanzado con la venidera, y hasta el último instante, que ya es casi demasiado tarde, vaga entre parecidas y semejantes imágenes, seguro de sus deseos, pero desconcertado por las tretas de la realidad. El humor de sus enamoramientos presta al curso de su vida la misma línea juguetona y excitante, pero el juego nunca es solo juego, siempre hay sensiblemente una profunda seriedad en él. Wilhelm no tiene nada que aprender de la animosa artista del amor, que es Philine; para él el amor es la corona de la vida, en la que no puede haber ninguna mancha. Se enamora de la condesa, con lo que se inicia el extraño círculo que le llevará al fin hasta la verdadera amada, que es la hermana de la condesa, y aunque la primera visión de Natalia le ha alcanzado y herido, como un rayo, en el corazón, vaga y busca, sin embargo, y vacila en ahogados sueños de amor durante mucho tiempo, incierto del camino, de manera que su liberación final por Natalia no es ya ningún lance de fortuna ni un hermoso hallazgo, sino alto destino y unión final de fuerzas que desde hacía tiempo venían atrayéndose misteriosamente.
¡Y basta de pormenores! No queremos agotar ni explicar el Wilhelm Meister, no pretendemos desenmarañar la multiplicidad de hilos de este tejido. Aspiramos a gozarle agradecidos, a aprender de él, a poseerle por entero. Este gran libro singular tiene para cada lector una voz, un profundo valor, que no se puede abarcar de una sola vez, no solo para los desenamorados, para los incrédulos y los malos. Quien se sienta más atraído por el hombre inculto que por el cultivado, quien prefiera la belleza del caos a la belleza de la humana ordenación, ese no encontrará en el Wilhelm Meister nada sagrado. Para ese el libro será, a lo más, una bella novela, razonable, superior, interesante por su aguda visión de la vida, por la variedad de sus imágenes, digna de ser leída a causa de sus bellos detalles. En cambio, quien sea capaz de ponerse en el lugar de Wilhelm Meister, de amar con él, de peregrinar con él, de creer con él en la Humanidad, de entregarse como él al agradecimiento, a la veneración, a la justicia, para este la novela no será un libro más, sino un mundo de belleza y esperanza, un documento de la más noble humanidad y una garantía del valor y de la persistencia de la civilización. El lector de este tipo encontrará en cada frase la alegría y la confirmación de sus mejores emociones, pero no deberá elevar a la categoría de esencial ninguna frase, ningún detalle; no deberá contar ni pesar los defectos ni las virtudes de la obra, sino aprender a amar y a venerar el todo en su unidad. Esta unidad no reside en la forma, ni tampoco en una fe ni en una profesión formularias, sino únicamente en un profundo amor libre de todo egoísmo. Este amor es la virtud de Wilhelm Meister, y cada uno de nosotros se puede sentir semejante a él y ser como él, aunque se sienta infinita y tristemente apartado de la gran esencia de Goethe.
El Meister no es una obra cuya perfección nos asombre y abrume. Es enteramente humana, puede ser nuestro amigo y acompañante; no exige de nosotros nada más que la sinceridad de nuestro amor. Si tenemos esto, podemos abandonar todo lo particular en el Wilhelm Meister; podemos, finalmente, dar la razón a Schiller y no ver en la novela, después de todo, ninguna forma artística elevada; podemos sonreír tranquilamente ante las pequeñas imperfecciones de la obra, y después de cada lectura nos sentiremos contentos, regalados y maravillados. No vemos en ella una de esas obras de excelsa y solitaria belleza, a las que solo podemos acercarnos en momentos solemnes. Vemos en ella un consuelo y una alegría para cada día; recorremos sus campiñas como el suelo de la patria, con respeto, pero sin recelo, seguros de nuestro derecho, de que es nuestro.
Es propio de este libro no abrirse del todo para aquel que pretenda encontrar su sentido a través de algunas sentencias aisladas, ni para quién lo lea buscando sensaciones de satisfacción estética. Nadie puede leer de una vez hasta el fin el Wilhelm Meister, nadie puede sentir o saborear en ningún momento durante o después de la lectura toda la riqueza del libro. Caminamos por su suelo como sobré la tierra buena, fructífera y fiel; miramos hacia él como hacia el cielo venturoso y eterno; nos sentimos confirmados y fortalecidos por él en nuestras buenas, valiosas y nobles acciones, y aunque nos señala y reprende nuestras debilidades y faltas, no nos condena. En el Wilhelm Meister, en cualquier parte de él, se encuentra la religión para todos aquellos que no pueden aceptar ya ninguna confesión y a los que, sin embargo, les es insoportable la temerosa soledad del alma incrédula. Aquí no se predica a ningún dios, ni se derriba a ninguno, no se rehúsa ninguna relación del alma con el mundo. No se apetece ni el paganismo ni el cristianismo, solo la fe en el valor y en el hermoso destino del hombre: amar y obrar.


MÚSICA ANTIGUA
(1913)

Ante las ventanas de mi casa de campo solitaria caía, pertinaz y desesperante, la lluvia gris, y tenía pocas ganas de volver a ponerme las botas y de recorrer el largo y embarrado camino que conduce a la ciudad. Pero estaba solo y me dolían los ojos de tanto trabajar, y desde todas las paredes de mi estudio me miraban los lomos dorados de mis libros con sus profundas preguntas, con sus insoportables interrogaciones. Los niños estaban durmiendo ya en sus camas y el fuego de la chimenea se había extinguido. Después me decidí a salir, busqué la invitación para el concierto, me calcé las botas, até al perro y, poniéndome el impermeable, emprendí el camino sucio y enlodado. El aire era fresco y olía acremente; el camino serpenteaba negro entre los robles altos y encorvados, describiendo caprichosos caminos en torno a las granjas vecinas. En la puerta de una casita brillaba una luz. Un perro ladró, se enfureció, ladró más y más recio y luego cesó repentinamente en sus ladridos, enroscándose sobre sí mismo. De una casa de campo, oculta tras un seto oscuro, salían las netas de un piano. Nada hay más bello y lánguido que caminar solo de noche por el campo y oír música en una casa solitaria; un presentimiento de todo lo bueno y digno de ser amado despierta entonces: un anhelo de patria y de luz de velón, de solemnidad nocturna en un aposento tranquilo, de manos de mujer y de vieja cultura patria.
Luego, apareció el primer farol pálido y silencioso, como una avanzada de la ciudad, después otro; ya refulgían los frontispicios de las casas del arrabal, y de pronto, tras la esquina de un muro, apareció deslumbrante la estación del tranvía bajo los brillantes arcos voltaicos, y en su andén se veían hombres envueltos en sus largos abrigos, conductores con sus gorras empapadas de lluvia y sus chaquetas húmedas y descoloridas, de botones brillantes, hablando animadamente en un corro. Un coche se acercó renqueante, con relámpagos azules tras sí, luminoso y cálido, con amplios ventanales. Subí a él, partimos, y desde la iluminada caja de cristal vi las calles llenas de noche, amplias y desiertas, y de cuando en cuando, en las esquinas, una mujer esperando bajo el paraguas nuestro coche; después vinieron calles más iluminadas y concurridas, y de pronto, al otro lado del puente, resplandeció la ciudad entera con todo el brillo nocturno de las ventanas y faroles, y bajo el puente, el cauce profundo del río con sus aguas oscuras, rielantes y sus diques blancos de espuma.
Descendí y caminé a través de las arcadas de una estrecha calleja, en dirección a la catedral. En la placita de la catedral brillaba, débil y gris, la luz de una farola sobre las losas del pavimento; en el atrio tremolaban las copas de los castaños; sobre el pórtico, iluminado con una luz rojiza, se alzaba la torre gótica, estrecha y alta, en la noche húmeda. Esperé un poco bajo la lluvia, arrojé al fin el cigarro, penetré bajo el elevado arco ojival. Gentes con los vestidos húmedos se apretujaban; el taquillero estaba sentado tras su clara ventanilla de cristal; un hombre me pidió la entrada; penetré en la catedral con el sombrero en la mano y pronto me dio en el rostro el aire bendito y lleno de esperanza de las gigantescas bóvedas, débilmente iluminadas. Unas pequeñas luminarias enviaban su luz medrosa desde las columnas y remates de los arcos, luz que se perdía en la piedra gris y se extinguía cálida y sutil allá arriba, en las bóvedas. Había un par de bancos ocupados; más allá aparecía la nave y el coro casi vacíos. Me deslicé de puntillas - aun así, mi paso resonaba amenazador dentro de mí -, avancé por el gran ámbito solemne; en el coro en sombras había viejos y pesados sitiales de madera con respaldos tallados, esperando a la gente; bajé uno de los asientos, el ruido que produjo la madera resonó sordo en las pétreas alturas.
Contento me arrellané en el amplio sitial, saqué el programa, pero el coro estaba demasiado oscuro para poder leer. Hago memoria, mas no logro recordar: estaba anunciada una composición para órgano de un maestro francés ya difunto, y una antigua sonata italiana para violín, quién sabe de quién, quizá de Veracini o Nardini o Tartini, y luego un preludio y una fuga de Bach.
Dos o tres figuras negras se deslizaron todavía en el coro, se sentaron, muy separadas unas de otras, enterrándose profundamente en los antiguos asientos. Alguien dejó caer un libro, a mi espalda oí cuchichear dos voces de muchacha. Luego, quietud. Calma. A lo lejos, en el coro alto, entre dos redondos faroles y ante los tubos largos y de fríos resplandores del órgano, había un hombre, hizo una seña, se sentó y un hálito de expectación recorrió a la escasa concurrencia. No quise mirar hacia allí; echado hacia atrás, elevé los ojos hacia las bóvedas y respiré el aire tranquilo de la iglesia. Pensé: ¿Cómo puede uno sentarse, domingo tras domingo, a plena luz del día, en este sagrado recinto, apretado y estrujado por la gente, y escuchar el sermón, que, por muy hermoso e inteligente que sea, ha de sonar prosaico y decepcionante?
Después se oyó un recio acorde de órgano. Llenó increscendo el ámbito desmesurado, se hizo ámbito él mismo y nos cubrió a todos. Creció y se sosegó, y otros tonos le acompañaron, y de pronto todos se precipitaron en lo profundo, en una fuga presurosa, se postraron, adoraron, se encresparon y perduraron amansados en un bajo armonioso. Y luego enmudecieron; una pausa sopló a través de las naves como el aliento de una tormenta. Después volvieron a elevarse poderosos tonos con profundo y magnífico apasionamiento, se remontaron tempestuosos, gritaron agudamente, rendidos, su lamento a Dios; volvieron a gritar con más insistencia y con más fuerza, y enmudecieron. Y volvieron a elevarse, volvió a elevar a Dios su voz poderosa este atrevido maestro, se lamentó y clamó, lloró su canción poderosamente en una tumultuosa serie de voces y descansó y cedió en intensidad, y alabó a Dios en un coral lleno de reverencia y dignidad, tendió arcos dorados a través de la alta penumbra, levantó columnas y sonoros haces de nerviaciones y edificó el templo de su adoración, y cesó y descansó sobre sí y volvió a elevarse y nos envolvió a todos cuando ya se habían extinguido los acordes.
Hube de pensar: ¡Qué miserable, mezquina y malamente guiamos nuestra vida! ¿Quién de nosotros podría presentarse ante Dios y ante el destino, como este maestro, con semejantes gritos de incriminación y de agradecimiento, con la grandeza sublime de un ser profundamente soñador? Ah, se debería vivir de otro modo, ser de otra manera, se debería vivir más bajo el cielo y los árboles, más para uno solo y más cerca de los misterios de la belleza y de la grandeza.
El órgano volvió a sonar, bajo y lento, con un acorde prolongado y dulce, y sobre él se remontó a la altura la melodía de un violín, por grados maravillosamente ordenados, lamentándose poco, preguntando poco, pero cantando y meciéndose sobre una secreta bienaventuranza y misterio, bella y ligera como el paso de una joven y hermosa muchacha. Repitióse la melodía, varió, cambió, trazó cien fines arabescos juguetones, serpeó fluida por senderos más angostes y volvió a surgir libre y purificada como una sensación acallada, serenada. Aquí no había ninguna grandeza ningún grito, ninguna profundidad del dolor, como tampoco ninguna alta veneración; aquí no había más que la belleza de un alma satisfecha y alegre. No tenía otra cosa que decirnos más que el mundo es bello y está lleno de un orden y armonía divinos. ¡Ah!, ¿qué mensaje podemos oír más extraño?, ¿qué mensaje podemos necesitar más que este?
Esto se siente sin verlo; en la amplia nave de la iglesia se divisan ahora muchos rostros sonrientes, satisfechos y puros; muchos encuentran un poco ingenua y anticuada esta música sencilla y primitiva y, sin embargo, sonríen también y se mecen con ella en el sencillo y claro torrente, al cual es una delicia seguir.
Durante las pausas se oye un pequeño murmullo de comentarios y un rumor de cambio de postura en los asientos, y cuando vuelve a sonar el órgano, alegre y animoso, uno se regocija y se entrega, aliviado, al goce de una nueva magnificencia. Y esta llega. Con aires más grandiosos y con más desenvoltura llega el maestro Bach a su templo, saluda a Dios con agradecimiento, se alza de su postración reverente y se dispone a recrearse, después del texto de un canto litúrgico, con su oración y su ánimo festivo. Pero apenas ha comenzado y ha hallado un poco de espacio, desgrana sus armonías más profundamente, levanta melodías y armonías, unas sobre otras, en una movida polifonía, y sostiene y alza y remonta su tema muy por encima de la iglesia, hasta un espacio sideral lleno de sistemas nobles y perfectos, como si Dios se hubiera retirado a descansar y le hubiera dejado su cetro y su manto. Truena en las nubes amontonadas y vuelve a abrir ámbitos luminosos, libres y alegres; conduce triunfal los planetas y soles; descansa indolente en el alto mediodía y rechaza a tiempo el turbión de la fría atardecida. Y finaliza magnífico y poderoso, como el sol poniente, y deja tras sí al enmudecer un mundo lleno de resplandores y alma.
Salí silencioso atravesando la alta portada y la placita dormida, recorrí silencioso el elevado puente y me deslicé despacio bajo las farolas de las calles de la ciudad. Ha cesado la lluvia; tras unos enormes nubarrones, que cubren todo el cielo, se adivina la luz de la Luna y una bella claridad nocturna. La ciudad desaparece y los robles que bordean mi senda campesina susurran bajo el viento suave y fresco. Y asciendo lentamente el último repecho y entro en mi casa dormida; el olmo conversa afuera con las ventanas. Ahora puedo irme a gusto a descansar y volver a probar la vida y convertirme en su juguete.


¡OH AMIGOS, EN ESE TONO, NO!
(Septiembre de 1914)

Los pueblos andan a la greña unos con otros, y cada día sufre y muere infinidad de gente en terribles batallas. En medio de las excitantes noticias del teatro de la guerra se me vino a la memoria un suceso de mi juventud, hace tiempo olvidado. Estaba pasando yo a los catorce años mi examen de reválida en Stuttgart, el famoso Landexamen suabo, y como tema de composición nos dictaron este: "¿Qué buenas y qué malas cualidades de la naturaleza humana se despiertan y desarrollan con la guerra?" Mi trabajo sobre este tema no descansaba en modo alguno sobre la experiencia y, por consiguiente, resultó triste, y lo que entonces comprendía como muchacho de la guerra y de sus virtudes y desdichas, no concuerda en nada con lo que hoy podría decir. Pero, a causa de los acontecimientos diarios y de aquel pequeño recuerdo, he meditado mucho estos días sobre la guerra, y como se ha extendido la costumbre de que los hombres de los estudios y de los talleres expongan sus opiniones sobre ella, ya no me espanta expresar también la mía. Yo soy alemán y mis simpatías y mis deseos están del lado de Alemania, pero lo que yo puedo decir no se refiere a la guerra ni a la política, sino a la posición y a la tarea de los neutrales. Con esto no aludo a los pueblos políticamente neutrales, sino a todos aquellos investigadores, maestros, artistas, literatos que trabajan en la obra de la Paz y de la Humanidad.
En estos últimos tiempos han surgido unos síntomas angustiosos de una desdichada ofuscación del pensar. Hemos oído hablar de la supresión de patentes alemanas en Rusia, de un boicot de la música alemana en Francia, de un boicot semejante en Alemania contra las obras culturales de los países enemigos. En muchos periódicos alemanes no se volverán a traducir, anunciar ni comentar las obras futuras de ingleses, franceses, rusos y japoneses. Esto no es un rumor, sino un hecho real ya puesto en práctica.
De esta forma, un bello cuento japonés, una buena novela francesa, traducidas fiel y cariñosamente por un alemán antes de la guerra, debe enmudecer mortalmente ahora. Un bello presente, ofrecido con amor a nuestro pueblo, habrá de ser rechazado porque unos buques japoneses atacan Tsingtau. Y si hoy alabo la obra de un italiano, de un turco, de un rumano, ¡he de hacerlo a reserva de que antes que salga el periódico no le dé a un diplomático o a un periodista por variar la situación política en dichos países!
Por otro lado vemos artistas y sabios que protestan contra los poderes que dirigen la contienda. Como si ahora que el mundo está en llamas tuvieran algún valor semejantes palabras de escritorio. Como si un artista o literato, aunque sea el mejor y más afamado, tuviera que decir algo en cosas de guerra.
Otros toman parte en los grandes acontecimientos, mientras hacen la guerra desde sus cuartos de estudio y componen en sus mesas de despacho sangrientas canciones bélicas o artículos en los que alimentan y atizan rencorosamente el odio entre los pueblos. Esto es quizá lo peor. Aquel que está en el campo de batalla y arriesga a diario su vida, tiene todo el derecho a la acritud y al furor y al odio momentáneo, y también el político activo. Pero nosotros, los poetas, los artistas, los periodistas, ¿puede ser nuestra tarea empeorar más lo malo, acrecentar lo odioso y merecedor de ser lamentado?
¿Gana algo Francia con que todos los artistas del mundo protesten contra el bombardeo de un hermoso edificio? ¿Gana algo Alemania con no volver a leer ningún libro francés o inglés? ¿Mejorará algo en el mundo o se volverá más sano, más justo, si un escritor francés arroja sobre el enemigo los insultos más groseros o si espolea al ejército propio con salvaje furor?
Todas las manifestaciones, desde el "rumor" descarado hasta el artículo azuzador, desde el boicot del arte "enemigo" hasta el artículo difamatorio contra todo un pueblo, descansan en una falta de reflexión, en una molicie espiritual, que se procura fomentar de intento en cada combatiente, pero que a un trabajador o a un artista consciente no le va bien. Exceptúo de antemano de mi reproche a todos aquellos para quienes el mundo acaba siempre en los hitos de la frontera. Las gentes que ven con horror cualquier elogio de la pintura francesa y que echan espumarajos de furor ante cualquier palabra extranjera, no están incluidas tampoco aquí, estas pueden seguir haciendo lo que vienen haciendo. Pero todos los demás, los que con mayor o menor conciencia se han ocupado de crear una cultura humana supranacional y de pronto quieren llevar la guerra a los dominios del espíritu, cometen una injusticia y una falta muy grosera en un pensador. Han servido tanto tiempo a la Humanidad y han creído en la existencia de una idea internacional de Humanidad, cuando esta idea no contradecía ningún grosero acontecimiento, cuando era cómodo y razonable pensar y obrar así. Ahora, cuando cuesta trabajo, cuando es un peligro, cuando se juega el ser o el no ser en sostener esta idea, la más grande de todas, se hacen atrás y cantan la tonada que más agrada a su vecino.
Bien entendido que esto no va contra la noción de patria y el amor al propio pueblo. Yo soy el último que quisiera renegar de mi patria en estos tiempos, y no se me ocurriría apartar a un soldado del cumplimiento de su deber. ¡Si es momento de disparar, que dispare, pero que no lo haga por disparar y por aborrecimiento al enemigo, sino por emprender, tan pronto como sea posible, una tarea más elevada y - mejor: Cada día se arruina más esta idea por la que todos los mejor intencionados entre los artistas, sabios, viajeros, traductores, periodistas de todos los países se han afanado durante toda la vida. No se puede evitar. Pero será un insensato y falso aquel que, habiendo creído solamente
durante una hora luminosa en la idea de la Humanidad, en una ciencia internacional, en una belleza artística no limitada por los nacionalismos, se espanta ahora de su enorme grandeza, arroja la bandera y tira lo mejor que posee a la hoguera común. Creo que son muy pocos, que quizá no haya uno entre nuestros poetas y literatos, en cuyas obras completas brille después como lo mejor lo que hoy haya dicho o escrito bajo la influencia de la cólera del momento. No hay tampoco ninguno entre ellos, al menos entre los que pueden ser tomados en serio, que aprecien más en su corazón la canción de Körner "Vaterland" que las poesías de aquel Goethe, que supo mantenerse tan alejado de las grandes guerras de liberación de su pueblo.
Sí, gritan ahora los patriotas, este Goethe nos fue siempre sospechoso, nunca fue un verdadero patriota, y ha infectado el .espíritu alemán con aquel dulce y frío internacionalismo que tanto hemos padecido y que ha debilitado notablemente nuestra conciencia germana.
En esto radica el fondo de la cuestión. Goethe no fue nunca un mal patriota, aunque en el año 1813 no compuso ningún himno nacional. Pero sobre la alegría por lo alemán, que conocía y amaba como el primero, estaba la alegría por la Humanidad. Era un ciudadano y un patriota en el mundo internacional del pensamiento, de la libertad interior, de la conciencia intelectual, y estaba tan alto en el momento de su mejor pensamiento, que los destinos de los pueblos no le afectaban en su importancia particular, sino solamente como movimientos subordinados al todo.
Se le puede censurar un frío intelectualismo, que en el momento de más serio peligro enmudeció, y, sin embargo, es el espíritu en que han vivido los mejores pensadores y poetas alemanes. Recordarle a él y las advertencias que hizo sobre la justicia, la moderación, el decoro, el amor al hombre, es más oportuno ahora que nunca. ¿Está bien que un alemán haya de hacerse violencia para encontrar superior un buen libro inglés a uno malo alemán? ¿Debe el espíritu de nuestros caudillos de la guerra, que respeta y mantiene a los prisioneros enemigos, avergonzarse del espíritu de nuestros pensadores, que no quieren reconocer y apreciar lo que el enemigo tiene de pacífico y de bueno? ¿Qué sucederá después de la guerra, en aquel tiempo en que todos nos sentiremos un poco cohibidos y serán imposibles los viajes y el intercambio de ideas entre los pueblos? ¿Y quién habrá de soportarlo y trabajará para que todo sea de otro modo, para que volvamos a entendernos, a apreciarnos, a aprender unos de otros? ¿Quién hará esto sino nosotros, que estamos sentados a la mesa de escribir y sabemos que nuestros hermanos están en e] campo de batalla? ¡Honor a aquel que combate, con sangre y vida, en el campo de batalla, bajo la metralla! A nosotros, que pensamos bien de la patria y no queremos dudar del futuro, nos ha cabido en suerte mantener un trocito de paz, tender puentes, buscar caminos, pero no herir (¡con la pluma!) ni minar los fundamentos del futuro de Europa.
Todavía unas palabras para aquellas numerosas personas a las que se ve sufrir desesperadamente bajo esta guerra y a las que les parece que la guerra ha destruido toda la civilización y toda la Humanidad. Siempre ha habido guerras desde que conocemos el destino de los pueblos, y no hay motivos para creer que vayan a ser abolidas. Fue más bien la costumbre de la paz lo que nos engañó. Habrá guerras en tanto que la mayoría de los hombres no puedan entrar en aquel reino del espíritu goethiano. Habrá guerras por mucho tiempo, quizá por siempre. No obstante, el vencimiento de la guerra será, como lo era en otro tiempo, nuestro más noble fin y la última consecuencia de la cultura occidental y cristiana.
El investigador que busca el remedio contra una epidemia no abandona su trabajo porque una nueva plaga se le presente. Y mucho menos deberá dejar de ser nuestro más alto ideal la "Paz en la Tierra" y la amistad entre los hombres de buena voluntad. La cultura humana proviene del ennoblecimiento de los impulsos animales, convirtiéndolos en espirituales, del pudor, de la fantasía, del conocimiento. Que la vida merezca ser vivida es el último contenido y consuelo de cada Arte, aunque todo panegirista de la vida ha de morir también. Que el amor es más elevado que el odio; la razón, superior a la cólera; la paz, más noble que la guerra, nos lo ha de marcar a fuego esta desdichada guerra mundial más indeleblemente de lo que antes lo sentíamos. ¿Dónde estaría, si no, su utilidad?


CARTA A UN FILISTEO
(1915)

Al señor M. en Z.:
Se admirará, señor M., de que le escriba y se admirará más todavía cuando sepa que lo hago para recordar nuestra última entrevista y conversación, de las que ya no se acordará usted posiblemente. A mí me sucede al contrario, es decir, no le di entonces ninguna importancia a aquellos instantes y palabras, le olvidé a usted, señor M., y olvidé lo que usted me dijo en aquella ocasión, durante nuestra charla, y me separé de usted sin conservar ninguna impresión sensible de ella.
Pero después, en aquel mismo día, volví a rememorar nuestra conversación, con la sensación de una cruel espinita, y su recuerdo volvió a saltearme una y otra vez, cada vez más admonitorio y desagradable. Han transcurrido varios meses desde esto, casi todo un año, pero en cada uno de estos meses he tenido que pensar en usted, señor M., por lo menos dos o tres veces, y me he repetido aquella conversación y he sostenido con usted largas explicaciones, explicaciones que posiblemente no tienen valor para usted y que yo me guardaré muy bien de comunicarle.
Comencemos por el principio, ya que, al parecer, ¡lo ha olvidado usted todo! Así, pues, hace diez u once meses, quizá, llegué a su ciudad a la hora de mediodía; llevaba conmigo una carterita amarilla de cuero y un paraguas, y me encontré con usted en el tranvía. Quería ir al arrabal, donde vive un amigo mío, y usted volvía de sus ocupaciones, no muy conocidas por mí, e iba a comer a su casa, que, como luego vi, es una mansión señorial, con un gran jardín, situada en uno de los parajes más bellos de las afueras de la ciudad.
Le saludé a usted, porque recordaba haberle visto varias veces antes. En recitales literarios, en conciertos y en otros actos semejantes me encontré con usted reiteradamente y creo que pertenecía usted también a alguna comisión artística o literaria. En cualquier caso, habíamos hablado muchas veces uno con otro. Usted había demostrado cierto interés por mí y yo tenía de usted la impresión de que era un hombre de mundo agradable, bastante educado para tener una idea del Arte, un hombre de negocios demasiado adinerado, demasiado interesado en naderías para acercarse libremente allí donde prospera evidentemente lo bello y respirar su aire puro. Usted conocía la belleza bastante bien, así me lo parece, pero solo como una esclava, como una esclava apreciada secretamente, secretamente preferida. Usted sentía, me parece, de cuando en cuando, anhelos de una transfiguración de la vida, de un son exterior al mundo, en el que no hubiera ni dinero ni negocios. Por eso pertenecía usted a una comisión de Arte y frecuentaba las tertulias literarias y ha colgado unos cuantos cuadros buenos en las paredes de su hermosa casa.
Le saludé a usted, pues, con la afectuosidad y la inocente alegría que se siente al ver de nuevo a una persona de la que se guarda un recuerdo ligero, sencillo, agradable y desinteresado. Usted agradeció también el reencuentro con una sonrisa alegre y con aquel gesto de condescendencia que para mí no es nada desagradable, que casi todas las gentes ricas e influyentes tienen frente a los artistas y a las existencias apartadas. No pudimos conversar, no estábamos sentados juntos y el tranvía estaba lleno a aquella hora del mediodía.
Pero usted se apeó en la misma parada que yo, y ambos echamos a andar por la misma calle, en dirección a la montaña, y de esta forma llegamos a darnos la mano y a cambiar unas palabras. Usted me preguntó amablemente por los motivos que me habían llevado a Z., y yo se los declaré: había ido para asistir a un espectáculo musical que había de dirigir un amigo mío, del cual hablamos después. Un tercer señor, al que usted se apresuró a presentarme, se nos acercó, y si no recuerdo mal, fue este tercero quien llevó la ligera conversación que nosotros dos traíamos (íbamos cuesta arriba y estábamos hambrientos) a este término que tanto me ha preocupado desde entonces. Habló de un nuevo libro mío y me preguntó si este invierno publicaría otro, y añadió a esto, medio en broma, una pequeña observación sobre los beneficios materiales del trabajo literario, sobre los honorarios y las ediciones. Intenté defenderme sonriendo, y entonces tuvo lugar la escena que únicamente conservo con precisión en la memoria de toda aquella conversación.
Usted se animó de repente y su voz se hizo sonora y algo odiosa cuando, mirándome con una sonrisa maligna, exclamó: "¡Ustedes, los artistas y poetas, no se diferencian en nada de los demás! ¡No piensan más que en el dinero y en las ganancias!"
Esto fue todo. No contesté, y aunque quedé ligeramente asombrado por la extraña y agresiva descortesía de sus estúpidas palabras, no le di más importancia a la cosa, ni me defendí. Me sentí molesto y me alegré de que usted hubiera llegado ya a su casa. Me quité el sombrero y di los buenos días, pero no le ofrecí la mano, dominado por una sensación de disgusto; a poco, me separé también de aquel segundo acompañante y seguí el breve trecho que me quedaba de camino.
El saludo con mi amigo, con su mujer y con sus hijos, la comida, la conversación y la música después apagaron completamente en mí el recuerdo del encuentro con usted, hasta que por la tarde reapareció de pronto. Tenía una sensación de disgusto y confusión, algo así como la odiosa sensación de no haberme lavado; me perseguía la vaga sombra de un recuerdo, como si hubiera sido ultrajado aquel día, como si hubiera presenciado algo indigno y yo mismo me hubiera comportado indignamente. Y de pronto me di cuenta de ello: eran sus palabras, señor M., sus estúpidas y groseras palabras sobre mí y sobre los artistas.
No obstante, pronto comprendí que la pequeña ofensa que para mí podían encerrar sus palabras no era lo que me atormentaba, sino una sensación de culpabilidad y mala conciencia. Había escuchado cómo un hombre, al que estaba acostumbrado a tomar bastante en serio y a apreciarle, se expresaba tan grosera y odiosamente sobre todos los artistas, y yo había callado a esto. Había dejado pasar el instante en que posiblemente unas palabras serias hubieran conmovido el alma de aquel hombre, en que este señor M. se hubiera desconcertado un momento quizá y se hubiera inclinado interiormente ante un mundo que él consideraba más puro que el suyo.
Desde entonces, como he dicho, he oído en el recuerdo aquellas palabras muchas veces. Y cada vez el enojo hacia su persona cede más y el enfado conmigo mismo aumenta. Que no vuelva a saludarle ni a darle la mano es una pequeña cuestión que se despacha con un simple propósito. Mi falta no quedaría justificada con esto, ni disculpada mi tibieza. La sensación de malestar, enojo y vergüenza que sentí por mi estupidez al aceptar sus insensatas palabras era exactamente la misma que sentí una vez hace dos o tres años. Entonces recordé también esta historia, que creí haber olvidado, y que empezó a atormentarme junto con la suya, y durante bastante tiempo.
Esta otra historia es la siguiente: Durante un viaje por mar, mientras el barco estaba en un puerto cogiendo carbón, bajé a tierra en compañía de un señor. El conocía ya aquella ciudad exótica e hizo de guía, y consiguió enseñarme en dos o tres horas todo lo que allí había de cafés cantantes, salones de baile, tabernas y otros malos lugares de diversión. Pero yo, que ya había salido asqueado del primer tenducho, y no solo a causa de aquel antro tan poco simpático para mí, sino también del hombre, de su charla. de sus movimientos nerviosos y de su risa, odiosos en alto grado, caminaba a su lado irritado y molesto y no encontraba el modo de apartarme de él, ni de manifestarle con palabras o silencio mi desagrado. No, no podía soportarlo; su grasienta naturaleza, jovial e ingenua, dominaba a la mía más débil, y yo le seguía como a mi verdugo, y mientras me enfurecía con él y conmigo mismo de la manera más brutal, escuchaba silencioso su charla.
Sí, eso es. No me ofendía que hubiera en el mundo fealdad y porquería; podía pasar la vista por alto, podía reírme de ello. Pero que yo hubiera consentido una vez este aspecto del mundo que tanto despreciaba y rehuía, de modo que pudiera parecer que aprobaba estas cosas y aplaudía a mi acompañante, que yo las buscaba y quería, esto se me había clavado como una espina. Y a esto había venido a unirse el pequeño incidente con usted, señor M., como una segunda espina en la carne.
No le escribo esto para justificarme a posteriori, sino al contrario. Escribo esto para mí, no para usted, y lo escribo para confesar una culpa. Era mi deber entonces no haber escuchado sus feas palabras sobre los artistas sin una protesta. ¡Quizá no las dijera usted con aquella intención! Quizá usted, el rico financiero, con su secreta hambre de arte, no pretendiera otra cosa que excitarme, que escuchar mi justificación, que provocar mi réplica, algo que fortaleciera en su propio corazón lleno de dudas la existencia del Ideal, la existencia de aquel mundo más puro. Y mientras yo callaba, se hundió y se apagó también en usted la secreta confirmación, el oculto gozo de creer, y mientras yo caminaba, callaba y asentía, abandonaba usted enteramente su alma vacilante a la incredulidad y a aquella necia creencia de que el arte y la vida espiritual es, después de todo, el más adverso y peligroso de todos los vicios.
Si le hago esta confesión después de casi un año, no quiero con ello anular en modo alguno lo que me he propuesto a solas respecto a usted. Ya no tengo necesidad de hablar con usted ni de darle la mano. ¡Ah, sería tan fácil refutar su necio comentario de entonces, y no con sentimentalismos, sino simplemente con hechos, cifras y cuentas! Pero de nada sirve ya. Ya no le culpo a usted de haber dejado de apreciarle, sino a mí mismo, que fui cómplice, que con mi silencio y quizá hasta con una sonrisa ligeramente dudosa di la impresión de que estaba de acuerdo con usted, compartí su opinión, la que, sin embargo, rechazo y aborrezco con toda mi alma.
¡Piense usted de mí lo que quiera! ¡Piense usted de mi que entonces asentí realmente a lo que dijo! ¡Piense usted por causa mía que siempre he sido de esa opinión y que lo soy todavía! ¡Considéreme uno de esos artistas relacionados con el Arte solo por azar y por oficio!... Me es indiferente, puedo pasarme muy bien sin su opinión. ¡Pero, señor M., no piense usted, hombre hacendado, en su bello jardín y en su rica casa, que se pueden cometer impunemente esos pequeños crímenes, como el que usted cometió entonces con sus palabras! Yo sé que hace tiempo que viene presintiendo el castigo, y sé que se acrecerá y se tornará más sensible, que le echará a perder más y más la vida. Y hasta que no dé usted un paso para restablecer en su alma la fe, hasta que no crea seriamente en la existencia del bien, su alma vivirá enferma y sufrirá. Usted siempre tendrá todo lo que se puede adquirir con dinero, pero usted será condenado por eso a ver que, siempre y en todas partes, precisamente lo mejor, precisamente lo más hermoso, precisamente lo más codiciable, ¡no se puede comprar con dinero! Lo mejor, lo más bello, lo más codiciable en el mundo solo se puede pagar con la propia alma, el amor no se compra con nada, y para aquel cuya alma no es pura ni capaz de hacer el bien ni de creer siquiera en él, para aquel no sonará la voz pura y llena de lo bueno y noble y deberá conformarse por siempre con la imagen ínfima, turbia y depravada del mundo que sus pensamientos han creado para su propio tormento y envilecimiento.


IDIOMA
(1917)

Uno de los defectos que más hace sufrir al poeta es el defecto y penuria del idioma. A veces puede llegar a aborrecer el idioma, a inculparle y a maldecirle, o, mejor dicho, a recriminarse a sí mismo por haber nacido al trabajo con esta miserable herramienta. Con envidia piensa el poeta en el pintor, cuyo lenguaje -los colores - es comprendido por todos los hombres, desde el Polo Norte hasta África, o en el músico, cuyos tonos pueden hablar todos los idiomas y al que, desde la monótona melodía hasta la polifónica orquesta, desde la corneta hasta el clarinete, desde el violín hasta el arpa, todos le obedecen con sus lenguajes nuevos, singulares, finamente diferenciados.
Pero, sobre todo, envidia al músico profundamente en una cosa y todos los días: que el músico tiene su lenguaje para sí solo, ¡solo para hacer música! El poeta, en cambio, debe emplear en su obra el mismo lenguaje que se usa en las escuelas y en los negocios, en los telegramas y en los procesos judiciales. ¡Qué pobre es al no poseer un órgano propio para su arte, una mansión propia, un jardín privado, una ventana personal para contemplar desde ella la Luna! ¡Todo, todo ha de compartirlo con el común! Si dice "corazón" y piensa en lo más vivo y palpitante en el hombre, su más íntima capacidad y debilidad, la palabra quiere decir también "músculo". Si dice "fuerza", ha de luchar por el sentido de esta palabra con ingenieros y electricistas; si habla de "beatitud", ve mezclarse en la expresión de su idea algo teológico. No puede emplear ni una sola palabra que no apunte al mismo tiempo hacia otra parte, que no recuerde en el mismo instante otra imagen extraña, discordante, opuesta, que no traiga en sí misma impedimentos y reducciones y se quiebre en sí misma, como la voz al reflejarse entre paredes estrechas, devolviéndonosla interferida y ahogada.
Igual que aquel que es un pícaro da más de lo que tiene, el poeta nunca podrá ser un truhán. Nunca da ni la décima, ni la centésima parte de lo que quisiera dar, se contenta con que el oyente le comprenda, aunque sea superficialmente, aunque sea de lejos, aunque sea incidentalmente, y no le entienda mal al menos en lo más principal. Y en todas las partes donde un poeta coseche elogios o censuras, donde cause sensación o se rían de él. donde se le aprecie o se le condene, en todas esas partes no se habla de sus pensamientos y sueños, sino de la centésima parte que ha podido desaguar a través del estrecho canal del idioma y de la no muy amplia comprensión del lector.
Por esto también se defienden las gentes tan enconadamente a vida o muerte, cuando un artista, o toda una juventud artística, ensaya nuevas expresiones y un lenguaje nuevo, y sacude sus penosas prisiones. Para los burgueses el lenguaje (todo lenguaje aprendido penosamente, y no solamente el de las palabras) es una reliquia. Para el burgués es una reliquia todo lo que es común y compartible, todo lo que puede repartir con muchos y, a ser posible, con todos; todo lo que no le recuerde nunca la soledad, el nacimiento y la muerte, el yo más íntimo. Los burgueses tienen también, como el poeta, el ideal de un lenguaje mundial. Pero el lenguaje mundial de los ciudadanos no es como aquel que el poeta sueña: una selva virgen de riqueza, una orquesta infinita, sino un lenguaje de signos simplificadísimos, telegráficos, en cuyo manejo se pueda ahorrar tiempo, palabras y papel y no impida la ganancia de dinero. ¡Ah, la Poesía, la Música y otras cosas semejantes a estas siempre han impedido la ganancia de dinero!
El ciudadano ha aprendido ahora un lenguaje que él considera el lenguaje del Arte, y se siente satisfecho, cree comprender y poseer el Arte, y se enfurece cuando comprueba que este idioma, que con tanto trabajo aprendió, no sirve más que para una pequeñísima parcela del Arte. En tiempos de nuestros abuelos había gentes aplicadas e instruidas que se esforzaron en admitir en Música, junto a Mozart y Haydn, también a Beethoven. Mientras "les acompañaba". Pero cuando llegó Chopin, y Liszt, y Wagner, y cuando se les exigió aprender una y otra vez un nuevo idioma, revolucionario y joven, cuando se les pidió que se acercaran suave y amistosamente a algo nuevo, se enojaron profundamente, promulgaron la decadencia del Arte y la degeneración de los tiempos en que estaban condenados a vivir. Igual que estos pocos hombres, los hay hoy a millares. El Arte muestra nuevas .caras, nuevos lenguajes, nuevos sonidos y gestos balbucientes; está harto de hablar siempre el lenguaje de ayer y de anteayer, quiere bailar también alguna vez, saltarse la valla, ponerse de lado el sombrero y caminar haciendo eses. Y los ciudadanos están furiosos por esto, se sienten afrentados y sienten que las raíces de sus valores están a flor de tierra, vomitan palabras injuriosas y se tapan hasta las orejas con la capa de su educación. Y el mismo ciudadano, que por el más ligero roce u ofensa a su dignidad personal corre a casa del juez, es ahora inventor de las más terribles ofensas.
Mas este furor y esta infructuosa excitación no liberan precisamente al burgués, ni descargan y limpian su conciencia, ni eliminan en modo alguno su interna intranquilidad y disgusto. El artista, en cambio, que no tiene menos quejas del ciudadano que este de aquel, el artista se toma el trabajo de buscar, encontrar y aprender un nuevo lenguaje para su enojo, para su desprecio, para su resentimiento. Comprende que de nada sirve insultar, y ve que el que insulta no tiene razón. Como en nuestros días no tiene ningún otro ideal que el suyo propio, como no quiere ni desea otra cosa que ser enteramente él mismo y hacer y decir lo que la Naturaleza ha preparado y dispuesto en él, por esto transforma su enemistad hacia el ciudadano en algo lo más personal, lo más bello, lo más elocuentemente posible, expresa su enojo no con baba, sino que inventa, construye, traza y amasa una expresión adecuada para ello, una nueva ironía, una nueva caricatura, un nuevo camino para convertir lo desagradable y feo en agradable y bello.
¡Qué de infinitos lenguajes tiene la Naturaleza, y cuántos han creado los hombres! El par de miles de gramáticas simples que los pueblos han fabricado desde el Sánscrito hasta el Volapuk, están en gran desproporción con los lenguajes de la Naturaleza. Los de los hombres son pobres, porque siempre se han contentado con lo más necesario - y lo que los ciudadanos tienen entre ellos por más imprescindible es siempre ganar dinero, cocer el pan y otras cosas semejantes -. Por esto no pueden cultivar idiomas. Nunca ha alcanzado un idioma humano (me refiero a un idioma gramatical) ni la mitad de la inspiración y gracia, del esplendor y espíritu que pone un gato en los movimientos de su cola o un pájaro del Paraíso en platear su vestido de bodas.
No obstante, el hombre ha superado al pájaro del Paraíso, al gato y a todos los animales y plantas, siempre que ha sido él mismo y no ha aspirado a imitar a las hormigas o a las abejas. Ha inventado idiomas que se dejan manejar y adaptar mejor que el alemán, el griego o el italiano. Ha formado religiones, arquitecturas, filosofías como por encanto; ha creado una música cuya expresividad y riqueza de colorido sobrepasa las de todas las aves del Paraíso y de todas las mariposas. Si digo "pintura italiana", estas palabras suenan ricas y polífonas, como coros llenos de unción y dulzura, suenan gloriosamente como instrumentos bien acordados, huelen a beatífica frescura en iglesias de mármol, evocan monjes fervorosamente arrodillados o bellas mujeres señoreando regiamente cálidos parajes. O si pienso "Chopin", suenan perlas suave y melancólicamente en la noche, resuena solitaria la nostalgia de la patria en las notas de las cuerdas para el que está lejos de ella, y el dolor más íntimo y personal está expresado infinitamente mejor y con más justeza en las armonías y disonancias que en las palabras científicas, cifras, curvas y fórmulas con que se pretende expresar el estado de un paciente.
¿Quién puede creer en serio que el Werther y el Wilhelm Meister están escritos en el mismo idioma? ¿Que Jean Paul habló el mismo lenguaje que nuestros maestros y profesores? ¡Y no eran más que poetas! Hubieron de trabajar con la pobreza y sequedad del idioma, tuvieron que manejar una herramienta que había sido creada para cosas enteramente distintas.
Pronuncia la palabra "Egipto" y oirás un lenguaje que alaba a Dios en poderosos y broncíneos acordes, lleno de anhelos de eternidad y de profundo temor ante la certeza del fin: reyes que miran con sus ojos de piedra, inexorablemente, a lo lejos sobre millones de esclavos, y continuamente están mirando más allá de todas las cosas solo a la muerte; animales sagrados que miran fijamente, serios, terrenales; flores de loto que exhalan aromas suaves desde las manos de las bailarinas. Un mundo, un cielo estrellado lleno de mundos es este "Egipto"; puedes tenderte de espaldas y estar todo un mes fantaseando sobre todo esto. Mas de pronto se te ocurre algo diferente. Oyes el nombre "Renoir" y sonríes y ves todo el mundo envuelto en pinceladas circulares, rosado, luminoso y amable. Y dices "Schopenhauer" y ves el mismo mundo representado en los rasgos de los hombres sufrientes, que en las noches de insomnio componen una canción a la divinidad, y con rostros serios peregrinan por un duro camino que conduce a un Paraíso infinitamente tranquilo, infinitamente modesto y triste. O te viene a la memoria el sonido "Walt und Vult" y todo el mundo se ordena nebuloso y flexible a lo Jean Paul, en torno a una camada de cervatillos, en la que el alma de la Humanidad, dividida en dos hermanos, camina despreocupada a través de la pesadilla de un testamento caprichoso y de las intrigas de un hormigueo pululante de burgueses.
El burgués gusta de comparar a los visionarios con los locos. El ciudadano sospecha con razón que él mismo se volvería loco en seguida si se engolfase en el abismo de su propio interior tanto como los artistas, los religiosos y los filósofos. Podemos llamar alma a este abismo, o inconsciente, o como siempre; de él procede cada movimiento de nuestra vida. El burgués tiene entre sí y su alma un vigilante, una conciencia, una moral, un agente de seguridad, y no reconoce nada de lo que viene directamente de aquel abismo anímico, sin haber sido sellado previamente por aquella autoridad. Mas el artista no dirige permanentemente su desconfianza hacia el país del alma, sino precisamente hacia todo guardián de la frontera, y entra y sale secretamente aquí y allá, entre la conciencia y la inconsciencia, como si estuviera en ambas como en su propia casa.
Si se halla en este lado, en la parte del día conocida, donde también mora el burgués, entonces le oprime infinitamente la pobreza de todos los idiomas, y ser poeta le parece una vida llena de espinas. Mas si se halla al otro lado, en el reino del alma, las palabras vuelan hacia él maravillosamente desde todos los vientos; suenan las estrellas y ríen las montañas, y el mundo es perfecto, y con el lenguaje de Dios, al que no le falta ninguna palabra ni letra, todo se puede expresar, todo resuena y todo se libera.


EL REFUGIO
(1917)

Durante muchos años me ha acompañado un deseo favorito; mejor dicho, no me ha acompañado, sino que ha enraizado en mí, se ha nutrido de mí, ha tomado fuerzas de las mías, igual que algunos parientes y amigos nos acompañan, mientras se dejan amar y venerar por nosotros y hacen suya nuestra casa y nuestras fuerzas.
Aquel deseo favorito era hermoso y no demasiado inmodesto si se le examinaba exteriormente. Su contenido era: un refugio. Este refugio aparece en las distintas épocas muy diferente. Tan pronto era una casita a orillas del lago de los Cuatro Cantones, con un bote de remos, como era una choza de madera en los Alpes, con un banco para dormir, apartada cuatro horas de camino de la vivienda más próxima. Luego era una cueva o unas ruinas en las rocas del Sur del Tesino, junto a los luminosos bosques de castaños, colocada tan alto como las viñas más altas, con o sin ventanas y puertas. Otras veces el refugio era un pasaje valedero para un camarote en un barco, sin ningún otro pasajero, para un viaje marítimo de tres meses de duración, siendo indiferente la ruta. Y a veces era algo más modesto todavía: un agujero en la tierra, una pequeña fosa, mejor o peor cavada, con o sin flores dentro, con o sin ataúd.
Pero el sentido y la esencia eran siempre exactamente los mismos. Casa de campo o camarote de barco, choza en los Alpes o jardín en Toscana, cueva en el Tesino o fosa en el cementerio; el sentido era siempre este: un refugio. Como sobrescrito de este deseo aparecía el verso del párroco suabo, de aquel querido y enfermizo estrafalario, que vivió apartado del mundo, sin nada que hacer, en una aldeíta, y allí poetizó:

¡Déjame, mundo, déjame existir!

Con esto me parecía haberlo ganado todo: si yo tuviera en cualquier parte un abrigo y un refugio, si supiera de un escondrijo seguro y tranquilo, con el bosque o el mar cerca, pero sin hombres, sin mensajeros de preocupaciones, sin ladrones de pensamientos, sin cartas, sin telegramas ni periódicos, ni ninguna otra clase de comisionistas de la Cultura. Allí podría murmurar un arroyo o una cascada, o arder el sol en las tranquilas y pardas rocas; allí podrían volar las mariposas o ramonear las cabras, incubar los lagartos o anidar las gaviotas; es lo mismo, pero allí quisiera encontrar mi paz, mi soledad, mi sueño y mi ensoñar. Nadie a quien no llamara podría pisar mi refugio, nadie lo conocería, nadie sabría quién yo era, nadie querría nada de mí, nadie me obligaría a nada. Yo no figuraría en ninguna lista de direcciones, en ninguna relación de contribuyentes.
Era bello mi deseo, era hermoso mi sueño, sonaba dulce y modestamente, tenía modelos y poetas de fama para sí. ¡Y qué justificado estaba! Para un hombre que no aspiraba al poderío, que intentaba cumplir con tanta justicia como le era posible las exigencias del mundo, que era un poeta y un pacífico ciudadano, ¿había para mi un deseo más justo y comprensible que el de mi refugio, el de un rincón en el Sur, un abrigo en la montaña, una cueva, un escondrijo, una tumba? Si lo de una casa de campo, un camarote en un barco era demasiado pretencioso, no podía decirse lo mismo, ciertamente, del camastro de paja en una choza, de la pequeña tumba innominada.
He trabajado muchas horas durante muchos años en mi sueño, muchas horas mientras paseaba, mientras trabajaba en el jardín, antes de dormir, después de despertar, en el tren. Levantaba sus paredes, lo pintaba y decoraba, lo musicalizaba más bella, más delicada, más noblemente, lo sombreaba con las sombras del bosque, fantaseaba con el rumor de las cabras, lo inundaba de anhelos y amor. Iluminaba delicadamente a mi sueño favorito, le acariciaba maternalmente, le mimaba solícito. Si no recuerdo mal, puedo afirmar que en ninguna cosa terrenal, o en muy pocas, he puesto tanto amor, tanta atención, tanto calor de la propia sangre, tanta fuerza en desearlo como en mi sueño favorito.
¡Y cómo me ha iluminado a veces, incitándome y consolándome; cómo ha resonado interna y profundamente; cómo ha brillado con rosados destellos! ¡Qué bien entretejido estaba con hilos de oro, qué bien pintado con colores mil veces ensayados con amor y dulzura!
Con los años sucedió una y otra vez que otras voces me conmovieron, que surgió aquí y allá una advertencia, me rozó la comprensión, con perjuicio para mi sueño, en cuya preciada faz aparecieron algunas leves arrugas, algunas de cuyas cuerdas se desafinaron, al tiempo que su verde follaje de otrora presentaba ahora algunas hojas marchitas. Yo acudía pronto a su remedio: añadía nuevo amor, lamentaba profundamente aquella alteración, daba a mi deseo nueva sangre por alimento y pronto volvía a ser bello y entero. Y, por decirlo así, aun hoy en día puede rehacerse, puede volver a brillar, puede recuperar lo que perdió.
Pero con más frecuencia cada vez adquiría conceptos que no estaban de acuerdo con el sueño. Una palabra de una conversación con los amigos, una frase de un libro, un versículo de la Biblia, una línea de Goethe me absorbían fuertemente; la soledad, la pérdida de los amigos, la disminución de las energías me hablaban en su tosco lenguaje, los dolores anidaban en mí. Sonoras llamadas, claras advertencias, poco apreciadas una a una, pero incidiendo todas en la misma herida siempre. Y todas estaban en contra de mi sueño. Shakespeare se burlaba de él, Kant le impugnaba. Buda le negaba. Solo los dolores me llevaban más y más hacia él. ¿Se acallarían y desaparecerían cuando tuviera mi refugio? ¿Volverían a mí el sueño y el apetito, la sonrisa y la mirada serena, el firme alentar y las ganas de trabajar, cuando estuviera allí, en la cueva, junto al arroyo, en el corazón de la Naturaleza, lejos del ruido, lejos del ajetreo de la vida ciudadana?
Pero también los dolores se volvieron más recios, más persistentes, y se alzaron contra mi sueño; hubo momentos en que me dije: "No merece la pena. El refugio no me sanaría, los dolores no desaparecerían en el bosque, ni en la choza; allí no estaría de acuerdo con el mundo, ni en orden conmigo mismo."
Todo esto iba desenvolviéndose lentamente en numerosas y estrechas espirales y cien veces volvía a surgir el sueño; el arroyo corría lleno de consuelo sobre guijarros dorados, y el mar mecía íntimas quimeras de colores. Pero las admoniciones arreciaban y, sobre todo, los dolores, y a veces me parecía que tenía por hermano a Job.
Y en cierta ocasión di en un nuevo pensamiento, mucho peor, más adverso y amenazador. Era este: "Tu sueño no es solamente falso, erróneo, infantil y baladí como una pompa de jabón. Es más bien ruin y peligroso. Te ha devorado, te ha sorbido la sangre, te ha robado la vida. ¿Has dedicado nunca al amigo, a la mujer, al hijo, a ti mismo tanto amor, tantas atenciones, tanto calor, tantos días y noches y horas de creación como a él? ¿Te asombras? ¿Ves ahora a quién has alimentado, a quién tienes alojado en el corazón? ¿Y a quién le debes tu cansancio y tus sufrimientos, tus achaques y tu debilidad? ¡A él, a él, todo se lo debes a él, a ese sueño, a ese vampiro, a esa serpiente!"
Esta consideración no venció tampoco a la primera vez, y hoy todavía, aunque está asentada tan firmemente, está expuesta a la duda y al fracaso. Pero perdura.
Y llegó un momento en que el sueño chocó contra el corazón.
El sueño se enfrentó con su última prueba: debía ser realizado. Había un refugio, una casita pequeña, tranquila, aislada, bella, colocada en alto sobre el mar del Sur, refugio y escondrijo, nido de descanso y cuna de sueños. Estaba en venta y me la ofrecían.
Mira, ¡ya estaba atrapado el sueño! ¡Atrapado en todo su bello embuste! Hasta él mismo se estremecía al verse cumplido. No quería ser realizado, fue cobarde, buscó pretextos, supo disculparse, desaconsejó, retrocedió espantado.
Pero no pudo evitarlo. Había mentido mucho tiempo, había prometido demasiado. Siempre había estado recibiendo, recibiendo, y ahora le tocaba dar a él. Y no tenía nada que dar. Se encogió como un trapacero que ha dado un falso domicilio, y al ser llevado allí, nadie le conoce, y tiene que callar y es desenmascarado.
Esto fue su golpe de muerte.
Pero los vampiros soportan muchos golpes mortales y reviven y quieren seguir devorando y alimentándose con la sangre de los vivientes. También este sigue viviendo, tiene todavía sus artimañas y sus posibilidades. Pero ahora sé que es mi enemigo.
Lo sé desde el día en que tomé mi última decisión.
Vino como todas las decisiones, bajo una figura bien conocida y muy vista. Fue un aforismo que leí casualmente en un libro, una vieja sentencia, una frase de la Biblia, que ya conocía hacía años y sabía de memoria. Pero hoy resultaba nueva para mí:
"El reino de Dios está dentro de vosotros."
Ahora vuelvo a tener algo, tras lo que voy, que me acompaña, a quien ofrezco mi sangre. No es un deseo o un sueño; es una meta.
Esta meta vuelve a ser un refugio. No una cueva, ni un barco. Busco y codicio un refugio dentro de mí, un espacio o punto donde solo habite mi yo, donde no llegue el mundo, donde solo mi yo se halle como en su propia casa, más seguro que la montaña y la cueva, más seguro y más oculto que el ataúd y la fosa. Esta es mi meta. Allí no puede penetrar nadie, será solo para mi yo.
Entonces pueden venir tormentas y dolores, entonces ya puede manar la sangre.
No llevo mucho tiempo en él, aún estoy en el primer inicio de mi camino, pero estoy en mi camino. No en mi sueño.
¡Oh, profundo refugio! ¡No te alcanzan las tormentas, ni te abrasa ningún fuego, no te destruye la guerra! ¡Pequeña estancia en mi interior, pequeño ataúd, pequeña cuna, tú eres mi meta!


DEL ALMA
(1917)

Impura y desfiguradora es la mirada de la voluntad. Antes de que nosotros codiciemos algo, antes de que nuestro mirar sea pura contemplación, se abre el alma de las cosas, la belleza. Si contemplo un bosque que quiero comprar, arrendar, cortar, cazar o hipotecar, no veo entonces el bosque, sino solo sus relaciones con mi voluntad, con mis planes y preocupaciones, con mi bolsa. Entonces es solo madera, es joven o viejo, está sano o enfermo. Pero si no quiero nada de él, le miro sólo irreflexivamente en su verde profundidad, entonces es bosque, es Naturaleza y vegetación, entonces es bello.
Así ocurre también con los hombres y sus rostros. El hombre al que miro con temor, con esperanza, con avidez, con intencionalidad, con exigencias, no es el hombre, es solo un espejo empañado de mi voluntad. Le miro, consciente o inconscientemente, con preguntas restrictivas y falsas: ¿Es abordable su orgullo? ¿Me aprecia? ¿Se le puede explotar? ¿Entiende algo de Arte? Con mil preguntas semejantes examinamos a la mayoría de los hombres con los que tenemos que hacer, y pasamos por conocedores del hombre o por psicólogos si logramos poner de relieve en su aspecto, en su presencia y conducta, lo que agrada o repugna a nuestra idea. Pero esta opinión es muy pobre y cualquier aldeano, cualquier buhonero, cualquier picapleitos es mejor psicólogo en este aspecto que la mayoría de los políticos o sabios.
Es el momento en que la voluntad descansa y aparece la observación, el puro mirar y el abandonarse son enteramente otra cosa. El hombre deja de ser útil o peligroso, interesante o aburrido, bondadoso o áspero, fuerte o débil. Es Naturaleza, es bello e interesante como todas las cosas a las que se dirige la pura observación. Pues la observación no es investigación ni crítica, sino amor. Es el estado más excelso y más deseable de nuestra alma: amor sin codicia.
Cuando hemos alcanzado este estado, ya sea por unos minutos, horas o días (sería un ventura completa mantenernos siempre en él), el hombre se nos presenta de una manera distinta que antes. Ya no son espejismos o caricaturas de nuestro deseo, vuelven a ser Naturaleza. Bello y odioso, viejo o joven, bueno o malo, abierto y reservado, duro y blando, ya no son contrastes, ya no son medidas escalares. Todas son bellas, todas son notables, ninguna puede ser despreciada, odiada, mal comprendida.
Igual que desde el punto de vista de la serena observación, toda la Naturaleza no es otra cosa que formas cambiantes de aparición de la vida, eternamente procreadora e inmortal, así es tarea principal del hombre representar al alma. ¡Es inútil discutir si el alma es algo humano, o si reside también en los animales y las plantas! Ciertamente que el alma está en todas partes, es posible en todas partes, está preparada en todas partes, en todas partes es anhelada y deseada. Pero como nosotros no concebimos a la piedra, sino al animal como portador y expresión del movimiento (aunque en la piedra también hay movimiento, vida, construcción, ruina y vibración), nosotros buscamos el alma sobre todo en los hombres. La buscamos allí donde es más visible, donde sufre, donde obra. Y el hombre nos parece el rincón del mundo, la región especial cuya actual tarea es desarrollar el alma, como antes fue su tarea hacerse bípedo, vestirse con pieles, inventar herramientas, conquistar el fuego.
De este modo, todo el mundo humano es para nosotros como una exposición del alma. Igual que veo y amo en la montaña y la roca la fuerza ancestral de la gravedad, en el animal el movimiento y la libertad anhelada, así veo en el hombre (que también representa todo eso), ante todo, aquella forma y posibilidad de expresión de la vida que llamamos alma y que a nosotros, los hombres, no solo nos parece ser un resplandor de vida cualquiera entre otros mil, sino uno particular, escogido, muy desarrollado. Pues es indiferente si pensamos como un materialista o como un idealista, o de cualquier otra forma, si consideramos el alma como algo divino o como materia perecedera - todos la conocemos y la apreciamos en alto grado -; para cada uno de nosotros, la mirada espiritual del hombre, el arte, la formación del alma, es el grado más elevado, más joven y más valioso de toda la vida organizada.
De esta forma, nuestro prójimo es para nosotros el objeto de observación más noble, más excelso y más valioso. No todos hacen esta evidente apreciación de una manera
natural y libre: lo sé por mí mismo. En mi juventud tuve relaciones más próximas e íntimas con el paisaje y las obras de Arte que con el hombre; sí, soñé durante años con una poesía en la que solo intervinieran el aire, la tierra, el agua, el árbol, la montaña y las bestias, y no el hombre. Veía a este tan apartado de la órbita del alma, tan dominado por el deseo, tan agreste y salvaje tras unas miras animales, simiescas, primitivas, tan ávido de fruslerías y pacotillas que me dejé dominar pasajeramente por el peor error, el de creer que el hombre era quizá, como camino hacia el alma, algo abyecto y decadente, que este manantial había de buscar en otra parte, fuera de la Naturaleza, su cauce.
Cuando se examina cómo se comportan mutuamente dos hombres modernos de tipo medio, que se han conocido casualmente y que, en realidad, no tienen nada que envidiarse uno a otro, casi se percibe sensiblemente cómo cada persona está rodeada de una atmósfera coactiva, de una costra protectora y de una capa defensiva, de una red tejida con manifiestos desvíos de lo anímico, con intenciones, angustias y deseos, dirigidos todos a fines insustanciales, que la apartan de todos los demás. Es como si el alma no pudiera tomar la palabra nunca más, como si fuera necesario cercarla enteramente con una alta empalizada, con la empalizada del miedo y de la vergüenza. Solo el amor sin deseo puede traspasar esta red. Y por todas las partes por donde es traspasada nos mira el alma.
Siéntate en el tren y observa a esos dos jóvenes que se saludan, ya que la casualidad les ha hecho vecinos durante unas horas. Su saludo es infinitamente extraño, es casi una tragedia. Desde la más remota lejanía, desde los polos solitarios parecen saludarse estas dos desdichadas criaturas - no pienso, naturalmente, en los malayos o en los chinos, sino en los europeos modernos -, parecen vivir cada uno para sí en una fortaleza de orgullo, orgullo peligroso, de recelo y frialdad. No tiene sentido lo que hablan; visto desde fuera parece un calcinado jeroglífico del mundo sin alma, del que continuamente estamos saliendo y cuyos bordes de hielo quebrados penden de continuo sobre nosotros. Son pocos, poquísimos, los hombres cuya alma se revela en la conversación ordinaria. Son ya más que poetas, son casi santos. También tiene alma el pueblo, el malayo y el negro, y muestra en el saludo y en la conversación más alma que el término medio de los hombres de nuestra civilización. Pero su alma no es la que nosotros buscamos y queremos, aunque la apreciamos y tenemos por hermosa. El alma de los hombres primitivos, que no conoce todavía ninguna enajenación, ninguna de las fatigas de un mundo desdivinizado y mecanizado, es un alma colectiva, sencilla, infantil, algo bello y amable, pero que no es nuestra aspiración. Nuestros dos jóvenes europeos del vagón de ferrocarril están ya lejos. Demuestran poca alma o, mejor dicho, ninguna; parecen consistir enteramente en deseos organizados, razón, intenciones y planes. Han perdido su alma en el mundo del dinero, de las máquinas, de la desconfianza. Volverán a encontrarse y enfermarán y sufrirán si fracasan en su tarea. Pero lo que luego tendrán no será ya la perdida alma infantil, sino una mucho más refinada, más personal, más libre y más capaz de responsabilidad. No debemos volvernos hacia los niños ni hacia los pueblos primitivos, sino más adelante, hacia la personalidad, la responsabilidad, la libertad.
Todavía no se presienten aquí ninguna de estas aspiraciones. Los dos jóvenes no son ni primitivos, ni santos. Hablan el lenguaje de todos los días, un lenguaje que le sienta a los fines del alma tan mal como la piel de un gorila, pero que nosotros no podremos quitárselo sino lentamente y tras de cien intentos tanteantes.
Este lenguaje primitivo, crudo y tartamudeante suena algo así:
- Buenas - dice el uno.
- Hola - dice el otro.
- ¿Permite?
- ¡Cómo no!
Con esto se han dicho lo que tenían que decirse. Las palabras no tienen significado, son puras formas de ornato de los hombres primitivos, su objeto y valor es el mismo que el de los arillos que un negro se pone en la nariz.
Pero es sumamente extraño el tono en que son pronunciadas las palabras rituales. Son palabras de cortesía, pero su tono es extrañamente corto, mezquino, ahorrativo, frío, por no decir malicioso. No hay en ellas ningún motivo de disputa, al contrario, y ninguno de los dos piensa mal. Pero el gesto y el tono son fríos, medidos, severos, casi enfermizos. El rubio enarca una ceja después de su "¡Cómo no!", con una expresión rayana en el desprecio. No es que lo sienta así. Ejercita una fórmula que, después de décadas de trato sin alma entre los hombres, se ha convertido en una forma protectora. Cree que debe ocultar su interior, su alma; no sabe que esta sólo medra cuando se muestra y se entrega. Es orgulloso, es una personalidad, ya no es un ingenuo salvaje. Pero su orgullo es lamentablemente inseguro, debe atrincherarse, debe levantar murallas de defensa y de frialdad. Este orgullo quedaría destruido si se le arrancara una sonrisa. Y toda esta frialdad, todo este tono malicioso, nervioso, orgulloso y, al mismo tiempo, inseguro del trato entre "gente educada" denota enfermedad, enfermedad del alma, necesaria, y por esto llena de esperanza, que no sabe defenderse de la opresión más que con semejantes gestos. ¡Qué tímida es esta alma, qué débil, qué joven y poco acreditada se siente en la Tierra! ¡Cómo se oculta, qué miedo tiene!
Si cualquiera de los dos jóvenes hiciera lo que en realidad quiere y siente, si ofreciera la mano al otro o acariciara su espalda y dijera algo semejante a esto: "¡Santo Dios, qué bella mañana hace, parece toda de oro, y yo estoy de vacaciones! ¿Qué te parece mi nueva corbata? ¡Eh, tú! ¿Quieres probar unas manzanas que llevo en mi maleta?"
Si se expresara así el otro sentiría algo extraordinariamente amable y conmovedor, y le vendrían deseos de reír y de sollozar. Pues se daría perfecta cuenta de que había hablado el alma del otro, que aquí no se trataba, después de todo, de las manzanas, ni de la corbata, ni de ninguna otra cosa más que de que se ha abierto una brecha, de que algo ha surgido a la luz, algo que todos procuramos reprimir por un convenio tácito, un convenio cuya fuerza perdura, ¡y cuyo fracaso de otros tiempos ya sentimos, sin embargo!
Es el caso que así lo sentiría, pero no lo manifestaría. Echaría mano de un medio cualquiera de protección, hilvanando unos absurdos retazos de conversación, unas cuantas de nuestras palabras sustitutivas; balaría un poco como una cabra y diría: "Sí... hum..., muy bonita", o algo por el estilo, y miraría a lo lejos con un movimiento de cabeza lleno de paciencia ofendida y atormentada. Jugaría con la cadena del reloj, miraría obstinadamente por la ventanilla y, con veinte ademanes semejantes, daría a entender que no estaba dispuesto de ningún modo a manifestar su alegría interna, que no podía mostrar ni conceder nada, a no ser una cierta compasión hacia este impertinente caballero.
No obstante, no sucede nada de esto. El joven moreno lleva, efectivamente, unas manzanas en la maleta y siente, efectivamente, una alegría infantil por el día hermoso que hace y por estar de vacaciones, por su corbata y sus zapatos amarillos. Pero si el rubio dijera: "Qué mal está la Bolsa", el moreno no haría lo que su alma anhela y no exclamaría: "¡Ah, fuera preocupaciones! ¿Qué nos importa la Bolsa?", sino que diría, con cara preocupada y suspirando: "¡Oh, de espanto!"
Es portentoso ver que a estos dos señores (como a todos nosotros), al parecer, no les cuesta trabajo comportarse así, realizando un esfuerzo enorme. Pueden suspirar teniendo el corazón alegre, pueden simular frialdad y despego teniendo el alma ansiosa de comunicación y trato.
Pero sigue observando. Aunque el alma no está en las palabras, ni en los gestos, ni en el tono de voz, en alguna parte ha de estar. Y mira: el rubio se ha olvidado de todo, se siente inobservado, y como está mirando por la ventanilla del coche hacia el bosque lejano y de cresta dentada, su mirada es libre e inmóvil y está llena de juventud, de añoranza, de sueños ingenuos y ardientes. Parece otro, más joven, más sencillo, más inocente, más bello ante todo. Pero el otro, un señor igualmente irreprochable e inaccesible, se levanta y toca con la mano su maleta, que está encima de él en la red. Lo hace como si quisiera probar su asiento, impedir su caída, pero la maleta está bien colocada y no necesita de semejantes cuidados. El joven no es que quiera tampoco sujetarla, solo desea sentirla, cerciorarse de su presencia, acariciarla delicadamente. Pues en la maleta de cuero hay, además de las manzanas y de la ropa blanca, algo más importante: hay una reliquia, un regalo para su familia, un perro zarzero de porcelana o una catedral de Colonia de mazapán, es lo mismo, pero en todo caso algo de lo que el joven está pendiente en este momento, con lo que sueña, pues lo ama y diviniza, algo que quisiera tener constantemente en las manos, acariciándolo y admirándolo.
Durante una hora de tren has estado observando a dos jóvenes, educados como el término medio de las gentes de hoy día. Han pronunciado algunas palabras, han cambiado saludos, opiniones, han asentido o denegado con movimientos de cabeza, han hecho mil cosas menudas, han ejecutado diversas acciones, han realizado varios movimientos, pero en nada de esto ha intervenido su alma, en ninguna frase, en ninguna mirada; todo era fingido, todo era mecánico, todo, con excepción de aquella mirada distraída hacia el lejano bosque azuloso y la rápida y desmañada acción de coger la maleta de cuero.
Y tú piensas: ¡Oh, tímidas almas! ¿No estallaréis alguna vez? ¿Lo haréis alguna vez bella y animosamente en un momento de liberación, en la unión con un amante, en la lucha por una fe, en la acción y el sacrificio; quizá también brusca y desesperadamente en un acto apresurado de vuestra voluntad sojuzgada, oculta, muerta de sed, en una acusación salvaje, en un crimen, en una acción espantosa? Y yo y todos nosotros, ¿cómo hemos de llevar nuestras almas a través de este mundo? ¿Hemos logrado ayudarlas en su derecho a intervenir en nuestros gestos, en nuestras palabras? ¿Hemos de resignarnos, hemos de seguir a la masa y a la desidia, hemos de mantener encerrado siempre al pájaro, y continuaremos por siempre con aros en la nariz?
Y piensas: por todas partes donde veas arrojar aros nasales y pieles de gorila, allí está el alma en acción. Si ella fuera libre, los hombres hablaríamos unos con otros como los personajes de Goethe y sentiríamos cada aliento como un cántico. Pobre y magnífica alma, allí donde tú estás hay revolución, hay rompimiento con lo degenerado, hay vida nueva, hay Dios. El alma es amor, el alma es porvenir, y todo lo demás no son más que cosas, materia, obstáculos para ejercitar nuestras fuerzas divinas en el hacer y en el deshacer.
Y siguen surgiendo pensamientos: ¿No vivimos en un tiempo en que lo nuevo se publica en voz alta, en que los cimientos de la Humanidad son sacudidos, en que se ejerce el poder con desmedida violencia, en que la muerte se enfurece y grita la desesperación? ¿Y no hay alma también tras estos sucesos?
¡Pregunta a tu alma! ¡Pregúntale lo que significa el futuro, lo que es el amor! No preguntes a tu razón, no consultes la Historia del Mundo! Tu alma no te reprochará el haberte preocupado poco de política, de haber trabajado poco, de haber odiado poco a los enemigos, de haber fortificado poco las fronteras. Pero quizá se lamente de que has tenido miedo con harta frecuencia de sus exigencias y de haberte sustraído a ellas, de no haber tenido tiempo de frecuentar el trato con tu hija más joven y hermosa, de jugar con ella, de escuchar sus canciones, de haberla vendido con frecuencia por dinero, de haberla traicionado por lucro. Y así les ha sucedido a millones de gentes, y a cualquier parte que se mire los hombres ponen caras nerviosas, atormentadas, malignas, no tienen tiempo más que para las cosas más inútiles, para la Bolsa y el sanatorio, y esta odiosa situación no es otra cosa que un dolor premonitorio, un avisador en la sangre. Estás nervioso y a mal con la vida - así dice tu alma - cuando me desatiendes, y continuarás en ese estado y perecerás si no te vuelves hacia mí con amor renovado, con atención. Son, en verdad, los débiles, los poco valiosos, quienes enfermarán con el tiempo y perderán la facultad de ser felices. Los buenos son la semilla del futuro; aquellos cuya alma no está contenta, aquellos que por temor solamente rehuyen la lucha contra una falsa ordenación del mundo, pero que quizá mañana lo tomen en serio.
Observada desde este punto de vista, Europa aparece como una durmiente que en el terror del sueño se hiere a sí misma.
Sí, ahora recuerdas que un profesor te dijo algo parecido: que el mundo padecía de materialismo e intelectualismo. El hombre tiene razón, pero no podrá ser tu médico, como no puede serlo de sí mismo. En él habla la inteligencia hasta más allá de la autodestrucción. Perecerá.
Siga el mundo su carrera como quiera; sólo encontrarás un médico y una ayuda, un futuro y un nuevo impulso en ti mismo, en tu pobre alma maltratada, obediente, no demasiado destructora. En ella no hay ningún saber, ninguna opinión, ningún programa. En ella hay simplemente impulsos, porvenir, sentimientos. Tras ella caminaron los grandes santos y predicadores, los héroes y los mártires, los grandes capitanes y los conquistadores, los grandes magos y artistas; todos aquellos cuya senda empezó en lo vulgar y terminó en venturosas alturas. El camino de los millonarios es otro, y termina en el sanatorio.
También las hormigas promueven guerras, también las abejas tienen estados, también acopian riquezas los turones. Tu alma busca otros caminos y en aquellos que recorre fácilmente, donde cosechas éxitos a su costa, no florecerá para ti ninguna dicha. Pues solo el alma puede sentir dicha, no la razón, ni el vientre, la cabeza o la bolsa del dinero.
Sin embargo, no es necesario pensar y hablar mucho sobre esto, pues hace tiempo que fueron pronunciadas aquellas palabras que resumen a fondo todos estos pensamientos. Hace tiempo que fueron dichas y son de aquellas pocas palabras humanas que son eternas y eternamente nuevas: "¡De qué te sirve ganar todo el mundo si pierdes tu alma!"


A UN MINISTRO DE ESTADO
(Agosto de 1917)

Tras una abrumadora jornada de trabajo he pedido esta noche a mi mujer que tocara para mí una sonata de Beethoven. Las voces de esta música, voces angélicas, me han vuelto desde los negocios y las preocupaciones al mundo real, al mundo de la única realidad que poseemos, que nos causa alegrías y dolores, en el que y por el que vivimos.
Después leí unas líneas en el libro que contiene el Sermón de la Montaña y que incluye aquel mandamiento sublime y profundo: "¡No matarás!"
Y no encontré la paz, no pude ir a la cama, ni seguir leyendo. Estaba lleno de intranquilidad y temor, y mientras pensaba e indagaba dónde residía la causa, recordé de pronto algunas frases de su discurso, señor ministro, que había leído aquel día.
Su retórica es buena; por lo demás, no es nada nuevo, importante y provocativo. Dice, reducido a lo esencial, lo que vienen a decir todos los gobernantes en sus charlas desde hace mucho tiempo: que, por lo común, nada es deseado tan sinceramente por todos como la paz, como una unidad y una provechosa cooperación de los pueblos para el futuro, que nadie pretende enriquecerse ni satisfacer sus instintos asesinos, pero que no ha llegado "el momento de las negociaciones" y que hay que proseguir valientemente la guerra. Exactamente igual pudiera haberse expresado cada uno de los ministros de los pueblos beligerantes, y quizá lo haga así mañana o pasado mañana.
Que este discurso no me deje dormir hoy, aunque ya otras veces he leído otros muy parecidos, con el mismo triste final, sin que ello me impidiera dormir bien, se debe, como ahora sé con bastante certeza, a la sonata de Beethoven. a ella y a aquel antiguo libro que estuve leyendo después, en el que están escritos aquellos maravillosos Mandamientos del Sinaí y las luminosas palabras del Salvador.
La música de Beethoven y las palabras de la Biblia me decían exactamente lo mismo, eran agua de la misma fuente, de la única fuente de donde mana el bien para los hombres. Y ahora comprendo de pronto que su discurso, señor ministro, y los discursos de sus colegas que gobiernan aquí y allá, no provienen del mismo venero, que carecen de aquello que puede hacer importantes y valiosas las palabras de los hombres. Carecen de amor, carecen de humanidad.
Su discurso muestra una profunda preocupación y un sentimiento de responsabilidad por su pueblo, por el ejército de su pueblo, por el honor de su pueblo. Pero no denota ningún sentimiento por la Humanidad. Y representa, en pocas palabras, unas decenas de miles de nuevos sacrificios humanos.
Quizá moteje usted de sentimental mi recuerdo de Beethoven. En cambio, habrá de considerar, al menos públicamente y con un cierto respeto, las palabras de Jesús y de la Biblia. Si usted creyera en uno solo de los ideales por los que guerrea, ya fuera el de la libertad de los pueblos o de los mares, ya el del progreso político o los derechos de las naciones pequeñas; si usted creyera realmente, con toda el alma, en uno solo de estos ideales altruistas, habría de reconocer al releer su discurso que no ha servido a este ideal, que después de todo no ha servido a ningún ideal. Su discurso no es expresión ni consecuencia de una fe, de un sentimiento, de una necesidad humana, sino que, desdichadamente, es expresión y consecuencia de una perplejidad. De una comprensible perplejidad ciertamente, pues nada hay más difícil que confesar ahora, hoy, una cierta decepción sobre el resultado de la guerra y buscar el camino más practicable para una paz.
Además de esta perplejidad, que es también la de otros diez gobiernos, hay también otra cosa que no puede seguir existiendo. A la perplejidad se sobreponen las necesidades. Y un día, alguna vez le será necesario a usted y a todos sus colegas enemigos, les será necesario e inevitable confesar su perplejidad y acabar con ella con decisión.
Porque desde hace tiempo todos los dirigentes de la contienda están decepcionados sobre el resultado de la guerra. Es indiferente quién ha vencido aquí o allá, indiferente el número de prisioneros hechos y las bajas habidas, los países que se han ganado y perdido; el resultado no ha sido el que se esperaba de una guerra. No se ha llegado a ninguna solución, no se ha conseguido ninguna aclaración, ni se adivina ninguna. Para paliar esta situación de gran perplejidad, que se extiende sobre usted y su pueblo, para diferir por algún tiempo las grandes e importantes decisiones (que siempre cuestan sacrificios), para eso ha pronunciado usted su discurso, y para eso prenuncian los suyos los otros gobernantes. Es comprensible. Es más fácil para un revolucionario. o también para un escritor, reconocer lo humano de una situación mundial y sacar después las consecuencias, que para un estadista responsable. Ello es más fácil para cualquiera de nosotros, porque no necesita sentirse responsable en su persona por la enorme decepción que prende en un pueblo si ve que no ha alcanzado su objetivo bélico, que ha sacrificado en vano quizá cientos de miles de hombres y miles de millones de valores.
Pero no solo por esto se le hace a usted cuesta arriba reconocer la perplejidad y apresurar el fin de la guerra con decisiones apropiadas al caso. Se le hace más difícil también porque oye usted poca música, porque lee poco la Biblia y a los grandes poetas.
Esto le hará sonreír. Quizá diga usted también que como hombre privado encuentra sus satisfacciones íntimas en Beethoven y en todo lo bello y noble, y posiblemente sea así. Pero ¡mucho me agradaría que pudiera usted escuchar en estos días una noble música y volver a oír de pronto las voces que fluyen de aquella fuente sagrada! Quisiera que leyera usted estos días, en un momento de calma, una parábola de Jesucristo, un verso de Goethe o un proverbio de Lao Tse.
El instante en que lo hiciera podría ser de una importancia infinita para el mundo. Es posible que fuera también una liberación para usted. Pudiera ser que sus ojos y oídos se abrieran de repente. Sus ojos y oídos, señor ministro, están adiestrados desde hace años a ver y oír metas teóricas, en vez de realidades; están - ¡era hasta necesario! - acostumbrados a no ver una multitud de aspectos de la realidad, a pasarlos por alto, a negárselos a sí mismo. ¿Sabe usted a lo que me refiero? Sí, usted bien lo sabe. Pero la voz de un gran poeta, la voz de la Biblia, la voz eternamente clara de la Humanidad, que nos habla en la obra de Arte, quizá logre hacerle ver y oír realmente por un momento. ¡Ah, qué no vería y oiría usted allí! Nada de paro, ni del precio del carbón; nada de tonelajes y alianzas, de empréstitos, reclutamientos y todas las cosas que desde hace tiempo han sido las únicas realidades para usted. En vez de ellas vería usted la Tierra, nuestra vieja y sufrida Tierra, llena de cadáveres y moribundos, desgarrada y demolida.
calcinada y ultrajada. Vería soldados tendidos entre las dos líneas de fuego durante días enteros, que no pueden ahuyentar las moscas que cubren sus heridas, porque tienen las manos destrozadas. Oiría usted la voz de los heridos, los gritos de los locos, los lamentos y quejas de las madres y padres, de las novias y hermanas, el alarido de hambre del pueblo.
Si usted oyera todo esto, que no ha podido oír adrede durante meses y años, quizá considerara y probara con nuevo criterio sus objetivos de guerra, sus ideales y teorías, y compararía su verdadero valor con las miserias de un solo mes de guerra, de un solo día de batalla.
¡Ojalá pudiera lograrse todo esto, este momento de música, este retorno a la verdadera realidad! Sé que usted escucharía la voz de la Humanidad, sé que se entristecería y lloraría. Y otro día haría lo que es su deber hacia la Humanidad. Lanzaría al aire un par de millones o de miles de millones de dineros, la insignificancia de una pequeña pérdida de prestigio, mil cosas (todas las cosas por las que solo lucha ahora en realidad), y, en caso necesario, su sillón ministerial también, y con esto haría lo que la Humanidad espera e implora de usted con indecible temor y sufrimiento; sería usted el primero entre todos los gobernantes en condenar esta lamentable guerra, sería el primero entre los responsables en manifestar lo que todos ya piensan en secreto: que medio año, que un mes de guerra, cuesta más que todo lo que vale lo que pueda producir.
Nosotros, entonces, no podríamos olvidar nunca su nombre, señor ministro, y su acción tendría más valor para la Humanidad que las hazañas de todos los caudillos victoriosos de las guerras pasadas.


SI LA GUERRA DURARA TODAVÍA DOS AÑOS (1)
(A finales de 1917)

Desde mi juventud tengo la costumbre de desaparecer de cuando en cuando y reaparecer en otra parte, para refrescarme; entonces suelen buscarme, y pasado algún tiempo me dan por desaparecido, y cuando al fin reaparezco, es un placer para mí escuchar las opiniones de la llamada erudición sobre mí y mi ausencia u ocaso. Mientras no hacía otra cosa que lo que era consustancial con mi naturaleza y lo que más pronto o más tarde podrán hacer la mayoría de les hombres, era yo mirado por aquellos extraños personajes como una especie de fenómeno, siendo considerado por unos como un poseso, y por otros como un dotado de fuerzas prodigiosas.
En resumen, que había vuelto a estar ausente algún tiempo. Después de dos o tres años de guerra había perdido el presente muchos encantos para mí, y me largué fuera para respirar otros aires por algún tiempo. Por los caminos acostumbrados abandoné las llanuras en que vivimos y me asenté como huésped en otros parajes. Estuve una temporada en el lejano pasado, corrí descontento a través de pueblos y tiempos, vi las usuales mortificaciones, pendencias, progresos y mejoramientos en la Tierra y me fui por algún tiempo al Cosmos.
Cuando regresé de allí, era en 1920, y, para decepción mía, los pueblos seguían estando en guerra unos con otros, con la misma testarudez y falta de espíritu. Algunas fronteras habían sido corridas, algunas exquisitas regiones de antigua y elevada cultura habían sido destrozadas con meticulosidad, pero en general todo había cambiado poco en la Tierra exteriormente.
1) Apareció firmado con el seudónimo Emil Sinclair

Grande era el progreso realizado por la Igualdad en el Mundo. Al menos, en Europa - como me dijeron -los países se habían igualado bastante; también la diferencia entre beligerantes y neutrales casi había desaparecido del todo. Desde que empezó a practicarse el bombardeo de la población civil por medio de globos libres, que desde alturas de 15.000 a 20.000 metros dejaban caer sus bombas, las fronteras, aunque bien vigiladas antes y después, se habían convertido en algo ilusorio. El radio de acción de estas descargas imprecisas era tan grande que los que enviaban semejantes globos se contentaban con que no alcanzaran su propio territorio y no les preocupaba que las bombas cayeran en países neutrales y hasta en los campos de sus propios aliados.
Este era, propiamente, el único progreso que había hecho la guerra; en él se revelaba el fin claramente y, en cierto modo, el sentido de ella. El mundo estaba dividido simplemente en dos partidos, que intentaban aniquilarse mutuamente, porque ambos codiciaban lo mismo, o sea la liberación de los oprimidos, la supresión de la violencia y el establecimiento de una paz duradera. Todos estaban muy preocupados por una paz que posiblemente no iba a ser eterna; y como no lograban concertar una paz eterna, optaban con energía por una guerra eterna, y la despreocupación con que los globos dejaban caer desde enorme altura sus bendiciones sobre justos y pecadores, cuadraba a la perfección con el sentido de esta guerra. Por lo demás, seguía haciéndose esta a la antigua usanza, con notables, pero insuficientes, medios. La pobre fantasía de los militares Y técnicos había inventado unos pocos medios más de destrucción; pero aquel visionario que había diseñado el globo dirigible había sido el último de su clase, pues desde entonces los espirituales, los visionarios, los poetas y soñadores se habían sustraído más v más a interesarse por la guerra. Este interés seguía residiendo, como se ha dicho, solo en los militares y técnicos, y por esta causa había hecho pocos progresos. Los ejércitos seguían estacionados en todas partes unos frente a otros, y aunque la falta de material era hacía tiempo la causa de que las condecoraciones y menciones honoríficas de los soldados solo consistieran en papel, el valor no había menguado considerablemente en ninguna parte.
Encontré mi casa derruida en parte por los bombardeos de la aviación, pero todavía se podía dormir en ella. De todos modos era fría e incómoda; me desagradaban los escombros en el suelo y el húmedo moho de las paredes, y pronto salí de ella para dar un paseo.
Caminé por algunas calles de la ciudad, que habían cambiado mucho. Primeramente, no se veían tiendas. Las calles estaban sin vida. No había caminado mucho cuando se me acercó un hombre con un número de metal en el sombrero y me preguntó qué estaba haciendo. Yo dije que estaba dando un paseo. El: "¿Tiene usted permiso?" No le comprendí; hubo un cambio de palabras y me obligó a seguirle hasta la próxima oficina de policía.
Llegamos a una calle cuyas casas todas estaban señaladas con blancos letreros, en los que se leían nombres de empleos con muchas cifras y letras.
"Personal civil desempleado", rezaba un cartel y por debajo aparecía escrita la signatura 2487 B 4. Entramos allí. Había las habituales oficinas, salas de espera y corredores, en los que olía a papel, a ropa húmeda y a oficina. Después de muchas preguntas me llevaron al departamento 72 -d, donde fui interrogado.
Un empleado estaba ante mí y me examinó:
- ¿No puede usted estar firme? - me preguntó con severidad.
- No - dije yo.
- ¿Por qué no? - preguntó él.
- Porque nunca lo aprendí - dije cohibido.
- Ha sido usted detenido por salir a pasear sin permiso. ¿Se entera?
- Sí - dije yo -, así es. No sabía que fuera necesario tal permiso. He estado enfermo bastante tiempo... Hizo un gesto denegatorio.
- Será castigado por ello a andar descalzo tres días. ¡Quítese los zapatos!
Me quité los zapatos.
- ¡Pero, hombre! - exclamó el funcionario espantado -. ¿Usa usted calzado de cuero? ¿De dónde lo ha sacado? ¿Está usted loco?
- Quizá no esté del todo normal espiritualmente; no puedo juzgarlo por mí mismo. Los zapatos los compré hace tiempo.
- ¿No sabe que está prohibido a los paisanos usar el cuero en ninguna manera? Sus zapatos quedarán aquí incautados. Ahora enséñeme su documentación.
Santo Dios, no tenía ninguna.
- ¡Hace más de un año que no me ocurre nada semejante! - exclamó el empleado y llamó a un guardia -. ¡Lleve a este individuo a la oficina número 194, departamento 8!
Fui llevado descalzo a través de algunas calles, luego entramos en otra casa, recorrimos varios pasillos, en los que olía a papel y desesperanza; después fui introducido violentamente en un despacho e interrogado por otro funcionario. Este vestía de uniforme.
- Ha sido usted encontrado en la calle sin documentación. Tendrá que pagar dos mil florines de multa. Voy a extenderle el recibo.
- Perdone - dije yo temeroso -, no llevo encima tanto dinero. ¿No podrían recluirme por algún tiempo en vez de multarme?
Rió sonoramente.
- ¿Recluirle? Amiguito, ¿cómo se le ocurre pensarlo siquiera? ¿Cree usted que estamos dispuestos a mantenerle también? No, buen hombre; si no puede pagar esa pequeñez, no se librará del peor castigo. ¡Tendré que condenarle a la recogida provisional de su tarjeta de racionamiento! ¡Démela usted!
Yo no la tenía.
El funcionario quedó sin habla. Llamó a dos colegas, cuchicheó largo tiempo con ellos, señaló varias veces hacia mí, y todos me miraron con temor y profundo asombro. Luego me recluyeron en una celda de arresto hasta que se juzgara mi caso.
Allí había sentadas y de pie varias personas, con unos centinelas en la puerta. Me pareció que, a excepción del calzado, era yo el mejor vestido de todos. Me dejaron un asiento con cierto respeto y pronto vino a mi lado un tímido hombrecillo, que se inclinó cautamente sobre mi oído y me susurró:
- Oiga: voy a hacerle una oferta sensacional. ¡Tengo en mi casa una remolacha azucarera! ¡Una remolacha entera y sana! Pesa casi tres kilos. Puede ser suya. ¿Qué me da a cambio?
Acercó su oreja a mi boca, y murmuré:
- Pídame lo que quiera.
El me dijo, muy quedo, al oído:
- Pongamos ciento cincuenta florines.
Denegué con la cabeza y me abismé en mis pensamientos.
Comprendía que había estado ausente demasiado tiempo. Era difícil habituarse de nuevo. Mucho hubiera dado por un par de zapatos o medias, pues tenía los pies horriblemente fríos a causa de haber tenido que recorrer descalzo las calles mojadas por la lluvia. Pero no había nadie en la estancia que estuviera calzado.
Al cabo de unas horas me sacaron de allí. Fui llevado a la oficina número 285, departamento 19 -f. El guardia permaneció esta vez junto a mí; se colocó entre el empleado y yo. Me pareció que era un alto funcionario.
- Está usted en muy mala situación - empezó a decir -. Reside usted en la ciudad y no tiene tarjeta de racionamiento. Debería usted saber que esto está penado gravemente.
Hice una pequeña inclinación.
- Permítame – dije -, quisiera pedirle un favor. Me doy perfecta cuenta de que no estoy a la altura de la situación y que el asunto no hace más que empeorar. ¿No podrían condenarme a muerte? ¡Se lo agradecería tanto!
El alto empleado me miró dulcemente a los ojos.
- Comprendo - dijo con suavidad -. ¡Sería una solución para todos! Pero antes tendría usted que sacar una tarjeta de defunción. ¿Tiene dinero bastante para ello? Cuesta cuatro mil florines.
- No, no tengo tanto. Pero podría dar todo lo que tengo: Tengo muchos deseos de morir.
El otro sonrió extrañamente.
- Le creo. No es usted el único. Pero no se consigue tan fácilmente la muerte. Pertenece usted a un estado, querido amigo, y está usted obligado a ese estado con el cuerpo y la vida. Debería usted saberlo. Por otra parte, veo que se llama usted Sinclair, Emil. ¿Es usted, por casualidad, el escritor Sinclair?
- Efectivamente, ese soy yo.
- Oh, me alegro mucho. Espero poder serle agradable en algo. Guardia, puede usted retirarse.
El guardia salió; el funcionario me ofreció la mano.
- He leído con mucho interés sus libros - dijo obsequioso -, y, si es posible, le ayudaré con mucho gusto. Pero, por todos los Santos, dígame: ¿cómo ha podido venir a parar a esto?
- Es que estuve algún tiempo fuera. Me fui al Cosmos, en el que he estado dos o tres años, y a decir verdad supuse que entre tanto la guerra habría llegado a su fin. Pero, dígame: ¿podría usted procurarme una tarjeta de defunción? Le quedaría profundamente agradecido.
- Quizá pueda conseguirla. Pero antes tiene usted que hacerse con una tarjeta de existencia. Sin ella, naturalmente, serían inútiles todos los pasos que diéramos. Le daré una recomendación para el funcionario de la oficina 127; allí le darán, al menos, una tarjeta de existencia provisional, bajo mi responsabilidad. Solo vale para dos días.
- ¡Oh, es suficiente!
- Está bien. Luego vuelva usted a mí. Le estreché la mano.
- Otra cosa - dije en voz baja -. ¿Puedo hacerle una pregunta más? Ya puede imaginarse lo mal orientado que estoy en todo lo presente.
- Siga, por favor.
- Pues, ante todo, me interesaría saber cómo es posible que en estas circunstancias pueda continuar la vida. ¿Puede soportarlo el hombre?
- Oh, sí. Está usted en una situación singularmente mala como personal civil, ¡y sin papeles! Ya van quedando pocos paisanos. El que no es soldado, es empleado. Así la vida es más soportable para la mayoría; muchos hasta son felices. Y nos hemos habituado, poco a poco, a las privaciones. Cuando empezaron a faltar las patatas y tuvimos que acostumbrarnos a las papillas de serrín - que ahora viene ligeramente embreado y está más sabroso -, muchos pensaron que no lo resistirían. Y, sin embargo, aquí estamos. Así ha sucedido con todo.
- Comprendo – dije -. En realidad, no es extraño. Pero hay algo que no entiendo muy bien. Dígame: ¿para qué hace el mundo estos gigantescos esfuerzos? Estas privaciones, estas leyes, estos miles de funcionarios y empleados, ¿qué es lo que pretenden custodiar y sostener?
El hombre me miró asombrado a la cara.
- ¡Vaya una pregunta! - exclamó moviendo la cabeza -. ¿No sabe que es la guerra, que todo el mundo está en guerra? Y esto es lo que sustentamos, por lo que damos leyes, por lo que nos sacrificamos. Es la guerra. Sin este enorme esfuerzo y privaciones los ejércitos no podrían mantenerse ni una semana en el campo. Pasarían hambre, ¡sería intolerable!
- Sí -dije yo lentamente -, ¡es ciertamente una idea! Entonces, ¿es la guerra el bien que se quiere sustentar con tanto sacrificio? Sí; mas permítame unas raras preguntas: ¿Cómo es que aprecian tanto la guerra? ¿Merece todo esto? ¿Es la guerra después de todo un bien?
El funcionario se encogió de hombros compasivamente. Veía que no le comprendía.
- Querido señor Sinclair – dijo -, ha vivido usted retirado del mundo; pero, por favor, recorra usted una sola calle, hable con un solo hombre, esfuerce un poquito su pensamiento y pregúntese: ¿qué nos queda aún? ¿En qué consiste nuestra vida? Entonces se responderá: ¡Lo único que nos queda es la guerra! Los placeres y las ganancias personales, la ambición de los negocios, el ansia de poseer, el amor, el trabajo intelectual; todo esto ha dejado de existir. Debemos agradecer a la guerra que todavía exista en el mundo el orden, la ley, el pensamiento y el espíritu. ¿Es que no es capaz de comprenderlo?
Sí, ahora lo entendía, y di gracias a aquel señor.
Luego salí de allí, metiendo mecánicamente en el bolsillo la recomendación para el empleado de la oficina 127. No pensaba utilizarla, no ganaba nada con molestar a este otro señor. Y antes que volvieran a verme y pudieran interrogarme de nuevo, recité el conjuro estelar para mis adentros, detuve el latir de mi corazón, hice desaparecer mi cuerpo a la sombra de unos arbustos y proseguí mi peregrinación por el Cosmos, sin pensar en volver a -mi patria.


NOCHEBUENA
(Diciembre de 1917)

Mucho antes que nos llegara el gran aviso, empecé a sentir algunas veces una ligera resistencia ante las Navidades, empecé a sentir un sabor algo desagradable en la lengua, como una cosa que siendo ciertamente hermosa no es enteramente pura, que mereciendo la confianza y atención de todos, todos desconfiamos en secreto un poco de ella.
Ahora que llega la cuarta Nochebuena de la guerra, aquel sabor en la lengua se ha vuelto insoportable. Es cierto que celebro la Navidad, porque tengo hijos a los cuales no quiero privar de una alegría. Pero celebro esta Nochebuena infantil igual que celebraba durante mi movilización la Nochebuena de los prisioneros, como un acto tradicional, festivo -oficial, de inveterada costumbre, de sentimentalismo empolvado.
A los pobres prisioneros de guerra, a los que dejamos languidecer desde hace tres años como si fueran empedernidos criminales, les enviamos hermosas cajas y paquetes con ramitos de abeto; esto es conmovedor y siento verdadera emoción al pensar en los sentimientos de un prisionero que recibe su pequeño aguinaldo; me imagino el tropel de recuerdos que despertará en él el perfume de una ramita de abeto. Pero esto también no es más que sentimentalismo.
E igual que nosotros tenemos encerrados durante años enteros a los prisioneros, aunque no han hecho otra cosa que dejarse sorprender por un ataque repentino o por una patrulla de reconocimiento, e igual que enviamos a estos cientos de miles y millones de pobres desgraciados nuestros presentes navideños llenos de afecto y les recordamos esta fiesta de amor, exactamente igual hacemos con nuestros hijos. Una vez al año les permitimos alegrarse con la leyenda del Amor divino, les dejamos regocijarse durante una noche junto al árbol de Navidad y les educamos durante el resto del año para el mismo destino que hoy maldecimos.
Si el prisionero de guerra me arrojara a la cara el paquete de Navidad que le envío y pateara la sentimental ramita de abeto, tendría toda la razón. Y si nuestros hijos no pudieran creer bien junto al árbol de candilejas toda nuestra emoción y veneración hacia el Niño Dios y nos tuvieran por un poco falsos y por bastante cómicos, tendrían también toda la razón.
Nuestra Navidad, vista por los realmente piadosos, es, desde hace mucho tiempo, un sentimentalismo. En parte se ha convertido en algo peor, en objeto de propaganda, base de engañifas y patrañas, tierra propicia para la fabricación de pacotillas.
De aquí viene que la Nochebuena y la Fiesta del Amor y de la infancia ya no sea desde hace mucho tiempo expresión de un sentimiento. Es lo contrario; desde hace mucho es solamente un sustitutivo e imitación similar de un sentimiento.
Simulamos una vez al año que damos gran valor a los bellos sentimientos, que celebramos con gusto una fiesta de nuestra alma. La emoción pasajera de la belleza real de semejante sentimiento puede ser sincera; cuanto más verdadera y sensible, tanto más sentimentalismo. Sentimentalismo es nuestra típica conducta de Nochebuena y frente a los pocos otros actos exteriores en que intervienen hoy todavía restos de cristiana ordenación de la vida en nuestra existencia diaria. Nuestro sentir en esto es el siguiente: "¡Qué bello es este pensamiento del amor, qué cierto es que solo el amor puede salvarnos! ¡Y qué triste y lamentable que nuestras relaciones solo nos permitan el lujo de este bello sentimiento una única noche al año, y que estemos todo el resto del tiempo apartados de él por nuestros negocios y otras preocupaciones importantes!" Este sentir tiene todos los caracteres del sentimentalismo. Pues sentimentalismo es deleitarse con los sentimientos que en la realidad no se toman bastante en serio, para ofrecerles algún sacrificio, para hacerlos realidad.
Cuando el sacerdote y los fieles se lamentan de que la fe y, con ella, la felicidad han desaparecido de la Tierra, tienen razón. Nuestra conducta frente a todos los verdaderos valores es de una barbarie y de una crudeza como el mundo no ha visto otra igual desde hace siglos. Esto se patentiza en nuestra conducta con la Religión, en nuestra conducta con el Arte, en nuestro Arte mismo. Pues la opinión popular de que el Arte de la Europa moderna está en un escalón tremendamente elevado, es también un error de la educación burguesa, como la existencia de una cultura de nuestro tiempo superior y merecedora de respeto.
El educado de hoy se comporta con la doctrina de Jesús, en la que no piensa durante todo el año, ni de la que vive, pero a la que concede en la Nochebuena un vago y nostálgico recuerdo infantil y durante la cual se entrega un poco a sentimientos caseros, baratos y piadosos, igual que suele hacerlo una o dos veces al año, quizá durante la interpretación de La Pasión según San Mateo, hace largo tiempo abandonada en verdad, pero a la que el mundo poderoso hace reverencia todavía, bien que a escondidas.
Sí, todo el mundo admite todo esto, y todos saben también que es triste. Se dice que la culpa la tiene el desenvolvimiento político y económico, que es culpable el estado, el militarismo, etc. Alguien tiene que ser el culpable. Ningún pueblo ha querido la guerra, igual que nadie ha querido la jornada de catorce horas, la escasez de viviendas y la mortalidad infantil.
Antes de festejar de nuevo la Nochebuena y alimentar lo que en nosotros hay de eterno y lo único importante con un mentido sustitutivo del sentimiento, deberíamos conocer muy bien toda esta miseria, aunque nos llevara a la desesperación.
Culpar a nuestra miseria, culpar a la nulidad y cruda desolación de nuestra vida, culpar a la guerra, al hambre, a todos los malos y a todos los tristes, no tiene sentido ni principio; la culpa de ello la tenemos nosotros, todos nosotros. Y, además, solo por nosotros, por nuestro entendimiento y por nuestra voluntad, puede ser de otro modo.
Que volvamos a profesar la doctrina de Jesús y volvamos a asimilarla de nuevo o que busquemos otras formas, es indiferente. La doctrina de Jesús o la doctrina de Lao Tse, la doctrina de los Vedas y la doctrina de Goethe es, en lo concerniente a los hombres, la misma. Solo hay una doctrina.
Solo hay una religión. Solo hay una felicidad. Mil formas, mil profetas, pero solo una llamada, una voz. La voz de Dios no viene del Sinaí, ni de la Biblia; la esencia del amor, de la belleza, de la santidad no reside en el Cristianismo, ni en la antigüedad, ni en Goethe, ni en Tolstoi; reside en ti, en ti y en mí, en cada uno de nosotros. Esta es la antigua doctrina, la única, siempre igual a sí misma, nuestra única, eterna y valedera verdad. Es la doctrina del Reino de los Cielos, que nosotros llevamos dentro.
¡Encended a vuestros hijos el árbol navideño! ¡Dejadles cantar villancicos! Pero ¡no os engañéis a vosotros mismos, no os contentéis una y otra vez con este pobre sentir mezquino, sentimental, con el que festejáis todas vuestras fiestas! ¡Exigid más de vosotros mismos! Pues también el amor y la alegría, esa cosa misteriosa que llamamos felicidad, no está aquí ni allá, sino solo dentro de nosotros.


¿DEBE FIRMARSE LA PAZ?
(Diciembre de 1917)

Lloyd George y Wilson han anunciado recientemente su inquebrantable voluntad de guerra. En la Cámara italiana, el socialista Mergari, que es el único que pronuncia palabras humanas y naturales, ha sido tratado de loco. Y un telegrama de la agencia Wolff, que desmentía un rumor sobre una nueva oferta alemana de paz, lo hizo de esta inflexible manera: "Alemania y sus aliados no tienen el menor motivo para repetir su cordialísima oferta de paz."
Así, pues, todo sigue como antes, y allí dondequiera que sea en el mundo, si quiere brotar una hierba de paz, allí llega en seguida una bota militar para aplastarla con el tacón claveteado.
Pero al mismo tiempo se lee que en Brest -Litowsk han empeorado las negociaciones de paz, que Herr Kuhlmann abrió las conversaciones con una llamada a la significación de las Navidades y citando las palabras del Evangelio sobre la paz en la Tierra. Si esto lo siente de verdad, si tiene algún presentimiento del sentido de aquellas inmensas palabras, la paz será alcanzada. Desgraciadamente, hasta ahora pocas alegres experiencias se han logrado con citas de la Biblia en boca de los estadistas.
Todo el mundo está pendiente desde hace muchos días de dos lugares. En dos lugares se ve madurar el destino de los pueblos, parpadear al futuro, amenazar la fatalidad. En el Este son las negociaciones de paz de Brest -Litowsk, que el mundo sigue con la mayor tensión. Pero al mismo tiempo se mira con angustia hacia el frente occidental alemán, pues todos sienten, todos ven que aquí, a no ser que suceda un milagro, es inminente lo peor que haya podido suceder entre los hombres: la más brutal, la más furiosa, la más sangrienta, la más horrible batalla que el mundo ha visto hasta ahora.
Todos lo saben y todos, con excepción de algunos descarados voceros políticos y de aquellos que se benefician de la guerra, tiemblan por ello. Sobre el éxito de esta degollina masiva, las opiniones y esperanzas son diversas. En ambos partidos hay una minoría que cree formalmente en una victoria decisiva. Pero en lo que nadie que tenga un resto de capacidad de pensar cree es en el logro de las metas ideales de la Humanidad, de las que tanto se ha hablado en los discursos de todos los estadistas. Cuanto más grande, más sangrienta, más destructora sea esta batalla final de la guerra mundial, tanto menos se logrará para el futuro, tanto menos se aplacará el odio y la rivalidad, tanto menos imposible será el pensar en los fines políticos alcanzados por el medio criminal de la guerra. Si algún partido lograra alcanzar efectivamente el fin de la guerra (y los jefes basan ya únicamente en este fin sus discursos), entonces lo que se llama militarismo - y con razón se aborrece -, ¡habrá ganado felizmente el juego! No hay para qué pensar cuan sin objeto, cuan locos son todos los esfuerzos de los partidarios de la guerra, supuesto que ni una sola palabra de sus fines ideales era seria ni procedía de su corazón.
¿Y por este embrollo de desesperanzados sofismas, por estos planes y esperanzas contradictorios ha de empezar una nueva carnicería de imprevisible extensión? Mientras todos los pueblos, aunque no tengan la menor experiencia de los dolores de la guerra, esperan anhelantes y suplicantes los acontecimientos de las negociaciones de paz rusas, mientras todo el mundo está agradecido de todo corazón a estos rusos por haber sido el primer pueblo en hacer frente a la guerra para llegar a su fin, mientras medio mundo padece hambre y todo trabajo humano de valor es interrumpido o retardado, ¡en Francia se prepara, y casi da horror hablar de ello, esta gigantesca hecatombe que ha de decidir la guerra y no decidirá nada; este último llamamiento insensato al heroísmo y a la paciencia, este último triunfo horroroso de la dinamita y de las máquinas sobre la vida humana y el espíritu del hombre!
Frente a esta situación es deber de todos nosotros, el único y sagrado deber de todos los hombres bien intencionados de la Tierra, no mostrarse indiferentes y dejar rodar las cosas como vengan, sino hacer todo lo posible para evitar este final.
"¿De qué servirá? – exclamaréis -. Si nosotros fuéramos estadistas y gobernantes, haríamos ciertamente nuestro deseo, ¡pero carecemos de poder!"
Ésta cómoda respuesta da el hombre a toda responsabilidad, en tanto no le abrasa demasiado las uñas. Si preguntamos a los políticos y dirigentes, todos ellos mueven la cabeza del mismo modo y confiesan su impotencia. Por tanto, son ellos los que entorpecen el camino.
Lo entorpece la pereza y la cobardía de todos nosotros, nuestra obstinación y falta de sentido común. Igual que Sonnino, frente a aquel bravo Mergari, se niega "a decir algo que pueda alegrar al enemigo"; igual que aquel telegrama de la agencia Wolff afirmaba que en Alemania no existía "ni el menor motivo" para repetir su oferta de paz; igual obramos todos nosotros a diario. Tomamos las cosas como vienen, nos alegramos con las victorias, lamentamos las derrotas del propio partido, consentimos y reconocemos en silencio la guerra como medio de la política.
¡Ay! Cada pueblo y cada familia, cada individuo aislado en toda Europa y más allá tiene motivos más que suficientes para darlo todo por una paz que todos añoran. Solo hay en la Tierra una pequeña minoría de hombres, que tiende a desaparecer, que desea seriamente la prosecución de la guerra; estos, sin duda, pueden estar ciertos de nuestro desprecio y nuestro odio más honrado. A nadie más, a nadie fuera de un pequeño grupito de enfermizos fanáticos y criminales sin conciencia le importa en absoluto la guerra; sin embargo - ¡inconcebible! -, la guerra prosigue y en todas partes se pertrechan concienzudamente para la supuesta última gran hecatombe en el Oeste.
Esto es posible solamente porque todos nosotros somos demasiado perezosos, demasiado cómodos, demasiado tímidos. Esto solo es posible porque secretamente en alguna parte de nuestro corazón consentimos y sufrimos la guerra, porque aventamos una y otra vez todos los juicios de nuestra alma, y en el nombre de Dios dejamos seguir rodando el desvencijado carromato. Así hacen los gobernantes, así hacen los ejércitos, así hacemos nosotros los espectadores. Todos sabemos que se puede poner fin a la guerra con un poco de buena voluntad. Sabemos que siempre se consiguen hasta los más atrevidos designios si se siente una verdadera necesidad de ellos, a pesar de toda oposición. Hemos visto con admiración y profundos latidos de nuestros corazones cómo los rusos han depuesto las armas y han declarado su voluntad de paz. ¡No ha habido ningún pueblo que ante este maravilloso espectáculo no se haya conmovido y no se haya sentido profundamente conturbado en su corazón y en su conciencia! Pero al momento siguiente se han declarado exentos de las obligaciones que les imponía este sentimiento. En todo el mundo, todos los políticos están de parte de la revolución, de la razón y de la deposición de las armas, ¡pero solo de las del enemigo, no de las propias!
Si nos lo proponemos seriamente, podremos vencer a la guerra. Los rusos han vuelto a darnos una vez más la antigua y sagrada lección de que el débil puede ser el más fuerte. ¿Por qué no les sigue nadie? ¿Por qué se contentan los parlamentos y cámaras con la vieja palabrería sobre futilidades cotidianas y no se alza nadie en favor de esta idea grande y la única importante del momento? ¿Por qué se admite solamente la autodeterminación de las naciones de las que se espera obtener provecho? ¿Por qué se sigue creyendo en las mentidas frases idealistas de los oradores oficiales? Hace mucho tiempo que se dijo que cada pueblo tiene el gobierno que él mismo quiere y merece. Bien; entonces nosotros, los europeos, tenemos también lo que queremos y merecemos, es decir, la sangrienta, brutal y cruel dictadura de la guerra.
¡Pero no todos queremos eso! ¡Todos queremos lo contrario! Exceptuando una pequeña clase de negociantes, ¡ningún ser terrenal quiere que continúe esta vergonzosa y triste situación! ¡Movámonos pues! ¡Declaremos entonces nuestra disposición para la paz de todas las formas posibles! No hagamos caso de esas inútiles provocaciones, como la del mentís de la agencia Wolff, y pongámonos en guardia ante palabras como las de Sonnino. ¡Ha sonado la hora en que ya no nos debe avergonzar un pequeño abatimiento, una concesión, un movimiento de la Humanidad! ¡No tenemos que reparar en pequeñas vanidades nacionales, ahora que nos hemos manchado tanto de sangre!
¡Al estadista que quiera seguir dirigiendo hoy la política mundial con programas puramente egoístas y nacionalistas, que no ha percibido todavía el grito de la Humanidad, pongámosle ante la puerta - hoy mejor que mañana - los millones de seres humanos que se han desangrado por su estupidez!
Y todos nosotros juntos, grandes y chicos, beligerantes y neutrales, no permanezcamos ciegos frente a la horrorosa advertencia de este instante, que se prepara tan inconcebiblemente! ¡La paz está ahí! ¡Está ahí como pensamiento, como deseo, como proposición, como una fuerza serenamente operante, en todas partes, en todos los corazones! Si cada uno se abre a ella, si cada uno tiene la firme voluntad de ayudar a la paz, de ser un soporte y guía de sus pensamientos, de sus presentimientos, si todo hombre de buena voluntad no desea otra cosa por el momento que contribuir a que la voluntad de paz no tropiece con ningún entorpecimiento, en ninguna zona de aislamiento, en ningún obstáculo, entonces tendremos la paz.
Y entonces todos habremos coadyuvado a invocarla y podremos sentirnos dignos de su gran tarea; y ya que hasta ahora no tenemos ningún pensamiento en el corazón, el más fuerte sería el de nuestra culpa común.


SI LA GUERRA DURARA CINCO AÑOS MAS
(A principios de 1918)

En el Regierungsblatt, el único periódico que se publicaba en el año 1925 en el reino de Sajonia (una vez a la Semana), apareció en el otoño de aquel año el siguiente articulillo, con el título siguiente, algo rebuscado: "Un nuevo Kaspar Hauser."
En Vogtland, en la comarca de Ronneburg, se ha descubierto un hecho tan maravilloso como difícil, un hallazgo del que habrá que dilucidar primero si hemos de tomarlo como una curiosidad o si encierra un interés más amplio.
En la "Supresión Oficial de la Población Civil no Apta para Servicios Civiles", que tan bien organizada está entre nosotros y tan humanamente, a pesar de la inevitable rigurosidad, ha ocurrido en la región de Ronneburg uno de los casos ya no tan raros, en que una persona civil, a pesar de su probada incapacidad para ser útil al Estado y a los bienes de la comunidad en alguna manera, sobrepase sustancialmente (debe tratarse de meses) el tiempo de vida que se le concedió: El paisano Philipp Gassner, que habitaba en una casita de campo solitaria en las cercanías de un pueblo, había sido declarado inútil por la Inspección de la Edad, y se le había dado el plazo de un año para que en la forma usual - por reducción gradual de su racionamiento - cumpliera con su deber de ciudadanía. Como al término del plazo no hubiera sido comunicado su fallecimiento, ni hubiera ocupado su puesto en la cámara de cloroformización, el suboficial Kille, por orden del jefe del distrito, se personó en la casa de Gassner para recordarle, en la forma prevista y bajo amenaza de sanciones rigurosas, sus deberes patrios.
Aunque esta advertencia se hizo con toda legalidad, aunque no se regatearon los usuales ofrecimientos de auxilios gratuitos, Gassner, un hombre de casi setenta años, cayó en una extraordinaria excitación y se negó testarudamente a cumplir la ley. En vano le recordó el suboficial la falta de sentimiento patriótico que esto revelaba y qué aflictivo era que un viejo de honrosas canas se resistiera a realizar aquel sacrificio necesario, que tantos jóvenes llenos de esperanza estaban dispuestos a hacer a diario en el frente. Gassner se defendió con energía cuando fue sacado de allí. El suboficial, muy sorprendido de la fortaleza física de aquel hombre, cuya ración había sido rebajada progresivamente durante el año de plazo, procedió a un registro domiciliario. Y entonces sucedió lo increíble: ¡en una habitación del primer piso, que daba al jardín, encontró a un joven que el viejo tenía allí escondido desde hacía años!
El joven, que tenía veintiséis años y estaba sano como una manzana, resultó ser Alois Gassner, hijo del dueño de la casa. Todavía está por aclarar de qué manera logró el viejo ladino librar durante años del servicio militar a su hijo y mantenerlo oculto en su casa; debió cometerse posiblemente una criminal falsificación en los documentos. La situación aislada de la casa, los bienes de fortuna del padre y la huerta espaciosa y bien cultivada, de cuyos frutos vivían ambos preferentemente, aclaran algunos extremos.
Lo que aquí nos interesa no es tanto el desacostumbrado caso de menosprecio y violación de los deberes sociales, como la curiosidad psicológica que en este suceso se revela y que actualmente está siendo estudiada por los expertos. Casi no puede creerse, pero los informes existentes hasta ahora no dejan lugar a dudas. ¡Escuchen!
Alois Gassner, según las manifestaciones unánimes de los técnicos, parece ser espiritualmente normal. Escribe, lee y calcula, no solo ágilmente, sino como un letrado, y con ayuda de una buena biblioteca privada que posee se ha entregado al estudio de la Filosofía. Ha redactado una serie de trabajos sobre diversas partes de la Historia de la Filosofía y de la Teoría del Conocimiento, a más de muchas poesías y ensayos literarios, los cuales denotan, al menos, un pensamiento claro y un espíritu cultivado.
Pero este extraño personaje muestra en su vida espiritual y anímica una laguna extraordinariamente notable. ¡No sabe nada de la guerra! ¡Ha vivido todos estos diez años fuera del mundo que nos rodea! Como no existía socialmente para el mundo, vivía espiritualmente fuera de nuestro tiempo y de nuestro mundo. Era quizá el único hombre adulto que, siendo capaz de discernimiento, ¡ha vivido sin saber nada de su tiempo, de la guerra mundial, de los acontecimientos y revoluciones de estos diez años! , De esta forma podríamos comparar a este extraño filosofo con aquel Kaspar Hauser que en otro tiempo pasó toda su juventud fuera del mundo de los hombres y de los tiempos, en un retiro solitario.
El caso relativamente sencillo del señor Gassner padre es de suponer que no tarde en ser aclarado y juzgado. Se ha hecho culpable de un grave delito y tendrá que arrostrar las consecuencias. Sobre la culpa o complicidad del hijo, en cambio, las opiniones divergen ampliamente. Por el momento continúa recluido en un hospital, para ser examinado. Lo poco que hasta ahora ha sabido de la marcha del mundo, del Estado y de sus deberes sociales le ha causado, en principio, únicamente una admiración infantil y algo temerosa. Es fácil de comprender que solo en parte ha tomado en serio los intentos de iniciarle en esta concepción actual del mundo, siempre cree ver en ellos ficciones para poner a prueba su estado mental. Las preguntas e intentos de asociación con las más corrientes frases políticas, familiares para cualquier niño, no dieron resultado alguno.
A última hora hemos sabido que la Facultad de Filosofía de la Universidad de Leipzig se ha interesado por el caso. Los estudios y trabajos de Gassner serán sometidos allí a un examen. Pero, prescindiendo del mérito o demérito de estos trabajos, la Facultad tiene gran empeño en estudiar al hombre, en examinarlo como único ejemplar de una especie humana que ya no existe en la Tierra. Este hombre "de antes de la guerra" debe ser sometido a un estudio concienzudo, y si es posible debe ser conservado para la Ciencia.

EL EUROPEO
(Enero de 1918)

Al fin el Señor consideró el asunto y puso un fin al día terrenal con que acabó la sangrienta guerra europea, enviando un gran diluvio. Las olas lavaron, compasivas, la faz de la tierra ultrajada, los sangrientos campos de nieve, las montañas removidas por la artillería, los cadáveres en putrefacción junto con aquellos que por ellos lloraban, los
sublevados y sanguinarios junto con los empobrecidos, los hambrientos junto con los enloquecidos espiritualmente, todo lo barrió el agua.
El cielo miraba amistosamente a la reluciente esfera.
Por otra parte, la técnica europea se había conservado brillante hasta lo último. Durante semanas enteras, Europa se había mantenido circunspecta y tenaz frente a las aguas que iban ascendiendo lentamente. Primero, por medio de grandísimos diques, en los que trabajaban día y noche millones de prisioneros; luego, con mesetas artificiales, que crecían con fabulosa rapidez, y al principio tenían forma de enormes terrazas, pero que después se fueron convirtiendo, poco a poco, en torres. En estas torres se conservó el heroísmo humano hasta el último día con conmovedora fidelidad. Mientras Europa y todo el mundo perecía y se ahogaba, en las últimas torres de hierro que aún emergían seguían brillando los reflectores, cada vez más estridentes e inmutables a través de las húmedas penumbras de la Tierra que perecía, y los cañones seguían disparando con gran estruendo sus granadas, haciéndolas describir armoniosas parábolas. Seguirían disparando heroicamente hasta última hora.
Ya estaba anegado todo el mundo. El único superviviente europeo se mantenía sobre las olas gracias a un chaleco salvavidas, y empleaba sus últimas fuerzas en reseñar los acontecimientos de los últimos días para que la posteridad supiera que su patria había sobrevivido algunas horas a la caída del último enemigo, con lo que se había granjeado para siempre la palma de la victoria.
Entonces apareció en el plomizo horizonte un pesado barco negro y gigantesco, que se fue acercando lentamente al rendido náufrago. Este reconoció con satisfacción el Arca de Noé y vio, antes de quedar desvanecido, al anciano patriarca, con sus barbas plateadas, asomado a la borda de la casa flotante. Un negro ciclópeo pescó al náufrago, que todavía vivía y pronto volvió en sí. El patriarca sonreía amable. Su obra estaba coronada, había conseguido salvar un ejemplar de cada una de las especies que poblaban la Tierra.
Mientras el Arca avanzaba suavemente empujada por el viento y esperaba el descenso de las aguas turbias, a bordo se desarrollaba una vida intensa. Grandes peces seguían a la barca en espesos bancos; los pájaros volaban en cerradas escuadras policromas; los insectos seguían a la nave en rumorosos enjambres; todos los animales y humanos estaban llenos de íntima alegría por haberse salvado y haber sido elegidos para iniciar una nueva vida. Radiante y fatuo se movía el pavo real, luciendo su abanico, que semejaba la aurora; el alegre elefante rociaba riendo a su hembra, con la trompa levantada; la ardilla tornasolada estaba sentada en la proa soleada; el indio espetaba con una rápida lanzada los peces relucientes que nadaban en las infinitas aguas; el negro frotaba dos trozos de madera seca para encender fuego en el hogar y daba palmadas de alegría en las posaderas de su rolliza mujer con rítmica cadencia; delgado y erguido estaba el hindú, salmodiando con los brazos cruzados versos antiquísimos del poema de la Creación del Mundo. El esquimal estaba tendido al sol, fumando y sonriendo con sus ojos diminutos, sudando agua y grasa, mientras un tapir bonachón le olfateaba, y el pequeño japonés había preparado un fino bastoncillo que hacía balancear cuidadosamente ya en su nariz, ya en la barbilla. El europeo tecleaba en su máquina de escribir, redactando un inventario de los seres vivos subsistentes.
Se habían formado grupos y habían surgido afinidades y simpatías, y en cuanto aparecía una pendencia, era aplacada en seguida con un gesto del patriarca. Todo era paz y alegría; solo el europeo trabajaba solitario en su máquina de escribir. Entonces todos los hombres y animales iniciaron un juego nuevo, consistente en que cada cual debía mostrar sus habilidades y aptitudes. Todos querían ser los primeros y el mismo patriarca hubo de intervenir. Puso en orden a los grandes animales y a los pequeños y también a los hombres, y dispuso que cada cual debía anunciarse y decir el trabajo con que pensaba lucirse. Y empezaron a desfilar por riguroso turno.
Este famoso juego duró varios días, pues todos querían mostrar sus habilidades. Los trabajos bellos eran aprobados por todos con ruidosos aplausos. ¡Cuántas cosas maravillosas se vieron allí! ¡Cómo mostró cada criatura de Dios los dones que poseía! ¡Cómo se mostró allí la riqueza de la vida! ¡Cómo se rió, aplaudió, graznó, palmoteo, pataleó y relinchó!
La comadreja corrió prodigiosamente, la alondra cantó con mucha maestría, el pavo se paseó con gran presunción y la ardilla trepó con increíble ligereza. ¡El mandril remedó al oso malayo y el babuino al mandril! Corredores y trepadores, nadadores y voladores compitieron infatigablemente y cada cual, a su manera, quedó vencedor y cobró estima. Había animales que podían obrar prodigios y animales que sabían hacerse invisibles. Muchos se distinguieron por su fuerza, otros por su astucia, otros por su acometividad, otros por su manera de defenderse. Los insectos sabían ocultarse tomando la forma y color de la madera, de los tallos, del musgo, de las piedras; los débiles encontraron el aplauso y pusieron en fuga a los espectadores que reían, pues lograron librarse de sus atacantes expeliendo de sí líquidos de olores insufribles. Ninguno se quedó atrás, nadie carecía de dones. Se tejieron, se engrudaron, se trenzaron y construyeron nidos de todas clases. Las aves de rapiña supieron reconocer desde grandes alturas las cosas más diminutas.
También los hombres lucieron sus habilidades. El negro gigantesco corrió, ligero y sin fatiga, por las altas vigas; el malayo hizo en un santiamén un remo con una hoja de palma y empezó a navegar sobre una tabla pequeñísima, lo que era digno de verse; el indio acertó con sus ligeras flechas los blancos más pequeños y su mujer tejió un tapiz con fibras leñosas de varios colores, que causó gran admiración. Todos enmudecieron y se asombraron cuando el hindú se adelantó y realizó unos cuantos juegos de magia. El chino mostró cómo se podía triplicar la cosecha de trigo trasplantando las plantas más jóvenes para sembrarlas en los espacios libres.
Varias veces suscitó el europeo, que gozaba de muy pocas simpatías, el enojo de sus hermanos de raza por haber criticado las acciones de los otros con duros y despectivos
juicios. Cuando el indio derribó su pájaro, que volaba tan alto como el azul del cielo, el hombre blanco se encogió de hombros y afirmó que con veinte gramos de dinamita se podía disparar tres veces más alto. Y cuando se le pidió que hiciera una demostración, dijo que necesitaba esto y lo otro y diez cosas más. También se burló del chino y arguyó que el trasplante de las plantitas de trigo requería mucha aplicación y paciencia y que un trabajo tan esclavo no podría hacer feliz a un pueblo. El chino replicó, con aplauso general, que un pueblo es feliz cuando tiene qué comer y venera a los dioses, pero el europeo rió, burlón, de esto.
Prosiguieron las alegres competiciones, y al final, todos, animales y hombres, habían mostrado sus talentos y habilidades. La impresión causada era grande y alegre; también el patriarca reía entre sus barbas blancas y dijo, elogiosamente, que las aguas podían descender ya, que iba a comenzar una nueva vida en esta Tierra y que todos se esforzaran en poner los fundamentos de una nueva felicidad.
Solo el europeo no había mostrado aún ninguna habilidad, y entonces todos pidieron tumultuosamente que saliera al corro e hiciera alguna cosa para que se viera si también tenía derecho a respirar el hermoso aire de Dios y de navegar en la casa flotante del patriarca. El hombre se resistió e intentó huir. Pero entonces el mismo Noé le puso un dedo en el pecho y le invitó a seguir el juego.
- Yo también - empezó a decir el hombre blanco - tengo una habilidad de mucha virtud. No reside en mis ojos, que son mejores que los de cualquier otro ser, ni en el oído o en la nariz o en cualquier otra cosa semejante. Mi don es de más alto rango. Mi don es el intelecto.
- ¡Muéstralo! - exclamó el negro, y todos se acercaron.
- No se puede mostrar -dijo el blanco con suavidad -. No me habéis comprendido bien. Lo que a mí me distingue es el entendimiento.
El negro rió alegre enseñando unos dientes blancos como la nieve, el hindú frunció burlón los finos labios, el chino sonrió astuto y bondadoso.
- ¿El entendimiento? - preguntó lentamente -. Entonces, muéstranos tu entendimiento. Hasta ahora no lo hemos visto por ninguna parte.
- No es nada de ver - defendióse el europeo hoscamente -. Mi don y habilidad es esta: almaceno en mi cabeza las imágenes del mundo exterior y puedo crear con estas imágenes nuevas imágenes y ordenaciones para mí solo. Puedo reproducir todo el mundo en mi cerebro y recrearlo de nuevo.
Noé se llevó una mano a los ojos.
- Perdona - dijo lentamente -, ¿para qué puede ser bueno volver a crear el mundo, que Dios ha creado ya, y encerrarlo para ti solo dentro de tu pequeña cabeza? ¿De qué puede servir esto?
Todos aplaudieron y empezaron a preguntar.
- ¡Esperad! - gritó el europeo -. No me comprendéis bien. El trabajo de la inteligencia no se puede mostrar tan fácilmente como cualquier otra destreza.
El hindú sonrió.
-Oh, sabio primo, eso es fácil de demostrar. Danos una prueba de tu inteligencia. Por ejemplo: calculando. ¡Hagamos una apuesta a ver quién calcula mejor! Veamos este problema: un matrimonio tiene tres hijos, cada uno de los cuales forma una nueva familia. Cada uno de estos matrimonios tiene un hijo cada año. ¿Cuántos años tienen que pasar para alcanzar el número cien?
Todos escuchaban llenos de curiosidad; empezaron a contar con los dedos y a mirar convulsivamente. El europeo comenzó a calcular. Pero a los pocos instantes el chino anunció que había hallado la solución.
- Muy bien - concedió el blanco -, pero eso es simple habilidad. Mi inteligencia no está para semejantes artificios, sino para resolver grandes problemas, en los que radica la felicidad de la Humanidad.
- ¡Oh, eso me agrada! - dijo Noé -. Encontrar la felicidad es ciertamente más importante que todas las demás habilidades. Tienes razón. Dinos pronto lo que has aprendido sobre la felicidad de los hombres y todos te quedaremos agradecidos.
Fascinados y jadeantes pendían todos de los labios del hombre blanco. ¡Honor a él, que nos iba a mostrar dónde reside la felicidad humana! ¡Había que apartar del mago toda palabra injuriosa! ¿Para qué quería el arte y la habilidad de los ojos, de los oídos y de las manos; para qué necesitaba la aplicación y el arte de calcular, si sabía tales cosas?
El europeo, que hasta ahora había ostentado un gesto de orgullo, empezó a sentirse cohibido ante aquella reverente curiosidad.
- Yo no tengo la culpa - dijo vacilante -, ¡pero seguís comprendiéndome mal! Yo no he dicho que conozca el secreto de la felicidad. Solo dije que mi entendimiento se ocupa de temas cuya solución acarrearán la felicidad del hombre. El camino es largo, y ni yo ni vosotros alcanzaremos a ver su meta. ¡Muchas generaciones tendrán que cavilar todavía sobre estas difíciles cuestiones!
La gente estaba irresoluta y desconfiada. ¿Qué decía aquel hombre? Hasta Noé miraba de reojo y arrugaba la frente. El hindú sonrió al chino, y como todos los demás callaban perplejos, este dijo amistosamente:
- Querido hermano, este primo blanco es un bromista. Quiere decirnos que en su cabeza se está realizando un trabajo cuyo resultado quizá alcancen a ver algún día los bisnietos de nuestros bisnietos, o quizá tampoco. Propongo que lo tomemos a broma. Nos dice cosas que no podemos comprender bien, pero todos presentimos que si las comprendiéramos nos darían ocasión de reír sin tasa. ¿No os parece así? Pues bien, ¡un hurra por nuestro bromista!
La mayoría se mostró conforme y se alegró de ver acabada aquella historia. Pero algunos estaban enojados y malhumorados, y el europeo se quedó solo y sin parroquia. Mas el negro, acompañado del esquimal, del indio y del malayo, se llegó al anochecer junto al patriarca y habló así:
- Venerable padre, tenemos que hacerte una pregunta. Ese tipo blanco, que hoy se ha estado divirtiendo con nosotros, no nos gusta nada. Te rogamos que pienses en esto: todos los animales, el oso y la pulga, el faisán y el escarabajo, igual que nosotros, los hombres, han mostrado aquí sus habilidades, con lo que hemos dado gloria a Dios, que
protege nuestras vidas y las eleva y embellece con tales dones. Hemos visto habilidades maravillosas, muchas de las cuales movían a risa; pero hasta la bestia más diminuta nos ha ofrecido algo amable y bello; solo este hombre pálido que pescamos últimamente no ha sabido ofrecernos más que palabras extrañas y orgullosas, indirectas y bromas, que nadie ha comprendido y que a nadie pueden causar alegría. Por esto te preguntamos, querido padre, si es justo que semejante criatura colabore en la fundación de una nueva vida en esta Tierra querida. ¿No será una desdicha? ¡Examínale! ¡Sus ojos están turbados, su frente está llena de arrugas, sus manos están macilentas y debiluchas, su cara mira maligna y tristemente, no emana de ella ningún efluvio alegre! En verdad que no es trigo limpio. ¡Sabe Dios quién nos habrá enviado al Arca a este tipo!
El anciano patriarca alzó sus ojos claros sobre los demandantes.
- ¡Hijos! - dijo en voz baja y llena de bondad, mientras sus rasgos se transfiguraban -, ¡hijos queridos! ¡Tenéis razón, y no la tenéis también, en lo que decís! Pero Dios ya ha dado su respuesta a esto, aun antes que lo preguntarais. Estoy de acuerdo con vosotros en que el hombre de los países que han estado en guerra no es un huésped muy agradable y no sabríamos dónde colocar a semejante lechuza. Pero Dios, que lo ha dispuesto así, sabe bien lo que hace. Todos tenéis mucho que agradecer a esos hombres blancos, ellos son los que han echado a perder una vez más nuestra pobre Tierra. Pero mirad, Dios ha dado muestra de lo que piensa hacer con el hombre blanco. Todos vosotros, tú, negro, y tú, esquimal, tenéis para la nueva vida que esperamos iniciar pronto en nuestra querida Tierra, tenéis a vuestras amadas mujeres, tú a tu negra, tú a tu india, tú a tu esposa esquimal. Solo el hombre de Europa está solo. Hace tiempo que venía preocupándome esto, pero ahora creo adivinar el sentido de esta soledad. Este hombre nos ha sido conservado como una advertencia y un estímulo, como un fantasma quizá. Pero no puede perpetuarse y volverá a hundirse en la corriente de la confusa Humanidad. Vuestra vida en la nueva Tierra no podrá ser maleada por él. ¡Consolaos!
Cerró la noche y a la mañana siguiente se vio emerger de las aguas, hacia el Oriente, la cima aguda y pequeña de la montaña sagrada.


SUEÑO AL FINAL DE LA JORNADA
(Marzo de 1918)

Me sucede a mí, sustituto de un empleado en su oficina,, lo que le sucede a la mayoría que realiza desde hace años su trabajo habitualmente, que pensando durante días y semanas en la tarea, se acuesta y se levanta uno con ella, se hace partícipe a la familia de las preocupaciones del oficio, se buscan nuevos caminos, métodos más sencillos, y mete su persona sin reservas en el crisol del tiempo. Y de pronto llega un momento en que el propio yo - el viejo Adán de los teólogos - se anuncia de nuevo con un movimiento, despertando torpemente como un hombre que intenta recobrarse de la acción de un narcótico y al que no quieren obedecer todavía sus miembros ni sus pensamientos.
Así me sucedía a mí este día, cuando con un paquete de actas bajo el brazo regresaba de la oficina a casa. La comarca anunciaba ya la primavera, el Sol lucía cálido y el aire olía como si hubieran florecido en alguna parte los avellanos. Ya en el tranvía ocupé mi pensamiento con mis pesquisiciones de prisioneros y con un montón de cartas e informes que quería escribir en casa después de comer. Ahora iba caminando por las afueras de la ciudad hacia mi casa campestre y, de pronto, mis pensamientos dejaron de centrarse en los prisioneros, en la censura, en la falta de papel, en las exportaciones y en los créditos, sino que, inopinadamente, volví a considerar el mundo, como aparecía sin nuestras preocupaciones; por entre los setos sin hojas se deslizaban los mirlos negros y rollizos, y los tilos que crecían ante las villas dibujaban la fina trama de su ramaje sobre el cielo primaveral, de color azul claro, con blancos celajes; en los linderos de los campos brillaban aquí y allá frescas tonalidades verdes, y en el musgo de los troncos de los nogales la luz era más jugosa. Y entonces me olvidé de todo lo que llevaba en la carpeta bajo el brazo y en la cabeza, y durante un cuarto de hora, el tiempo que duró mi camino, no viví en lo que llamamos realidad, sino en la verdadera, exacta y hermosa realidad que llevamos dentro. Hice lo que suelen hacer los niños, los amantes y los poetas: me entregué sin voluntad y celosamente a dulces ensueños.
Mientras iba embebecido en estas quimeras, surgieron dentro de mí viejas vivencias que me parecieron enteramente nuevas y recién halladas.
Surgió un egoísmo puro, inocente e inmaculado, un mundo satisfecho de sí mismo, un mundo de deseos e imágenes egoístas del futuro, nada éticas y poco sociales. Nada de guerra y paz, nada de canje de prisioneros, nada de Arte futuro, ni de la futura sociedad, ni de la escuela del futuro, ni de la religión del porvenir. Todo esto no profundizaba demasiado, era solo superficial. Si mi viejo Adán se mostraba alguna vez desnudo, era un niño y tenía sencillos deseos, concernientes a su propia persona y bienestar.
Soñé cosas maravillosas. Soñé que había llegado la paz y que todos nosotros habíamos sido licenciados y nos habíamos dispersado, y que el sol brillaba y que yo podía hacer enteramente lo que quisiera.
Tres cosas fueron las qué hice en sueños. Primeramente me hallé tendido en la arena de una playa, con los pies metidos en el agua. Estaba mordiscando un tallo de hierba; tenía los ojos medio cerrados y tarareaba una canción. Entre tanto intenté reconocer la canción que cantaba, pero me costó mucho trabajo. ¿Qué me importaba? Seguí canturriando hasta que me cansé y empecé a chapotear con los pies en el agua. Casi me había adormecido bajo la tibieza del sol cuando se me representó de pronto toda mi situación: que era libre y señor de mí mismo, que podía hacer y dejar de hacer lo que me apeteciera, que estaba en una playa y que no había ninguna otra persona en una legua a la redonda. Entonces me incorporé de un salto, lancé un grito salvaje, como hacían los indios, y me arrojé al agua azul, que restalló. Nadé y me zambullí varias veces; sentí hambre; salté a tierra, sacudí las gotas de agua de mi pelo y me tendí ante mi mochila abierta. Lentamente saqué un gran trozo de pan, un excelente pan negro de ayer, y una salchicha - la misma especie de salchicha que recibíamos de muchachos cuando íbamos de paseo escolar - y después un trozo de queso suizo, una manzana y una pastilla de chocolate. Puse todo esto ante mí y estuve contemplándolo un buen rato, hasta que no pude contenerme más y me abalancé sobre ello. Entonces, al morder la salchicha y el pan, sentí alegría y profunda emoción, sentí una delicia infantil lejana, honda, íntima, que me hizo feliz.
A poco, la escena cambió por entero. Me encontraba sentado, vestido y serio en un fresco cenador. Las sombras de las ramas jugaban en las ventanas. Y yo estaba sentado y tenía un libro en el regazo, absorto completamente en su lectura. No sabía qué libro era. Solo sabía que era un libro de Filosofía - pero no de Kant, ni de Platón, sino de alguien como Ángelus Silesius -, y yo leía y leía y aspiraba profundamente el indecible gozo de arrojarme libremente y sin que nadie me lo estorbara, y sin ayer ni mañana, a este mar, a este mar bello, lleno de expectación por cosas elevadas y presintiendo mil sucesos, que me confirmarían a mí mismo y a mi pensamiento. Leía y meditaba, volvía lentamente las hojas, y en la ventana zumbaba una abeja dorada, como si llevara dentro todo el mundo enmudecido y no deseara otra cosa que expresar su plena quietud y contento.
Muchas veces me pareció oír desde la lejanía o desde el fondo de la casa unos sones finos y nobles, un violín o un violonchelo, que luego se hicieron más fuertes y más reales. y mi lectura y mi pensar se convirtieron en un escuchar y en un gozoso abandono; los compases de Mozart reinaban en un mundo puro y tranquilo.
Y una vez más cambió el escenario del sueño. Como si no hubiera sido nunca de otro modo, me hallaba ahora en un valle del Sur, a orillas de una viña, junto a la cerca, y sentado en una silla plegable. Sobre las rodillas tenía un cartón, en la mano izquierda una paleta ligera y en la derecha un pincel. Junto a mí estaba clavado en la tierra blanda mi bastón, y mi mochila descansaba sobre el suelo, dejando ver por su boca los pequeños tubos de colores. Saqué uno, le quité el tapón y puse con alegría en la paleta un chorrito del más bello y puro azul cobalto, luego un poco de blanco y un fino verde veronés esmeraldino para el cielo crepuscular, y unas pinceladas de granza. Miré un buen rato ante mí, hacia las lejanas montañas y hacia las nubes doradas, y mezclé el azul ultramar con el rojo, y retuve el aliento por precaución, pues todo aquello debía ser indeciblemente delicado, ligero y etéreo. Y mi pincel, tras una ligera vacilación, dibujó una nube tenue en el azul, puso sombras grises y violetas, manchó los primeros planos verdes y el follaje de los castaños empezó a armonizar con el rojo y él azul de la lejanía, y resonaron los acordes y afinidades de los colores, las atracciones y los contrastes, y poco después todo era vida dentro de mí y fuera de mí y en mi cartón, que descansaba sobre mis rodillas, y todo lo que el mundo tenía que decirme, confesarme y ofrecerme, el mundo a mí y yo a él, fue plasmándose serenamente en blancos y azules, en alegres y atrevidos amarillos y dulces y discretos verdes. Y yo pensé: ¡Esto es la vida! Esto era mi parte en el mundo, mi dicha, mi carga. Aquí estaba yo en mi casa. Aquí florecía mi gozo, aquí era rey, aquí volvía la espalda con gusto y con indiferencia al mundo tan reverenciado.
Una sombra cubrió mi pequeño cuadro, levanté la vista: me hallaba ante mi casa y el sueño se desvaneció.


GUERRA Y PAZ
(Verano de 1918)

En verdad que tienen razón aquellos que dicen que la guerra es un estado natural de la Humanidad. Desde que el hombre es un ser animal vive de la lucha, vive a costa de otro, teme y odia a los demás. El vivir es, pues, guerra.
Es difícil determinar lo que es la paz.. La paz no es ni un estado paradisíaco, ni una forma convencional de convivencia regulada. La paz es algo que no conocemos, que solo buscamos y anhelamos. La paz es un ideal. Es algo indeciblemente complicado, inestable, amenazador; un soplo basta para aniquilarla. Dos personas viviendo en verdadera paz es más raro y difícil que cualquier otra actividad ética o intelectual.
Sin embargo, la paz, como pensamiento y deseo, como meta e ideal, es ya muy antigua. Hace milenios que existe el precepto fundamental de "¡No matarás!". Que el hombre necesite este Mandamiento, esta monstruosa exigencia, es lo que le caracteriza más que ninguna otra señal, lo que le separa de la bestia, lo que le aparta visiblemente de la Naturaleza.
El hombre, así nos lo revelan estas enérgicas palabras, no es un animal, no es, después de todo, nada firme, logrado y acabado, nada simple y unisignificativo, sino algo que deviene, un ensayo, un presentimiento y futuro, un reproche y una añoranza de la Naturaleza por sus nuevas formas y posibilidades.
"¡No matarás!" fue en aquel tiempo, cuando fue promulgado este Mandamiento, una exigencia enorme. Era casi tan riguroso como este: ¡No debes respirar! Era, aparentemente, imposible, aparentemente insensato y anonadante. Sin embargo, este precepto se ha mantenido firme muchos siglos y es válido hoy como siempre, ha inspirado leyes, convicciones, doctrinas morales, ha producido frutos, ha removido la vida del hombre como pocas otras palabras.
El "¡No matarás!" no es un precepto rígido de un altruismo doctrinal. El altruismo es algo que no se da en la Naturaleza. Y "¡No, matarás!" no quiere decir: ¡no debes hacer mal a otro!, sino que significa: ¡no debes sustraerte tú mismo a los otros, no debes dañarte a ti mismo! El prójimo no es ningún extraño, no es nada lejano, desarraigado, que vive para sí. Todo en el mundo, todos los miles de otros están presentes para mí solamente en tanto los veo, los siento, en tanto tengo relaciones con ellos.
Mi vida consiste únicamente en relaciones entre el mundo y yo, entre los otros y yo.
Reconocer esto, sospecharlo, palpar esta complicada verdad fue hasta ahora el camino de la Humanidad. Hubo progresos y retrocesos. Hubo pensamientos luminosos, con los que después edificamos nosotros leyes tenebrosas y cavernas de conciencia. Hubo cosas extrañas, como la Gnosis, la Alquimia, de las que muchos contemporáneos creen saber bien cuan insensatas eran, siendo quizá las cimas más altas del conocimiento en el desenvolvimiento de la Humanidad. Y de la Alquimia, que era un camino para la más pura Mística y para la última consecución del "¡No matarás!", hemos sacado nosotros, sonriendo con superioridad, una ciencia técnica que fabrica explosivos y venenos. ¿Es esto progreso? ¿Es retroceso? Ni lo uno ni lo otro.
También la gran guerra de estos años nos presenta ambas caras: unas veces aparece como progreso y otras como regresión. La confusa masividad y cruel técnica del matar más bien parecen un retroceso, y hasta una burla, de todo intento de progreso y espiritualidad. Pero conceptuamos casi como un progreso muchas de las nuevas necesidades, conocimientos y esfuerzos que la guerra ha madurado. Un periodista creyó poder expresar todas estas cosas espirituales con la frase confusión interior, pero ¿no se equivocó grandemente este hombre? ¿No condenó, en fin, con sus crudas palabras, precisamente lo más vivo, lo más selecto, lo más esencial e íntimo de estos tiempos.?
En todo caso era enteramente falsa la opinión que tanto se oyó expresar durante la guerra: "Esta guerra es muy apropiada, por su estúpido origen y por su horrible y gigantesco mecanismo, para que las generaciones venideras aborrezcan la guerra." El aborrecer no es ningún método educativo. A quien le gusta matar, ninguna guerra le quitará ese gusto. Tampoco ayudará nada la consideración de los daños materiales que ocasiona la guerra. Las acciones de los hombres casi nunca dimanan de consideraciones racionales. Se puede estar enteramente convencido de la insensatez de una acción y realizarla con todo fervor. Todo apasionado lo hace así.
Por esto precisamente no soy tampoco pacifista, como muchos de mis amigos y enemigos piensan. Creo tan poco en la llegada de la paz mundial por caminos racionales, por sermones, por organizaciones y propaganda, como en el descubrimiento de la piedra filosofal por los congresos de Química.
Pues, ¿de dónde ha de llegar entonces la verdadera paz a la Tierra? No por preceptos ni por experiencias materiales. Vendrá, como todo progreso humano, por el conocimiento. Mas todo conocimiento, si entendemos por tal algo vivo y no académico, solo tiene un objeto. Es conocido por miles de gentes y expresado de mil maneras diversas y, sin embargo, siempre es una sola verdad. Es el conocimiento de la vida que hay en nosotros, en cada uno de nosotros, en mí y en ti, el hechizo secreto, la secreta divinidad que cada uno de nosotros lleva dentro. Es el conocimiento de la posibilidad de elevarnos a todas horas desde este punto interno hasta todas las antinomias, de transformar todo lo blanco en negro, todo lo malo en bueno, toda noche en día. El hindú lo llama Atman; el chino, Tao; el cristiano, Gracia.
Donde reside aquel supremo conocimiento (como en Jesús, en Buda, en Platón, en Lao Tse), se traspasa un umbral, al otro lado del cual empieza el milagro. Allí cesa la guerra y la enemistad. Esto puede leerse en el Nuevo Testamento y en los discursos de Gautama, y quien quiera puede reírse de ello y llamarlo confusión interior. Para quien lo siente, el enemigo es un hermano; la muerte, vida; la ignominia, honor; la desgracia, sino. Cada cosa en la Tierra se muestra de doble manera: unas veces como de este mundo y otras como no de este mundo. Pero de este mundo significa lo que está fuera de nosotros. Todo lo que está fuera de nosotros puede ser enemigo, peligro, angustia o muerte. Con la experiencia de que todo esto exterior es no solo tema de nuestra percepción, sino, al mismo tiempo, creación de nuestra alma, con la conversión de lo exterior en lo interior, del mundo en el yo, comienza a hacerse la luz.
Estoy diciendo cosas evidentes. Pero igual que cada soldado muerto en el campo de batalla es la eterna repetición de un error, también debemos repetir la verdad eternamente, y por siempre, en mil formas distintas.


HISTORIA UNIVERSAL
(Noviembre de 1918)

Cuando yo era muchacho y asistía a una mala escuela preparatoria para el Gimnasium, lo que llamaban Historia Universal era para mí algo infinitamente venerable, lejano, noble y poderoso, algo así como Jehová y Moisés. La Historia Universal había sido realidad en otro tiempo, había sido presente, había brillado y reinado y ahora era un pasado lejano, muy lejano, digno de veneración, que estaba en los libros y que debía ser aprendido por los escolares. Lo último que los niños estudiábamos de la Historia Universal era la Guerra del Setenta. Esto era bellamente asombroso y enardecedor: en ella habían estado nuestros padres y tíos, no habían faltado más que un par de años para haberla vivido nosotros mismos. Y qué magnífico debió ser aquello: guerra, heroísmo, banderas al viento, mariscales a caballo, Kaiser recién elegido. Como se nos aseguraba con toda formalidad, en esta guerra sucedieron milagros y actos de heroísmo, y tuvo resonancia realmente universal, no como ayer, hoy y siempre. Hombres y mujeres habían realizado cosas inauditas, habían sufrido lo indecible, masas de pueblos habían llorado y reído, arrastradas por la embriaguez de los acontecimientos; los desconocidos se abrazaban en las calles; la valentía y el desinterés se habían dado como cosa natural. ¡Santo Dios, si hubiéramos conocido esto! Las gentes que tratábamos no eran ningunos héroes, ni siquiera los maestros, que en determinadas ocasiones nos referían estas historias exaltadoras, ni tampoco nuestros padres y tíos, algunos de los cuales habían tomado parte realmente en aquella guerra tan grande y heroica. Pero alguno sí debió haber: se habían imprimido gruesos volúmenes ilustrados sobre ellos; Bismarck colgaba, en las paredes de todas las habitaciones, y todos los otoños se celebraba la Fiesta de Sedán, el día más hermoso del año.
Cuando tuve quince años, vi palidecer este esplendor. Empecé a dudar del carácter venerable de la Historia Universal, ya no me dejaba engañar con que los hombres y los pueblos de los tiempos pasados habían sido diferentes a los de hoy, y con que entonces no habían vivido una existencia vulgar, sino una vida de óperas y composiciones heroicas. Supe que nuestros maestros tenían por tarea cargarnos y oprimirnos todo lo posible, exigirnos virtudes que ellos mismos no tenían, y de esta manera, la Historia Universal que nos presentaban era una engañifa de los mayores para degradarnos y empequeñecernos.
El que yo pudiera pensar de una manera tan desatinada e irrespetuosa sobre la Historia Universal tenía sus motivos. La gente joven no vive de críticas y negaciones, sino de sentimientos e ideales. Y en mí sucedió entonces algo que desde entonces perdura: me volví desconfiado hacia las voces de fuera, y tanto más desconfiado cuanto más oficiales eran. Y, sobre todo, empecé a sentir que lo verdaderamente interesante y digno de vivirse, lo que en realidad nos puede llenar y satisfacer y suspendernos el alentar, no reside fuera de nosotros, sino en nosotros mismos. No es que supiera nada de todo esto, pero lo presentía, y empecé a leer a los filósofos, a ser un espíritu libre, a enterrarme en los poetas amados, todo ello con el oscuro presentimiento de que este era mi camino, de que este era el camino que me conduciría hacia mí, hacia mí mismo, y que todos los demás caminos no eran los que yo necesitaba y a los que me debía entregar. Comenzó en mí lo que el cristiano llama recogimiento y los psicoanalistas introversión. No puedo decir si este camino, si esta manera de ser y de vivir es mejor que cualquier otra; solo sé que es necesaria para los religiosos y para los poetas, y que estos nunca lograrán, ni aunque se lo propongan y se esfuercen, aprender lo que los nuevos filósofos oficiales llaman pensamiento histórico.
Durante muchos años pude dejar al mundo seguir su camino, y él a mí. Para mí lo que en el mundo tenía importancia y lo que jugaba el papel principal en las conversaciones y en los artículos de fondo era la ópera y la afectación; para el mundo, en cambio, lo que yo hacía y tomaba en serio y consideraba más sagrado era capricho y fruslería. Y así hubiera podido seguir siendo. Pero ¡allí estaba otra vez la Historia Universal! Los artículos de fondo, los profesores de Universidad y los maestros sostenían de consuno, que nuestra vida volvía a ser Historia Universal, que ya no era consuetudinaria, que se había iniciado una gran época. Nosotros, los poetas y otros externos del mundo, que nos tenía sin cuidado todo esto, y nosotros, los religiosos, que preveníamos a las gentes contra la loca petulancia y la cruel despreocupación de nuestros dirigentes, ya no éramos unos pobres poetas, de los que todos se reían, ahora éramos enemigos de la Patria, derrotistas y otras mil lindezas. Fuimos denunciados, fuimos incluidos en listas negras, se nos dedicaron venenosos y oprobiosos artículos en los periódicos bien intencionados. En la vida privada sucedía igual. Cuando en 1915 pregunté a un amigo alemán que por qué asustaba tanto, en realidad, la idea de tener que devolver, si llegaba el caso, la Alsacia, me contestó que él me perdonaba sinceramente, pero que si le iba a otros con esta cuestión, me exponía a que me molieran los huesos.
Cada vez se hablaba más de la gran época, y cada vez era más difícil verla. Es decir, yo comprendía bien por qué les parecía a los demás una época esplendorosa. Se lo parecía porque para miles de ellos brillaba por primera vez un trocito de vida interior, se reavivaba un poco su alma. Viejas solteronas, que antes habían criado perritos, ahora podían cuidar heridos; los jóvenes ponían en venta su piel y con ello experimentaban por vez primera, estremeciéndose horriblemente, lo que era la vida. Esto no era poco, era algo grande, algo desmedido, pero solo para aquellos que pensaban históricamente y sabían de los grandes tiempos pasados. Para nosotros, para los religiosos y los poetas, que también creemos en Dios en los días laborables, y para los cuales la existencia del alma era conocida desde mucho antes; para nosotros no podían ser estos tiempos ni mejores ni peores que los pasados. Pues nosotros no vivíamos en ellos con nuestra esencia más íntima y afectiva.
Así nos va tan bien ahora que vuelve a hacerse realidad la Historia Universal y se representan grandes óperas en el mundo. Están sucediendo muchas cosas que nosotros mismos habíamos deseado: caen poderes que nosotros tildamos de satánicos y salen de escena personajes a los que hemos combatido por peligrosos y a los que hemos odiado por perniciosos.
Mas, a pesar de todo, no hemos logrado aún comprender los grandes acontecimientos, ni vivir embriagados una nueva gran época. Sentimos el temblar de la Tierra, sufrimos con ella todos los sacrificios, nos empobrecemos y pasamos hambre, pero no vemos en estos dolores, ni en la bandera roja, ni en las nuevas repúblicas, ni en los entusiasmos populares, cosas verdaderamente grandes. Ahora solo reconocemos y solo vivimos realmente lo que nos parece verdadera espiritualización de la Historia, y los resplandores de lo divino. Hubiéramos sentido una profunda compasión por el Kaiser, que fue nuestro enemigo, si le hubiera sido dado retirarse de una manera grande y digna. Y el soldado, que ha dado su vida por la más loca y deslumbrante ilusión de la Patria y del Kaiser, es para nosotros infinitamente más querido e importante que el más prudente orador democrático, que le moteja de loco. Democracia o monarquía, estados unidos o unión de estados, lo mismo nos da, pues nosotros solo preguntamos por el cómo, no por el qué. Y si un demente comete con plena conciencia la acción más insensata, será para nosotros más apreciado que todos los profesores, que, presumiblemente, se doblegan ahora ante el nuevo régimen con la misma flexibilidad con que antes se inclinaron ante los príncipes y los altares. Somos ciegos partidarios de una desvalorización de todos los valores; pero esta desvalorización no se ha operado en ninguna otra parte más que en nuestros corazones.
Oigo las voces de aquellos que en nuestra manera no histórica ni política de pensar no ven más que la hastiada indiferencia de los intelectuales. Piensan que somos gentes para las que todo es papel, para las que la guerra y la revolución, la muerte y la vida no son más que palabras. Hay algunos así, ciertamente, pero no tienen nada que ver con nosotros. Nosotros no carecemos de opinión. Es verdad que no entendemos de buenas y malas opiniones, de opiniones derechas y torcidas, pero conocemos dos clases de hombres y !os clasificamos así: los que intentan vivir sus opiniones y los que llevan sus opiniones solo en el bolsillo interior de la chaqueta. Para el monárquico alemán, que no puede soportar la evolución de las cosas y se quita la vida con caballeresco romanticismo al pie de un monumento, no es que le pongamos precisamente por modelo, pero le apreciamos y comprendemos, mientras que despreciamos al prudente que hoy habla la jerga revolucionaria tan bien como ayer se expresaba en el lenguaje patriótico pasado de moda.
¡Qué vida tan intensa; cuántos corazones vuelven a latir estos días llenos de devoción y esperanza! ¡Qué grandezas pueden suceder! Nosotros, los estrafalarios y los que predicamos en desierto, no permanecemos apartados, no somos indiferentes, no nos sentimos superiores, pero seguimos teniendo por grande solo lo que procede del alma humana. La conversión de la fe monárquica en fe democrática es para nosotros solamente un cambio de bandera. ¡Ojalá sea en muchos miles de personas algo más que esto!
El final de esta guerra de cuatro años, que se inicia estos días en el Oeste con el armisticio, no ha sido celebrado por nadie. Aquende se celebra la caída del despotismo; allende, la victoria. El hecho de que a cierta hora haya cesado, tras cuatro años de guerra, aquella insensata matanza, no ha conmovido a nadie en realidad. ¡Qué mundo tan extraño! ¡Por cuántas cosas fútiles se rompen los cristales de las ventanas y los cráneos de los hombres!


EL IMPERIO
(Diciembre de 1918)

Era un país grande y hermoso, aunque no rico precisamente; en él vivía un pueblo valiente, modesto, pero vigoroso y estaba contento con su suerte. La riqueza y la buena
vida, la elegancia y la magnificencia no abundaban en verdad, y los ricos pueblos vecinos miraban a veces, no sin mofa o burlona compasión, al pueblo modesto que habitaba aquel gran país.
Sin embargo, en este pueblo poco afamado se daban bastante bien algunas cosas que no se pueden comprar con dinero y que, sin embargo, son bastante apreciadas por los hombres. Se daban tan bien que, con el tiempo, el pobre país, a pesar de su escaso poderío, fue famoso y apreciado. Allí prosperaban cosas como la música, la poesía y la ciencia del pensamiento, e igual que a un gran sabio, orador o poeta no se le pide que sea rico, elegante ni muy sociable y, sin embargo, se le honra en cierto modo, así hicieron los pueblos poderosos con este pobre y maravilloso país. Se encogieron de hombros ante su pobreza y su algo torpe y desmañada existencia en el mundo, pero hablaban con gusto y sin envidia de sus pensadores, poetas y músicos.
Y poco a poco, el país del pensamiento, aunque siguió siendo pobre y fue oprimido con frecuencia por sus vecinos, derramó sobre sus opresores y sobre todo el mundo un caudal continuo, sereno, fecundante, de calor e idealismo.
Pero había algo, una circunstancia antiquísima y sorprendente, por la que el pueblo no solo era escarnecido por los otros, sino que sufría y sentía pena: los numerosos y diversos renuevos de esta hermosa tierra no podían soportarse mutuamente desde tiempos antiguos. Continuamente se estaban suscitando querellas y rivalidades. Y aunque de cuando en cuando nacía la idea, y era expresada por los mejores hombres del pueblo, de que era necesario unirse y trabajar amistosamente y en común, surgía la sospecha de que uno de los muchos linajes, o su príncipe, se alzaría sobre los otros y llevaría la dirección, siendo esta la causa de que no se llegara a la unión.
La victoria sobre un príncipe extranjero o sobre un conquistador que hubiera oprimido duramente al país, parecía querer traer al fin esta unidad. Pero pronto volvían a pelearse; los pequeños príncipes se resistían a ello y los súbditos de estos príncipes habían recibido de ellos tantas gracias en forma de empleos, títulos y bandas policromas, que se sentían contentos en general y estaban poco dispuestos a cualquier novedad.
Entre tanto, el mundo sufrió aquella revolución, aquella notable mutación de personas y cosas, que se elevó como un fantasma o una enfermedad sobre el humo de la primera máquina de vapor y transformó la vida en todas partes. El mundo se llenó de trabajo y aplicación; la vida fue regida por las máquinas y espoleada hacia tareas siempre nuevas. Surgieron grandes naciones, y la parte del mundo que había inventado las máquinas se arrogó todavía más que antes el dominio del mundo, repartióse con los otros poderosos el resto de la Tierra, y el que no era fuerte se quedó sin nada.
También sobre el país del que estamos hablando pasó la oleada, pero su parte fue modesta, como correspondía a su papel. Los bienes de la Tierra fueron distribuidos una vez más, y el pobre país volvió a quedarse ayuno.
De pronto, todo tomó un nuevo rumbo. Las voces antiguas que pedían una unión de los linajes no habían enmudecido nunca. Un gran estadista, pictórico de fuerzas, surgió; una feliz y espléndida victoria sobre una gran nación fronteriza fortaleció y unió al país, cuyos troncos se fundieron y crearon un gran reino. El pobre país de soñadores, pensadores y músicos había despertado, era rico, era grande, estaba unido y avanzaba en su carrera con el mismo brío que sus viejos hermanos mayores. En el dilatado mundo ya no había mucho que pillar y heredar; en las remotas partes del mundo, la joven nación encontró ya echadas las suertes. Pero el espíritu de la máquina, que hasta entonces había vivido precariamente en este país, floreció asombrosamente. Toda la nación y el pueblo se transformaron rápidamente. Se hicieron grandes, ricos, poderosos y temidos. Se amontonaron riquezas y la nación se rodeó de una triple muralla de soldados, cañones y fortalezas. Pronto apareció en el pueblo vecino, al que el joven estado intranquilizaba, la desconfianza y el temor, y empezó también a levantar barreras y a aprestar sus cañones y barcos de guerra.
Sin embargo, esto no era lo peor. Había bastante dinero para pagar este enorme muro protector y nadie pensaba en una guerra; el país se preparaba ante cualquier eventualidad, además de que a los ricos les gusta ver una coraza de hierro en torno a su dinero.
Mucho peor era lo que sucedía dentro del joven reino. Este pueblo, que durante todo tiempo había sido medio escarnecido, medio venerado por el mundo, que había poseído tanto espíritu y tan poco dinero, este pueblo comprobó ahora que era linda cosa el dinero y el poder. Construyó y ahorró, fomentó el comercio y prestó dinero; nadie pedía hacerse rico con la rapidez deseada y quien tenía un molino o una fragua levantó una fábrica, y quien había tenido tres empleados, necesitó ahora diez o veinte, y muchos llegaron a tener pronto ciento y mil. Y cuanto más de prisa trabajaban todas aquellas manos y máquinas, tanto más rápidamente se amontonaba el dinero - solo en las arcas de aquellos que habían tenido habilidad para amontonarlo -. Pero los numerosos trabajadores no eran oficiales y colaboradores de un maestro, sino que caían pronto en la esclavitud.
Así sucedía también en los demás países, allí también se convirtió el taller en fábrica, el patrón en soberano, el trabajador en esclavo. Ningún país del mundo pudo sustraerse a este destino. Pero el joven reino tuvo la suerte de que este nuevo espíritu, el impulso que ahora sacudía al mundo, coincidiera con su nacimiento. No tenía ningún pasado tras sí, ninguna riqueza antigua; se lanzó a este tiempo nuevo y vertiginoso como un niño impaciente; tenía las manos llenas de trabajo y llenas de oro.
Es cierto que los monitores y advertidores dijeron al pueblo que iba descarriado. Recordaron los tiempos pasados, la fama tranquila e íntima del país, la misión espiritual que en otro tiempo le estaba encomendada, la noble y sólida corriente de pensamientos, de música y de poesía con que en otro tiempo inundara al mundo. Pero todos se rieron de estas advertencias, sumidos como estaban en las delicias de la joven riqueza. El mundo era redondo y giraba, y que los abuelos hubieran escrito poesías y teorías filosóficas estaba bastante bien, pero los nietos querían demostrar que en este país se podía y se sabía hacer también otras cosas. Y de esta manera martillaron y remacharon en sus mil fábricas nuevas máquinas, nuevos ferrocarriles, nuevas mercancías y nuevas armas y cañones en previsión de cualquier contingencia. Los ricos se apartaron del pueblo, los pobres trabajadores se vieron abandonados y no pensaron tampoco en su pueblo, del que eran parte, sino que se preocuparon y pensaron en sí solos. Y los ricos y los poderosos que habían fabricado los cañones y fusiles para emplearlos contra un enemigo exterior se alegraron de sus previsiones, pues ahora tenían enemigos internos que quizá fueran más peligrosos.
Todo esto vino a dar en la Gran Guerra, que asoló tan terriblemente al mundo durante años y entre cuyas ruinas vivimos aún, sordos por su estruendo, amargados por su desatino, enfermos por tantos torrentes de sangre que siguen corriendo a través de todos nuestros sueños.
Y la guerra hizo que aquella nación joven y floreciente, cuyos hijos habían ido a la lucha con .entusiasmo y hasta con orgullo, se derrumbara. Fue vencida, terriblemente vencida. Pero los vencedores, antes de hablar de paz, exigieron onerosos tributos al pueblo vencido. Y sucedió que durante días y días, mientras huía el ejército destrozado, los símbolos del poderío que hasta entonces había ostentado la nación salieron de ella en largos comboyes para ser entregados al enemigo victorioso. Maquinaria y dinero fluyeron en ríos caudalosos desde la patria vencida hasta las manos del enemigo.
Pero entre tanto, el pueblo vencido reflexionó en el instante de mayor necesidad. Había arrojado de sí a sus caudillos y príncipes y se había declarado mayor de edad. Había buscado remedio y había manifestado su voluntad de encontrarse a sí mismo en su desgracia, con sus propias fuerzas y con su propio espíritu.
Este pueblo, que ha llegado a su mayoría de edad a través de tan difíciles pruebas, no sabe hoy todavía adónde conduce su camino y quién ha de ser su guía y mentor.
Pero los cielos sí lo saben, y saben por qué han enviado sobre este pueblo y sobre todo el mundo el azote de la guerra.
Y en las tinieblas de estos días brilla un camino, el camino que debe seguir el pueblo desangrado.
No puede volver a ser niño. Nadie puede hacerlo. No puede devolver simplemente sus cañones, sus máquinas y su dinero y dedicarse otra vez a hacer poesías y a tocar sonatas en sus pequeñas y tranquilas ciudades. Pero debe hacer su camino, y deberá recorrerlo solitario, pues su vida le ha llevado a caer en graves faltas y en horribles tormentos. Puede recordar los caminos recorridos hasta el presente, puede recordar su origen e infancia, su engrandecimiento, su esplendor y su decadencia, y puede encontrar en el camino de estos recuerdos las fuerzas que le pertenecen esencialmente y que no pueden ser perdidas. Debe entrar dentro de sí, como dicen los creyentes. Y en sí, en lo más íntimo, encontrará su propio ser indestructible, y este ser no querrá sustraerse a su destino, sino aprobarlo y empezar de nuevo con sus virtudes mejores y más íntimas, recuperadas otra vez.
Y si esto es así, y si el pueblo humillado emprende el camino del destino con voluntad y decisión, podrá recuperar algo de lo que fue en otro tiempo. Volverá a fluir de él una corriente tranquila y continua que inundará el mundo, y los que hoy son todavía sus enemigos volverán a escuchar conmovidos el murmullo de esta corriente serena.


EL CAMINO DEL AMOR
(Diciembre de 1918)

Quien vive bien puede hacer muchas cosas superfluas y desatinadas. Cuando cesa el placer y viene la necesidad, aparecen las enseñanzas que la vida quiere darnos.
Si un niño travieso se rebela contra los castigos y las correcciones, porque otros niños también son díscolos, sonreímos y tenemos pronta la respuesta. Pero igual que el niño mal educado, nosotros, los alemanes, nos hemos estado quejando durante toda la triste guerra de que nuestros enemigos no eran mejores que nosotros. Si se hablaba de deseos de conquista, salían a relucir las colonias inglesas. Si se hablaba de regímenes personalistas, se recordaba que Wilson gobernaba con más despotismo que algunos príncipes alemanes. Etcétera.
La necesidad ha empezado. ¡Ojalá comiencen también las enseñanzas! Hoy nos va rematadamente mal; todavía no sabemos cómo y si viviremos mañana. Y .precisamente ahora es mayor la tentación de hacer gestos y muecas inútiles. Se leen cartas y poesías, artículos y proposiciones, que especulan con todos los peores instintos, que gustosamente se mueven en el niño castigado. Otra vez se empieza a pensar aquí y allá históricamente (quiere decirse inhumanamente). Se compara nuestra situación actual con aquella en que pusimos a Francia en 1870, y se sacan las mismas consecuencias: ¡apretar los dientes, soportar lo inevitable, pero avivar la venganza en el corazón y remediar la desdicha!
Cuando hace cuatro años los soldados alemanes escribían en las puertas de sus cuarteles, con la petulancia de los comienzos de la guerra: "Aquí se reciben más declaraciones de guerra", nosotros, que pensábamos de otra manera, no pudimos decir nada a esto. Cada uno de nosotros ha pagado cada palabra de humanidad, de advertencia, de presentimiento del futuro, con ignominiosas afrentas y sospechas, con persecuciones y rupturas de amistades. No Queremos volver a empezar. Se ha demostrado que nuestra psicología era falsa, que al principio de la guerra realizados gestos y pronunciamos palabras cuya fuente no era toa verdadera voluntad, sino histerismo. Es verdad; exactamente igual les ocurría a los otros, y los insultos del enemigo eran tan malos como los nuestros; allí también los malos caudillos del pueblo se comportaban histéricamente y decían cosas irresponsables.
Pero nuestras protestas de inocencia, tan poco fundadas como las del enemigo, hubieron de cesar al fin. Si hoy el general Foch muestra una dureza semejante a la que
nuestro hábil general Hoffman mostró en otro tiempo en Brest -Litowsk, hacemos mal en ladrarle. Se comporta como vencedor, como entonces nos comportamos nosotros.
Hoy no somos vencedores. Nuestro papel es distinto. Y si conseguimos continuar viviendo y medrar en el mundo, depende solo y únicamente de que reconozcamos nuestro papel, de que tomemos en serio y estemos dispuestos a enfrentarnos con las consecuencias de nuestra situación.
La necesidad ha empujado a nuestro pueblo a deshacerse de sus viejos caudillos y a declararse soberano. Esto fue una acción fecunda del inconsciente, que es de donde procede toda acción verdadera. Fue el gesto del despertar de una profunda decepción. La ruptura con lo pasado, con lo calcificado. Fue un primer alborear del conocimiento: "Puesto que los ideales nacionalistas de nuestros viejos caudillos fueron una farsa, ¿no serán mejores caminos la Humanidad, la Razón y la buena voluntad?"
Nuestro corazón ya ha clamado por esto. Los más sagrados bienes de los tiempos pasados se nos han extraviado de repente, los hemos desechado porque vimos que no eran más que oropel.
Debemos perseverar. Hemos iniciado el camino más difícil que puede recorrer un hombre -¡y no digamos un pueblo! -: el camino de la sinceridad, el camino del amor. Sigamos este camino hasta el fin y habremos vencido. Entonces esta larga guerra y esta dolorosa derrota serán nuestro bien y nuestro orgullo, nuestro sino se convertirá en promesa de futuro, dejando de ser una enfermedad y una llaga.
El camino del amor es tan difícil de andar, porque en el mundo se cree poco en el amor, porque por todas partes tropieza uno con la desconfianza. Esto lo vemos ya desde el comienzo de nuestra nueva ruta. Los enemigos dicen: "¡Os habéis refugiado bajo la bandera roja porque queréis eludir las consecuencias de vuestros actos!" Pero no se trata ahora de demostrar con palabras al enemigo nuestra sinceridad. Se trata de ganarlo, lenta e irremisiblemente, por la veracidad y el amor. Todos los buenos pensamientos de Humanidad y unión de los pueblos, de trabajo fraternal y común de todas las naciones, de renuncia al aumento de poderío; todo esto de que tanto se ha hablado entre nosotros y entre nuestros enemigos, y en parte, sin completa seriedad, debe ser nuestro propósito y nuestra voluntad más firme y sincera.
Nos ha cabido en suerte el papel y la tarea del vencido. Esta tarea es la tarea antigua y sagrada de todos los desdichados de la Tierra: conformarse con su suerte, y no solo conformarse, sino recibirla en sí por entero, identificarse con ella, comprenderla, hasta que dejemos de considerarla como un destino extraño caído sobre nosotros desde unas nubes lejanas, y pensemos que nos pertenece, que traspasa nuestro ser, que dirige nuestros pensamientos.
Lo que más estorba a esta identificación con nuestro destino (que es lo único que puede vencer al destino) es una falsa vergüenza. Estamos acostumbrados a exigir de nosotros algo que la Naturaleza no ha puesto en ningún hombre: ¡heroísmo! Cuando se vence se ve el heroísmo como algo hermoso. Tan pronto como sucumbimos y se quiebran las fuerzas para darnos cuenta de la situación y señorearla, aparece el heroísmo como un poder enemigo, peligroso, entorpecedor; entonces se muestra como el Moloc que es. ¡El, que tantos miles de hermanos nos ha costado; él, que ha gobernado el mundo durante siglos como un dios insensato, no puede ser nuestro ideal ni nuestra norma!
No; tenemos que seguir hasta el fin el camino iniciado, el difícil y solitario camino de la sinceridad y del amor. Pues no queremos ni podemos volver a ser lo que fuimos: un pueblo poderoso, con mucho dinero y muchos cañones, gobernado por el dinero y los cañones. Aunque por este camino pudiéramos alcanzar todo el poderío y el dominio del mundo, no podríamos recorrerlo, ni tampoco coquetear con él. De lo contrario, nos arrojaríamos a la cara todo lo que, con la mayor necesidad y desesperante conocimiento de nosotros mismos, hemos hecho e iniciado en estas últimas semanas. Si nuestra revolución no fuera más que un intento de salir mejor librados, quizá, por otro camino, de rehuir un trozo de nuestro destino, entonces esta revolución no serviría para nada.
¡Esto tampoco puede ser! No; este movimiento magnífico, repentino, poderoso, no se ha engendrado con inteligencia y cálculo, ha salido del corazón, de millones de corazones. ¡Ojalá que lo que ha salido del corazón se prosiga cordialmente y de verdad! ¡Resistamos la tentación de todo heroísmo efectista, teatral e histérico, no nos consideremos con terquedad castigados injustamente, ni nos empeñemos en negar su derecho a los que ahora se han erigido en nuestros jueces! Si nuestros enemigos son dignos o no de este espantoso derecho, carece de significado para nosotros. El destino viene de Dios, y si no aprendemos a aceptarlo como divino, sagrado y sabio, si no aprendemos a amarlo y a cumplirlo, estaremos perdidos. Entonces no seremos unos nobles vencidos que saben soportar lo irrevocable, sino unos vergonzosos cobardes.
La sinceridad es una buena cosa, pero carece de valor sin el amor. El amor es toda reflexión, todo poder comprender, todo poder sonreír en el dolor. Amor hacia nosotros mismos y hacia nuestro destino, una cordial comprensión de lo que lo Inescrutable quiere y planea con nosotros, aun cuando no podamos verlo ni comprenderlo; esta es nuestra meta. Es posible que el pueblo ruso y el pueblo austriaco sigan después nuestro camino; por hoy no necesitamos nada más que la voluntad y la firme decisión de proseguir el camino emprendido.
Y de la voluntad de cumplir nuestro destino, de estar abiertos y preparados para lo nuevo, de la confianza en la sencilla elocuencia de nuestra necesidad, de nuestra sufriente Humanidad, brotarán cien fuerzas renovadas. Quien ha tomado sobre sí alguna vez la totalidad de su destino, ese tendrá más clara la mirada para los detalles. La buena voluntad que preconiza la antigua y .bendita promesa, ayudará a nuestros pobres a sobrellevar su pobreza, ayudará a nuestros industriales a encontrar el camino desde el capitalismo egoísta hasta el empleo desinteresado del trabajo humano. Esta voluntad capacitará a nuestros futuros embajadores en el extranjero para desempeñar, en vez de la antigua actividad engañosa, una nueva y digna representación de nuestra voluntad total. Hablará por boca de nuestros poetas y artistas y de todo nuestro trabajo, y conquistará para nosotros, callada y lentamente, pero con insistencia, lo que hemos perdido frente al mundo: la confianza y el amor.


EL ARTISTA Y EL PSICOANÁLISIS
(1918)

Desde que el Psicoanálisis de Freud despertó el interés de las gentes fuera del círculo restringido de los neurólogos; desde que Jung, el discípulo de Freud, creó su Psicología del inconsciente y su Teoría de los tipos y los publicó en parte; desde que la Psicología analítica se ha vuelto también directamente sobre los mitos populares, las sagas y la Poesía, existe entre el Arte y el Psicoanálisis un próximo y fructífero contacto. Si se estaba de acuerdo o no en lo particular y estrecho de la teoría de Freud, no hace al caso; lo cierto es que sus hallazgos incuestionables están ahí y siguen obrando.
Era de esperar que en particular los artistas se familiarizaran rápidamente con esta nueva y múltiple manera de considerar las cosas. Muchísimos quisieron interesarse como neuróticos por el Psicoanálisis. Pero los artistas eran más propensos y estaban mejor dispuestos a engolfarse en una Psicología fundamentada de nuevo, que en la ciencia oficial. Para las teorías geniales y radicales el artista es siempre más fácil de conquistar que el profesor. Y así, el mundo del pensamiento freudiano es hoy más discutido y más ampliamente aceptado entre la joven generación de artistas que entre los médicos y psicólogos de oficio.
Para algunos artistas, que no se contentaban con que la cosa fuera solo un nuevo tema de discusión en el café, surgió rápidamente el empeño de estudiar también como artistas la nueva Psicología; mejor dicho, surgió la pregunta de si la nueva Psicología sería un bien para la creación artística y en qué medida lo sería.
Recuerdo que, hace dos años, un conocido me recomendó la lectura de las dos novelas de Leonhard Frank, pues las calificaba no solo de valiosos poemas, sino también di "una especie de introducción al Psicoanálisis". Desde entonces he leído muchas obras en las que se notan visiblemente las huellas de las teorías de Freud. A mí mismo, que nunca había sentido el menor interés por la nueva Psicología científica, me pareció que en algunos escritos de Freud, Jung, Stekel y otros se decía algo nuevo e importante, hasta el punto de que los leí con el más vivo interés, y encontré confirmados en su concepto del acaecer anímico casi todos mis presentimientos, extraídos de los poetas y de mis propias observaciones. Vi expresado y formulado lo que ya me pertenecía en parte como vislumbre c idea fugaz, como ciencia subconsciente.
La fecundidad de la nueva teoría se revela sin más ni más, tanto en su uso en las obras poéticas como en la observación de la vida diaria. Es como si se tuviera una llave más; en modo alguno, una llave mágica, pero sí una ayuda valiosa, una herramienta nueva y excelente, cuya utilidad y certeza se acreditó con rapidez. No me refiero con esto a los ensayos histórico-literarios aislados que hacían de la vida de un poeta una historia de enfermo lo más detallada posible. Solo las corroboraciones y correcciones que experimentaron las sentencias psicológicas de Nietzsche y sus sagaces presentimientos fueron para nosotros de extraordinario valor. El conocimiento y la observación del inconsciente, que ahora principiaba; los mecanismos psíquicos interpretados como represión, sublimación, regresión, etc., produjeron una claridad de esquema que se reveló evidente desde el primer momento.
Pero aunque a todos les era fácil, en cierto modo, cultivar la Psicología, el uso de esta Psicología era muy problemático para los artistas. Igual que las ciencias históricas no bastan para escribir un poema histórico, ni la Botánica o la Geología para descubrir un paisaje, tampoco la Psicología científica puede venir en ayuda de la descripción de un carácter humano. Ya se vio cómo los mismos psicoanalistas aprovecharon, sobre todo, los poemas de los tiempos anteriores al Psicoanálisis como documentos, como fuentes de confirmación. Así, pues, esto que el análisis halló y formuló científicamente ya fue conocido de los poetas; el poeta se acreditó como representante de una manera singular de pensar, que, en verdad, era enteramente contraria a la analítico-psicológica. El poeta era el soñador, el analista era el interpretador de sus sueños. ¿Podía, pues, quedarle al poeta, junto con todo su interés por la nueva ciencia del alma, otra cosa que hacer que seguir soñando y obedecer las llamadas de su inconsciente?
No; no le quedaba otra cosa que hacer. Quien antes no fue poeta, quien no había sentido la formación interior y los latidos de la vida anímica, a este no le hizo el Psicoanálisis interpretador de almas. Podía emplear un nuevo esquema, con ello quizá pudiera deslumbrar un momento, pero no elevar sustancialmente sus fuerzas. La concepción poética de los sucesos anímicos siguió siendo después, como había sido antes, cosa de talento intuitivo, no de dotes analíticas.
Sin embargo, la cuestión no está resuelta con esto. Realmente, el camino del Psicoanálisis podía favorecer también considerablemente al artista. Sería tan falso aceptar la técnica del análisis en lo artístico, como acertado tomar en serio el Psicoanálisis y seguirlo. Veo tres confirmaciones y corroboraciones que le nacen al artista del análisis.
Primeramente, la profunda confirmación del valor de la fantasía, de la ficción. Si el artista se observa analíticamente, no se le ocultará que en la debilidad que padece hay una desconfianza frente a su vocación, una duda en su fantasía, una extraña voz interior que quiere dar la razón a la manera de pensar y a la educación burguesas y presentar toda su obra solamente como una bella ficción. Pero, Precisamente, el Psicoanálisis muestra con insistencia a todo artista que aquello que él solamente podía estimar en otro tiempo como ficción, es precisamente de un valor sublime y le recuerda en voz alta la existencia de hondas exigencias anímicas, así como la relatividad de toda medida autoritaria y de toda apreciación. El Psicoanálisis acredita al artista ante sí mismo. A la vez le proporciona un campo de actuación puramente intelectual en la Psicología analítica.
También puede llegar a conocer esta utilidad del método aquel que solo lo conoce por fuera. Pero los otros dos valores solo se rinden a quien ha experimentado a fondo y en serio el análisis del alma en su propia piel, a aquel para quien el Psicoanálisis no es una tarea intelectual, sino un suceso. Quien se conforma con lograr algunas aclaraciones propias sobre su complejo y con tener algunos informes reducibles a fórmulas sobre su vida interior, a este se le escapa el valor más importante.
Quien ha recorrido con seriedad un trecho del camino del Psicoanálisis, de la búsqueda de los fundamentos anímicos de los recuerdos, sueños y asociaciones de ideas, para este sigue siendo un beneficio permanente lo que quizá pudiéramos llamar "relaciones interiores con el propio inconsciente". Experimenta un cálido, fructífero y apasionado ir y venir entre la conciencia y el inconsciente; toma de este lo que de otro modo queda en el "umbral de la conciencia" y se desarrolla solo en sueños inadvertidos, muchos a plena luz y de este lado del umbral.
Y esto corresponde íntimamente con los resultados del Psicoanálisis respecto a la ética y a la conciencia personal. El Psicoanálisis sienta, ante todo, un gran postulado fundamental, que si es evitado u olvidado, pronto se venga, cuya espina penetra profundamente y ha de dejar una cicatriz duradera. Exige una sinceridad para consigo mismo a la que no estamos acostumbrados. Nos enseña a ver, a reconocer, a examinar y a tomar en consideración precisamente lo que habíamos logrado suprimir en nosotros, lo que las generaciones habían conseguido reprimir con continua coacción. En los primeros pasos por el campo del Psicoanálisis hay ya un poderoso y enorme suceso, una conmoción hasta las raíces. Quien lo resiste y prosigue se ve más aislado cada vez, más apartado de los convencionalismos y del sentir general; se ve necesitado de preguntar y dudar, sin detenerse ante nada. Pero por esto ve o presiente surgir más y más tras los bastidores del pasado que se derrumba la imagen inexorable de la Verdad, de la Naturaleza. Pues solo en la autoexperimentación intensiva del Psicoanálisis se vive realmente un trozo de la historia del desenvolvimiento de la Humanidad y se penetra en ella con una sensación sangrienta. No se experimenta en ninguna parte - ni en el padre y la madre, ni en los campesinos y nómadas, ni en los monos y peces - la procedencia, la herencia y la esperanza del hombre tan seria y estremecedoramente como en un Psicoanálisis llevado a cabo con seriedad. Lo aprendido se hace evidencia; lo sabido, latido del corazón; e igual que los temores, perplejidades y represiones se aclaran, así aparece más pura y más exigente la significación de la vida y de la personalidad.
Esta fuerza educadora, activadora, espoleadora del Psicoanálisis no puede sentirla nadie más imperiosamente que el artista. Pues para la adaptación más cómoda posible al mundo y a sus costumbres no necesita más que adaptarse a lo singular que él mismo representa.
Entre los literatos del pasado hubo algunos que estuvieron muy cerca de conocer las proposiciones esenciales de la ciencia analítica del alma, y el que más se aproximó fue Dostoievski, el cual no solo recorrió intuitivamente este camino mucho antes que Freud y sus discípulos, sino que ya poseía también una cierta práctica y técnica de esta clase de Psicología. Entre los grandes escritores alemanes lo es Jean Paul, cuya manera de pensar sobre los procesos anímicos está muy cerca de la actual. Además, Jean Paul es el ejemplo más brillante de artista, para el que el profundo y vivo presentimiento del continuo y confiado contacto con su propio subconsciente fue eterno y abundante manantial de inspiración.
Como conclusión cito a un poeta a quien estamos acostumbrados a incluir ciertamente entre los puros idealistas, pero no entre los soñadores y de naturaleza desarrollada en sí mismos, sino entre los artistas reciamente intelectuales. Otto Rank ha sido el primero en descubrir el siguiente pasaje de una carta como una de las más asombrosas confirmaciones premodernas de la Psicología del subconsciente. Schiller escribe a Körner, que se lamenta de alteraciones en su productividad: "El motivo de tus quejas reside, a mi parecer, en la coacción que ejerce tu imaginación sobre tu mente. No parece ser cosa buena ni ventajosa para la obra creadora del alma que la razón revise minuciosamente el torrente de las ideas, ya casi en el umbral. Una idea, examinada aisladamente, puede ser insignificante y muy aventurada, pero quizá cobre importancia con la siguiente, quizá pueda convertirse, en determinada combinación con otras, que posiblemente parecieran igual de descabelladas, en una frase feliz: todo esto no puede prejuzgarlo la razón, a no ser que pueda sostenerse hasta que lo haya examinado en relación con estas otras ideas. Por el contrario, en una cabeza creadora me parece que la razón ha retirado su guardia ante el umbral, las ideas penetran tumultuosamente, y después supervisa y examina el enorme montón."
Aquí está expresada clásicamente la proporción ideal de la crítica intelectual frente al subconsciente. Ni supresión de los bienes provenientes de lo subconsciente, de las ideas incontroladas, del sueño, de la Psicología juguetona, ni continuo abandono a la informe inmensidad de lo subconsciente, sino un atento espiar las fuentes ocultas y luego una crítica y elección en el caos; así es como han trabajado todos los grandes artistas. Si alguna técnica puede ayudar a llenar esta exigencia, es la Psicoanalítica.


FRAGMENTO DE UN DIARIO
(1918)

Esta noche he soñado mucho, sin haber logrado conservar nada de ello con claridad en la memoria. Solo sé que los sucesos y pensamientos de estos sueños corrían en dos direcciones: unos estaban enteramente ocupados y llenos con toda la serie de dolores que me aquejan; los otros estaban llenos de anhelos y afanes de dominar estos dolores por medio de una perfecta comprensión, por medio de la santidad.
Así, entre desdichas y reflexiones, entre lamentos e íntimos afanes corrieron durante horas hacia una dolorosa desembocadura mis pensamientos, deseos y fantasías, desollándose contra las abruptas paredes, trocándose a veces en sensaciones corporales imprecisas: estados confusos, extraordinariamente diferenciados, de tristeza, de tormento, de fatiga del corazón, que se materializan en imágenes y remembranzas, y al mismo tiempo aparecen en otro estrato del alma movimientos de más energía espiritual: exhortación a la paciencia, a la lucha, a la prosecución del camino que no tiene fin. A un suspiro aquí, corresponde un paso valiente allá; una sensación de tormento en un escalón encuentra respuesta en una advertencia, en un impulso, en un autoconocimiento en el otro escalón.
Si tiene sentido reparar en tales acontecimientos e inclinarse escuchando sobre el borde de las aguas o de los abismes que uno lleva dentro de sí, solo pueden revelarnos su significado si intentamos seguir lo más fiel y exactamente los movimientos de nuestra alma; mucho más allá y más profundamente que llegan las palabras. Quien intenta transcribir esto lo hace con la sensación del que quiere expresar en un idioma extranjero, fugazmente aprendido, cosas personales, delicadas, espinosas.
Mi estado y mi círculo fenomenológico era, pues, este: de una parte experimentaba recios dolores; de otra, un constante afán de vencer el dolor, un perfecto acorde con el destino. Algo así opinaba mi conciencia o una primera voz en mi conciencia. Una segunda voz, más suave y, sin embargo, más profunda y resonante, presentaba la situación de otro modo. Esta voz (que fue la primera que oí claramente durante el sueño, y, sin embargo, lejana) no quitaba la razón al dolor y se lo daba al enérgico afán espiritual de perfeccionamiento, sino que repartía la razón y la sinrazón entre ambos. Esta segunda voz ensalzaba la dulzura del dolor, hablaba de su necesidad, no quería saber nada de vencimiento o supresión del dolor, sino de su ahondamiento y vivificación.
La primera voz, traducida burdamente en palabras, decía así: “El dolor es dolor; en esto no vale recatear. Duele. Es penoso. Hay fuerzas que pueden vencer al dolor. Así, pues, busca esas fuerzas, cuídalas, ejercítalas, ¡ármate con ellas! Serías un loco y un vaina si quisieras sufrir y sufrir eternamente."
Pero la segunda voz - groseramente traducida - decía algo así: "El dolor solo causa dolor porque lo temes. El dolor solo causa dolor porque le injurias. Te persigue solamente porque huyes de él. No debes huir, no debes injuriar, no debes temer. Debes amar. Ya lo sabes todo por ti mismo, ya sabes muy bien en tu interior que solo hay un único hechizo, una única fuerza, una única salvación y una única felicidad, que se llama amor. ¡Así, pues, ama el dolor! ¡No te opongas a él, no le huyas! ¡Saborea su dulzura en lo más íntimo, entrégate a él, no lo recibas con aversión! Solo tu aversión es la causante del dolor, no otra cosa. ¡El dolor no es dolor, la muerte no es muerte, si tú no haces que lo sean! El dolor es música sublime, en cuanto te paras a escucharlo. Pero tú no lo escuchas nunca, siempre tienes en los oídos otra música, otra tonada diferente, propia, terca, que no quieres dejar y con la cual no armoniza la música del dolor. ¡Escúchame! ¡Escúchame y recuerda: el dolor no es nada, el dolor es una ilusión! ¡Solo tú mismo lo creas, solo tú mismo te causas dolor!"
Y así como el dolor y la voluntad de superación, ambas voces estaban también en continua oposición y rozamiento. La primera, más cercana a la conciencia, tenía muchos partidarios. Lanzaba su claridad contra el reino tenebroso del subconsciente. A su lado estaban las autoridades, estaban Moisés y los profetas, estaban el padre y la madre, estaba la escuela, estaban Kant y Fichte. La segunda voz sonaba más lejana, sonaba como desde lo subconsciente y desde el mismo dolor. No formaba una isla enjuta en el Caos, no era una luz en las tinieblas. Ella misma era oscura, ella misma era un abismo.
Imposible expresar ahora cómo se desarrolló el concierto de ambas voces. Cada una de las voces primitivas se dividió y cada una de las voces resultantes volvió a partirse, y no ciertamente de modo que vinieran a formarse simplemente dos coros, enfrentados uno a otro, uno claro y otro oscuro, uno agudo y otro grave, uno masculino y otro femenino, o como siempre. No, sino que cada nueva voz encerraba en sí algo de las dos voces primitivas, contenía vibraciones del Caos y vibraciones de la voluntad conformadora; contenía al día y a la noche, masculinidad y feminidad en una nueva y peculiar mezcolanza. Por todas partes tenía cada voz el carácter contrapuesto de aquellas voces de las que parecían ser hijas y parte. Una nueva voz derivada de la caótica voz maternal sonaba cada vez más varonil y clara, consentidora y restrictiva e inversa. Cada una de ellas era una mezcla, cada una de ellas había nacido del anhelo del principio contrario.
Así surgió una polifonía y diversidad, que me pareció contener todo el mundo con todos sus millones de posibilidades. Todas ellas se equilibraban; parecía que todo el mundo se desenvolvía bajo un continuo y ligero dolor en un alma que sueña. Había fuerza e impulso en su final, pero también mucha fricción, oposición y trabas dolorosas. El mundo giraba, giraba bella y apasionadamente, pero el. eje chirriaba y despedía humo.
Como ya dije, no sé más de mi sueño. Las notas han desaparecido, solo quedan escritos en mí los signos de la clave y de los tonos de la partitura. Solo sé que experimenté mucho malestar, y que con cada nuevo dolor se encendía otra vez el apasionado pensamiento de la liberación y salvación. Así se había formado una eterna mutación, un círculo sin fin de estímulos e impresionabilidad, de rebelión y consentimiento, de acción y pasión.
No me sentía bien así. El todo me sabía más a dolor que a placer, y cuando el estado onírico se manifestaba en sensaciones corporales, era penoso; sentía dolores de cabeza, vértigo, angustia.
Era muy vario lo que me sucedía, y a cada nuevo suceso o dolor respondía una nueva voz, a cada asalto seguía una advertencia interior. Surgían prototipos, entre otros vi aparecer al Staretz Sossima de Los Hermanos Karamazoff como modelo y maestro. Pero aquella voz primigenia y maternal, eternamente renovada, respondió todas las veces, mejor dicho, no respondía, sino que era como si se apartara de mí un ser querido o como si moviera silenciosamente la cabeza.
"¡No tomes ningún modelo!", parecía decirme esta vez. "Los modelos son algo inexistente que tú mismo te creas y pones ante tu vista. Aspirar a los modelos es afectación. Lo recto viene de uno mismo. ¡Sufre, hijo mío, sufre y apura la copa! Cuanto más intentes oprimirla contra tus labios, más amargo te sabrá el trago. El cobarde bebe su destino como si fuera veneno o medicina, pero tú debes beberlo como vino y fuego. Entonces te sabrá dulce."
Pero me supo amargo, y durante toda la noche estuvo girando la rueda gimiente del mundo sobre el eje recalentado. Aquí estaba la ciega Naturaleza, allí el espíritu vidente; pero el espíritu vidente se transformaba de continuo en cosas ciegas, muertas, yermas: en Moral, en Filosofía, en Fórmulas, y la ciega Naturaleza abría de nuevo aquí o allá un ojo, un ojo del alma prodigiosamente húmedo, asustado y luminoso. Nada permanecía fiel a su nombre. Nada permanecía fiel a su ser. Todo era solo nombre, todo era solo ser, y tras de todo retrocedía la santidad de la vida y el misterio de la misión hacia una nueva, lejana y temerosa profundidad de espejo. Así, pues, mi mundo podía seguir girando, mientras resistiera su eje humeante.
Cuando desperté, la noche había transcurrido casi por entero. No miré la hora - no me había despertado tanto -, pero mantuve abiertos los ojos por breve tiempo y vi pálidas luces de aurora en las ranuras de la ventana, en la silla y sobre mis vestidos. Una manga de la camisa colgaba fláccida y algo retorcida e invitaba a creadores juegos de la fantasía. No hay nada en el mundo tan fecundo y estimulante para nuestra alma como el crepúsculo: una pincelada blanquecina en las tinieblas, un desvanecido de grises y negras tonalidades sobre un fondo vaporoso.
Pero yo no seguí la invitación a formar, con la mancha blanquecina que colgaba, bailarinas flotantes, nebulosas giratorias, cimas nevadas y estatuas sagradas. Me encontraba todavía fascinado por el largo cortejo del sueño, y mi conciencia no hacía más que comprobar que me hallaba despierto y que el día llegaba, que me dolía la cabeza y que, posiblemente, volvería a quedarme dormido. La lluvia tamborileaba en el tejado y en el alféizar de la ventana. La tristeza, el dolor y la desilusión se apoderaron de mí; huyendo de ellos, cerré los ojos y casi volví a dormirme y a soñar.
Pero no del todo. Permanecí en un ligero y quebradizo sopor, durante el cual no sentí cansancio ni dolor. Y luego tuve un sueño que no era un sueño, un pensamiento que no era pensar, algo así como una visión, como un fugaz destello del subconsciente con oleadas de reflejos de la conciencia.
En mi ligera somnolencia mañanera vi un santo. Unas veces era como si yo mismo fuera ese santo, tuviera sus pensamientos y sintiera sus sensaciones; otras, era como si le viera como un doble mío, separado de mí, pero penetrado por mi mirada y conocido hasta en lo más íntimo. Era como si le viera, y era también como si le oyera o le leyera. Era como si me estuviera hablando a mí mismo de este santo, y era también, al propio tiempo, como si me hablara de sí o como si estuviera preexistiendo antes que algo que yo sentía como lo más propio.
El santo - y ahora es indiferente que fuera yo o no -, el santo experimentaba un gran dolor. Pero no puedo describir esto como si le hubiera sucedido a otro y no a mí mismo, como si otro lo hubiera experimentado y sentido. Veía que me habían quitado lo más amado; mis hijos habían muerto o estaban muriendo en aquel instante ante mis ojos. Y no eran solo mis hijos corpóreos y reales, con sus ojos y sus frentes, con sus manilas y voces; eran también mis hijos espirituales y mis bienes los que veía morir y alejarse de mí, eran mis pensamientos más íntimos y más personales, mis poesías; eran mi arte, mi inspiración, la luz de mis ojos y mi vida. No podían quitarme más. No podía experimentar nada más duro y cruel que ver cómo se apagaban aquellos ojos queridos, que ya no me reconocían; cómo dejaban de alentar aquellos labios amados.
Esto sentí, o sintió, el santo. Cerró los ojos y sonrió, y en su ligera sonrisa había todo el dolor que uno pueda imaginar; había la confesión de toda debilidad, de todo amor, de toda vulnerabilidad.
Pero era hermosa y serena esta pequeña y débil sonrisa de dolor, y permaneció inalterable y bella en su rostro. Así aparece el árbol cuando en el otoño desprende las últimas hojas doradas. Así aparece la vieja Tierra cuando perece en el hielo o en el fuego su vida pasada. Era dolor, dolor profundo; pero no era ninguna resistencia, ninguna protesta. Era estar de acuerdo, abnegación, escuchar; era saber y querer en común. El santo ofrecía un sacrificio y ensalzaba a la víctima. Sufría y sonreía. No se hacía duro y, sin embargo, permanecía en la vida, pues era inmortal. Tomaba alegría y amor y los daba, los devolvía; pero no a un extraño, sino al destino, que era el suyo propio. Cuando un pensamiento se hunde en el recuerdo y un gesto en la calma, así se le caían al santo sus hijos, y todos los bienes de su amor, entre dolores; pero no perdidos, sino en su propio interior. Habían desaparecido, no muerto. Se habían transformado, no destruido. Habían vuelto al interior del mundo, al del mártir. Habían sido vida y se habían convertido en alegorías, como todo es alegoría y se extingue alguna vez entre dolores, para vestir otro ropaje como nueva alegoría.


FANTASÍAS
(1918)

A veces es interesante y provechoso observar el nacimiento de lo que se llama serie de ideas, que la mayoría de las veces es más bien una cadena de pensamientos, de imaginaciones y fantasías que brotan libremente del caos. Se piensa, en realidad, durante todo el día (y hasta durante toda la noche), pero hay muchos momentos en que nuestras ideas no llegan a alcanzar la conciencia, sino que enmudecen y desfallecen ante su umbral. El Psicoanálisis lo describe como la censura de la conciencia.
La serie de ideas que sigue a continuación se produjo en mí ayer mañana, estando trabajando en el jardín, escarbando las malas hierbas, y viviendo con la esperanza de que el correo de la mañana me estorbara lo menos posible en esta tarea - mientras inconscientemente, en un substrato más profundo, estaba deseando precisamente que el correo me impidiera seguir trabajando y me regalara con nuevos temas y estímulos.
Mis pensamientos empezaron, en lo que alcanzo a rememorar, con el recuerdo de que una cierta crítica científica considera toda actividad y talento artístico como una especie de enfermedad, lo que había vuelto a surgir en una conversación que tuve ayer noche con mi mujer.
Así, pues, pensé si el genio es demencia, y si toda la producción de un poeta o de un pintor o compositor no es otra cosa que un intento espasmódico de compensar, en otra parcela espiritual, un defecto de su ser, de su vida, de su carácter; entonces, el que está libre de semejantes coacciones, el que carece de talento, es el hombre normal. Sí, el hombre normal no puede ni debe tener ninguna clase de dones fuera de los comunes: el de vivir y sostenerse en la vida el mayor tiempo posible. Durante un momento pensé esto con un deje de ironía, con un placer sádico contra los normales, a los que causaba daño con mi manera de pensar. Mas en seguida comprendí que esto no era más que una broma, que se marchitaría y moriría en el instante mismo de nacer, pero también me di cuenta de que tras la broma de que "el hombre normal era el que carecía de talento" había pensamientos muy serios y positivos.
Hasta ahora mi papel había sido el de poeta e intelectual, que no sin alegría maligna y secreta angustia defiende su manera de ser, su talento, sus necesidades espirituales, frente al hombre normal. Pero también hay envidia e inquietud tras todo esto; sé de muchos momentos y días en los cuales hubiera deseado ser normal. Con el nuevo pensamiento cambió bruscamente mi postura, que se inclinó a dar la razón al hombre normal y a observar a los bien dotados crítica y hasta hostilmente.
Por diversas lecturas realizadas en los últimos tiempos me era familiar el pensamiento de la "Politización del Espíritu", y de esta, que siempre me había sido profundamente antipática, dependía ahora mi opinión. En vez de sospechar como hasta ahora de los seres normales, empecé a examinar con lupa a los intelectuales, y tomé como punto de partida la cuestión de la politización de los espíritus. Advertencias y artículos cayeron sobre mí; sí, ¡estos intelectuales tenían mucha necesidad de politizarse! ¡Ya hasta los poetas se llamaban a sí mismos intelectuales! ¿Podía uno entenderse a sí mismo y a su tarea e interpretarse peor y más estúpidamente? Es cierto que los intelectuales se sentían culpables también de la guerra y del sufrimiento reinante en el mundo. Sin duda, eran culpables - mucho, hasta fundamentalmente - estos señores intelectuales. Hacía tiempo que habían dejado de ser escritores, ahora eran periodistas, negociantes u oradores conscientes. ¡Y ahora exigían la politización de los escritores! ¡Como si su culpa consistiera en haber sido poco políticos hasta ahora, en haber pensado poco en los ciudadanos, en la ley, en el mercado, en la llamada realidad! Santo Dios, precisamente esa desabrida realidad había sido su mundo y su refugio, habían estado obligados a hacer aquello para lo que únicamente está en el mundo el escritor, es decir, para el santo servicio del mundo, que más que real es eterno. Por esto. estas gentes se llamaban, cuando se presentaban en público, no escritores, sino intelectuales, que sonaba a algo así como si un viviente se apellidara especulador en acciones del corazón. Y por esto, cuando todo era cuesta arriba y su carro se hallaba atascado, se metieron en política. Pensaron si no habría bastantes entre ellos para formar un partido, para tener una representación en el Reichstag y poder colocar al espíritu junto a la Industria y a la Agricultura, con lo que se habría conseguido muchísimo.
Después de haberse hecho luz por esta parte sobre algunas malicias y malentendidos, seguí pensando en los poetas y en los talentos. ¿Para qué estaban en el mundo? ¿Qué esperaba la Naturaleza de ellos? ¿Por qué se les apreciaba tanto, siendo la carencia de talento lo sano y lo normal?
En el camino desde el pez, pájaro y mono hasta el animal bélico de nuestro tiempo, en el camino por el que esperamos llegar a ser, con el tiempo, hombres y dioses, no fueren los normales los que avanzaron paso a paso. Los normales eran conservadores, se quedaron gustosamente en un estado saludable y preservador, A un lagarto normal nunca se le ocurrió intentar volar. Un mono normal nunca pensó en dejar el árbol y caminar erguido sobre la tierra. El que primero lo hizo, el que primero lo intentó, el que primero soñó con ello, ese debió ser un mono fantaseador y estrafalario, un poeta y un innovador, y no un mono normal. Los normales - así lo veía yo - estaban allí para mantener, para preservar y fortalecer la forma lograda de un medio de vida, de una raza, de una especie, para que hubiera reservas y provisiones de vida. Pero los fantásticos estaban allí para hacer sus cabriolas y para soñar lo nunca soñado, para que alguna vez pudiera salir quizá de un pez un animal terrestre, y de un mono un antropoide.
Así, pues, lo normal no era tampoco nada ideal, era solo el nombre de una función, o sea, la función conservadora, sustentadora de la especie. Pero bien dotado o fantástico era el nombre de la función del jugar y ensayar, del jugar a la pelota con los problemas. Se podía ir a la ruina de esta manera, se podía caer en la locura, se podía incurrir en el suicidio.
Pero, en determinadas circunstancias, se podían encontrar alas también, se podían crear dioses. En resumen: mientras los normales se preocupaban de que la especie se conservara tal como era, era tarea de los intelectuales procurar que la otra parte del tesoro de la Humanidad, es decir, su ideal, se conservara igualmente y no pereciera. Entre ambos polos oscilaba la vida de la Humanidad: ¡conservar lo que se ha alcanzado y desechar lo conseguido para aspirar a más! Así es. Y la función del poeta era estar de parte del Ideal, tener presentimientos, imaginar ideales, soñar.
Y de ahí viene que haya aquellas realidades en las que el poeta no puede creer: aquel mundo, indeciblemente importante, de los negocios, de los partidos, de las elecciones, de la Bolsa, de los títulos de nobleza, de las Ordenes, de los reglamentos, etc. Y si el poeta se entraba en la política, abandonaba su oficio humanitario del soñar por adelantado y su servicio al Ideal, y no hacía más que remedar mal a los prácticos en la profesión, que con reformas electorales y otras cosas semejantes creen hacer el progreso, mientras que no hacen otra cosa que ir cojeando durante siglos tras los pensamientos de los espirituales y aspiran a la realización en pequeño de tal o cual presentimiento o idea de estos. Así, un político que aspire a la paz eterna no es más que una de las mil hormigas que laboran por la consecución de un sueño antiquísimo. Pero el creador de este sueño fue aquel espíritu que hace unos miles de años soñó por primera vez aquellas poderosas palabras: "¡No matarás!". algo que no había sucedido nunca en la Tierra durante millones de años y que desde entonces fue para la Humanidad como una levadura, hasta que una vez lo alcanzó, como logró el caminar erguido y la tersura de la piel.
Hasta este punto, la serie de ideas se había desarrollado suavemente y sin fatiga, perlada por el subconsciente juguetón, como las vesículas aéreas de una cascada. Entonces se operó una pequeña interrupción, algún cabo se me escapó, fui perturbado de repente, vi alejarse revoloteando tras de mí la serie de ideas quiméricas recién concebidas y me vi sin relación alguna con ellas. En su lugar tenía una molesta sensación, que venía a significar algo así: ¿Por qué has pensado todo esto? ¡Estos no son pensamientos, son puras máscaras y disfraces, tras los cuales se ocultan los impulsos! Comprendí que de aquella conversación con mi mujer en la noche anterior me había quedado una espina, que tenía necesidad de justificarme ante mí mismo como poeta, pues precisamente ayer noche habíamos hablado de lo extraño y verdaderamente horrible que era que casi ningún artista, o muy pocos, pudieran hacer realidad en sus propias vidas las noblezas, las magnificencias, los ideales que aparecen en sus obras.
Así, pues, ahí es donde se hallaba clavada la flecha. Para sacarme este dardo había hilvanado yo estos circunloquios, de los que aquí no aparecen ni la centésima parte; para ello me había remontado con viva fantasía hasta el mono y el lagarto.
Y arrancada la espina, cuando hube encontrado la fuente oculta y egoísta de mi cadena de pensamientos, pude sonreír y seguir soñando un poco más sin ser molestado.
Y soñé que el ideal del hombre debía ser algo así: un ser normal que de ordinario no tiene necesidad de proponerse ninguna represión en lo espiritual, que vive seguro y feliz en sí mismo. Pero este hombre, al que ninguna necesidad impele por compensación hacia la virtud, ni ninguna debilidad interior hacia la obra de arte, debería poder crear en sí esta necesidad espontáneamente. Formaría en sí, en todo tiempo, como juego y como lujo, talentos y necesidades especiales, como cuando por variar nos peinamos el pelo hacia otro lado.
Y sentiría y experimentaría la delicia de soñar, el tormento de crear, la angustia y el gozo de parir, sin conocer sus maldiciones, pues regresaría satisfecho de semejante juego y prolongaría en sí las aspiraciones, de modo que se originara otro equilibrio con distinta acentuación. Este hombre ideal versificaría a veces, a veces haría música, a veces exhumaría el recuerdo del mono y dejaría obrar en sí el presentimiento de futuras luces y esperanzas, como un adiestrado atleta comprueba y hace jugar sus músculos gozosamente.
Todo esto sucedería en él no forzadamente, ni apremiado por la necesidad, sino como en un niño muy sano y de buen natural. Y - esto sería lo más hermoso - este hombre ideal no se defendería tan amarga y sangrientamente cuando surgiera una nueva exigencia del Ideal sobre la transformación de sí mismo, como hacemos nosotros, pobres cuitados, sino que estaría absoluta y enteramente de acuerdo consigo mismo, con el ideal, con el destino, y evolucionaría fácilmente, y moriría con facilidad.
Con esto volvía a caer en la incertidumbre. Yo mismo no cambiaría con gusto, yo no moriría fácilmente. Sabía, sabíalo muy bien y con certeza, que todo morir es un nacer, pero yo no sabía esto con todo mi ser: una multitud de fibras se resistían contra este conocimiento, una parte de mi ser creía en la muerte; era debilidad y temer. Y yo no me acordaba con gusto de ello. Por esto me alegró oír llamar al cartero en la puerta, y corrí ansioso a su encuentro.


SOBRE LA POESÍA (1)
(1918)

Cuando tenía diez años leímos un día en la escuela, en e! libro de lectura, una poesía que creo que se titulaba Speckbachers Söhnlein. Hablaba de un heroico muchachito que tomó parte en una batalla en medio de una lluvia de balas o que recogía balas para los mayores o refería otra heroicidad semejante. Nosotros, los muchachos, estábamos entusiasmados, y cuando el maestro, con acento de ironía, nos preguntó después:
- ¿Es esta una buena poesía?
Todos exclamamos con energía:
- ¡Si!
Pero él movió la cabeza sonriendo, y dijo:
-No, es una poesía muy mala.
Tenía razón; aquella poesía, según las reglas y el gusto de nuestro tiempo, no era buena, no era fina, no era natural, era un chapuz. A pesar de esto, nos había llenado a los muchachos de una soberbia ola de entusiasmo.
Diez años después, a la edad de veinte, me hubiera atrevido, sin más ni más, a decir si una poesía era buena o mala a la primera lectura. Nada más sencillo. Me bastaba una mirada y recitar a media voz un par de versos.

(1) Esta es la nueva redacción, aparecida en 1954. del artículo publicado en 1918.

Entre tanto han pasado algunas décadas, y han pasado por mis manos y ante mis ojos muchas poesías y, sin embargo, me veo perplejo para declarar si una poesía que me presentan tiene valor o no. Con frecuencia me presentan poesías, la mayoría de la gente joven que quiere tener un juicio y encontrar un editor para ellas. Y siempre los jóvenes poetas quedan asombrados y defraudados cuando comprueban que este viejo colega, al que habían supuesto experimentado, no tiene ninguna experiencia, sino que hojea indeciso el manuscrito y no se atreve a decir nada sobre su mérito. Lo que a los veinte años hubiera hecho en dos minutos con una sensación de plena seguridad, sería ahora difícil, mejor dicho, no difícil, sino imposible. Por lo demás, la experiencia es también una cosa que en la juventud creemos que nos ha de venir por sí sola. Pero no es así. Hay gente que está muy capacitada para almacenar experiencia, que tiene experiencia, que la tiene desde que se sentaba en los bancos de la escuela, si no desde el claustro materno; y luego hay otros, entre los que me cuento, que aunque vivan sesenta, ochenta o cien años, se morirán sin haber aprendido ni comprendido bien lo que es, en realidad, la experiencia.
Mi seguridad en juzgar las poesías cuando tenía veinte años consistía en que entonces me gustaba un cierto número de poesías y poetas tan fuertemente y de un modo tan exclusivo que al punto comparaba con ellos cada libro y cada poesía que leía. Si se les parecían, eran buenos; en caso contrario, no valían nada.
Hoy tengo igualmente mis poetas, a los que amo singularmente, y algunos de ellos son los mismos que entonces. Pero hoy siento gran desconfianza precisamente ante las poesías que por su sonoridad me recuerdan en seguida a uno de estos poetas.
Sin embargo, no quiero hablar en general de los poetas Y las poesías, sino solamente de los malos, es decir, de aquellos que casi todos, menos el mismo poeta, consideran, sin más ni más, medianos, insignificantes, superficiales. A! correr de los años he leído no pocas de tales poesías, y antes sabía también con exactitud que eran malas, y por qué eran malas. Hoy no estoy ya tan seguro de esto. También esta seguridad, también esta conciencia, como toda costumbre y todo saber, se me ha mostrado alguna vez bajo una luz engañosa, es algo fastidioso, árido, muerto, contra lo que me revelo interiormente, y, por último, ya no es un entender, sino algo decrépito, algo que ha quedado tras mí y cuyo pasado valor ya no comprendo.
Ahora me sucede frecuentemente con las poesías que ante las indudablemente malas siento placer en aprobarlas, y hasta en ensalzarlas, mientras que las buenas, y, sobre todo, las mejores, me parecen a menudo sospechosas.
Es la misma sensación que a veces se puede tener frente a un profesor o a un funcionario o a un demente. Por lo común se sabe cierto, y está uno convencido de ello, que el señor funcionario es un ciudadano exento de críticas, un bendito hijo de Dios, un miembro útil y cuidadosamente numerado de la Humanidad, mientras que el loco es un pobre diablo, un desgraciado enfermo al que se soporta, al que se compadece, pero que carece de valor. Mas luego vienen días u horas en que quizá se ha de tratar mucho, contra costumbre, con profesores o con locos, y entonces se revela como cierto lo contrario: entonces se presiente en el loco a un tranquilo bienaventurado, seguro de sí mismo, a un sabio, a un favorito de Dios, lleno de carácter en sí mismo y satisfecho de sí mismo en su fe, mientras el profesor o el funcionario parecen figuras inútiles, sin carácter, sin personalidad, sin naturalidad, de esas que entran doce en docena.
Igual me sucede a veces con las malas poesías. De pronto no me parecen malas, tienen de pronto un aroma, un carácter, una infantilidad que las hace conmovedoras, precisamente por su evidente debilidad y por sus faltas, y son originales, encantadoras, junto a las cuales las bellas poesías, que tanto amábamos antes, nos parecen un poco pálidas y rutinarias.
En muchos de nuestros jóvenes poetas, desde los tiempos del expresionismo, vemos, por lo demás, algo semejante a esto: que no hacen ni buenas ni malas poesías. Piensan que ya hay bastantes poesías bellas, y ellos no han nacido de ninguna manera ni han sido puestos en el mundo para seguir escribiendo versos bonitos y practicando uno de los juegos de paciencia de las pasadas generaciones. Posiblemente tengan razón, y sus poesías suenan muchas veces tan conmovedoramente, como antes solo se encontraba en las malas poesías.
El motivo es fácil de hallar. Una poesía es en su origen algo enteramente singular en su significación. Es una descarga, una llamada, un grito, un suspiro, un gesto, una reacción del alma viviente, con la que busca defenderse de una emoción, de un recuerdo o de tener conciencia de ellos. En esta primera función, primigenia y la más importante, ninguna poesía puede ser juzgada generalmente. Habla en primer lugar solo al poeta mismo, es su alentar, su grito, su sueño, su sonrisa, su gorjeo. ¿Quién podría juzgar el sueño nocturno de los hombres en su valor estético, y nuestros ademanes y movimientos de cabeza, nuestros gestos y modos de andar, en su utilidad? El niño de pecho que se lleva a la boca el pulgar o el dedo gordo del pie obra con la misma cordura y rectitud que el autor que mordisca el mango de la pluma, o que el pavo que extiende su cola. Ninguno de ellos obra mejor que los demás, ninguno tiene más razón, ninguno menos.
A veces sucede que una poesía, fuera de esas que distienden y exoneran al poeta, puede alegrar, mover y conmover a otros también, lo que no deja de ser hermoso. Posiblemente nos hallamos entonces en el caso de que lo que en ella se expresa es quizá común a muchos hombres, posiblemente a todos. Pero ciertamente no es esto, en modo alguno.
Aquí comienza ahora un grave círculo vicioso. Las bellas poesías hacen populares a los poetas, por eso vienen al mundo una multitud de poesías que no quieren ser otra cosa que bellas, que nada saben de la función primitiva, sagradamente inocente de la poesía. Estas poesías están hechas desde un principio para otros, para los oyentes, para los lectores. No son ya sueños o pasos de danza o gritos de un alma, reacciones frente a acontecimientos, imágenes balbucientes de deseos o fórmulas mágicas, gestos de un sabio o muecas de un loco; son, sencillamente, producciones intencionadas, manufacturadas, almendras garapiñadas para el público. Están hechas para ser difundidas y vendidas y gozadas por los compradores, como distracción o exaltación o esparcimiento.
Y precisamente esta clase de poesía es la que logra encontrar aplauso. Y no es necesario identificarse con ella seria y afablemente; ella no nos atormentará ni conmoverá, sino que podremos seguir sus bellas y mesuradas oscilaciones con toda comodidad y gozo.
Estas bellas poesías pueden a veces dolerle a uno y ser dudosas como todo lo domesticado y amoldado, como los profesores y los funcionarios. Y a veces, cuando el mundo correcto le es antipático a uno, se sienten deseos de romper los faroles e incendiar los templos, y las bellas poesías, hasta las de los sagrados clásicos, le saben a uno en tales días como algo censurado, como algo castrado, algo demasiado consentido, demasiado manso, demasiado mimado. Entonces uno se vuelve hacia las malas. Entonces no se encuentra ninguna bastante mala.
Pero también aquí acecha la desilusión. La lectura de malas poesías es un placer sumamente breve, pronto se hastía uno de él. Entonces, ¿para qué leer? ¿No puede hacer cualquiera malas poesías? Se hacen, y se puede comprobar que el hacer malas poesías es mucho más venturoso que la lectura de las más bellas de todas.


LOS HERMANOS KARAMAZOFF O LA DECADENCIA DE EUROPA
IDEAS NACIDAS DE LA LECTURA DE DOSTOIEVSKI
(1919)

Nada está afuera, nada dentro: pues lo que cala afuera, está dentro.

Los pensamientos que aquí doy a conocer no me es posible transcribirlos de una forma coherente y agradable. Me falta para ello ingenio y, además, me parece una especie de presunción escribir, como hacen muchos, con unas pocas ideas un ensayo, pretendiendo dar una impresión de suficiencia, no siendo más que unos pocos pensamientos revueltos con mucha paja. No; yo, que creo en la decadencia de Europa, y precisamente en la decadencia de la Europa espiritual, tengo al menos motivos para preocuparme por una forma que debía considerar como una mascarada y mentira. Yo digo, como dice el mismo Dostoievski en el último tomo de los Karamazoff: "Veo que lo mejor es no disculparme en absoluto. Lo haré como sepa, y el lector comprenderá por sí mismo que lo he hecho solamente como sabía hacerlo."
En las obras de Dostoievski y, sobre todo, en la más concentrada, Los Hermanos Karamazoff, me parece estar expresado y anunciado con tremenda claridad lo que yo llamo decadencia de Europa. No me parece decisivo para nuestro destino que los europeos, especialmente la juventud alemana, considerara a Dostoievski como su gran escritor y no a Goethe, ni tampoco a Nietzsche. Si se examina después de esto la joven literatura, se encuentra por todas partes un acercamiento a Dostoievski, aunque a veces sea solamente simple imitación de consecuencias infantiles. El ideal de los Karamazoff, un ideal antiquísimo, asiático y esotérico, empieza a ser europeo, empieza a devorar el espíritu de Europa. Esto es lo que yo llamo decadencia de Europa. Esta decadencia es un retorno a la madre, es un retorno a Asia, a las fuentes, a las madres fáusticas, y nos llevará, evidentemente, con todo deceso en la Tierra, a un renacimiento. Por decadencia entendemos, nosotros los coetáneos, estos acontecimientos solamente, igual que al abandonar la patria querida, solo los viejos tienen un sentimiento de tristeza y de pérdida irreparable. en tanto que los jóvenes no ven más que la novedad y el Porvenir.
Pero ¿qué ideal asiático es el que encuentro en Dostoievski, y que, a mi parecer, está a punto de conquistar a Europa?
Es, dicho en pocas palabras, la desviación de toda ética y de toda moral firmes en favor de una comprensión de todas las cosas, de un admitirlas todas, de una nueva, peligrosa y terrible santidad, como la que anunciaba el viejo Sosima, como la que vivía Aliescha, como la que profesaba Dmitri y mucho más firmemente Iván Karamazoff. En el viejo Sosima reina todavía el ideal de la Justicia, para él sigue existiendo aún el Bien y el Mal, solo pone de preferencia su amor precisamente en los malos. En Aliescha, esta especie de nueva santidad es mucho más libre y viva, camina con desenfado casi amoral a través de todas las inmundicias y porquerías de su ambiente, y me recuerda con mucha frecuencia aquella noble frase de Zaratustra: "¡En otro tiempo prometí renunciar a todo hastío!" Pero mira, los hermanos de Aliescha llevan más lejos estos pensamientos, recorren este camino con más decisión todavía, y con frecuencia, a pesar de todo, parece exactamente como si las circunstancias de Los Hermanos Karamazoff cambiaran lentamente a lo largo de los tres gruesos volúmenes del libro, de forma que lo más firme se volviera cada vez más dudoso, y el santo Aliescha, cada vez más mundano, y los mundanos hermanos, cada vez más santos, y el hermano más criminal y más desenfrenado, Dmitri, se convirtiera precisamente en el más santo, en el más sensitivo y en el más entrañable adivino de una nueva santidad, de una nueva Moral, de una nueva Humanidad. Esto es muy extraño. Cuanto más karamazóffico sucede todo, cuanto más vicioso y ebrio, cuanto más desenfrenado y crudo, tanto más cerca brilla a través de los cuerpos de estas brutales apariciones, personas y acciones, el nuevo ideal, tanto más espiritualizadas, tanto más santas son internamente. Y junto al borracho, asesino y malhechor Dmitri, y junto al cínico intelectual Iván, los bravos y decentísimos tipos del fiscal y los otros representantes de la burguesía, cuanto más triunfan exteriormente, tanto más mezquinos, vacíos y despreciables parecen.
Así, pues, el nuevo Ideal que amenaza al espíritu europeo en sus raíces parece ser un pensar y un sentir enteramente amoral, una capacidad de sentir lo divino, lo necesario, lo predestinado, hasta en lo peor, hasta en lo más disforme, y de rendir veneración y culto divino precisamente a esto en particular. El intento del fiscal de presentar con exagerada ironía en su ampuloso informe esta karamazovinada y exponerla al ludibrio de los burgueses, este intento no exagera en realidad nada, es casi hasta pacífico.
En este informe está descrito, desde el punto de vista conservador – burgués, el hombre ruso, que desde entonces se viene empleando como latiguillo de mitin; el hombre ruso, peligroso, conmovedor, irresponsable y, al propio tiempo, débil de conciencia, blando, soñador, cruel y profundamente infantil, al que aún se nombra así todavía, aunque, a mi parecer, hace tiempo que está a punto de convertirse en el hombre europeo. Y esto es precisamente la decadencia de Europa.
Examinemos un instante a este hombre ruso. Es mucho más viejo que Dostoievski, pero Dostoievski le ha colocado definitivamente ante el mundo, en toda su terrible significación. El hombre ruso es Karamazoff, es Fiedor Pawlowitsch, es Dmitri, es Iván, es Aliescha. Pues estos cuatro forman necesariamente un conjunto, aunque parecen tan distintos, y son en conjunto los Karamazoff, son en conjunto el hombre ruso, son en conjunto el hombre futuro, ya próximo, de la crisis europea.
Además, se observa algo altamente singular: ¡cómo Iván se va transformando en el curso de la narración de un hombre civilizado, en un Karamazoff, de un europeo, en un ruso, de un tipo históricamente conformado, en un informe producto del futuro! ¡Es fabuloso este deslizarse de Iván desde su primitivo nimbo de distinción, razón, frescura y erudición; este hundirse poco a poco, tímidamente, de una manera excitante y loca, precisamente del Karamazoff más sólido, al parecer, en la histeria, en lo ruso, en lo karamazóffico! ¡Precisamente él, el escéptico, es quien termina sosteniendo conversaciones con el demonio! Voláremos a hablar de esto más adelante.
Así, pues, el hombre ruso (al que hace tiempo tenemos ya en Alemania) no es comparable, en modo alguno, ni con el histérico, ni con el bebedor o el criminal, y menos con el poeta o el santo, sino únicamente con el doble de todas estas singularidades. El hombre ruso, el Karamazoff, es asesino y juez al mismo tiempo, es un alma brutal y a la vez un alma llena de delicadeza, es perfectamente egoísta al par que héroe de la inmolación más completa. No lograremos ponernos de acuerdo con él desde un punto de vista firme, moral, ético, dogmático. En este hombre están juntos lo externo y lo interno, lo bueno y lo malo, Dios y Satán.
Por eso resuena, de cuando en cuando, en estos Karamazoff la necesidad de un símbolo supremo, que sería agradable a sus almas; de un Dios, que es un demonio al mismo tiempo. Con esto, con este símbolo está descrito el hombre ruso de Dostoievski. El Dios, que es demonio al mismo tiempo, es el antiguo Demiurgo. Es el que es desde el principio; él, el Único, está más allá de todo contraste, no conoce ni el día ni la noche, ni el Bien ni el Mal. Es la Nada y es el Todo. Es irreconocible para nosotros, pues nosotros solo podemos conocer las cosas por sus contrastes, nosotros somos individuos, estamos sometidos al día y a la noche, al frío y al calor; necesitamos un Dios y un demonio. Más allá del contraste, en la Nada y el Todo, vive únicamente el Demiurgo, el Dios del Todo, que no conoce ni el Bien ni el Mal.
Habría muchas cosas que decir sobre esto, pero basta por ahora. Hemos conocido al hombre ruso en su esencia. Es el hombre que aspira continuamente a los contrastes, a las particularidades, a las buenas costumbres; es el hombre que está a punto de disociarse y volverse a ocultar tras la cortina, tras el principium individuationis. Este hombre no ama nada y lo ama todo, no teme nada y todo lo teme, no hace nada y lo hace todo. Este hombre es materia prima otra vez, es material anímico informe. No puede vivir de esta manera, solo puede perecer, solo puede escapar.
A estos hombres de la decadencia, a estos terribles fantasmas ha conjurado Dostoievsky. Se ha dicho con frecuencia que era una suerte que no se hubieran acabado sus Karamazoff, pues en caso contrario no solo la literatura rusa, sino también Rusia y la Humanidad hubieran estallado y hubieran saltado por los aires.
Pero lo expresado, aunque el orador no ha sacado las últimas consecuencias, no puede pasar por no dicho. Lo existente, lo pensado, lo posible no puede ser ya borrado. El hombre ruso hace tiempo que existe, hace tiempo que existe más allá de las fronteras rusas, domina media Europa y parte de la temida explosión es ya bastante audible en estos últimos años. Es cosa manifiesta que Europa está fatigada, es cosa probada que quiere retornar, descansar, volver a ser creada, volver a ser alumbrada.
Ahora recuerdo dos declaraciones de un europeo, de un europeo que para todos nosotros es el representante de una Europa vieja, gastada, decaída o dudosa. Me refiero al kaiser Guillermo. Una de las declaraciones es la que escribió un día debajo de un cuadro algo extrañamente alegórico y en la que incitaba a los pueblos de Europa a defender sus más sagrados tesoros contra el peligro insistente del Este.
El kaiser Guillermo no era, ciertamente, un hombre muy perspicaz ni muy profundo y, sin embargo, poseía, como íntimo adorador y defensor de un viejo ideal, un cierto poder de vislumbrar los peligros que amenazaban a este ideal. No era un hombre intelectual, no le gustaba leer buenos libros y estaba siempre muy ocupado con la política. De modo que aquel cuadro con la llamada de atención a los pueblos de Europa no podía provenir tampoco de la lectura de Dostoievski, como pudiera creerse, sino más bien de un vago temor ante la masa de pueblos orientales que, por la ambición del Japón, podían arrollar a Europa.
El kaiser sabía solo en parte - muy en parte - lo que quería decir con su frase, y lo terriblemente cierta que era. De seguro que no conocía los Karamazoff, pues sentía
aversión hacia los libros buenos y profundos. Pero presentía las cosas con siniestra precisión. Presentía con exactitud el peligro, sabía con certeza que ese peligro existía y que estaba más próximo cada día. Era a los Karamazoff a quienes temía. Temía, con mucha razón, la contaminación de Europa por el Este, el retroceso vacilante del espíritu europeo fatigado hacia la madre asiática.
La segunda frase del kaiser que se me vino a la memoria, y que en su tiempo me causó una impresión terrible, es esta (y no sé si fue pronunciada, en realidad, o fue solo un rumor): "Ganará la guerra la nación que tenga mejores nervios." Cuando oí esta frase - al principio de la guerra todavía - la recibí como el sordo presagio de un terremoto. Era evidente que el kaiser no lo creía así; antes bien, con esto creyó decir algo muy halagüeño para Alemania. Posiblemente, él mismo tuviera unos nervios excelentes, así como sus camaradas de desfiles y cacerías. Conocía también el viejo e insípido cuento de la Francia viciosa e inficionada y de los virtuosos y prolíferos germanos, y lo creía. Pero para todos los demás, para los que sabían, mejor dicho, para los que presentían, para los que tenían antenas que palpaban el mañana y el pasado mañana, para todos estos aquella frase era terrible. Pues todos ellos sabían que Alemania no tenía en modo alguno mejores, sino peores nervios que el enemigo del Oeste. Así, pues, aquella frase en boca del caudillo de la nación sonó por aquel entonces como una temeridad espantosa y fatal que corre ciega a perderse.
No; los alemanes no tienen, de ningún modo, mejores nervios que los franceses, ingleses y americanos. A lo sumo sí mejores que los rusos. Pues tener malos nervios es la expresión con que el vulgo designa la histeria y la neurastenia, la moral insanity y todos esos males que se pueden apreciar de diversos modos, pero que, en conjunto, vienen a significar lo mismo que karamazoffería. Alemania está infinitamente más abierta, por consentimiento y por debilidad, a los Karamazoff, a Dostoievski y a Asia que ningún otro país europeo, excepto Austria.
De esta forma, y a su manera, el kaiser presintió, y hasta profetizó, por segunda vez la decadencia de Europa.
Pero otra cuestión muy diferente es saber cómo se estima la decadencia de la vieja Europa. Aquí se apartan los caminos y los espíritus. Los decididos partidarios del pasado, los fieles devotos de una sagrada y noble forma y cultura, los caballeros de una renombrada Moral, todos ellos no podrán hacer otra cosa que intentar detener esta decadencia o llorarla desconsolados cuando llegue. Para ellos, la decadencia es el fin; para los otros, el principio. Para ellos, Dostoievski es un criminal; para los otros, un santo. Para ellos, Europa y su espíritu es algo sencillo, firme, inviolable, sólido y vivo; para los otros, algo mutable, cambiante, que deviene eternamente.
Se puede estimar el elemento karamazóffico, asiático, caótico, salvaje, peligroso, amoral, como todo en el mundo, tanto en sentido positivo como negativo. Los que rechazan, execran y temen indeciblemente a todo este mundo, a este Dostoievski, a estos Karamazoff, a estos rusos, a esta Asia, a estas fantasías del Demiurgo, etc., llevan ahora una existencia difícil en el mundo, pues Karamazoff domina más que antes. Pero comenten el error de no querer ver en todo esto más que lo positivo, lo visible, lo material. Ven llegar la decadencia de Europa como una catástrofe horrible, con rayos y truenos, ya como una revolución llena de matanzas y violencias, ya como un acrecentamiento de los crímenes, de la corrupción, del robo, del asesinato y de todos los vicios.
Todo esto es posible, todo esto reside en Karamazoff. Junto a Karamazoff no se sabe nunca con lo que nos sorprenderá en el próximo instante. Quizá con un golpe mortal quizá con una conmovedora canción de alabanza a Dios. Hay tras él Alieschas, Dmitris, Fiedores e Ivanes. No están caracterizados, como vemos, por particularidades, sino por su disposición para adoptar en cualquier momento cada una de esas particularidades.
Pero a los temerosos no les sirve de consuelo el que este hombre insondable del futuro (¡que ya casi es presente!) puede hacer tanto el bien como el mal, que pueda instaurar tanto un nuevo reino de Dios como un nuevo reinado del Demonio. Los Karamazoff se preocupan poco de lo que pueda instaurarse o derrocarse en la Tierra. Su misterio reside en otra parte, y también el valor y la fecundidad de su ser amoral.
Estos hombres se diferencian en el fondo de los demás, de los hombres antiguos, de los ordenados, de los razonables, de los claros y bravos varones, solamente en que viven tanto interior como exteriormente, en que de continuo tienen qué hacer con su alma. Los Karamazoff son capaces de cualquier crimen, pero solo cometen excepcionalmente uno, pues la mayoría de ellos se conforman con haber pensado el crimen, con haberlo soñado, con familiarizarse con su posibilidad. En esto reside su misterio. Y nosotros buscamos la fórmula de esto. Toda formación del hombre, toda cultura, toda civilización, toda ordenación descansa en un convenio entre lo permitido y lo prohibido. El hombre, a mitad de camino entre la bestia y el lejano hombre del futuro, tiene siempre mucho, infinitamente mucho que reprimir en sí, que ocultar, que mentir, para ser un tipo decente y capaz de sociabilidad. El hombre está repleto de animalidad, de mundo primitivo, de enormes impulsos apenas refrenados, de un egoísmo animal y cruel. Todos estos peligrosos impulsos están ahí, están siempre ahí, pero la cultura, el convenio, la civilización los han ocultado, no se muestran, se nos ha enseñado desde pequeños a ocultar y mentir estos impulsos.
Pero cada uno de ellos sale a la luz alguna vez. Todos perviven, ninguno ha sido muerto, ninguno ha sido modificado, ni ennoblecido, durante toda la Eternidad. Y cada uno de estos impulsos es en sí bueno, no es peor que cualquier otro; cada época y cada cultura tienen impulsos a los que temen más que a otros, a los que prohíben más. Cuando estos impulsos despiertan de nuevo como fuerzas de la Naturaleza no liberadas, solo refrenadas superficial y penosamente, cuando estas fieras vuelven a rugir y a moverse, con las quejas de los esclavos largo tiempo sojuzgados y azotados y con el antiquísimo ardor de su naturaleza, entonces aparecen los Karamazoff. Cuando una cultura, uno de los intentos de domesticación del hombre, está fatigada y comienza a vacilar, los hombres se vuelven extraños en número cada vez mayor, se vuelven histéricos, tienen raros antojos, igual que los jóvenes en la pubertad o las embarazadas. En el alma se mueven impulsos, para los que no hay nombre, a los que se tilda de malos por dictado de la Cultura y de la Moral, pero que pueden hablar con voz tan fuerte, tan natural y tan inocente que todo lo bueno y todo lo malo es dudoso y toda ley vacila.
Tales hombres son los hermanos Karamazoff. Fácilmente les parece toda ley una convención, fácilmente les parece todo hombre justo un filisteo, fácilmente supervaloran toda libertad y rareza y escuchan demasiado enamorados las numerosas voces en el propio pecho.
Pero no es necesario en absoluto que se origine del caos de estas almas el crimen y la confusión. Si damos al impulso primitivo que surge una nueva dirección, un nuevo nombre, una nueva estimación, habrán nacido las primeras raíces de una nueva cultura, de un nuevo orden, de una nueva Moral. Pues así sucede con toda Cultura: podemos matar los impulsos primitivos, pero no la bestia que hay en nosotros, pues con ella moriríamos nosotros también; mas podemos guiarla en cierto modo, en cierto modo calmarla, sujetar a servidumbre en cierto modo al Bien, igual que se atalaja a un mal rocín delante de una buena carroza. Solo que de tiempo en tiempo el resplandor de este Bien se apagará y empañará, los impulsos no creerán en esto y no se dejarán uncir al yugo. Entonces se derrumbará la Cultura, la mayoría de las veces lentamente, como la que nosotros llamamos antigua, que ha tardado siglos en morir.
Y antes que la vieja y moribunda Cultura y la Moral puedan ser relevadas por otras nuevas, en este inquieto, peligroso y doloroso estadio, el hombre debe mirar nuevamente dentro de su alma, y verá surgir de nuevo la bestia que hay en sí, reconocerá otra vez dentro de sí la existencia de las fuerzas primitivas, que están por encima de toda Moral. Los hombres condenados a esto, los elegidos para esto, los maduros y predestinados para esto son los Karamazoff. Son histéricos y peligrosos, pueden llegar a ser con igual facilidad lo mismo unos criminales que unos ascetas; no creen en nada más que en la insensata incertidumbre de toda fe.
Cada símbolo tiene cien significados, cada uno de los cuales puede ser el verdadero. También los Karamazoff tienen cien significados, y solo se repara en uno de ellos, en uno entre ciento. La Humanidad ha hecho un símbolo de este libro en los momentos cruciales de las grandes revoluciones, ha levantado una estatua, igual que el hombre aislado se forja en sueños una imagen de los impulsos y fuerzas que luchan y se equilibran dentro de él.
Es un milagro que un hombre solo pudiera escribir los Karamazoff. El milagro ha sucedido, no hay necesidad de aclararlo. Pero sí hay necesidad, una gran necesidad, de interpretar este milagro, de leer su mensaje, en lo posible, por entero; en lo posible, por todas partes; en lo posible, en toda su magia prodigiosa. Por eso este artículo mío no es más que un pensamiento, una contribución, una idea.
¡No se crea que todos los pensamientos e ideas que me ha sugerido este libro las supongo conocidas de Dostoievski mismo! Al contrario, ¡ningún gran vidente y poeta ha podido interpretar hasta el fondo su propio rostro!
Quisiera hacer constar como final que en esta mística novela, en este sueño de la Humanidad, está representado no solo el umbral que Europa está traspasando, no solo el temible y peligroso momento de oscilación entre la Nada y el Todo, sino también las ricas posibilidades de lo Nuevo, que por todas partes se ven y se presienten.
En este aspecto es singularmente asombrosa la figura de Iván. Le conocemos como un hombre moderno, adaptado, cultivado, algo frío, algo decepcionado, algo escéptico, algo fatigado. Pero cada vez se vuelve más joven, más cálido, más significativo, más karamazóffico. El es quien ha inventado al Gran Inquisidor. El es quien, por la fría repulsa, por el desprecio del asesino, que cree en su hermano, es empujado al fin hasta el profundo sentimiento de la propia culpa y hasta la propia recriminación. Y él es también quien experimenta de manera más clara y más notable el proceso anímico de la explicación por el subconsciente (¡sobre esto gira todo!, ¡este es el sentido de toda la decadencia, de todo el renacer!).
En el último libro de la novela hay un capítulo muy extraño, en el que Iván, de regreso de casa de Smerdjakoff, encuentra en su casa al Demonio y conversa con él un buen rato. Este Demonio no es otro que el subconsciente de Iván, la despierta multitud de contenidos hundidos y, al parecer, olvidados de su alma. Y esto lo sabe también Iván, lo sabe con asombrosa certeza y lo expresa claramente. Y, sin embargo, habla con el Demonio, y, sin embargo, cree en él - ¡pues lo que está dentro, está fuera! - y, no obstante, se enoja con él, le agrede, hasta le arroja un vaso, aun sabiendo que le tiene dentro de sí mismo. En ninguna novela ha sido expresado con más claridad y evidencia que en esta la conversación de una persona con su subconsciente. Y esta conversación, este (a pesar de todo el enojo que le causa) entregarse al Demonio, es precisamente el camino que los Karamazoff están llamados a mostrarnos. Aun aquí, en Dostoievski, el subconsciente está representado como Demonio. Con razón, pues para la mirada domada, cultivada y moralista todo lo que llevamos reprimido dentro de nosotros es satánico y odioso. Pero quizá toda combinación de Iván y Aliescha nos diera aquella alta y fecunda situación que ha de poner los fundamentos del mundo nuevo futuro. Entonces el subconsciente no es ya el Demonio, sino el Dios -Demonio, el Demiurgo, aquel que siempre fue y del que todo procede. Establecer de nuevo lo bueno y lo malo no es tarea del Eterno, del Demiurgo, sino cosa del hombre y de sus pequeños dioses.
Se podría escribir un capítulo especial sobre otro Karamazoff, el quinto, que juega en el libro un papel siniestro, aunque permanece semioculto siempre. Es Smerdjakoff, un Karamazoff ilegítimo. El es quien ha matado al Viejo. El es el asesino convencido de la omnipotencia de Dios. El es el que ha instruido, hasta al mismo Iván, el sabio, sobre las cosas más divinas y las más desagradables. El es el más incapaz de vivir y, al propio tiempo, el más sabio de todos los Karamazoff. Pero no encuentro espacio en estas consideraciones para hacer justicia también a él, al más desagradable.
El libro de Dostoievski es inagotable. Podría buscar y encontrar durante días enteros nuevos rasgos, señalando todos en la misma dirección. Uno muy bello, hasta encantador, se me ha venido a la memoria: el histerismo de las dos Chochlakoff. Aquí tenemos el elemento Karamazoff, la infección, con todo lo nuevo, lo enfermo, lo malo, en dos figuras. "Una, la madre Chochlakoff, es solo una enferma. En ella, cuyo ser está enraizado todavía en lo antiguo y tradicional, el histerismo es solo enfermedad, debilidad, estupidez. Pero en la rozagante hija no es cansancio lo que se encierra y manifiesta en su histerismo, sino exceso, futuro. Ella, en los apuros del paso de la infancia a la madurez para el amor, inclina sus ideas y visiones mucho más hacia el mal que su insignificante madre, y, sin embargo, en la hija también, lo más desconcertante, lo más ruin y desvergonzado es de una inocencia y de una fuerza que señala enteramente hacia un fecundo futuro. La madre Chochlakoff es la histérica, madura para el sanatorio, y nada más. La hija es la neurótica, cuya enfermedad no es más que el síntoma de las fuerzas más nobles, pero las más reprimidas.
¿Y estos sucesos ocurridos en el alma de unas figuras de novela inventadas pueden significar la decadencia de Europa?
Ciertamente. Pueden significarlo, como para todo el que la observe con ojos animados, la hierba en primavera significa la vida y su eternidad, y las hojas marchitas de noviembre, la muerte y sus miserias. Es posible que toda la decadencia de Europa se desarrolle solo internamente, solo en las almas de una generación, solo en una distinta interpretación de los símbolos gastados, en una valoración distinta de los valores espirituales. Así, la Antigüedad, aquella primera y brillante magnificencia de la Cultura europea, no acabó en Nerón, ni con Espartaco, ni con los germanos, sino solo con aquel germen de pensamiento venido de Asia, con aquel pensamiento sencillo, antiguo, llano, que estaba allí hacía tiempo, pero que entonces tomó la forma de la Doctrina de Jesús.
Naturalmente, si se quiere, se puede examinar también a los Karamazoff literariamente, como obra de arte. Cuando se ha condensado el subconsciente de toda una parte del mundo y toda una época en la pesadilla de un soñador único y profético, cuando se le ha coagulado en su grito terrible, entonces, naturalmente, se puede examinar también ese grito desde el punto de vista del maestro de canto. Sin duda alguna, Dostoievski fue también un poeta superdotado, a pesar de las enormidades que se encuentran en sus obras y de las cuales está libre un sólido poeta, que sea solo poeta, como Turgeniev. También Isaías fue un poeta muy bien dotado, pero ¿es esto lo importante? En Dostoievski, y especialmente en los Karamazoff, se encuentran algunas de aquellas soserías casi descomunales que los artistas no aceptan nunca, que solo suceden cuando se está ya al otro lado del Arte. De todos modos, este profeta ruso se da a conocer aquí y allá como un artista también, como un artista de rango mundial, y se piensa con extraña sensación que para la Europa del tiempo en que Dostoievski ya había escrito todas sus cosas, eran otros muy distintos los grandes poetas europeos.
Pero he llegado a esto por un camino secundario. Quería decir que cuanto menos obra de arte es un libro mundial, tanto más cierta es quizá su profecía. No obstante, también la novela, también la fábula, la invención de los Karamazoff dice mucho, dice cosas tan importantes que no parece una obra voluntaria, inventada por uno solo, una obra de Poeta. Por ejemplo, para decirlo de una vez, el punto principal de toda la novela: ¡los Karamazoff son inocentes!
Estos Karamazoff, todos cuatro, padre e hijos, son hombres sospechosos, peligrosos, insondables, tienen extraños caprichos, extrañas conciencias, extrañas deslealtades; el uno es un beodo, el otro un cazador de mujeres, otro un fanático vagabundo, otro un escritor de secretas poesías divinamente viciosas. Muchos peligros significan estos extraños hermanos: arrancan las barbas a las gentes, derrochan el dinero de los demás, amenazan a los otros con la muerte; y, sin embargo, son inocentes, y, sin embargo, no han cometido nunca todos juntos nada realmente criminal. Los únicos asesinos que aparecen en esta larga novela, que solo trata casi de muertos, robos y deudas; los únicos asesinos, los únicos culpables de las muertes son el fiscal y los jurados, son los representantes del orden antiguo, bueno, conservador; son los ciudadanos y los irreprochables. Ellos condenan al inocente Dmitri, se mofan de su inocencia, son jueces, juzgan a Dios y al mundo según su código. Y precisamente se equivocan, cometen terribles injusticias, se convierten en asesinos, asesinos por mezquindad, por temor, por restricción.
Esto no es nada fabuloso, esto no es nada literario. No es ni gozo de inventar del literato detectivesco (que también lo es Dostoievski), ni la gracia satírica de un autor sensato, que desde la emboscada hace la crítica de la sociedad. Esto ya lo conocemos, este tono nos es ya familiar, ¡hace tiempo que hemos dejado de creer en él! Pero no, en Dostoievski la inocencia del criminal y la perfidia del juez no es ningún astuto artificio, ¡es tan terrible, nace y crece tan oculto y en un suelo tan profundo que casi de repente, casi hasta en el último libro de la novela se está ante este caso como ante un muro, como ante todo el dolor y todo el desatino del mundo, como ante todo el dolor y la incomprensión de la Humanidad!
Decía que Dostoievski no era propiamente un poeta, o que lo era solo de pasada. Le llamaba yo profeta. Es difícil decir lo que significa realmente: ¡un profeta! A mí me parece algo así quizá: un profeta es un enfermo - como Dostoievski lo era -, un histérico, casi un epiléptico. Un profeta es un enfermo que ha perdido el sentido sano,
bueno, bienhechor de la conservación, la suma de todas las virtudes burguesas. No puede haber muchos de estos, pues el mundo saltaría en pedazos. Un enfermo de esta clase, ya se llame Dostoievski o Karamazoff, tiene aquella extraña, oculta, enfermiza y divina facultad, cuya existencia veneran los asiáticos en todo demente. Es un adivino, es un sabio. Es decir, en él tiene un pueblo, una época, un país o una parte del mundo un órgano, una antena, un sentido extraño, extraordinariamente delicado, extraordinariamente noble, extraordinariamente apasionado, que los otros no tienen, que en los otros, para su salud y felicidad, permanece anquilosado. Esta antena, este sentido del tacto adivinador, es comparable con una especie de telepatía simple y juego de magia, aunque con semejantes formas deslumbradoras también se pueden poner de relieve las dotes. En cambio, sucede que el enfermo de esta clase da otra interpretación a los movimientos de su propia alma, en lo general y en lo humano. Todo hombre tiene visiones, todo hombre tiene fantasías, todo hombre tiene sueños. Y cada visión, cada sueño, cada idea y pensamiento de un hombre en el camino desde el subconsciente hasta la conciencia puede experimentar mil diversas interpretaciones, cada una de las cuales puede ser la exacta. El vidente y profeta no interpreta personalmente su rostro, pues el íncubo que le oprime no le advierte de la enfermedad personal, de la propia muerte, sino de la del todo, de quien es órgano y antena. Este todo puede ser una familia, un partido, un pueblo; puede ser también toda la Humanidad.
En el alma de Dostoievski, lo que antes hemos llamado histeria - una cierta enfermedad y capacidad para el sufrimiento de la Humanidad - ha servido de órgano, de indicador y barómetro. Está a punto de notarlo. Ya media Europa, por lo menos la mitad del Este europeo, está en camino hacia el caos; avanza, embriagada de santa locura, hacia el abismo, y canta, además, canta ebria y solemne como canta Dmitri Karamazoff. El burgués ríe molesto por estas canciones; el santo y el vidente las escuchan con lágrimas.


PENSAMIENTOS SOBRE "EL IDIOTA", DE DOSTOIEVSKI
(1919)

Con frecuencia se ha comparado a El Idiota, de Dostoievski - el príncipe Lew Myschkin -, con Jesús. Naturalmente que puede hacerse esto. Se puede comparar con Jesús a todo hombre que, tocado por una mágica verdad, no aparta ya el pensamiento de la vida y vive por esto aislado en su ambiente y como enemigo de todos. Por eso no me parece tan sorprendente la semejanza entre Myschkin y Jesús, y solo un rasgo, un rasgo importante en verdad, me sorprende en Myschkin como comparable con Jesús: su tímida castidad. El escondido temor ante el sexo y la procreación es un rasgo que no podía faltar al histórico, al Jesús del Evangelio, el cual corresponde también patentemente a su misión en el mundo. Hasta la imagen de Jesús, trazada tan superficialmente por Renán, no carece de este rasgo.
Pero es sorprendente - aunque esta eterna comparación entre Myschkin y Cristo me sea cosa poco simpática -: yo también veo involuntariamente ambas figuras enlazadas. Además, he dado con otro rasgo diminuto. Un día que estaba pensando en El Idiota, recordé que mi primer pensamiento sobre él siempre fue, al parecer, accesorio. Cuando pienso en él, le veo en el momento deslumbrante de la primera presentación, le veo siempre en una singular escena secundaria, insignificante en sí. Igual me sucede con el Salvador. Cuando alguna asociación de ideas me lleva al concepto Jesús o la palabra Jesús, me impresiona la vista o el oído; en los primeros momentos no veo nunca a Jesús en la Cruz, o a Jesús en el desierto, o a Jesús haciendo milagros, o resucitando, sino que le veo en el memento en que apura el cáliz de la soledad en el Huerto de Getsemaní, cuando le desgarra el alma el dolor de tener que morir y del sublime renacer, y cuando, en una última y conmovedora necesidad infantil de consuelo, se acerca a sus discípulos buscando un poco de calor y contacto humano, una fugaz y noble ilusión en medio de su soledad sin esperanza; ¡y los discípulos duermen! Allí están acostados: el valeroso Pedro, el hermoso Juan, todos juntos, toda aquella buena gente a la que Jesús suele ilusionar de buen grado una y otra vez, cariñosamente, a la que ha comunicado sus pensamientos, parte de sus pensamientos, como si ellos comprendieran su lenguaje, como si fuera posible, en realidad, comunicar sus pensamientos a estas gentes, despertar en ellos vibraciones gemelas, encontrar en ellos algo así como comprensión, afinidad, continuidad. Y ahora, en el momento de insoportable tormento, se vuelve hacia estos compañeros, los únicos que tiene, y está tan abierto, es tan enteramente hombre, sufre tanto, que quisiera tenerlos más cerca que nunca para encontrar en la palabra más simple, en el gesto amistoso de cualquiera de ellos, algo de consuelo y fortalecimiento; pero no, no están allí, duermen, roncan. Este terrible instante quedó impreso profundamente, no sé por qué causa, en los primeros años de mi juventud, y, como he dicho, cuando pienso en Jesús surge indefectiblemente el recuerdo de este momento.
El paralelo con Myschkin es este. Cuando pienso en él, en El Idiota, es también un momento, no tan importante al parecer, el que me deslumbra primero, y es ciertamente también el momento de un increíble y total aislamiento, de una trágica soledad. La escena a que me refiero sucede en Pawlowsk, en la Casa Lebedeff, donde el príncipe, pocos días después de su ataque epiléptico, convaleciente todavía, ha recibido la visita de toda la familia Jepantschin, cuando penetran de pronto en este círculo alegre y elegante, aunque cargado también de ocultas tensiones e inquietudes, los jóvenes señores revolucionarios y nihilistas, cuando el locuaz y pícaro Hipólito, con su supuesto hijo de Pawlitscheff, con el boxeador y los otros irrumpe en la estancia; una escena desagradable, repugnante, indignante y asquerosa para leída, en la que estos jóvenes incultos y enloquecidos están expuestos y desnudados en su maldad desamparada tan estridente, como en un escenario iluminado con profusión; una escena en la que cada una de sus palabras produce un doble dolor: uno a causa de su efecto sobre el buen Myschkin y otro a causa de la crueldad con que descubre y expone al orador mismo; una escena extraña, inolvidable, aunque a mi parecer de importancia no demasiado acentuada en la novela. De un lado, la sociedad, los elegantes, la gente de mundo, los ricos, los poderosos y conservadores; al otro lado, la juventud enfurecida, inexorable, que no conoce más que la rebelión, que no reconoce más que su odio hacia lo tradicional, la juventud desconsiderada, libertina, salvaje, indeciblemente estúpida en medio de su teórico intelectualismo; y entre estos dos partidos, el príncipe solo, expuesto, observado desde ambos lados críticamente y con la mayor atención. ¿Y cómo se resuelve la situación? Termina con que Myschkin, a pesar de algunos desfallecimientos debidos a la agitación del momento, se comporta enteramente en consonancia con su naturaleza bondadosa, dulce e infantil, que acepta sonriendo lo insoportable, responde con altruismo a lo más desvergonzado, está dispuesto a tomar sobre sí todas las culpas, a buscarlas en sí - por lo que es reprobado y despreciado por todos -, no por los de esta o la otra parcialidad, no por los jóvenes en contra de los viejos, o viceversa, sino por ambos, ¡por ambos! Todos se apartan de él, a todos ha pisado en los dedos de los pies; por un instante se han borrado enteramente los más extremos contrastes en rango social, edad y sentimientos, y todos están de acuerdo, completamente de acuerdo, en que se apartan con enojo y furor de este, ¡que es el único corazón puro que hay entre ellos!
¿En dónde radica entonces la imposibilidad de que este idiota viva en el mundo de los otros? ¿Por qué no le comprende nadie a él, a quien casi todos aman, cuya dulzura a todos parecía simpática y hasta ejemplar? ¿Qué es lo que separa al hombre prodigioso de los otros, de los hombres vulgares? ¿Es que tienen razón en rehuirle? ¿Por qué han de hacer esto? ¿Por qué ha de sucederle como a Jesús, que al fin se ve abandonado no solo del mundo, sino también de todos sus discípulos?
Es porque el idiota piensa de otra manera que los demás. No es que piense con menos lógica que los otros, ni porque asocie más infantilmente las ideas, no. Su pensar es aquel que yo llamo mágico. Este pacífico idiota niega la vida toda, todo el pensar y sentir, todo el mundo y toda la realidad de los demás. Para él la realidad es algo enteramente distinto que para ellos. La realidad de ellos es para él algo enteramente sombrío. Por prever y exigir una realidad enteramente nueva, es enemigo de todos ellos.
La diferencia no está en que los unos supervaloran y aprecian el poder y el dinero, la familia y el estado, y otras cosas semejantes, y él no. ¡No es que él defienda lo espiritual y ellos lo material, o como lo quieran llamar! No es eso. También para el idiota existe lo material, reconoce enteramente la importancia de estas cosas, aunque las considera poco trascendentales. Su exigencia, su ideal no es un morir ascético-índico para un mundo de realidades aparentes, en favor de un espíritu satisfecho de sí mismo, que piensa ser la única realidad.
No; sobre los derechos propios de la Naturaleza y los propios del espíritu, sobre la necesidad de su mutua influencia, Myschkin hubiera podido entenderse completamente con los otros. ¡Solo que la simultaneidad e igualdad de derechos de ambos mundos es para ellos una frase, y para él, vida y realidad! Esto es algo confuso aún; intentemos presentarlo de otro modo.
Myschkin se diferencia de los demás en que él, como idiota y epiléptico, pero que al tiempo es un hombre muy sensato, está más cerca y tiene relaciones más directas con el subconsciente que aquellos. El suceso más importante para él es aquel medio segundo de suprema delicadeza y comprensión que ha experimentado algunas veces, aquella mágica capacidad de ser todo durante un momento, durante el relámpago de un instante, de simpatizar con todo, de compadecerse de todo, de comprender todo lo que hay en el mundo. Ahí reside la esencia de su ser. No ha leído ni conocido la Magia, ni la ciencia mística, ni las ha estudiado y admirado, sino que las ha experimentado realmente (aunque solo en muy raros momentos). Ha tenido no solo extraños y significativos pensamientos e ideas, sino que ha estado una o algunas veces en la mágica frontera en que todo es afirmado, en que no solo es verdadero el pensamiento más lejano, sino también lo contrario de semejante pensamiento.
Esto es lo temible, lo más temible con razón en este hombre. No está enteramente solo, no todo el mundo está contra él. Hay todavía algunas personas, muy dudosas, muy arriesgadas y peligrosas, que a veces le comprenden sentimentalmente: Rogoschin, Nastassya. ¡Es comprendido por los malhechores y por los histéricos él, el inocente, el dulce niño! Pero este niño no es para Dios tan dulce como parece. Su inocencia no es nada inofensiva, y con razón se espantan los hombres de él.
El idiota, decía yo, está a veces cerca de aquella frontera en que cada pensamiento, y también su contrario, son sentidos como verdaderos. Es decir, tiene el sentimiento de que no existe ningún pensamiento, ninguna ley, ningún troquel y ninguna forma que sea cierta y justa más que vista desde un polo, y cada polo tiene su polo opuesto. La fijación de un polo, la adopción de un punto desde el que observar y ordenar el mundo, es el primer paso de toda formación, de toda cultura, de toda sociedad y moral. Quien siente como mutables el espíritu y la Naturaleza, el bien y el mal, aunque no sea más que por un instante, es el más temeroso enemigo de todo orden, pues aquí empieza lo contrario del orden, aquí empieza el caos.
Un pensar que retorna al subconsciente, al caos, destruye todo orden humano. Al Idiota se le dijo una vez, en una conversación, que solo decía la verdad y nada más, ¡y esto es lamentable! Así es. Todo es verdad, el sí se deja decir a todo. Para ordenar el mundo, para alcanzar la meta, para posibilitar la Ley, la Sociedad, la Organización, la Cultura, la Moral, debe llegarse el no junto al sí, el mundo debe ser dividido en contrastes, en Bien y en Mal. Ya puede ser todo lo arbitraria que quiera la implantación de un no o de una prohibición; será sagrada tan pronto sea ley, tan pronto tenga efecto, tan pronto se convierta en fundamento de una opinión y ordenación.
En sentido de la humana cultura, es de la más alta efectividad esta división del mundo en luz y tinieblas, Bien y Mal, permitido y prohibido. Pero para Myschkin, la más alta efectividad reside en el mágico acontecimiento de la reversibilidad de todas las instituciones, de la subsistencia con igualdad de derechos de los polos opuestos. El Idiota, por último, piensa, instituye el derecho materno del subconsciente, eleva la Cultura. No quebranta las Tablas de la Ley, solo las vuelve y nos muestra que en el dorso aparece escrito lo contrario.
Que este enemigo del orden, que este terrible destructor aparezca no como un criminal, sino como un hombre querido, tímido, lleno de infantilidad y gracia, lleno de franqueza y desinteresada bondad, es el misterio de este libro asombroso. Dostoievski ha descrito con profundo sentimiento a este hombre como un enfermo, como un epiléptico. Todos los portadores de lo nuevo, de lo terrible, del futuro incierto, todos los mensajeros del caos presentido, son en Dostoievski enfermos, indecisos, oprimidos: Rogoschin, Nastassya y, más tarde, todos los cuatro Karamazoff. Todos están dibujados como descarriadas y extrañas figuras de excepción, pero todos de forma que sentimos por su desvarío y su enfermedad espiritual algo del santo respeto que el asiático cree deber al enajenado.
Lo notable y raro, lo importante y fatal no es que en alguna parte de Rusia un genial epiléptico de cincuenta o sesenta años haya tenido semejantes fantasías y haya dado forma a tales figuras. Lo importante es que estos libros hayan sido considerados por la juventud europea, desde hace tres décadas, y cada vez más, como los más importantes y proféticos. Lo extraño es que juzguemos de manera muy distinta a estos criminales, histéricos e idiotas, de Dostoievski que a otras figuras de malhechores y locos de otras estimables novelas, que los comprendamos tan siniestramente, que los amemos tan extrañamente, que hallemos en nosotros mismos algo que nos hermana y nos hace ser semejantes a ellos.
Esto no es una casualidad, ni reside tampoco en lo externo ni en la calidad literaria de las obras de Dostoievski. Aunque muchos de sus rasgos son desconcertantes - solo se piensa en la anticipación de una Psicología del subconsciente ya muy perfeccionada -, su obra nos admira no como expresión de una inteligencia y destreza sublimadas, no como una plasmación artística de un mundo ya conocido a fondo y familiar para nosotros, sino que la sentimos como profética, como reflejo anticipado de una descomposición y de un caos, que van apoderándose también exteriormente desde hace unos años, como bien podemos ver. No como si el mundo de estas figuras fuera una imagen futura del concepto de un ideal - esto no lo pensará nadie -. No, nosotros no vemos en Myschkin y en todas estas figuras un modelo en el sentido de: "¡Tú debes ser así!", sino como una necesidad en el sentido de: "Por esto hemos de pasar, ¡este es nuestro destino!"
El futuro es incierto, pero el camino que aquí se nos señala no tiene más que una significación: nuevo enfoque espiritual. Conduce más allá de Myschkin, exige el mágico pensar, la aceptación del caos, el retorno a lo desordenado, el regreso al subconsciente, a lo informe, a la bestia y, mucho más allá de la bestia, el retorno a todo inicio. No para quedarnos allí, no para convertirnos en bestias y barro originario, sino para orientarnos de nuevo, para buscar en las raíces de nuestra existencia los impulsos olvidados y las posibilidades de evolución, para poder emprender una nueva creación, una nueva valoración y una nueva partición del mundo. Ningún programa nos enseña a hallar este camino, ninguna revolución nos abre sus puertas. Cada cual ha de recorrerlo solo, cada uno de por sí. Cada uno de nosotros deberá estar un momento en su vida en la frontera myschkiniana, en la que las verdades pueden dejar de serlo e iniciarse otras verdades. Cada uno de nosotros debe experimentar en sí una vez, un instante en la vida, algo semejante a lo que sintió Dostoievski mismo en aquellos momentos anteriores a su ejecución, y de la que salió con la mirada del profeta.


UNA REVISIÓN DE LIBROS
(1919)

Nuevamente he tenido que hacer una revisión de mis libros. Forzado por circunstancias exteriores, debía desprenderme de una parte de mi biblioteca. Me hallaba, pues, delante de la estantería; seguía, paso a paso, las filas de libros y me preguntaba: "¿Necesitas este libro? ¿Le estimas? ¿Estás seguro de que volverás a leerlo? ¿Te disgustaría mucho perderlo?"
Puesto que pertenezco a esa clase de hombres que nunca han podido entender el pensar histórico, ni aun en los tiempos en que el pensar histórico era preferible con mucho al pensar humano, en su aspecto oficial, comencé con los libros históricos, y encontré pocas dificultades. Bellas memorias, biografías italianas y francesas, crónicas de la Corte, diarios de políticos -¡fuera con ellos! -. ¿Habían tenido razón los políticos? ¿No tenía más valor para mí un poema de Hölderlin que toda la sabiduría de los potentados? ¡Fuera con ellos!
Llególe el turno a la Historia del Arte. Bellas obras especiales sobre la pintura italiana, holandesa, belga, inglesa, Vasari. Recopilaciones de cartas de artistas; me causaban dolor. ¡Fuera con ellas!
Llegaron los filósofos. ¿Era necesario conservar el diccionario de Mauthner? No. ¿Volvería a leer a Eduard von Hartmann? Ah, no. ¿Y a Kant? Aquí vacilé. Nunca se puede saber. Y le dejé. ¿Nietzsche? Indispensable, igual que sus cartas. ¿Fechner? Sería una lástima; indultado. ¿Emerson? ¡Fuera de aquí! ¿Kierkegaard? No; le conservaremos por ahora. Y también a Schopenhauer. Las antologías y recopilaciones adornan mucho -Almas alemanas, Libro de fantasmas, Libro del Gheto, los alemanes en el espejo de la caricatura -. ¿Para qué sirve todo esto? ¡Fuera con ellos! ¡Fuera con todos ellos!
¡Y ahora, los poetas! De los nuevos no quiero hablar.
Pero ¿y la correspondencia de Goethe? Parte de ella sería condenada. ¿Y qué hacer con todos los volúmenes de Grillparzer? ¿Los tiraría? No, no era posible. ¿Y todos los de Arnim? Ah, me daba pena de ellos. Los conservaría. Lo mismo haría con Tieck, igual que con Wieland. Herder sería arrojado al fuego. Balzac me hizo vacilar, y lo conservé. Anatole France me dio qué pensar. Había que ser caballeroso con el enemigo, y se salvó. ¿Stendhal? Muchos volúmenes, pero imprescindibles. Montaigne, también. En cambio, Maeterlink fue diezmado. ¡Cuatro ediciones del Decamerón, de Boccaccio! Solo quedó una. Pasé al estante de los libros orientales. Unos cuantos tomos de Lafcadio Hearn fueron rechazados; todos los demás quedaron allí.
Los ingleses suscitaron muchas reflexiones. ¿Tantos volúmenes de Shaw? Algunos hubieron de caer. ¿Y todos los de Thackeray? Con la mitad bastaban. Fielding, Sterne, Dickens quedaron, hasta los más pequeños.
También los rusos se salvaron casi todos. Gorki y Turgeniev causaron muchas vacilaciones e indecisiones. Los Tratados, de Tolstoi, fueron atacados fuertemente. De los escandinavos perecieron algunos. Hermán Bang continuó en la estantería, y Hamsun y Strindberg. Björnson se fundió; Geijerstam desapareció.
¿Quién colecciona literatura de guerra? Se ceden baratos algunos quintales de ella. He comprado pocos libros de estos; la mayoría vinieron a casa volando. No he leído ni la vigésima parte de ellos. ¡Y qué buen papel había en los años 15 y 16!
Cuando al cabo de unos días acabé con esta tarea, comprobé en primer lugar cuánto habían cambiado también en estos años mis relaciones con los libros. Hay muchos géneros literarios que antes soportaba con amistosa indulgencia, y que ahora rechazo con risa. Hay autores a los que no es posible tomar en serio ya. ¡Qué consolador es que viva todavía Knut Hamsun! ¡Qué bien que exista un Jammes! ¡Y qué gozo deshacerse de las espesas biografías de autores, con sus aburrimientos y sus sutiles sicologías! Hay más luz en el cuarto. Han quedado los tesoros, que ahora lucen mucho más. Allí está Goethe, allí Hölderlin, allí todo Dostoievski. Mörike sonríe; Arnim resplandece, audaz; las sagas de Islandia sobreviven a toda preocupación. Cuentos y libros folklóricos permanecen indestructibles. Y los viejos libros, las encuadernaciones en piel de cerdo con su viso teológico, la mayoría de los cuales son mucho más alegres que todos los libros nuevos, también están allí. Con gusto permite uno que le sobrevivan.


VARIACIONES SOBRE UN TEMA DE WILHELM SCHAEFER
(1919)

Cuando los pintores examinan un cuadro, no solo lo colocan bajo una luz conveniente, se acercan, se alejan y buscan diversos puntos de vista, sino que muchos de ellos vuelven el cuadro, lo cuelgan al revés, con el cielo hacia abajo, y se dan por conformes si el cuadro resiste también esta prueba, si los colores siguen vibrando armoniosos y mágicos.
Así hago yo también con las verdades, de las que soy gran amigo. Una buena verdad, una verdad justa, me parece que debe resistir también que se la vuelva del revés. Lo que es verdad debe seguir siendo verdad del otro lado. Pues toda verdad es una breve fórmula del aspecto del mundo visto desde un determinado polo, y no hay ningún polo sin polo opuesto.
Uno de los escritores más preciados para mí, Wilhelm Schäfer, me dijo hace algunos años una frase sobre la tarea del poeta, frase que él había hallado y que más tarde fue difundida en uno de sus libros. La frase me hizo impresión, era indudablemente buena y cierta y estaba superiormente formulada, en lo que Schäfer es un maestro. Largo tiempo resonó dentro de mí su frase sobre los poetas, y no la he olvidado nunca en realidad, sino que siempre surge ante mí de tiempo en tiempo. Esto no sucede con las verdades con las que estamos absoluta y enteramente de acuerdo. Estas son tragadas y digeridas rápidamente.
La frase dice así: "No es tarea del poeta decir lo sencillo de una manera importante, sino decir lo importante de un modo sencillo."
Durante mucho tiempo, y con frecuencia, he pensado por qué la famosa frase (la cual sigo admirando todavía hoy) no se extinguió enteramente en mí y dejó un residuo de vacío y protesta. He intentado analizar esta frase más de cien veces por el razonamiento. Lo primero que he encontrado es una ligera discordancia, una leve falta, una pequeña resquebrajadura en el diáfano cristal de esta fórmula tan limpiamente presentada. "Decir lo importante de un modo sencillo, no lo sencillo de una manera importante"; esto suena como un paralelismo irreprochable y, en verdad, no lo es enteramente. Pues el sentido de la palabra importante no es en ambas mitades de la frase exactamente el mismo. Lo importante que el poeta debe decir se entiende, sin duda, como algo enteramente honrado y de significado singular; importante significa aquí aproximadamente algo así como absolutamente valioso. Pero el otro importante, por el contrario, tiene un dejo de desprecio. Si un poeta expresa lo sencillo, lo notoriamente insignificante, de una manera importante, realiza, pues, verdaderamente, según el sentido de aquella frase, algo falso, y lo importante con que es designada su acción es, en realidad, afectación y, por tanto, se considera casi irónicamente.
Mucho después realicé aquel sencillo ensayo de acercarme más a la cosa, volviendo del revés la frase, por vía de experimento. Entonces rezaba así: "No es tarea del poeta decir lo importante de una manera sencilla, sino decir lo sencillo de una manera importante", y mira, ante mí tenía una nueva verdad. La inversión mejoraba la frase formalmente, pues la palabra importante tenía ahora el mismo valor en las dos mitades de la frase, en vez de cambiar. como antes, su sentido a escondidas.
Y de pronto comprendí que para mí el revés de la verdad de Schäfer era mucho más verdadero, mucho más valioso, que lo que él había dicho propiamente. Ahora todo estaba claro. Naturalmente, la frase de Schäfer seguía siendo cierta y hermosa como antes - vista desde su polo, desde el de Schäfer -. Pero vista desde mi polo, la frase invertida resplandecía con fuerza y calor enteramente nuevos.
Schäfer había dicho que la tarea del poeta no era exponer algo quizá discrecional y carente de importancia de forma que pareciera importante, sino elegir para sus obras lo verdaderamente valioso e importante y decirlo de la manera más sencilla posible. Pero mi frase invertida quería decir: "No es tarea del poeta decidir si esto o aquello es importante y significativo, su tarea no es hacer una selección, como si fuera una especie de tutor del futuro lector, de las cosas caóticas que forman el mundo y transmitirle solo lo valioso, lo realmente importante. ¡No! ¡Al contrario! La tarea del poeta es precisamente descubrir en lo insignificante, en las naderías, lo eterno y enorme, y dar a conocer siempre este tesoro, este conocimiento de que Dios está en todas partes y en cada una de las cosas."
Con esto había hallado una fórmula para el sentido o la tarea del poeta, que para mí, desde mi polo, era más valiosa y cierta que la frase primitiva, aunque en otro tiempo había encontrado a esta apropiada y acorde con mi manera de pensar. No; el poeta, como yo creo interiormente, no tiene por qué distinguir entre las cosas importantes y las no importantes del mundo. Tiene, en cambio, como pienso, precisamente la tarea, la sagrada tarea, de mostrar una y otra vez que importancia no es más que un vocablo, que en el mundo ninguna cosa tiene importancia o la tienen todas, que no hay cosas que se deben tomar en serio y otras que no se deben tomar en serio. Es cierto que Schäfer expresó esto de otra manera. El poeta que él repugnaba es un hombre que, por artificio y habilidad, hace de una nadería, que para él mismo es también una nadería, algo excelente al parecer, que hincha de importancia las cosas, que, en una palabra, teatraliza. Esta especie de poetas repugno yo también. Pero estoy en desacuerdo con Schäfer en que no creo en absoluto en un límite entre lo importante y lo sencillo.
Al cabo de unos años encontré también más comprensión para este pensamiento en un aspecto de la poesía y de la Historia de la Cultura, que siempre ha sido para mí algo oscuro y opresivo, y del que nunca han hablado a satisfacción mía nuestros maestros e historiadores literarios.
Este raro aspecto es, por una parte, el de los problemáticos; por otra, el de los pequeños maestros y de los idílicos. Hay una serie de poetas cuyas obras no nos encantan de ninguna manera, pero de las cuales emana un misterioso aroma de grandeza e importancia, porque han elegido temas gigantescos de la Humanidad y han trabajado sobre enormes problemas humanos. Por otra parte, hay los llamados poetas menores, que no han expresado ni un solo pensamiento grande, poderoso, mundial, que nunca se han preocupado de la génesis ni del futuro de la Humanidad, junto con sus problemas, sino que han preferido cantar y fantasear sobre pequeños destinos, sobre sentimientos amorosos y de amistad, sobre la tristeza por el pasado, sobre la campiña, los animales, los pájaros cantores y las nubes en el cielo, y que siempre han sido muy apreciados y muy leídos por nosotros. ¡Siempre hemos sentido perplejidad sobre la manera en que deberíamos clasificar y apreciar a estas almas sencillas, que en realidad nunca tuvieron nada subyugante que decir y, sin embargo, eran tan estimadas por nosotros! Todos los Eichendorff, todos los Stifter, todos estos poetas pertenecen a esa clase. Y, por otra parte, tenemos en su sombría celebridad a aquellos grandes problemáticos, a aquellos desarrolladores de grandes cuestiones, a aquel Hebbel, aquel Ibsen (no nombro entre ellos a los pocos verdaderos y grandes profetas poéticos: Dante, Shakespeare, Dostoievski); allí tenemos a aquellos extraños gigantes, en cuyas obras resuenan ciertamente profundas cuestiones, pero que, en fin de cuentas, nos alegran tan poco.
Así, pues, Eichendorff y Stifter y todos los demás son poetas sencillos, que decían lo sencillo de una manera importante, porque no notaban la diferencia entre lo sencillo y lo importante, porque vivían en un plano muy diferente, porque miraban el mundo desde un polo distinto. Y precisamente ellos, estos idílicos, estos sencillos y perspicaces hijos de Dios, para los que hasta las sencillas hierbecitas son una revelación, precisamente ellos, a los que llamamos menores, nos dan lo mejor. No nos enseñan el qué, sino el cómo. Son, junto a aquellos grandes llenos de pensamientos, como las buenas madres junto a los padres, ¡y cuan infinitamente más necesaria nos es con frecuencia la madre que el padre!
Siempre nos hace bien volver del revés una verdad. Siempre nos hace bien tener colgada cabeza abajo su imagen en nuestro interior durante un tiempo. Los pensamientos acuden fácilmente, las ideas surgen con mayor rapidez, nuestra barca se desliza más ligera por el río del mundo. Si yo fuera maestro y tuviera que dar lección, si tuviera discípulos que tuvieran que hacer composiciones y otras cosas semejantes, tomaría aparte, de cuando en cuando, a unos pocos y les diría: ¡Niños, lo que nosotros os enseñamos está muy bien. Pero intentad alguna vez volver del revés nuestras reglas y verdades, solo por probar, solo por juego!
Hasta cuando invertimos letra por letra una palabra, surge con frecuencia una fuente asombrosa de instrucción, gracia y buenas ideas.
También surge de tal juego aquella disposición de ánimo que hace caer las etiquetas de las cosas y nos permite oír su lenguaje nuevo y sorprendente. En semejante estado de ánimo, los delicados juegos de luz y color de una vidriera antigua nos parecen los de un mosaico bizantino, y la tetera, una máquina de vapor. Este estado de ánimo, esta disposición del alma para no conocer ya el mundo conocido, sino para descubrirlo como algo nuevo y lleno de significado, esta disposición es exactamente lo que encontramos en aquellos poetas que hablan de la importancia de lo insignificante.


TESÓN
(1919)

Hay una virtud que yo aprecio mucho, una sola. Se llama tesón. De todas las demás virtudes que hemos leído en los libros y hemos oído hablar a los maestros, no podría decir lo mismo. Y, sin embargo, todas las virtudes que el hombre ha inventado podrían resumirse en un solo nombre. Virtud es obediencia. La cuestión reside solo en saber a quién se obedece. También el tesón es obediencia. Pero todas las demás virtudes, tan apreciadas y ensalzadas, obedecen las leyes que el hombre se ha dado. El tesón es la única virtud que no pregunta por estas leyes. Quien es tesonero, obedece a otra ley, a una sola, incondicionalmente sagrada: la ley de sí mismo, el sentido de lo propio (1).
¡Es lástima que el tesón sea tan poco apreciado! ¿Goza de alguna estimación? Oh, no, y hasta es tenido por vicio o por una mala costumbre. Se le nombra simplemente por su nombre sonoro y bello, allí donde molesta y suscita odio. (Por lo demás, las virtudes reales molestan siempre y suscitan odio. Piensa en Sócrates, Jesús, Giordano Bruno y todos los demás tesoneros.) Cuando se tiene en cualquier manera la voluntad de considerar el tesón realmente como una virtud, o al menos como un bello adorno, se suele debilitar, en cuanto hay ocasión, el recio nombre de esta virtud. Carácter o personalidad, esto no suena tan áspera y casi viciosamente como tesón. Esto suena ya más cortesanamente; también agrada llamarlo originalidad. Esta última expresión solo se usa ciertamente entre los hombres estrafalarios, los artistas y otros mochuelos semejantes. En el Arte, donde el tesón no puede acarrear ningún perjuicio notable al capital y a la sociedad, se le tolera bastante como originalidad; entre los artistas es deseable un determinado tesón; se le paga bien. Pero, por lo demás, en el lenguaje de hoy día se entiende por carácter o personalidad algo extraordinariamente embrollado, es decir, un carácter que ciertamente subsiste y puede ser mostrado y decorado, pero que por cualquier causa importante se pliega solícito a extrañas leyes. Es un carácter, se dice del hombre que tiene algunos presentimientos y opiniones propios, pero que no vive al dictado de ellos. Deja entrever de cuando en cuando, y con mucha finura, que piensa de otra manera, que tiene opiniones. En esta forma, suave y frívola, el carácter puede pasar entre los vivientes por virtud. Pero si se tienen opiniones propias y se vive realmente conforme a ellas, pierde el elogioso nombre de carácter, y solo se le conoce por tesón. ¡Pero tomemos, no obstante, la palabra según "su etimología! ¿Qué significa Eigensinn? Lo que tiene un sentido propio. ¿No es cierto?

(1) Tesón, en alemán, se dice Eigensinn, palabra compuesta eigen, que significa propio, y de Sinn, que significa sentido.

Todas las cosas del mundo tienen un sentido propio; pura y simplemente, todas. Cada piedra, cada hierba, cada flor, cada arbusto, cada bestia crece, vive, obra y siente únicamente según su propio sentido, y en esto radica que el mundo sea bueno, rico y bello. Que haya flores y frutos, encinas y perales, caballos y gallinas, hierro y cinc, oro y carbón; se debe única y exclusivamente a que hasta la cosa más diminuta del Universo tiene su sentido, lleva en sí su propia ley y. sigue enteramente, con seguridad y en derechura, su destino.
Solo hay dos pobres y maldecidas especies de seres en la Tierra a los que no les está permitido seguir esta eterna llamada, ni existir, crecer, vivir y morir como les ordena el propio sentido profundo e innato. Solo el hombre y los animales domesticados por él están condenados a no poder seguir la voz de la vida y del crecimiento, sino solo algunas leyes dictadas por el hombre y siempre quebrantadas y modificadas de cuando en cuando por el mismo hombre. Y esto es lo más singular: aquellos pocos que desprecian las leyes arbitrarias para seguir sus propias leyes naturales, la mayoría de las veces son condenados y lapidados, ciertamente, pero después son enaltecidos, precisamente ellos, por siempre, como héroes y liberadores. La misma Humanidad que alaba y exige a los mortales la obediencia a sus leyes arbitrarias como la más alta virtud, esta misma Humanidad recibe en su eterno panteón precisamente a aquellos que opusieron resistencia a aquella exigencia y prefirieron perder la vida antes que ser infieles a su propio sentido.
Lo trágico, aquella palabra prodigiosamente excelsa, mística y sagrada, que tan llena está de horror desde la mítica juventud de la Humanidad, y de la cual abusa a diario
cualquier reportero; lo trágico no significa otra cosa que el destino del héroe, que perece por seguir su propia estrella en contra de las leyes establecidas. Por esto, y solamente por esto, se abre para la Humanidad una y otra vez la noción del propio sentido. Pues el héroe trágico, el tesonero, muestra una y otra vez a los millones de seres vulgares, de cobardes, que la desobediencia a las leyes humanas no es ninguna arbitrariedad, sino fidelidad hacia una ley mucho más elevada y sagrada. Dicho de otro modo: El sentido gregario del hombre exige, ante todo, a cada uno conformidad y subordinación, pero reserva sus más altos honores, no a los sufridos, cobardes y obedientes, sino precisamente a los tesoneros, a los héroes.
Igual que los reporteros usan mal el idioma cuando llaman trágico a un accidente de trabajo (lo que para ellos, bufones, significa lo mismo que lamentable), no con menos sinrazón obra la moda cuando habla de la muerte heroica de todos los pobres soldados caídos. Esta es también una palabra favorita de los sentimentales, sobre todo de los que se han quedado en casa. Los soldados que mueren en la guerra son dignos, ciertamente, de nuestra más alta conmiseración. Frecuentemente han realizado y padecido cosas enormes y, finalmente, han pagado con su vida. Pero no son héroes por esto, como no lo es el soldado a quien su oficial está voceando como a un perro y una bala perdida lo convierte en héroe de repente. La idea de masas enteras, de millones enteros de héroes es contradictoria consigo misma.
El héroe no es el ciudadano obediente y cumplidor de su deber. Solo puede ser heroico el individuo aislado que ha hecho de su propio sentido, de su noble tesón natural, su destino. "Destino y carácter son nombres de una misma idea", ha dicho Novalis, uno de los espíritus alemanes más profundos y más desconocidos. Pero solo es héroe quien encuentra el valor a su destino.
Si la mayoría de los hombres tuvieran ese valor y ese tesón, el mundo presentaría otro aspecto. Nuestros maestros mercenarios (los mismos que supieron ensalzarnos tanto a los héroes y a los tenaces de los tiempos antiguos) dicen con verdad que todo se trastrocaría. Pruebas tienen y no las usan. En realidad, la vida florecería más rica y más elevada bajo unos hombres que siguieran espontáneamente su ley y su sentir internos. En su mundo quedarían quizá sin expiar muchas injurias y muchas bofetadas, que hoy dan trabajo a los dignos jueces de la Nación. Habría también alguna que otra muerte -¿no sucede ahora lo mismo, a pesar de todas las leyes y castigos? -. Pero muchas de las cosas terribles e indeciblemente tristes y locas que vemos prosperar espantosamente en nuestro mundo tan bien ordenado, serían entonces desconocidas e imposibles. Por ejemplo, las guerras entre pueblos.
Ahora oigo decir a las autoridades: "Estás predicando la revolución."
Otro error más, que solo es posible en el hombre gregario. Yo predico el tesón, no la subversión, ¿Cómo podría desear la revolución? La revolución no es otra cosa que la guerra; es, exactamente como esta, una "prosecución de la política con otros medios". Pero el hombre que ha sentido en sí una vez el valor y ha oído la voz de su propio destino, ¡ah!, le tiene sin cuidado la política, ya sea monárquica o democrática, revolucionaria o conservadora! Le preocupan otras cosas. Su tesón es como el tesón profundo, soberbio, querido de Dios, de todo hierba, empeñado solamente en su propio crecimiento. Egoísmo, si se quiere. ¡Pero este egoísmo es enteramente distinto al egoísmo infamante de los acaparadores de riqueza o de los avariciosos de poder!
El hombre que posee aquel tesón que digo no busca el dinero ni el poder. No desdeña estas cosas quizá porque sea un modelo de todas las virtudes y un altruista resignado, ¡al contrario! Pero dinero y poder y todas las cosas por las cuales los hombres se atormentan mutuamente, y al fin se matan, carecen de valor para el hombre que se ha encontrado a sí mismo, para el tesonero. Solo aprecia grandemente una cosa: la misteriosa fuerza que siente dentro sí, que le estimula a vivir y le ayuda a medrar. Esta no puede adquirirse con dinero o con cosa semejante, ni puede ser aumentada o disminuida con él. Pues el dinero y el poder son invenciones de la desconfianza. Quien desconfía de la fuerza vital que lleva en el alma, quien carece de ella, debe compensar su falta con sustitutivos tales como el dinero. Quien tiene confianza en sí mismo, quien no desea otra cosa que experimentar en sí mismo y detectar las oscilaciones de su propio destino, para este aquellos preciados recursos, mil veces sobreestimados, descienden hasta el nivel de instrumentos subordinados, cuya posesión y uso pueden ser agradables, pero nunca decisivos.
¡Oh, cómo aprecio esta virtud del tesón! Cuando se la ha conocido y se han encontrado vestigios de ella en sí, las virtudes más acreditadas se tornan singularmente dudosas.
El patriotismo es una de ellas. No tengo nada contra él. Crea en el individuo un gran complejo. Pero nosotros lo consideramos una virtud tan pronto como empieza el tiroteo, este recurso ingenuo tan ridículamente insuficiente de proseguir la política. Al soldado que mata al enemigo se le tiene, en verdad, por más patriota que al aldeano que cultiva sus campos con toda perfección. Pues este saca provecho de su trabajo. Y es curioso, pero nuestra embrollada moral tiene por dudosas siempre aquellas virtudes que reportan bienestar y provecho a quienes las practican.
¿Y esto por qué? Porque estamos acostumbrados a obtener siempre beneficios a costa de los demás. Porque, llenos de desconfianza, pensamos que debemos codiciar siempre lo que tienen los demás. El cacique de la tribu salvaje tiene la creencia de que la fuerza vital del enemigo que ha matado pasa a él mismo. ¿No existe esta misma creencia negroide y paupérrima en el fondo de toda guerra, de toda competencia, de toda desconfianza entre hombres? Seríamos más felices si por lo menos equiparáramos al animoso aldeano con el soldado, si pudiéramos abandonar la superstición de que lo que un hombre o un pueblo gana en vida y en gozo de vivir ha de ser tomado necesariamente a otro.
Ahora oigo decir a los maestros: "Eso suena muy bien, pero, por favor, vuelve a considerar el asunto desde el punto de vista objetivo de la Economía Nacional. La producción mundial es..."
A lo que respondo: "No, gracias." El punto de vista económico nacional no es, en modo alguno, objetivo; es un cristal a través del cual se pueden mirar acontecimientos muy diversos. Por ejemplo, antes de la guerra se podía demostrar nacional-económicamente que era imposible una guerra mundial o que no podría durar mucho tiempo. Hoy se puede, nacional-económicamente también, demostrar lo contrario. ¡No; pensemos por una vez en realidades y dejémonos de fantasías!
No hay nada que hacer con estos puntos de vista, llámense como se llamen, y abandonemos su defensa a los más orondos profesores. Todos ellos no son más que trampas. Nosotros no somos ni máquinas de calcular, ni ningún otro mecanismo. Somos hombres. Y para los hombres solo hay un punto de vista natural, solo hay una medida natural. Es la del tesonero. Para él no hay ni destino del capitalismo, ni del socialismo; para él no hay Inglaterra, ni América; para él no vive nada más que la tranquila e irresistible ley que lleva en el propio pecho, tan difícil de seguir para el hombre de cómodas costumbres, pero que para el tesonero significa destino y divinidad.


REGRESO DE ZARATUSTRA
UNAS PALABRAS PARA LA JUVENTUD ALEMANA
(1919)

Cuando entre los jóvenes de la capital se difundió la noticia de que Zaratustra había vuelto y había sido visto aquí y allá en calles y plazas, algunos se propusieron buscarle. Eran jóvenes que volvían de la guerra; estaban llenos de preocupación e inquietud al ver la patria cambiada y derruida; sucedían cosas tremendas, su sentido era oscuro y duchas parecían desatinos. Todos, en su juventud primera, habían visto en Zaratustra a su profeta y guía, habían leído con el celo de la juventud lo que sobre él se había escrito, y habían hablado y meditado sobre ello en sus excursiones por los campos y las montañas, en sus cuartos nocturnos, a la luz de la lámpara. Y Zaratustra había sido sagrado para ellos, como era sagrada para cada uno de estos jóvenes aquella voz que primero y con más fuerza les recordaba su propio yo y su propio destino.
Cuando estos jóvenes encontraron a Zaratustra, lo hallaron en una ancha calle llena de gente y estrujado contra un muro, escuchando el discurso que un caudillo del pueblo dirigía a la apretada muchedumbre desde lo alto de un coche. Escuchaba, sonreía, miraba a la cara de las numerosas personas que le rodeaban. Miraba estas caras como mira un viejo ermitaño las olas del mar o las nubes de la mañana. Veía su angustia, veía su impaciencia y su desconcertada y llorosa zozobra infantil, veía también el coraje y el odio en los ojos de los decididos y de los desesperados, y no se cansaba de mirar y de escuchar las palabras del orador. Los jóvenes le reconocieron por su sonrisa. No era ni viejo ni joven, no tenía aspecto de maestro, ni de soldado, sino de hombre, de hombre que acabara de salir de la oscuridad del ser, el primero de su clase.
Le reconocieron por su sonrisa, después de haber dudado algún tiempo de si sería él. Su sonrisa era luminosa, pero no afable; era ingenua, mas sin bondad de corazón. Era la sonrisa de un guerrero, y más aún la sonrisa de un viejo que ha visto mucho y que no puede reprimir el llanto. Por esto le reconocieron.
Cuando acabó el discurso y el pueblo empezó a disgregarse ruidosamente, los jóvenes se acercaron a Zaratustra y le saludaron con mucho respeto.
- Ya estás aquí, maestro - dijeron con balbuceos - ; al fin has vuelto, cuando la necesidad es mayor. ¡Sé bien venido a nosotros, Zaratustra! Dinos lo que debemos hacer, muéstranos el camino. Tú nos salvarás de este, que es el mayor de los peligros.
Sonriendo, les invitó a que le acompañaran, y mientras caminaban, dijo a sus oyentes:
- Estoy de buen humor, amigos míos. Sí, he vuelto, quizá por un día, quizá por una hora, y he visto cómo hacéis la comedia. Siempre ha sido para mí un placer ver comedias. En ninguna otra cosa como en esto es el hombre tan honrado.
Los jóvenes escuchaban y se miraban unos a otros; a su parecer, había demasiada burla, demasiado regocijo, demasiada despreocupación en las palabras de Zaratustra. ¿Cómo podía hablar de comedias estando su pueblo en la miseria? ¿Cómo podía sonreír y sentir placer, estando su patria vencida y arruinada? ¿Cómo podía ser gozo para sus ojos y para sus oídos, motivo de sus miradas y de sus sonrisas todo esto: el pueblo y el orador, el apuro del momento, la solemnidad y reverencia de ellos mismos, los jóvenes? ¿No había llegado el momento de llorar lágrimas de sangre, de gritar de dolor y de rasgarse las vestiduras? Y, sobre todo, ¿no había llegado el momento, el momento supremo de obrar, de realizar actos, de dar ejemplo, de salvar el país y el pueblo de una ruina segura?
- Veo - dijo Zaratustra, que adivinaba sus pensamientos antes que llegaran a sus labios - que no estáis contentos de mí, jóvenes amigos. Lo esperaba y, sin embargo, me asombra. Cuando se espera algo de esta especie, siempre existe también la esperanza de lo contrario. Así me ha sucedido con vosotros, amigos. Pero, decidme, ¿no queríais hablar con Zaratustra?
- Sí, eso queríamos - exclamaron todos, anhelantes. Entonces sonrió Zaratustra y prosiguió:
- Pues, queridos amigos, ya estáis hablando con él, ¡escuchad a Zaratustra! El que está ante vosotros no es un orador popular, ni un soldado, ni un rey, ni un caudillo, es Zaratustra, el viejo ermitaño, el bromista, el inventor de la última risa, el inventor de tantas tristezas últimas. De mí, amigos míos, no aprenderéis cómo se gobiernan los pueblos, ni cómo se reparan las derrotas. No puedo enseñaros cómo se dirige la grey ni cómo se aplaca a los hambrientos. Estas no son artes de Zaratustra. Estos no son cuidados de Zaratustra.
Los jóvenes callaron y el desencanto alargó su rostro. Siguieron caminando junto al profeta, confusos y enfadados, y durante mucho tiempo no encontraron palabras para responderle. Al fin dijo uno de ellos, el más joven, y mientras hablaba, su mirada empezó a brillar, y los ojos de Zaratustra reposaban en él con agrado:
- Entonces - así empezó a decir el más joven entre los jóvenes -, dinos, pues, lo que tienes que decir. Pues si solo has venido para divertirte con nosotros y con la necesidad de este pueblo, tenemos mejores cosas que hacer que pasear contigo y escuchar excelentes agudezas. Míranos, Zaratustra; todos nosotros, aunque somos tan jóvenes, hemos hecho la guerra y hemos mirado cara a cara a la muerte, y no tenemos pensamiento de entregarnos a juegos y hermosos pasatiempos. Te hemos venerado, oh maestro, y te hemos querido, pero mayor que el amor que te profesamos es el que sentimos hacia nosotros mismos y hacia nuestro pueblo. Debes saber esto.
El rostro de Zaratustra se iluminó al oír hablar así al joven, y le miró con bondad, y hasta con ternura, a los ojos coléricos.
- Amigo mío - dijo con su mejor sonrisa -, cuánta razón tienes en no aceptar al viejo Zaratustra sin haberle visto, en tantearle y en hacerle cosquillas allí donde crees que es más vulnerable. ¡Cuánta razón tienes, querido, en desconfiar de él! ¿Y no sabes que has pronunciado una hermosa frase, una de esas que tanto agradan a Zaratustra? ¿No acabas de decir "nos amamos a nosotros mismos más que lo que amamos a Zaratustra"? ¡Cómo me gusta esa sinceridad! Con ella me has puesto un cebo a mí, el viejo pez, el escurridizo. ¡Pronto estaré colgado de tu anzuelo!
Desde una calle apartada llegó en este momento el rumor de disparos, gritos y lucha; aquello sonaba extraño y desatinado en la paz de la tarde. Y como viera Zaratustra que las miradas y pensamientos de sus jóvenes acompañantes corrían hacia allí como liebres, cambió el tono de su voz. La cual sonó, de repente, como si viniera de un extraño - y sonó exactamente igual que había sonado para los jóvenes cuando le conocieron -, como una voz que no viene de un hombre, sino de las estrellas o de los dioses, o más aún, como una voz que cada cual percibe secretamente en el propio pecho, en los momentos en que Dios está en él.
Los amigos escucharon y volvieron a poner sus pensamientos y sus sentidos en Zaratustra, pues ahora reconocieron la voz que en otro tiempo, como venida de la montaña sagrada, resonó en su primera juventud y que tanto se semejaba a la voz de un dios desconocido.
- Escuchad, hijos - dijo con seriedad y dirigiéndose particularmente al más joven -. Si queréis oír un son de campanas, no debéis golpear una hojalata. Y si queréis tocar una flauta, no debéis aplicar los labios a un odre. ¿Me comprendéis, amigos? Y recordad, vosotros, que sois buenos, recordad bien: ¿Qué es lo que aprendisteis entonces, en aquellas horas de embriaguez, de vuestro Zaratustra? ¿Qué fue? ¿Fue quizá ciencia para almacenarla, para la calle o para el campo de batalla? ¿Os di consejos para reyes, os hablé regia, burguesa, política o mercantilmente? No, recordadlo bien, os hablé como Zaratustra, os hablé en mi lenguaje, me abrí ante vosotros como un espejo para que pudierais miraros vosotros mismos en él. ¿Habéis aprendido algo de mí? ¿Fui un profesor de idiomas o un maestro de oficios? Mirad, Zaratustra no es ningún maestro, no se le puede preguntar, ni se puede aprender nada de él, ni se puede copiar de él buenas recetas, pequeñas o grandes, para casos de urgencia. Zaratustra es el hombre que andáis buscando en vosotros mismos, el sincero, el no pervertido; ¿cómo puede querer pervertiros? Zaratustra ha visto mucho, ha sufrido mucho, ha cascado muchas nueces y ha sido mordido por muchas serpientes. Pero ha aprendido una cosa, solo una es su ciencia, solo uno es su orgullo. Ha aprendido a ser Zaratustra. Esto es lo que vosotros queréis también aprender de él, y para lo que, sin embargo, os falta valor con frecuencia. Debéis aprender a ser vosotros mismos, como yo he aprendido a ser Zaratustra. Debéis olvidar la manera de ser otros, de no ser nada, de imitar la voz de otros y de tener por vuestros los rostros extraños. Y por esto, amigos, si Zaratustra os habla no busquéis en sus palabras ninguna ciencia, ningún arte, ninguna receta ni trampa de ratones, sino ¡buscadle él mismo! De la piedra podéis aprender lo que es dureza, y de los pájaros lo que es cantar. Pero de mí podéis aprender lo que es hombre y destino.
Charlando llegaron a la afueras de la ciudad y pasearon allí bajo los árboles, que empezaban a susurrar con el véspero, hablándose unos a otros. Le preguntaron muchas cosas, mucho rieron con él y mucho les hizo desesperar. Uno de ellos escribió y conservó para sus amigos lo que Zaratustra dijo aquella tarde, o parte de ello.
Lo que anotó de Zaratustra y de sus palabras, helo aquí:

DEL DESTINO

Así nos habló Zaratustra:
Una cosa ha sido concedida al hombre, que le convierte en Dios, que le recuerda que es Dios: conocer su destino.
Yo soy Zaratustra porque he conocido el destino de Zaratustra. Porque he vivido su vida. Pocos conocen su destino. Pocos viven su vida. ¡Aprended a vivir vuestra vida! Aprended a conocer vuestro destino.
Os lamentáis del destino de vuestro pueblo. Pero un destino que se lamenta no es el nuestro, es un destino extraño y adverso, es un dios extraño y un ídolo perverso que nos arroja a las tinieblas con el destino como con flechas envenenadas.
Aprended que el destino no viene de los ídolos, y también deberéis aprender, en fin, ¡que no hay ídolos ni dioses! Igual que se engendra el niño en el vientre de una mujer, así se forma el destino en el cuerpo de cada hombre, o, si queréis, podéis decir también: en su espíritu o en su alma. Es lo mismo.
E igual que la mujer está compenetrada con su hijo y ama y no reconoce nada en el mundo mejor que su hijo, así debéis aprender a amar vuestro destino y no reconocer nada mejor en el mundo que vuestro destino. El debe ser vuestro Dios, pues vosotros mismos debéis ser vuestro Dios.
Al que le viene de fuera el destino está muerto, como la flecha mata a la bestia salvaje. Al que le viene el destino de dentro y de su propio yo, a ese le fortalece y le hace Dios. El hizo Zaratustra a Zaratustra, él debe hacerte a ti tú mismo.
El que ha conocido su destino no quiere cambiar jamás de destino. Querer cambiar de destino es un afán enteramente infantil, que nos hace andar a la greña y matarnos mutuamente. Querer mudar de destino fue la obra y el afán de vuestro Kaiser y de vuestros mariscales, fue vuestro propio afán. Y como no habéis podido cambiar el destino, este os amarga y pensáis que tiene veneno. Si no hubierais querido cambiarlo, si lo hubierais considerado como vuestro hijo y como vuestro corazón, si os hubiera hecho enteramente vosotros mismos, ¡qué dulce os hubiera sabido entonces! Todo dolor, todo veneno, toda muerte es un destino soportado, siempre extraño. En cambio, toda acción, toda bondad y alegría y procreación es un destino vivido, es un destino que se ha convertido en un yo.
Antes de vuestra larga guerra, amigos, erais ricos y estabais gruesos y bien comidos, vosotros y vuestros padres, y cuando sentisteis dolores en el vientre, llegó el momento de que reconocierais en estos dolores el destino y de que escucharais su voz. Pero vosotros, hijos, os habéis incomodado por estos dolores de vientre y habéis creído que era el hambre y la necesidad lo que causaba estos dolores en vuestro vientre. Y os habéis lanzado al ataque para conquistar tierras, para tener más espacio en el mundo, para tener más comida en vuestro vientre. Y ahora que habéis vuelto a casa y no habéis alcanzado lo que queríais, volvéis a lamentaros, volvéis a sentir diversos dolores, y volvéis a buscar el mal enemigo que os ha deparado estos dolores, Y estáis dispuestos a fusilarle, aunque sea vuestro hermano.
Amigos queridos, ¿no sería bueno que reflexionarais? ¿No sería bueno que, al menos por esta vez, tratarais vuestros dolores con más respeto, con más curiosidad, con más virilidad, con menos temor infantil y con menos gritos de niño pequeño? ¿No podría ser que esos amargos dolores fueran voces del destino y que se volvieran dulces al comprender vosotros esas voces? ¿No podría ser así?
También os oigo, amigos, lamentaros a todas horas en voz alta de los terribles dolores y del adverso destino que han de soportar vuestro pueblo y vuestro país. ¡Perdonad, jóvenes amigos, si me muestro un poco escéptico, un poco tardo y reacio en creer en vuestros dolores! Tú, y tú, y tú, y todos vosotros, ¿no sentís dolor más que por vuestro pueblo? ¿Sufrís solamente por vuestra patria? ¿Dónde está esa patria? ¿Dónde su cabeza, dónde su corazón, por dónde queréis empezar a curarla? ¿Cómo lo haréis? Ayer todavía era el Kaiser y el imperio mundial lo que os inquietaba, lo que os enorgullecía, lo que teníais por más sagrado. ¿Dónde ha ido a parar todo esto? No era del Kaiser de donde provenían los dolores; ¿persistirían estos si no y serían tan amargos ahora que no hay Kaiser? Ahora podéis ver que no los causaba el Ejército, ni la Flota, ni esta o aquella provincia, ni este o el otro botín. Pero ¿por qué seguís hablando todavía, cuando sentís dolores, de la Patria y del pueblo y de otras cosas grandes y venerables, de las que es tan fácil hablar y que con frecuencia se desvanecen cuando menos lo esperáis? ¿Qué es el pueblo? ¿Es el orador político, o los que le escuchan, o los que le aplauden, o los que le escupen y esgrimen sus bastones? ¿Oís el tiroteo allá lejos? ¿Dónde está el pueblo, vuestro pueblo? ¿De qué parte? ¿Dispara o es ametrallado? ¿Ataca o es atacado?
Mirad, es difícil comprenderse mutuamente y más difícil comprenderse a sí mismo cuando se emplean palabras tan grandilocuentes. Si tú y tú y el otro sentís dolores, si no os sentís bien en el cuerpo o en el alma, si sentís angustia, si presentís peligros, ¿por qué no intentáis plantear la cuestión de otro modo, aunque no sea más que por broma, por curiosidad? ¿Por qué no intentáis averiguar si el dolor reside en vosotros mismos? Hubo un tiempo en que estuvisteis convencidos y seguros de que los rusos eran vuestros enemigos y el origen de todos los males. Y poco después, los franceses; luego, los ingleses, y más tarde, otros, y siempre estuvisteis convencidos y seguros, y siempre fue esto una triste comedia y terminó en la ruina. Puesto que habéis comprobado que los dolores que llevamos dentro no se calman con culpar de ellos a un enemigo, ¿por qué no buscáis vuestros dolores allí donde están: en vosotros mismos? Quizá no sea el pueblo quien te hace daño, ni la Patria, ni el poderío mundial, ni tampoco la democracia - quizá eres sencillamente tú mismo, tu estómago, tu hígado, un tumor o un cáncer dentro de ti -, y no es otra cosa que un temor infantil ante la verdad y ante el médico, cuando te figuras estar completamente sano, y simulas sentir el dolor de tu pueblo. ¿No es posible esto? ¿No sentís curiosidad por esta faceta del problema? ¿No sería para cada uno de vosotros una tarea divertida investigar sus dolores, dónde residen y a quién conciernen?
Pudiera ser que se pusiera de manifiesto que la tercera parte, la mitad y más de la mitad de vuestros dolores fueran realmente vuestros propios dolores y que haríais bien en tomar baños de agua fría o en beber un poco de vino o poneros en cura, en vez de andar poniendo cataplasmas a la Patria. Pudiera ser así, pienso yo; ¿y no estaría bien que así fuera? ¿No sería esto una ayuda? ¿No sería esto futuro? ¿No sería esto una esperanza de trocar el dolor en bienestar y el veneno en destino?
Pero vosotros encontráis egoísta e indigno abandonar a la Patria y curaros vosotros mismos. ¡Mas quizá no tengáis tampoco tanta razón en esto como quiere pareceres, amigos! ¿No creéis, en fin, que una patria estará sana y medrará más si los enfermos dejan de preocuparse tanto de sus propios dolores?
¡Ah, jóvenes amigos! ¡Cuánto habéis aprendido en vuestra breve vida! Habéis sido combatientes, habéis mirado cien veces a la muerte cara a cara. Sois héroes. Sois columnas de la patria. ¡Os ruego que no os conforméis con esto! ¡Aprended más todavía! ¡Seguid aspirando a más! ¡Y pensad de cuando en cuando en la cosa tan hermosa que es la honradez!

DE LOS DOLORES Y DE LOS ACTOS

"¿Qué debemos hacer?", me preguntáis y os preguntáis vosotros mismos continuamente, y el hacer os importa mucho, os importa todo. Esto es bueno, amigos míos, o ¡sería bueno, si comprendierais a fondo el hacer!
¡Pero, mirad, ya esta pregunta de "¿qué debemos hacer?", ya esta tímida pregunta infantil me indica lo poco que sabéis hacer!
Lo que vosotros, los jóvenes, llamáis hacer, yo, el viejo ermitaño de las montañas, lo llamaría de otra forma. Yo inventaría muchos nombres bonitos, graciosos y divertidos para este hacer. No necesitaría dar muchas vueltas entre los dedos a vuestro hacer, para convertirlo linda y divertidamente en su contrario. ¡Pues es lo contrario! Vuestro hacer es lo contrario de lo que yo llamo hacer.
La acción, oh amigos - ¡escuchad ahora esta simple palabra, oídla bien, lavad vuestros oídos con ella! -, la acción no será realizada nunca por aquel que antes ha preguntado "¿Qué debo hacer?" La acción es luz emanada de un Sol bueno. No será un Sol bueno, verdadero, diez veces acreditado, no será tal Sol el que pregunta con cortedad lo que debe hacer, ¡ese no dará nunca luz de sí! Acción no es obrar, acción no es discurrir y sutilizar. Bien; os diré lo que es acción. Pero antes, amigos míos, permitidme deciros lo que me parece vuestro hacer. Después nos entenderemos mejor.
Vuestro hacer, el que queréis hacer, el que ha de salir a luz a fuerza de buscar, de dudar y de zigzaguear, este hacer, queridos amigos, es la contraposición y el enemigo secular de la acción. ¡Vuestro hacer es, ni más ni menos, y si me permitís la palabra, cobardía! Veo que os estoy enfadando, veo en torno a vuestros ojos el rasgo que tanto me gusta ver; pero, esperad un poco más, ¡escuchadme hasta el fin!
Sois soldados jovencitos, y antes de ser soldados erais comerciantes o fabricantes, o lo eran vuestros padres, Y ellos y vosotros habéis creído, por influencia de una mala escuela, en ciertas contraposiciones que, según asegura la leyenda, provienen de la Eternidad y. fueron creadas por los dioses. Estas contraposiciones mismas eran vuestros dioses, como también habéis aceptado la contraposición Hombre-Dios y luego habéis concluido de ella que lo que es hombre no puede ser Dios y viceversa. Esta vieja y mala creencia en los sagrados contrastes no puede descubrírosla Zaratustra más sencilla y simplemente en su profunda incertidumbre y maligna fama, que poniéndoos con los ojos muy abiertos ante la contraposición Hacer-Padecer, en la que creéis.
Así, pues, amigos míos, abrid bien los ojos y examinad el Hacer y el Padecer, como quiere mostrároslo un viejo ermitaño.
El Hacer y el Padecer, que juntos determinan nuestra vida, son un todo, son una unidad. El niño sufre su procreación, sufre su nacimiento, sufre su destete, sufre aquí y sufre allá, hasta que al fin sufre la muerte. Pero todo bien que hay en él y por el que es ensalzado o querido, es solo el buen padecer, el verdadero, completo y vivo sufrir. Saber padecer bien es más de media vida, ¡saber padecer bien es la vida entera! Nacer es sufrir, crecer es sufrir: la tierra sufre la semilla, la raíz sufre la lluvia, el capullo sufre el desgarramiento.
Así, amigos míos, sufre el hombre su destino. El destino es tierra, es lluvia, es crecimiento. El destino causa dolor.
Pero vosotros llamáis hacer al huir ante el dolor, al no querer ser nacido, ¡la huida ante el dolor! Vosotros lo llamáis hacer, o así lo llamaban vuestros padres cuando alborotáis día y noche en almacenes y talleres, cuando oís martillear muchos martillos, cuando sopláis mucho hollín en el aire. Comprendedme bien: yo no tengo la menor animosidad contra vuestros martillos, ni contra vuestro hollín, o contra el de vuestros padres. ¡Pero me hace sonreír que queráis llamar hacer a esta actividad! Eso no es ningún hacer, eso no es más que huir ante el dolor. Es penoso entrar solo - por eso se fundan asociaciones -. Es penoso oír diversas voces en el propio interior, que exigen de vosotros que viváis vuestra propia vida, que busquéis vuestro propio destino, que muráis vuestra propia muerte, es penoso, y por eso huís presurosos y hacéis ruido con máquinas y martillos, hasta que las voces suenan lejos y enmudecen. Así hicieron vuestros padres, así hicieron vuestros maestros, así hacéis vosotros mismos. Se os exigía dolor y os enojasteis, no queríais sufrir, solo queríais obrar, y ¿qué hicisteis? Primero ofrecisteis sacrificios al dios del ruido y del aturdimiento; en vuestros extraños negocios teníais las manos llenas de hacer, no teníais tiempo nunca de sufrir, de oír, de respirar, de mamar la leche de la vida, de beber la luz del cielo. No, teníais que obrar siempre, siempre. Y cuando el obrar no remediaba nada y cuando el destino se pudría en vuestro interior y se volvía veneno, en vez de madurar y tornarse dulce, entonces aumentabais todavía más vuestro hacer, os inventabais enemigos, enemigos, primero en la imaginación, luego en la realidad, entonces ibais a la guerra, ¡ya erais guerreros y héroes! Habéis conquistado, habéis soportado lo más disparatado, habéis intentado lo más colosal. ¿Y ahora? ¿Os va bien? ¿Hay serenidad y alegría en vuestros corazones? ¿Sabe ahora dulce el destino? Oh, no; sabe más amargo que nunca, y por eso corréis apresurados hacia nuevas acciones, corréis por las calles, alborotáis y gritáis, elegís consejeros y volvéis a cargar las armas. ¡Y todo esto porque estáis huyendo eternamente del dolor! ¡Porque vais huyendo de vosotros mismos, de vuestra alma!
Oigo lo que me replicáis. Me preguntáis si no han sido dolores los que habéis padecido. Si no ha sido un dolor ver morir en vuestros brazos al hermano, ver helarse vuestros miembros en la tierra o palpitar bajo el bisturí del cirujano. Sí, todo eso fue dolor, un dolor deseado, terco, impaciente; fue un querer variar el destino. Fue heroico, si puede ser un héroe quien huye del destino, quien quiere cambiarlo.
Es difícil aprender a sufrir. Encontraréis casos más frecuentes y hermosos entre las mujeres que entre los hombres. ¡Aprended de ellas! ¡Aprended a escuchar cuando habla la voz de la vida! ¡Aprended a mirar cuando el Sol del destino juega con vuestra sombra! ¡Aprended a respetar la vida! ¡Aprended a respetaros a vosotros mismos!
Del sufrimiento nace la fuerza, del dolor viene la salud. Siempre son los hombres sanos los que se desploman de repente y mueren de una corriente de aire. Son los que no han aprendido a sufrir. El padecer da tenacidad, el sufrir da temple de acero. ¡Hay niños que huyen de todos los dolores! Ciertamente que yo amo a los niños, pero ¿cómo podría amar a estos que quieren ser niños durante toda la vida? Pues así sois todos los que huís del sufrimiento, los que huís con terror infantil del dolor y de la oscuridad.
¡Y ved lo que habéis alcanzado con vuestro mucho obrar y con vuestra mucha aplicación y con vuestras tiznadas industrias! ¿Qué queda de todo ello? El dinero se ha ido, y con él todo el esplendor de vuestra cobarde aplicación. O, ¿dónde está la acción, la proeza que habéis realizado con todo vuestro hacer? ¿Dónde está el gran hombre, el resplandeciente, el fautor, el héroe? ¿Dónde está vuestro Kaiser? ¿Quién es su sucesor? ¿Quién lo será? ¿Y cuál es vuestro arte? ¿Dónde tenéis las obras que justifiquen vuestro tiempo? ¿Dónde los grandes, los alegres pensamientos? ¡Ah, habéis sufrido poco, demasiado poco, y muy mal, para poder mostrar cosas buenas y resplandecientes!
Pues la acción, la buena y esplendorosa acción, amigos míos, no proviene del hacer, ni de la actividad, ni de la aplicación, ni del martillear. Crece solitaria en la montaña, crece en las cimas, donde hay quietud y peligro. Nace del sufrir, el cual debéis aprender a soportar.

DE LA SOLEDAD

Me preguntáis, jóvenes, por la escuela del sufrir, por el forjador del destino. ¿No los conocéis? No, vosotros que siempre estáis hablando del pueblo y siempre estáis preocupados con las masas y solo queréis sufrir con ellas y por ellas, no los conocéis. Es la soledad.
La soledad es el camino por el que el destino ha de conducir al hombre hacia sí mismo. La soledad es el camino que más teme el hombre. Allí están todos los horrores, allí están ocultas todas las serpientes y todos los sapos. Allí acecha lo horrendo. ¿No existe el mito de que todos los solitarios, todos los descubridores de sendas en el desierto de la soledad se habían descarriado, eran malos o estaban enfermos? ¿No se narran todas las grandes heroicidades como si hubieran sido realizadas por criminales, porque es bueno preservarse uno mismo del camino de semejantes acciones?
¿No se dice también de Zaratustra que se había vuelto loco, y que todo lo que había hecho y había dicho había caído al fondo y no eran más que locuras? ¿Y cuando habéis oído decir esto, no habéis sentido algo así como un sonrojo? ¿Como si fuera más noble y más digno de vosotros pertenecer al grupo de aquellos dementes, y como si os avergonzarais de no tener valor para ello?
Quisiera cantaros canciones de la soledad, queridos míos. Sin soledad no hay sufrimiento. Sin soledad no hay heroísmo. Mas no me refiero a aquella soledad de los bellos poetas y del teatro, ¡donde la fuente susurra tan amablemente en la oquedad rocosa del solitario!
Del niño al hombre no hay más que un paso, un único paso. Estar solo, ser tú mismo, soltarse de la mano de la madre y de la mano del padre, esto significa el paso de niño a hombre, y nadie lo da entero. Todos, hasta los más santos anacoretas y solitarios en las cimas más peladas de las montañas, llevan consigo un hilo, dejan tras sí un hilo que les une al padre y a la madre y a todos sus parientes y amigos queridos. Cuando vosotros, amigos, habláis con tanto calor del pueblo y de la patria, veo el hilo que cuelga de vosotros, y sonrío. Cuando vuestros grandes hombres hablan de sus tareas y de sus responsabilidades, les cuelga de la boca una hebra larguísima. ¡Vuestros grandes hombres, vuestros caudillos y oradores no hablan nunca de tareas sobre sí mismos, de responsabilidades frente a su destino. Cuelgan de los hilos que los retrotraen a la madre y a todo lo cálido y agradable que los poetas recuerdan cuando cantan llenos de sentimiento la infancia y sus puras alegrías.
Nadie corta enteramente estos hilos, ni aun en la muerte, si les es dado morir su propia muerte.
La mayoría de los hombres, todos aquellos del rebaño, no han saboreado nunca la soledad. Se apartan un día del padre y de la madre, pero solo para pescar una mujer y para caer en otro nuevo calor y dependencia. Nunca están solos, nunca hablan consigo mismos. Pero cuando encuentran en el camino al solitario, le temen y le odian como la peste, le arrojan piedras y no descansan hasta verlo lejos de sí. Al solitario le envuelve una atmósfera que huele a estrellas y a frío de los espacios siderales; ¡ay, le falta todo el benigno y cálido aroma de la patria y del niño!
Zaratustra tiene en sí algo de ese olor a estrellas y de esa frialdad. Zaratustra ha recorrido un buen trecho de aquel camino de la soledad. Se ha sentado en los bancos de la escuela del Dolor. Ha visto la fragua del Destino y ha sido forjado en ella.
¡Ay, amigos! No sé si debo deciros algo más sobre la soledad. Con gusto quisiera seduciros para que recorrierais aquel camino, con gusto os cantaría una canción de las gélidas delicias del espacio cósmico. Pero yo sé que son pocos los que recorren este camino sin descalabro. Se vive mal sin madre, sin su amor; se vive mal sin hogar, sin patria y sin pueblo, y sin fama y sin todas las dulzuras de la comunidad. Se vive mal en el frío, y la mayoría de los que emprenden el camino se pierden. Se debe ser indiferente hacia esta perdición cuando está en juego la soledad y está en litigio el propio destino. Es más fácil y más dulce caminar con un pueblo y con muchos, aunque se camine a través de la miseria. Es más fácil y más consolador dedicarse a las tareas que han de procurarnos el día y el pueblo. ¡Mirad qué bien les va a los hombres en sus calles superpobladas! Es ametrallado, y va la vida en el juego, pero todos prefieren estar inmersos en la masa, y perecer en ella, que estar fuera, en la noche oscura y fría. Pero ¿cómo podré seduciros, jovencitos? La soledad no se elige como no se puede elegir el destino. La soledad viene a nosotros si poseemos el talismán que atrae el destino. Muchos, muchísimos se han retirado al desierto y han llevado, junto a las hermosas fuentes y en la bella soledad, la vida de los hombres del rebaño. Pero otros han permanecido firmes en medio del gentío, y en torno a sus frentes hay luz de estrellas.
Mas bienaventurado aquel que ha encontrado su soledad, no una soledad pintada e inventada, sino la suya, la singular, la destinada para él. ¡Bienaventurado el que sabe sufrir! ¡Bienaventurado el que lleva un talismán en el corazón! Sobre él vendrá el destino, de él saldrán acciones.

ESPARTACO

Queréis saber mi opinión sobre aquel que se hizo llamar Espartaco.
De todos aquellos que en vuestra patria quisieron el bien con tanta energía y aspiraron a dirigir el futuro, el que más placer me causa es este esclavo sedicioso. ¡Qué decidida es esta gente, con qué brevedad y rectitud eligen su camino, que derechamente saben recorrerlo! En verdad que si vuestros ciudadanos tuvieran entre otros talentos una parte, una mínima parte de esta fuerza, vuestra patria estaría salvada.
No obstante, no será destruida por estos espartacos (1). ¿No es extraño, no es un sino que esta gente lleve ese nombre? Ellos, los indoctos, los hombres de los puños ásperos por el trabajo; ellos, los que desprecian a los latinistas e instruidos, se han dejado poner el nombre de uno de sus predecesores, ¡que apesta a Historia y a sabiduría! Y este nombre, que tan lejos han ido a buscar, ¿no podía significar también un destino?

(1) Revolucionarios comunistas en Alemania durante los años 1918 y 1919.

Pues hay una cosa buena en este nombre nuevo, en este nombre tan viejo, y es que recuerda a los iniciados un cambio de tiempo, una madurez de ocaso. Igual que pereció aquel viejo mundo, así perecerá también nuestro viejo mundo de ahora; esto es lo que quiere decir ese nombre, y tiene razón. Debe perecer con todas las cosas bellas y amadas que nos atan a él. Pero ¿cómo era aquel Espartaco que destruyó el viejo mundo? ¿No fue aquel Jesús de Nazaret quien lo destruyó, no fueron los bárbaros, no fueron aquellas oleadas de rubios mercenarios? No, no, fue Espartaco, un bravo héroe de la Historia, que sacudió con energías las cadenas, que blandió la espada con decisión. Pero no hizo hombre al esclavo, y solo participó como accidente en la decadencia del Imperio de entonces.
Mas ¡no me despreciéis a esta gente por el puño grosero y por el nombre pedante! ¡Están dispuestos a todo, presienten el destino, no se oponen a la decadencia! ¡Considerad el espíritu que alienta en estos decididos! La desesperación no es heroísmo - ¿no lo habéis comprobado vosotros mismos en la guerra? -. ¡Pero la desesperación es mejor que esta sorda angustia de los ciudadanos, que recurre al heroísmo cuando ve amenazada su bolsa!
Lo que ellos llaman comunismo es bien conocido de nosotros, es una receta antigua, demasiado vieja, bastante cómica, elaborada en los polvorientos crisoles de los fabricantes de oro. ¡No deis importancia a lo que dicen! ¡Pero poned atención en lo que hacen! Estos hombres son capaces de obrar, porque han llegado también cerca de la madurez de destino, aunque por un atajo desacreditado. Vosotros tenéis más posibilidades que aquellos, mejores y más elevadas, pero estáis todavía al principio del camino. Aquellos están ya al final, son superiores a vosotros en forma elocuente, como son superiores los que están preparados Para la decadencia a los vacilantes y a los retrasados.

LA PATRIA Y LOS ENEMIGOS

¡Muy mucho, amigos, os lamentáis a mí de la decadencia de vuestra patria! ¡Aunque hubiera de perecer, sería más digno y viril que lo hiciera silenciosamente y sin gimotear! Pero ¿dónde está esa decadencia? ¿O es que seguís llamando patria a vuestra bolsa y a vuestras naves? ¿A vuestro Kaiser y a vuestras óperas suntuosas de ayer?
Si llamáis patria a lo que vuestros hombres mejores amaron como lo mejor de vuestro pueblo, a esto con que vuestro pueblo ha enriquecido y ha deleitado al mundo, entonces ¡no comprendo cómo podéis hablar de ocaso y destrucción! Habéis perdido mucho en dineros y tierras, en barcos y poderío mundial. Si no podéis sufrir esto, id y quitaos la vida por vuestras propias manos al pie de un monumento al Kaiser, y yo os escribiré un canto funerario. Pero no os levantéis implorando lamentablemente la compasión de la Historia Universal, precisamente vosotros que habéis cantado el himno de la esencia alemana, en la que el mundo ha de curarse, ¡no salgáis a los caminos a implorar la compasión de los que pasan por ellos! ¡Si no podéis soportar la pobreza, morid! ¡Si no podéis gobernaros sin Kaiser y sin generales victoriosos, dejaos gobernar por los extranjeros! ¡Pero no olvidéis enteramente la vergüenza, os lo suplico!
"¡Pero, cómo! - exclamáis vosotros -, ¿no son crueles nuestros enemigos? ¿No son en su victoria, ya que la victoria es una preponderancia múltiple, rudos y vulgares? ¿No hablan de derechos y cometen violencias? ¿No escriben sobre la Justicia y piensan en botines y robos?"
Tenéis razón. No defiendo a vuestros enemigos. No los aprecio. Son como sois vosotros también: vulgares en el éxito y llenos de martingalas y subterfugios. Pero, amigos, ¿ha sido esto alguna vez diferente? ¿Y es tarea vuestra reconocer eterna y nuevamente lo inmutable en quejas sonoras?
Nuestra tarea, a mi parecer, es morir como hombres o seguir viviendo como hombres. Pero no berrear como niños. Nuestra tarea es conocer nuestro destino, identificarnos con nuestro dolor, trocar su amargura en dulzor, madurar para nuestro dolor. Nuestra meta no es volver a ser, tan pronto como sea posible, grandes y ricos y poderosos y tener barcos y ejércitos. Nuestro objetivo no es ningún antojo infantil. ¿No hemos visto ya lo que sucede con los barcos y los ejércitos, con el poder y el dinero? ¿Ya nos hemos vuelto a olvidar de ello?
Nuestra meta, jovencitos alemanes, no se puede designar con nombres y cifras. Nuestra meta es como la de todos los seres, unidad con el destino. Si lo somos, entonces podremos ser grandes o pequeños, ricos o pobres, temidos o despreciados, ¡poco importa! ¡Dejad que los soldados y los trabajadores intelectuales deliberen sobre esto! ¡Si no volvéis sobre vosotros mismos en la guerra y en el dolor, si no reparáis en lo esencial, si intentáis variar el destino antes o después, si os sustraéis al dolor, si desdeñáis la madurez, pereceréis!
Pero vosotros no comprendéis, lo veo en vuestros ojos. Presentís el consuelo en las amargas palabras del viejo de las montañas, del viejo malo. Recordáis las palabras que os ha dicho sobre el dolor, sobre el destino, sobre la soledad. ¿No sentís en el dolor que os aflige un hálito de la soledad? ¿No se ha vuelto vuestro oído más sensible para la suave llamada del destino? ¿No os dais cuenta de cómo vuestro dolor es más fecundo? ¿De que vuestro dolor puede significar una advertencia y una llamada de atención hacia lo más elevado?
¡No pongáis vuestras miras en lo que presente ante vosotros una infinitud! ¡No os propongáis fines, precisamente ahora que el destino ha desbaratado todos vuestros bellos proyectos de anteayer! ¡Avergonzaos, os lo ruego, pero no de lo que el Dios os ha hablado! ¡Sed los designados, sed los llamados, sed los elegidos! ¡Pero no elegidos para esto o aquello, para el poderío mundial o para el comercio, para la democracia o para el socialismo! Sed elegidos para ser vosotros mismos en el dolor, vuestro mismo aliento en el sufrimiento, y para recobrar vuestro propio latido del corazón, que habíais perdido. Sed elegidos para respirar aire de estrellas y para convertiros de niños en hombres.
¡Cesad en vuestras quejas, jovencitos! ¡Cesad en vuestras lágrimas infantiles al despediros de la madre y del dulce pan! ¡Aprended a comer pan amargo, pan de hombres, Pan del destino!
Mirad, entonces volverá a surgir para vosotros la Patria y vuestros mejores anhelos han presentido y amado. Entonces retornaréis de la soledad a la comunidad, que ya no era más establo y criadero, a una comunidad de hombres, a un reino sin fronteras, al reino de Dios, como lo llamaban vuestros padres. Allí hay sitio para todas las virtudes, aunque vuestras fronteras sean estrechas. ¡Allí hay lugar para todas las valentías, aunque no tengáis ya ningún general!
¡En verdad que Zaratustra volverá a reír, si tiene que consolaros como a niños!

REFORMA DEL MUNDO

Hay una frase, jovencitos, que me desagrada mucho en vuestros labios, cuando no me hace reír. Es eso de la reforma del mundo. Cantáis gustosamente esta canción en vuestras sociedades y rebaños, vuestro Kaiser y todos vuestros profetas la cantaban con amor singular, y el estribillo de la canción era el verso de la esencia germana y de su curación.
Amigos, deberíamos aprender a abstenernos de juzgar sobre si el mundo es bueno o es malo, y deberíamos renunciar a esta extraña pretensión de mejorarlo.
Con frecuencia se considera malo al mundo, porque el que lo juzga ha dormido mal o ha comido con exceso. Con frecuencia se tiene al mundo por venturoso, porque el que lo elogia ha besado a una muchacha.
El mundo no está ahí para ser mejorado. Tampoco vosotros existís para ser mejorados. Estáis aquí para ser vosotros mismos. Estáis aquí para que el mundo sea más rico con estos sonidos, con estos tonos, con estas sombras. ¡Sé tú mismo, y el mundo será rico y bello! Si no eres tú mismo, si eres mentiroso o cobarde, el mundo será pobre y te parecerá necesitado de mejoramiento.
Precisamente ahora, en estos tiempos extraños, se vuelve a cantar tan reciamente la canción del mejoramiento del mundo. ¿No os dais cuenta de lo mal que suena? ¡Qué poco delicada, qué poco feliz, qué poco prudente y sabia suena! ¡Y esta canción es como un marco que se puede acomodar a cualquier cuadro! ¡Se acomoda al Kaiser y al guardia, a vuestros famosos profesores alemanes, a los viejos amigos de Zaratustra! Esta desabrida canción se adapta a la democracia y al socialismo, a la unión de los pueblos y a la paz mundial, a la abolición del nacionalismo y al nuevo nacionalismo. Será cantada por vuestros enemigos en un coro, en el que unos se la cantarán a oíros, hasta matarse cantándola. Mirad, dondequiera que se entona esta canción, los puños se cierran dentro de los bolsillos, ya sea por interés personal o por egoísmo; ¡ay! no por aquel egoísmo del noble que piensa en elevar su propio yo y robustecerlo, sino por el egoísmo del dinero y de la bolsa, por vanidad y presunción. Cuando el hombre empieza a avergonzarse de su egoísmo, comienza a hablar de mejoramiento del mundo y a esconderse tras semejantes palabras.
Yo no sé, amigos, si el mundo ha sido mejorado o si siempre ha sido igualmente bueno o igualmente malo. No lo sé, no soy ningún filósofo, y siento poca curiosidad por esta cuestión. En cambio, sé que si el mundo ha sido mejorado alguna vez por los hombres, si se ha vuelto más vivo, más alegre, más arriesgado, más divertido, no ha sido por los mejoradores, sino por aquellos verdaderos egoístas, de los que con tanto agrado quisiera hablaros también. Por aquellos formales y verdaderos egoístas, que no conocen ninguna meta, que no tienen ningún designio, que se conforman con vivir y ser ellos mismos. Sufren mucho, pero sufren a gusto. Están enfermos con gusto, si es su enfermedad la que han de padecer, la heredada, la propia, la más personal. ¡Mueren a gusto, si han de morir su muerte propia y bien merecida! "
Por estos es mejorado el mundo de cuando en cuando; igual que un día de otoño es mejorado por una nubecilla, por una pequeña sombra parda, por el vuelo raudo de una avecilla. No creáis que el mundo necesita otra mejora más que caminen por él algunos hombres, no unos ganados, ni un rebaño, sino algunos hombres, algunos de los pocos que nos hacen felices, igual que nos hace feliz el vuelo de un pájaro o un árbol a la orilla del mar, solo porque están allí, Porque existen. ¡Si queréis ser ambiciosos, jovencitos, codiciad este honor! Pero es peligroso, conduce a la soledad y puede costamos la vida fácilmente.

DEL ALEMÁN

¿No os habéis parado nunca a pensar cuál es la causa de que el alemán sea tan poco apreciado, tan profundamente aborrecido, tan temido y tan apasionadamente evitado? ¿No os asombrasteis de ver cómo en esta guerra, que iniciasteis con tantos soldados y bajo tan buenos auspicios, cómo durante esta guerra lenta, lenta e incesantemente fueron convirtiéndose en enemigos vuestros unos pueblos tras otros, y fueron abandonándoos y quitándoos la razón?
Sí, lo habéis notado con profundo disgusto y estabais orgullosos de ser abandonados así, de estar solos y de no ser comprendidos. Pero, escuchad: ¡no fuisteis incomprendidos! Erais vosotros mismos los que no os comprendíais, los que estabais en el error.
Vosotros, los jóvenes alemanes, os habéis escudado siempre en las virtudes que no teníais y habéis censurado a vuestros enemigos la mayoría de los vicios que han aprendido de vosotros. Siempre estáis hablando de las virtudes alemanas; la fidelidad y otras virtudes las tenéis casi por invenciones de vuestro Kaiser o de vuestro pueblo. Pero vosotros no sois fieles. Sois desleales, desleales para con vosotros mismos, y esto es lo que os ha acarreado el odio de todo el mundo. Vosotros decís: ¡No era nuestro dinero, era nuestro éxito! Y quizá lo creyera así también el enemigo, como vosotros esperabais con lógica de tenderos. Pero los motivos son siempre algo más profundo que nuestras opiniones, y mucho más profundo que las opiniones superficiales y ligeras de un fabricante. ¡Es posible que el enemigo codiciara vuestro dinero, es posible que esto le volviera envidioso! Pero también hay éxitos que no excitan la envidia: son aquellos que el mundo celebra. ¿Por qué no habéis tenido nunca tales éxitos, por qué siempre han sido solo aquellos otros?
Porque erais infieles a vosotros mismos. Representabais un papel que no era el vuestro. Con la ayuda de vuestro Kaiser y de Ricardo Wagner habéis hecho de las virtudes alemanas una ópera, que nadie en el mundo toma en serio nada más que vosotros. Y tras la bella fanfarronada de esta ópera fastuosa dejáis proliferar y medrar todos vuestros instintos oscuros, serviles y megalómanos. Siempre tenéis a Dios en los labios y la mano en la bolsa. Siempre estáis hablando de orden, de virtud, de organización, y no pensáis más que en acumular riquezas. ¡Y os traicionáis precisamente en esto, en que siempre creéis ver en vuestros enemigos estas mismas patrañas! ¡Oíd, se os oye decir continuamente, oíd cómo presumen de virtudes y razones, y ved como piensan en realidad! Os miráis parpadeando unos a otros si un inglés o un americano pronuncia un discurso florido, y vuestro parpadear sabe lo que quiere ocultar bajo tales palabras. ¿Cómo es que lo sabéis con tanta exactitud, si no es por vuestro propio corazón?
No os lamentéis de que os cause dolor! No estáis nada acostumbrados a que os hagan daño, estáis muy habituados a daros la razón unos a otros. Para no tener razón, para mal hablar, para descargar sobre él los impulsos enemistosos, para eso estaba allí el enemigo. Pero yo os digo: se debe poder hacer mal y sufrir el mal si se quiere estar al lado de la vida y se quiere permanecer en el mundo. El mundo es frío y no es ningún nido natal en el que se pueda permanecer en eterna niñez y perpetua tibieza. El mundo es cruel, es insondable, no ama más que la fuerza y la habilidad, ama a los que se mantienen fieles a sí mismos. Todo lo demás tiene en él solamente un éxito efímero, ¡ el mismo que habéis tenido vosotros con vuestras mercancías y organizaciones desde la decadencia espiritual de Alemania! ¿En qué paró todo aquello? Mas ahora es tiempo quizá para vosotros. Quizá es la necesidad lo bastante grande Para excitar vuestra voluntad, no para nuevas afectaciones y nuevas ¡evasiones ante el sentido oculto de la vida, sino para la virilidad, para tener fe en vosotros mismos. Para ser veraces y fieles con vosotros mismos.
A través de estas admoniciones y reprensiones mías podréis haberos percatado de esto: que os quiero, que tengo cierta confianza en vosotros, que presiento en vosotros el futuro - y creedme, tengo un fino olfato, bien acreditado, yo, el viejo ermitaño y meteorólogo -. Sí, creo en vosotros, creo en algo vuestro y en algo de los alemanes, por los que siento un viejo y profundo amor en el corazón. Creo en vosotros, en algo vuestro, que todavía no es visible, en un futuro, en posibilidades, en un acaso halagüeño que brilla tras una cortina de nubes. Creo en esto precisamente porque sois todavía niños y cometéis muchas niñerías, porque lleváis con vosotros mismos esta infantilidad tanto tiempo prolongada. ¡Ah, si esta infancia se convirtiera en virilidad! ¡Si esta credulidad se trocara alguna vez en confianza, esta delicadeza en bondad, esta singularidad y sensibilidad en carácter y en tesón humano!
Sois el pueblo más piadoso de la Tierra. ¡Qué dioses no ha creado vuestra religiosidad! ¡Kaiseres y suboficiales! ¡Y ahora, en su lugar, este nuevo bienhechor universal!
¡Ojalá aprendierais a buscar a Dios en vosotros mismos! ¡Ojalá que sintierais dentro de vosotros tanta veneración ante el ser oculto, ante este futuro, como sentíais ante los príncipes y las banderas! ¡Ojalá que vuestra piedad no vuelva a postrarse de hinojos, sino que se afirme en los pies, viril y tenazmente!

VOSOTROS Y VUESTRO PUEBLO

Yo veo, amigos, que seguís desconfiando y me miráis de reojo, y sé lo que os desagrada de mí y os intimida: ¡teméis que el cazador de ratones Zaratustra os saque con halagos de vuestro pueblo, que tanto amáis y que tan sagrado es para vosotros! ¿No es así? ¿He adivinado vuestros pensamientos?
Hay dos preceptos en vuestros maestros y en vuestros libros: uno enseña que el pueblo lo es todo, y el hombre aislado, nada; el otro vuelve la frase del revés.
Pero Zaratustra no ha sido nunca un maestro, vuestros maestros son para él, sobre todo, motivo de risa. Queridos amigos, no está en vuestras manos decidir si queréis ser pueblo o ser individuos aislados. ¡Se ha procurado, se ha procurado mucho que los árboles no crezcan hasta el cielo! ¡Hasta el cielo de la soledad, hasta el cielo de la virilidad no ha llegado ninguno todavía por haber leído en un libro algo de ello, ni por haberse decidido a ello!
Y si yo os pregunto: jóvenes, ¿qué es lo que vuestro pueblo desea tanto?, ¿qué necesidades tiene?, vosotros responderéis: ¡Nuestro pueblo necesita hechos, nuestro pueblo necesita hombres que no solo sepan hablar, sino también obrar!
Pues bien, amigos, si vosotros queréis obrar por amor vuestro o de vuestro pueblo, no olvidéis de dónde proceden las acciones, de dónde proviene el frío, el alegre y valiente tesón del que surgen las acciones, como si rayo de las nubes. ¿Ya lo habéis olvidado? ¿Lo recordáis?
Amigos, lo que vuestro pueblo y todos los pueblos necesitan son hombres que hayan aprendido a ser ellos mismos, que conozcan su destino. Que sean ellos mismos el destino de su pueblo. Que no se contenten con discursos y decretos y funcionarios meticulosos e irresponsables. Ellos solos tienen el ánimo, el orgullo, el buen talante, sano y alegre, de donde nacen las acciones.
Vosotros, los alemanes, estáis más acostumbrados que ningún otro pueblo a obedecer. Vuestro pueblo ha obedecido siempre tan fácil, tan gustosa y alegremente; no puede dar un paso sin sentir la satisfacción de que con ello cumple un mandamiento, de que ha de seguirse un progreso. Vuestra hermosa tierra estaba poblada como por un bosque de postes con ordenanzas y, sobre todo, de prohibiciones.
¿Cómo podrá seguir obedeciendo este pueblo cuando, después de tan larga pausa y fatigosa esperanza, vuelvan a oírse voces de hombre, cuando vuelva a escucharse la voz de la fuerza y de la persuasión, en lugar de edictos y disposiciones, cuando vuelva a ver acciones que no han sido ordenadas benignamente ni realizadas rendidamente, sino que han surgido alegres y sanas de la cabeza de su padre. resplandecientes y equipadas con todas las armas, como aquella diosa de los griegos?
¡Meditad una y otra vez sobre esto, amigos, y no olvidéis la causa por la cual muere de sed vuestro pueblo! ¡Y no olvidéis que la acción y la hombría no medran en los libros ni en los discursos! Crecen en las montañas, el camino que a ellas conduce se abre a través del dolor soportado con gusto, a través de la soledad voluntaria.
Y frente a todos los oradores públicos, gritaros a vosotros mismos: ¡No hay que correr tanto! Y aquellos os gritarán desde todas las esquinas: ¡Daos prisa! ¡Corred! ¡Decidios en seguida! ¡El mundo está ardiendo! ¡La Patria está en peligro! Mas creedme: ¡la Patria no pasará apuros si os tomáis tiempo, si dejáis que madure vuestra voluntad, vuestro destino, vuestra acción! El apresuramiento, igual que el placer de la obediencia, ha contado entre las virtudes alemanas, sin ser tales virtudes en absoluto.
Hijos míos, no dejéis abatir así vuestras cabezas. ¡No hagáis reír al viejo Zaratustra!
¿Es una desdicha que hayáis nacido en unos tiempos nuevos, tormentosos, efervescentes? ¿No es más bien una suerte?


LA DESPEDIDA

Y ahora, amigos, me despido de vosotros. Y ya sabéis que cuando Zaratustra se despide de sus oyentes no suele pedirles que sigan siéndole fieles y continúen siendo buenos discípulos.
¡No debéis adorar a Zaratustra! ¡No debéis querer ser Zaratustra! En cada uno de vosotros hay una figura oculta, que yace todavía en un sopor infantil. ¡Dejadla que despierte! En cada uno de vosotros hay una llamada, una voluntad y una proyección de la Naturaleza, una proyección hacia el futuro, hacia lo nuevo y elevado. ¡Dejadla madurar, dejadla resonar, cuidadla! Vuestro futuro no es este ni aquel, no es dinero o poder, no es sabiduría o prosperidad industrial; vuestro futuro y vuestro camino es este: madurar y encontrar a Dios dentro de vosotros mismos. Nada os ha sido hecho difícil, jóvenes alemanes. Siempre habéis buscado a Dios, pero nunca dentro de vosotros. No está en ninguna parte. No hay otro Dios más que el que está en vosotros.
Si alguna vez vuelvo, amigos míos, hablaremos de otras cosas, de otras cosas más alegres y bellas. Entonces - así lo deseo fervientemente - nos sentaremos juntos y caminaremos unos al lado de otros, como hombres fortalecidos, sin confiar en nada del mundo más que en nosotros mismos y en la dicha que es debida a los fuertes y a los temerarios.
Marchad a vuestras calles con sus numerosos oradores. Olvidad lo que os ha dicho el viejo forastero de las montañas. Zaratustra no ha sido nunca un sabio. Siempre ha sido un bromista, un caminante caprichoso.
No dejéis que los oradores y los maestros pongan un pájaro pinto a vuestro oído, se llame como quiera. En cada uno de vosotros hay un pájaro, uno solo, uno propio, personal, al que deberéis escuchar.
Esto os digo como despedida: ¡Escuchad al pájaro! ¡Escuchad la voz que viene de vosotros mismos! Si esta voz enmudece, sabed que algo está torcido, que algo no está en orden, que estáis en el mal camino.
Pero si vuestro pájaro canta y habla, ¡seguidle en cada llamada y hasta la más lejana y más fría soledad, hasta el más sombrío destino!


CARTA A UN JOVEN ALEMÁN
(1919)

Me escribe usted diciéndome que está desesperado y no sabe lo que hacer, que no sabe lo que creer, que no sabe lo que debe esperar. Que no sabe si hay un Dios o ninguno. Que no sabe si la vida tiene algún sentido o ninguno; si la Patria tiene un sentido o no; si es mejor afanarse por los bienes espirituales o llenar sencillamente el vientre, en vista de que todo tiene tan mala apariencia en el mundo. Encuentro enteramente justa la situación en que se encuentra su alma. Es preferible que no sepa si hay un Dios, si existen el Bien y el Mal, a que lo sepa con certeza. Hace cinco años, si lo recuerda, es de presumir que supiera a ciencia cierta que había un Dios, y sabía también con precisión lo que era bueno y malo, y, naturalmente, usted hacía lo que le parecía bueno, y fue a la guerra. Y desde entonces, durante cinco años, en los mejores de su juventud, ha hecho siempre aquel bien, ha disparado, ha arrasado, ha expuesto la piel, ha enterrado camaradas, ha vendado a los compañeros, y así, poco a poco, el bien se ha vuelto dudoso, y a veces no estaba tan claro si este magnífico bien que usted hacía no sería en el fondo un mal o simplemente una estupidez y una tremenda injusticia.
También podía ser esto. El bien que usted conocía con tanta exactitud no era ostensiblemente el verdadero bien, el bien indestructible, eterno; y el Dios que usted conocía entonces no era manifiestamente el verdadero. Era presumiblemente .el Dios nacional de nuestros consejeros consistoriales y de nuestros poetas bélicos, aquel Dios que se apoyaba con tanta dignidad en los cañones y cuyos colores preferidos eran el negro, blanco y rojo. Era un Dios, un Dios ciertamente más poderoso, más gigantesco, mayor que Jehová, y le fueron ofrecidos cientos de miles de sacrificios sangrientos, y en su honor fueron abiertas cientos de miles de entrañas y desgarrados cientos de miles de pulmones; era más sanguinario y brutal que un fantasma y un ídolo, y durante el sangriento sacrificio cantaban en casa los sacerdotes, nuestros teólogos, cantos de alabanza. El residuo de religión que poseíamos en nuestras almas empobrecidas y en nuestras iglesias tan arruinadas y exánimes se perdió por entero. ¿Ha reflexionado alguien y se ha maravillado sobre cómo nuestros teólogos han llevado a la tumba en estos cuatro años su propia Religión, su propio Cristianismo? Servían al amor y han predicado el odio, servían a la Humanidad y confundieron la Humanidad con la autoridad, de la que reciben su salario. Han demostrado (no todos, naturalmente, pero sí sus voceros) con astucia y muchas palabras que la guerra y el Cristianismo se compaginan admirablemente, que se puede ser un buen cristiano y disparar y matar a conciencia. Esto no puede ser y si nuestra Iglesia nacional no hubiera sido una iglesia al servicio del Trono y del Ejército, sino una Iglesia de Dios, hubiéramos tenido en ella durante la guerra lo que tan amargamente echamos de menos: un refugio para la Humanidad, un santuario para las almas abandonadas, una continua exhortación a la moderación, a la prudencia, al amor al hombre, al servicio de Dios.
¡Compréndame bien, por favor! ¡No crea que quiero hacer reproches a nadie. Solo quisiera señalar defectos, no acusar. Entre nosotros no estamos acostumbrados a esto, y sí solo a gritar, a lamentar, a odiar. Los hombres de nuestro tiempo, los alemanes como los demás, hemos aprendido el arte fatal de buscar siempre la culpa en los otros cuando nos va mal. Solo contra esto voy, solo a esto hago reproches. Si nuestra fe era tan débil, si nuestro Dios soberano y protector era tan brutal, si no sabíamos diferenciar la guerra de la paz, el bien del mal, de esto éramos todos igualmente culpables, igualmente inocentes. Usted y yo, el Kaiser y el cura; todos hemos contribuido a ello y no podemos echarnos nada en cara.
Si piensa dónde puede encontrar un consuelo, un nuevo Dios y una fe mejor, se dará perfecta cuenta en su actual aislamiento y desesperación que la luz no puede venir otra vez de fuera, de las fuentes oficiales, de la Biblia, de los pulpitos, del Trono. Tampoco puede proceder de mí. Solo podrá hallarla dentro de sí mismo. Allí está, allí mora el Dios, que es más excelso y más eterno que el Dios de los patrioteros de 1914. Los sabios de todos los tiempos le han anunciado siempre, pero no viene a nosotros desde los libros, vive en nosotros mismos y debemos abrir bien los ojos para examinar nuestro interior, pues en caso contrario toda la Ciencia sobre El carecería de valor. También está dentro de usted este Dios. Está precisamente en usted, en vosotros, los lacerados, los desesperados. No son pocos los que están enfermos de la miseria de los tiempos. No son los malos los que ya no están contentos con los dioses y los ídolos de anteayer.
Pero donde quiera que intente huir usted no encontrará al profeta y maestro que tome sobre sí el trabajo de buscarle y volverle a usted a sí mismo. Todo el pueblo alemán está hoy en la misma situación, y todos nosotros. Nuestro mundo está derruido; nuestro orgullo, quebrantado; nuestro dinero, perdido; nuestros amigos, muertos. Ahora intentamos casi todos seguir el método viejo y malo, buscamos al malvado pícaro culpable de todo esto. Le llamamos América, le llamamos Clemenceau, le llamamos Kaiser Guillermo o de cualquier otro modo, y corremos en círculo con todas estas lamentaciones y no llegamos a ningún fin. Pero basta olvidar durante una hora esta infantil y poco inteligente búsqueda del culpable y plantear en su lugar la siguiente pregunta: ¿Qué sucede conmigo mismo? ¿Hasta dónde soy yo cómplice? ¿Hasta dónde fui consentidor, petulante, crédulo y hasta fanfarrón? ¿Dónde está en mí el punto en que pudo apoyarse la mala prensa, la fe degenerada en el Jehová nacional y todos estos errores tan rápidamente aniquilados?
No es muy agradable el momento en que uno se interroga así. Se reconoce uno débil y malo, se empequeñece y humilla. Pero no se siente anonadado. Se ve también que no hay culpa. No hay Kaiser malo, ni Clemenceau malo; no tienen razón ni los victoriosos pueblos democráticos ni los vencidos bárbaros. Culpa e inocencia, razón y sinrazón son simplificaciones, son conceptos infantiles, y nuestro primer paso hacia el santuario de un nuevo Dios es que reconozcamos todo esto. Con ello no aprenderemos a evitar futuras guerras, ni a volver a ser ricos. Solo aprenderemos una cosa: a no dirigir ya las preguntas más importantes de nuestra vida, todas nuestras pesquisiciones de culpa, todos nuestros reparos de conciencia a un viejo Jehová, a un sargento primero, a la redacción de un periódico, sino a nuestro propio corazón. Debemos decidirnos a convertirnos de niños en hombres. Para los hombres del mañana, la pérdida de nuestra flota, de nuestras máquinas, de nuestro dinero, quizá signifique lo mismo que la pérdida de todos sus bellos juguetes para un niño, el cual, después de haber llorado bastante y de haber insultado suficientemente a quien se los quitó, se calla y se hace hombre. Este camino hemos de recorrer, no hay otro. Y el primer paso de este camino debe darlo cada cual por sí solo, en el propio corazón.
Puesto que le gusta Nietzsche, ¡lea usted una vez más las últimas páginas de aquella intempestiva reflexión que trata del provecho y ventajas de la Historia! ¡Lea usted palabra por palabra, una vez más, aquellas frases sobre la juventud que tiene la suerte de retorcer el cuello a una falsa cultura que se desmorona y de empezar de nuevo! ¡Qué dura, qué amarga es la suerte de una juventud semejante, pero qué grande y qué sagrada es! A esta juventud pertenece usted, pertenecéis vosotros, jóvenes de hoy día, en esta Alemania destrozada. Sobre vuestros hombros descansa este peso; sobre vuestros corazones, esta tarea.
Pero no se quede con Nietzsche ni con ningún otro profeta o consejero. Nuestro oficio no es el de doctrinarles a ustedes, ahorrarles trabajos y mostrarles el camino. Nuestro oficio es solamente recordarles que hay un Dios, uno solo, y que este Dios vive en sus corazones y que en ellos han de buscarle y hablar con El.


NO MATARAS
(1919)

La domesticación del hombre, su desenvolvimiento desde el gorila hasta el ser civilizado ha recorrido un largo y lento camino. Las conquistas prácticas, fijadas en la Moral y en la Ley, son dudosas; cada circunstancia saca a luz atavismos que hacen rechinar los dientes y convierten en perecedero todo lo logrado, al parecer, para siempre. Si buscamos la meta preliminar del devenir humano en la satisfacción de las exigencias espirituales, que han sido establecidas desde Zoroastro y Lao Tse por los caudillos espirituales de la Humanidad, hemos de reconocer que la Humanidad actual está todavía infinitamente más cerca del gorila que del hombre. Nosotros no somos hombres todavía, estamos en camino de serlo.
Hace unos miles de años, la ley religiosa de un pueblo excelso estableció este Mandamiento fundamental: "No matarás." En la primavera de 1919 se consideró como un progreso importante que el barón Wrangel formulara en Berna, ante una pequeña sociedad internacional de idealistas, la petición de que en lo futuro no se pudiera obligar a ningún hombre a matar a otro hombre, "ni aun en servicio de la Patria". Tan lejos hemos llegado. La Ley que Moisés recibió en el Sinaí fue formulada de nuevo varios miles de años después por un pequeño grupo de hombres bien intencionados, con limitaciones y con ánimo precavido y tímido. Ni una sola cultura, ni un solo pueblo del mundo ha establecido sin restricciones en su Ley la prohibición de matar al hombre. Lo más sencillo, lo más justo humanamente es todavía hoy en todas partes motivo de discusiones meticulosas. Cualquier discípulo de Lao Tse, cualquier Apóstol de Jesús, cualquier seguidor de Francisco de Asís, estaba más acertado, infinitamente más, que lo están hoy la ley y la razón de la cultura mundial.
Esto parece contradecir el valor de aquellas elevadas exigencias y negar sencillamente el progreso, las posibilidades de progreso de la Humanidad. Cien otros ejemplos podrían ofrecernos el mismo testimonio. Sin embargo, el valor de aquellas exigencias y decisiones de la Humanidad no es rozado siquiera por estas tristes experiencias. La frase "No matarás" es fielmente respetada y observada, en realidad, desde hace miles de años por miles de personas. Al Antiguo Testamento sucede el Nuevo; Cristo fue posible, la liberación de los judíos fue posible en parte, la Humanidad ha producido a Goethe, a Mozart, a Dostoievski. Y siempre ha habido una minoría de gentes bien intencionadas, de creyentes en el futuro que han seguido leyes que no aparecen en ningún código mundial. También durante esta horrible guerra miles de personas han reconocido leyes elevadas y no escritas, han practicado la caridad como soldados y han mostrado respeto con el enemigo o se han resistido firmemente a la obligación de matar y de odiar y se han dejado encerrar y atormentar por ello.
Para poder valorar a estos hombres y estos hechos, para sobreponerse a las dudas sobre la transformación del animal en hombre, se debe vivir en la fe. Se debe saber valorar tan altas las ideas como las balas de fusil o el dinero, se debe amar las posibilidades y saber cuidarlas. Se debe saber sufrir y soñar dentro de uno mismo presentimientos de futuro y series de transformaciones.
El hombre práctico, que siempre tiene razón en todas las asambleas y comisiones, fuera de ellas nunca tiene razón. El Futuro, el Pensamiento, la Fe siempre tienen razón. Pues el mundo es alimentado de fuerzas por este motor, no por ningún otro. Y el que tiene a los pensamientos de Humanidad por fantasías humanas, a las exigencias del futuro por literatura y a las atenciones de la Humanidad por palabrería, ese es todavía un gorila y tiene que andar aún mucho camino para llegar a ser hombre.
Un buen ejemplo, que reconocerán hasta los prácticos. Peters habla en sus recuerdos coloniales de unos negros a quienes había mandado plantar unos cocoteros. Los negros se negaron a hacer una cosa tan trabajosa e irracional. Peters les explicó que los árboles que hoy plantaran se harían grandes en ocho o diez años, darían fruto y el trabajo de hoy se vería recompensado cien veces. Esto ya lo sabían los negros, pues no son nada tontos. Pero les parecía estúpido que un hombre se molestara hoy por una recompensa diferida diez años.
Nosotros, los intelectuales, los poetas, los videntes, los soñadores del futuro, somos los que plantamos los árboles para después. Muchos de estos árboles no prosperarán, muchas semillas se convertirán en polvo, muchos de nuestros sueños se tornarán errores, caminos descarriados, intentos fallidos. ¿Qué importa?
No hay que pretender hacer de los poetas, practicones; de los creyentes, calculadores; de los soñadores, organizadores. Durante la guerra, se ha convertido a los poetas, a los artistas y a los intelectuales en soldados y trabajadores de la gleba. Ahora se les quiere hacer políticos y convertirlos en órganos de la transformación actual. Es como si se quisiera emplear un barómetro para clavar puntas. Por reinar hoy la necesidad, se deben aprovechar momentáneamente todas las fuerzas para lo cotidiano, todas las voluntades deben supeditarse a la exigencia de cada hora.
Pero la acción no sirve de nada, aunque la necesidad clame al cielo. El mundo no va a progresar con más rapidez, aunque ella haga a los poetas oradores del pueblo, y a los filósofos, ministros. Habrá progreso allí donde cada cual haga aquello para lo que está allí, lo que su modo de ser le exige, lo que sabe hacer bien y a gusto. Y el preocuparse del futuro y la fe en los hombres venideros y el juego tanteante con las posibilidades de la lejanía y del futuro, aunque los prácticos lo han considerado siempre como un lujo, será siempre, sin embargo, tan necesario como la organización de la Política, la construcción de casas y la cocción del pan.
Y nosotros, los que creemos en el futuro, debemos plantear siempre aquella antigua exigencia: "No matarás." Aunque todos los códigos del mundo prohibieran alguna vez el matar (incluido el matar en la guerra y el matar del verdugo), aquella exigencia no callaría nunca. Pues ella es la exigencia fundamental de todo progreso, de toda la formación humana. ¡Matamos tanto! No matamos solo en las estúpidas batallas, en las estúpidas revueltas callejeras de la revolución, en las estúpidas ejecuciones; matamos a troche y moche. Matamos cuando permitimos, por la necesidad, que jóvenes bien dotados se ocupen en profesiones para las que no están capacitados. Matamos cuando cerramos los ojos ante la pobreza, la miseria, la vergüenza. Matamos cuando, por comodidad, consentimos en la sociedad, en el Estado, en las escuelas y en la Religión disposiciones muertas y fingimos aprobarlas, en vez de volverles decididos la espalda. Igual que para el socialista consecuente la propiedad es un robo, así, para los creyentes consecuentes de nuestra clase, todo desconocimiento de la vida, toda dureza, toda indiferencia, todo menosprecio no es otra cosa que matar. No solo se puede matar lo presente, sino también lo futuro. Con un poco de escepticismo gracioso se puede matar en un joven una multitud de cosas futuras. Por todas partes espera la vida, por todas partes florece el futuro, y nosotros no vemos nada de esto o lo hollamos con los pies. Matamos a diestro y siniestro.
Pero cada uno de nosotros tiene una tarea frente a la Humanidad. Mi tarea y la tuya, hermano, no es hacer progresar un poquito a toda la Humanidad, no es mejorar una única institución, no es abolir una única manera de matar, por hermoso y beneficioso que esto sea. Nuestra tarea como hombres es dar un paso en nuestra vida propia, singular y personal, por el camino que conduce desde la bestia hasta el hombre.


CONVERSACIÓN CON LA ESTUFA
(1920)

Está ante mí, corpulenta, panzuda, con las grandes fauces llenas de fuego. Se llama Franklin.
- ¿Eres tú Benjamín Franklin? - le pregunté.
- No, solo Franklin. Francolino. Soy una estufa italiana, una excelente invención. No caliento mucho, pero como invento, como producción de una industria muy desarrollada...
- Sí, ya lo sé. Todas las estufas con nombres hermosos calientan mucho, todas son invenciones excelentes, algunas son productos gloriosos de la industria, como se demuestra en los prospectos. Yo las aprecio mucho, merecen admiración. Pero dime, Franklin, ¿cómo es que una estufa italiana lleva un nombre americano? ¿No es esto extraño?
- No, esto es un secreto, ¿sabes? Los pueblos cobardes tienen canciones populares en que se ensalza el valor. Los pueblos sin amor tienen obras teatrales en que se glorifica al amor. Así nos sucede también a nosotras, las estufas. Una estufa italiana tiene, la mayoría de las veces, un nombre americano, como una estufa alemana tiene, casi siempre un nombre griego. Son alemanas y no son mejores que yo en nada, pero se llaman Eureka o Fénix o Despedida de Héctor. Esto despierta grandes recuerdos. Por eso me llamo Franklin. Soy una estufa, pero también podía ser un estadista. Tengo una gran boca, caliento poco, escupo humo por un tubo, tengo un buen nombre y despierto grandes recuerdos. Así soy.
- Es cierto - dije yo -; siento gran admiración por usted. Puesto que es usted una estufa italiana, ¿podrían asarse castañas en usted, verdad?
- Ciertamente que sí; cualquiera es libre de hacerlo. Es un pasatiempo que a muchos agrada. Otros hacen versos o juegan al ajedrez. Es cierto que se pueden asar castañas en mí. Es verdad que se queman y no hay quien las coma, pero en eso reside el pasatiempo. Los hombres no aman nada tanto como los pasatiempos, y yo soy una obra humana y debo servir al hombre. Cumplimos con nuestro deber, con nuestro sencillo deber; somos monumentos, ni más ni menos.
- ¿Monumentos, dice usted? ¿Se consideran ustedes monumentos?
-Todos nosotros somos monumentos. Nosotros, los productos de la industria, somos monumentos de una cualidad o virtud humana, de una cualidad que escasea en la Naturaleza y solo se encuentra en elevada perfección en los hombres.
- ¿Qué cualidad es esa, señor Franklin?
- El sentido de lo poco práctico. Yo soy, como muchos de mis semejantes, un monumento de ese sentido. Me llamo Franklin, soy una estufa, tengo una boca grande que devora la madera, y un gran tubo por el que el calor encuentra el camino más rápido para salir al exterior. Tengo, también, lo que no carece de importancia: adornos, leones y otras cosas, y tengo algunas llaves que se pueden abrir y cerrar, lo cual causa mucho placer. Esto también sirve de pasatiempo, igual que las llaves de una flauta que el músico puede abrir o cerrar a discreción. Esto le da la ilusión de que hace algo simbólico, y así es, en efecto.
- Me maravilla usted, Franklin. Es usted la estufa más juiciosa que he visto hasta ahora. Pero acláreme esto: ¿Es usted una estufa en realidad o un monumento?
- ¡Cuánta pregunta! Ya sabe usted que el hombre es el único ser que da un sentido a las cosas. El hombre es así; yo estoy a su servicio, soy su obra, me limito a señalar los hechos. El hombre es idealista, es un pensador. Para los animales, un roble es un roble, una montaña es una montaña, el viento es viento, y no un hijo del Cielo. Pero para los hombres todo es divino, todo es profundo, todo es simbólico. Todo significa algo enteramente distinto de lo que es. El ser y el parecer están en litigio. La cosa es una antigua invención, creo que se remonta a Platón. Una muerte es una heroicidad, una epidemia es el dedo de Dios, una guerra es una glorificación de Dios, un cáncer de estómago es una evolución. ¿Cómo podría ser una estufa solamente una estufa? No; ella es un símbolo, un monumento, un mensajero. Cierto que parece ser una estufa, y hasta lo es en algún sentido, pero desde su rostro simple le está sonriendo a usted la antiquísima Esfinge. Ella también es portadora de una idea; también es una voz de lo divino. Por eso se la quiere, por eso se la tributa admiración. Por eso calienta poco y solo accidentalmente. Por eso se llama Franklin.


DE LA LECTURA DE LIBROS
(1920)

Es una necesidad innata de nuestro espíritu establecer tipos y clasificar a la Humanidad según ellos. Desde los Caracteres, de Teofrasto, y los cuatro temperamentos de nuestros abuelos hasta la más moderna Psicología, se puede percibir la necesidad de ordenación en tipos. Y cada cual divide inconscientemente en tipos a los hombres de su comarca por semejanza con los caracteres que en su infancia frieron más importantes. Estas divisiones son tan precisas y definidoras - y lo mismo da que sean fruto de la simple experiencia personal o que tiendan a una conformación científica de los tipos - que a veces es muy conveniente y provechoso dar una vez más un corte transversal diferente al esquema de la experiencia y comprobar que cada hombre es portador de rasgos de todos los tipos, y que los diversos caracteres y temperamentos, como circunstancias mutuamente disociadoras, se pueden encontrar también dentro de una personalidad aislada.
Si yo establezco tres tipos, o mejor tres escalones de lectores de libros, no quiero decir con esto que el mundo de los lectores se divida en estas tres partes, de modo que uno pertenezca a esta clase y otro a aquella, sino que cada uno de nosotros pertenece unas veces a este y otras a aquel grupo.
En primer lugar tenemos el lector ingenuo. Este lector tema para sí un libro, como el comensal un plato; es puramente un receptor, come y bebe hasta hartarse, ya sea un muchacho con libros de indios, ya una criada con novelas de condesas o un estudiante con Schopenhauer. Este lector se comporta con el libro, no como una persona con otra, sino como el caballo con su pesebre, o también como el caballo con el cochero: el libro guía, el lector le sigue. Lo material es tomado objetivamente, es apreciado como realidad. ¡Pero no solo lo material! Hay también lectores muy instruidos, hasta refinados, principalmente de buena literatura, que pertenecen enteramente a la clase de los ingenuos. Estos no están pendientes, en verdad, de lo material; no aprecian, por ejemplo, una novela por las muertes o bodas que en ella suceden, pero toman al poeta mismo, toman lo estético del libro de un modo enteramente objetivo, comparten las vibraciones del poeta, se sienten enteramente identificados con su posición ante el mundo y aceptan sin reservas las interpretaciones que el poeta mismo da a sus ficciones. Lo que para las almas sencillas es el argumento, el ambiente y la acción, es para estos lectores cultivados el arte, el lenguaje, la cultura del poeta, su espiritualidad, la que toman como algo objetivo, como el último y más alto valor de una obra, igual que los jóvenes lectores de Karl May toman las acciones de Old Shatterhand como obras efectivas, como realidad.
Este ingenuo lector, en sus relaciones con la lectura, no es persona generalmente, no es él mismo. Valora los acontecimientos de una novela por su tensión, por su emotividad, por su erotismo, por su esplendor o miseria, o valora, en vez de esto, al autor, y mientras mide su obra con la escala de una estética, esta sigue siendo, al fin, una cosa convencional. Este lector admite, sin más ni más, que un libro está ahí solo para ser leído fiel y atentamente, y para ser estimado en su contenido o en su forma. Igual que el pan está ahí para comerlo, o una cama para dormir en ella.
Pero todas las cosas del mundo, y lo mismo los libros, se pueden considerar desde un punto de vista enteramente distinto. Tan pronto como el hombre se deja llevar por su naturaleza y no por su educación, se vuelve niño y comienza a jugar con las cosas: el pan es una montaña en la que perfora túneles, y la cama se convierte en una gruta, en un jardín, en un campo nevado. Algo de esta infantilidad y de este genio lúdico muestra el segundo tipo de lector. Este lector no aprecia la materia ni la forma de un libro como sus valores únicos y más importantes. Este lector, por ejemplo, puede contemplar a un poeta o a un filósofo, puede ver cómo se esfuerza en persuadirse a sí mismo y al lector sobre la significación y apreciación de las cosas, y puede sonreír ante esto y ver en la voluntad y franquía del poeta únicamente coacción y pasividad. Este lector puede ir tan lejos que sepa lo que la mayoría de los profesores y críticos de Literatura desconocen por entero: que no hay en absoluto tales cosas como la libre elección de tema y de forma. Cuando el historiador de Literatura dice: Schiller eligió este tema el año tantos y se decidió a desarrollarlo en yambos, este lector sabe que el poeta no eligió libremente ni la materia ni los yambos, y su gozo reside en que no ve el tema en las manos de su autor, sino al poeta forzado por su tema. Desde este punto de vista, los llamados valores estéticos desaparecen casi por entero, y los descarriamientos e inseguridades pueden tener precisamente el mayor encanto y valor. Pues este lector sigue al autor, no como un caballo al cochero, sino como el cazador el rastro de la pieza, y una breve mirada a la otra parte de la simulada libertad del poeta, a la coacción y pasividad del autor, le puede encantar más que todas las bellezas de una buena técnica y de un cultivado estilo.
Por este camino encontramos todavía un tercer escalón, el tercero y último tipo de lector. Vuelvo a insistir en que ninguno de nosotros pertenece perdurablemente a uno de estos tipos; repito que cada uno de nosotros puede pertenecer hoy al segundo, mañana al tercero y pasado mañana al primero. Así, pues, pasemos al tercero y último escalón. Es, al parecer, todo lo contrario de lo que comúnmente se llama un buen lector. Este tercer lector es tan personalismo, tan él mismo, que está enteramente libre frente a su lectura. No pretende instruirse ni solazarse, utiliza el libro no de manera distinta que cualquier otro objeto del mundo, es para él únicamente punto de partida e incentivo. En el fondo le es indiferente lo que lee. Lee a un filósofo no para creerle, ni para apropiarse su doctrina, tampoco para atacarle o criticarle; lee a un poeta no para dejarse explicar el mundo por él. El lo interpreta por sí mismo. Es, si así se quiere, enteramente niño. Juega con todo, y desde cierto punto de vista no hay nada tan fecundo y fructífero como jugar con todo. Si este lector encuentra expresada en un libro una sentencia, un conocimiento, una verdad, la vuelve de todos lados para probarla. Sabe hace tiempo que lo contrario de cada verdad es verdad también. Sabe hace tiempo que todo punto de vista espiritual es un polo, para el que también hay un polo opuesto igualmente válido. Es niño en tanto que estima el pensar asociativo, pero también conoce el otro. Y de esta forma, este lector, o, mejor dicho, cada uno de nosotros, en el momento en que subimos a este escalón podemos leer lo que queramos: una novela, una Gramática, un proyecto de viaje, unas pruebas de imprenta. En el momento en que nuestra fantasía y nuestra facultad de asociación llegan a una cierta altura, ya no leemos generalmente nada de lo que tenemos delante en el papel, sino que flotamos en el torrente de excitaciones e ideas que nos llegan de lo leído. Pueden proceder del texto y hasta pueden dimanar solamente de las formas gráficas. Un anuncio de un periódico puede ser una revelación. El pensamiento más feliz, más afirmativo, puede surgir de una palabra enteramente anodina que volvemos del revés, con cuyas letras jugamos como con un rompecabezas. En este estado se puede leer el cuento de Caperucita Roja como si fuera una Cosmogonía o una Filosofía, o una florida poesía erótica. Se puede leer también en una caja de cigarros Colorado maduro; se puede jugar con las palabras, con las letras y asonancias y realizar al tiempo un paseo a través de los cien reinos del saber, del recuerdo y del pensamiento.
Pero se me objetará: ¿Es esto leer? El hombre que lee una página de Goethe con entera despreocupación por las intenciones y opiniones de Goethe, que la lee como un anuncio o como un revoltijo casual de letras, ¿es un lector? Ese escalón de lectores que tú nombras como tercero y último, ¿no es el más bajo, el más infantil y el más bárbaro? ¿Dónde queda para tal lector la musicalidad de Hölderlin, el apasionamiento de Lenau, la intencionalidad de Stendhal, la profundidad de Shakespeare? La objeción es justa. El lector del tercer escalón no es un lector. El hombre que perteneciera a él duraderamente dejaría de leer pronto, pues la muestra de un tapiz o la ordenación de las piedras de un muro serían para él de tanto valor como la página más bella, llena de letras impecablemente ordenadas. El único libro apropiado para él sería una hoja de papel con las letras del alfabeto.
Así es: el lector del último escalón no es ya un lector. Se ríe de Goethe. No necesita a Shakespeare para nada. El lector del último escalón ya no lee. ¿Para qué quiere los libros? ¿No tiene todo el mundo dentro de sí?
Quien permaneciera continuamente en este escalón no volvería a leer. Pero nadie permanece duraderamente en él. En cambio, quien no conoce este escalón es un mal lector, un lector inmaduro. No sabe que toda la Poesía y toda la Filosofía del mundo están también en él mismo, que también los mayores poetas no han abrevado en otras fuentes que en aquella que cada uno de nosotros lleva en su interior. Si permaneces, aunque no sea más que una hora, una vez en la vida, un día entero, en el tercer escalón, en el de los que ya no leen, serás después (¡es tan fácil el retorno!) tanto mejor lector, tanto mejor oyente e intérprete de todo lo escrito. Si permaneces, aunque solo sea una vez, en el escalón en que una piedra en el camino significa para ti tanto como Goethe o Tolstoi, sacarás después de Goethe, de Tolstoi y de todos los demás autores infinitamente más valor, más jugo y más miel, más afirmación de la vida y de ti mismo que antes. Pues las obras de Goethe no son Goethe y los volúmenes de Dostoievski no son Dostoievski, son solo su intento vacilante y nunca llevado a término de conjugar el mundo polifónico y diverso en su significado, cuyo centro eran ellos mismos.
Intenta por una sola vez fijar una pequeña serie de pensamientos, como se te vienen a la imaginación durante el paseo. O más fácil: al parecer, un sueño sencillo que has tenido durante la noche. Has soñado que un hombre te amenazaba con un bastón; pero intenta después ordenarlo. ¿Quién era el hombre? Haces memoria, encuentras en él rasgos de tu amigo, de tu padre, pero también hay en él algo distinto, algo femenino; tiene, no sabes cómo decirlo, algo en sí que te recuerda a tu hermana, a una novia. Y su bastón, con el que te amenaza, tiene una empuñadura en forma de "T", que te recuerda el bastón con que hiciste tu primera excursión a pie, siendo escolar, y luego surgen cientos de miles de recuerdos, y si quieres retener el contenido de este sueño sencillo y describirlo, aunque no sea más que taquigráficamente y en frases escuetas, antes que llegues a ordenarlo un poco habrás llenado todo un libro o dos o diez. Pues el sueño es un agujero a través del cual ves el contenido de tu alma, y este contenido es el mundo, ni más ni menos que el mundo, el mundo entero desde tu nacimiento hasta hoy, desde Homero hasta Heinrich Mann, desde el Japón hasta Gibraltar, desde Sirio hasta la Tierra, desde Caperucita Roja hasta Bergson. E igual que tu intento de describir tu sueño está en relación con el mundo que abarca tu sueño, así se relaciona la obra de un autor con lo que quiere decir.
Los sabios y los amantes llevan cien años queriendo dar una interpretación a la segunda parte del Fausto de Goethe, y para ello han empleado los más bellos y más necios, los más profundos y triviales argumentos. Pero en toda obra de un poeta, aunque oculta, existe encubierta y secreta bajo la superficie esta innominada ambigüedad, este superdeterminismo del símbolo, como lo llama la nueva Psicología. Sin haberle reconocido, aunque solo sea una vez, en su infinita abundancia e ininterpretabilidad, te hallas restringido frente a cualquier poeta o pensador, tomas por el todo lo que no es más que una parte pequeña, crees en interpretaciones que apenas afloran a la superficie.
El paso del lector de unos escalones a otros, como puede comprenderse con toda evidencia, es posible a todos los hombres y en todos los dominios. Los mismos escalones con mil gradas intermedias puedes percibir frente a la Arquitectura, la Música, la Zoología, la Historia. En todas partes, el tercer escalón, en el que la mayoría de las veces eres tú mismo, elevará tu lectura, liberará a la Poesía y al Arte y a la Historia. Y, sin embargo, si no conoces este escalón, todos los libros, todas las ciencias y artes serán leídos por ti solamente como un escolar lee su Gramática.


PROLOGO DE UN ESCRITOR PARA UNA SELECCIÓN DE SUS OBRAS
(1921)

Un escritor de nuestro tiempo, uno de nuestros cuentistas más populares, fue invitado a preparar una selección de sus obras y a manifestar en un prólogo los puntos de vista que habían influido en la selección. Al cabo de unas semanas envió al editor el siguiente

PROLOGO
La invitación a preparar una selección popular de mis obras me ha obligado a realizar diversos trabajos y a hacer algunas consideraciones, pero sobre todo a examinar todos mis escritos por ver cuáles de ellos deberían incluirse en dicha selección.
Las obras que deban figurar en la proyectada selección habrán de tener primeramente, y ante todo, un cierto rango dentro de su género, y después deberán ocupar dentro de mis obras un puesto especial, ya sea porque expresan con más pureza que otras mi especial manera de ser, ya porque se revelan, en cuanto a la forma y al contenido, como más logradas, más agradables y mejor proporcionadas. Estos deberían ser los puntos de vista para una selección realizada a conciencia.
Junto a este, parece ofrecérsenos un camino todavía más cómodo: podría reconocer que la voz del pueblo es la voz de Dios y elegir sencillamente aquellas obras que han tenido mejor acogida del público. Entonces, los mejores libros míos serían aquellos que hubieran sido aceptados más amablemente por la crítica y de los que se hubieran vendido mayores ediciones. Si fuera cierto eso de la voz de Dios, entonces sería yo, remitiéndome a los números, un escritor mucho más importante que muchos de nuestros grandes maestros, tan humildemente reverenciados por mí, y, a mi vez, sería yo pequeño y mezquino frente al esplendor de las ediciones de ciertos contemporáneos, con los que me sería más enojoso ser confundido, y aun comparado solamente, que caer en manos de un asesino. Este recurso resultó, desgraciadamente, inútil al primer ensayo y comprendí que no me quedaba más remedio que apechar con el trabajo. Debía esforzarme e intentar al menos lo imposible: constituir en mí un tribunal y juzgar el mérito o demérito verdadero de mis ensayos poéticos.
Eran posibles dos procedimientos: o comparar mis narraciones con las de otros escritores más acreditados o - más sencillo al parecer - designar por una rigurosa selección aquellas obras que mostraban mejor y justificaban con más claridad mi manera de ser, mi visión del mundo en cada momento, mis dotes poéticas o mi misión. Ambos caminos debían ser recorridos a manera de ensayo, antes de decidirme por uno de ellos.
Eché a andar por el primer camino, tomando como módulo para mi juicio las obras de los novelistas más renombrados. Prescindí de los escritores de más alto rango - ¡es inútil decirlo! -, pues no podía ocurrírseme ni en los momentos de más ambición compararme con Cervantes, Sterne, Dostoievski, Swift o Balzac. Pero pensé que quizá fuera posible una comparación más modesta, más respetuosa, con otros venerados maestros de rango inferior, pero siempre elevado. También me aventajaban mucho, pero creí que podía establecerse una proporción entre ellos y yo. Entonces pensé en novelistas tan admirados y queridos como Dickens, Turgeniev y Keller. Sin embargo, tampoco encontré aquí correspondencia alguna. Prescindiendo de que estos maestros estaban también muy por encima de mí, había, además, otra cosa que me impedía dar con un dictamen comparativo.
Todas las veces que intenté comparar un libro mío con una de las admirables obras de estos grandes autores, sentí que mis producciones no tenían nada que hacer frente a aquellas. Vi que pretendía relacionar cosas inconmensurables. Faltaba una medida común, faltaba un común denominador. Y pronto di con la verdad, una verdad muy vergonzosa para mí ciertamente.
Al parecer, mis novelas eran comparables a las de aquellos escritores precedentes. Lo que tenían de común era la designación en la portada: Novela o Narraciones. Pero, en realidad - ahora lo veía claramente, con profundo desencanto -, mis novelas no eran novelas, mis narraciones no eran narraciones. Yo no era un verdadero novelista, en modo alguno lo era. Y si había escrito cosas que parecían novelas, era exclusivamente por culpa y debilidad mía. Yo había leído y admirado de niño a aquellos excelentes maestros de la narración y de esta lectura había nacido una imitación, que al principio pasó inadvertida para mí, y más tarde fue presentida solo oscuramente. Pero ahora se me había revelado con toda claridad.
Cierto que no estaba solo en este diletantismo e imitación. La nueva Literatura alemana de estos cien últimos años está plagada de novelas que no lo son y de escritores que hacen como que son novelistas, sin serlo. Entre ellos hay grandes y magníficos poetas, cuyas aparentes novelas amo ardientemente, a pesar de todo; solo necesito nombrar a Eichendorff. De estos poetas estaba cerca, aunque solo en lo concerniente a mi debilidad. La narración como Lírica disfrazada, la novela como etiqueta prestada para los ensayos de naturaleza poética, para expresar el sentido del Yo y del Mundo, era un quehacer específicamente alemán y romántico, del que, sin más ni más, me sentía partícipe y culpable. Y todavía hay algo más. Poetas como Eichendorff y muchos otros no tuvieron necesidad, al parecer, de contrabandear en el Mundo la Lírica bajo la falsa bandera de la novela; sabían hacer excelente Lírica, no disfrazada, verdadera; gracias a Dios, la hicieron. Pero la Lírica no es hacer versos simplemente; la Lírica es, ante todo, hacer música también. Y que la prosa alemana es un instrumento maravilloso y seductor para hacer música lo saben bien muchos escritores que se han entregado como unos libertinos a este selecto placer. Pero pocos, muy pocos, fueron lo bastante fuertes y sensibles para renunciar a las ventajas que les reportaba el uso, a título de préstamo, de las formas de la narración (contando entre estas ventajas también las del gran público) y a colocar en el Mundo, de una manera tan orgullosa, su prosa musical, como Hölderlin su Hyperion y Nietzsche su Zaratustra. Y de esta manera, yo también hice el papel de novelista, sin darme cuenta, como un embaucador embaucado. Y no me disculpa el que estuviera en tan numerosa y, en parte, tan buena compañía. De mis narraciones - sobre esto no hay duda posible - no había ninguna lo bastante pura para ser mencionada como obra de Arte. ¡Lía el petate, jovencito, y vete a casa! Desde este punto de vista, la idea de aquella selección de mis obras estaba juzgada y desechada.
Abatido por el resultado de este examen, emprendí el segundo camino. Aunque mis libros fueran imperfectos como obras de Arte, aunque fueran bárbaros en su intento de amalgamar géneros inconciliables y hubieran fracasado desde el principio, conservaban, sin embargo, su valor subjetivo y temporal como ensayos de expresión de un alma que, en este tiempo nuestro, sentía, sufría y buscaba. Para la selección de mis obras no podía haber otro criterio que este: ¿Cuáles de ellas son las más verdaderas, las más sinceras; en cuáles se ha sacrificado menos la verdad y la razón a la imitación y a las formas bastardas?
Comencé de nuevo, y pasaron las semanas mientras, admirado y confundido unas veces, avergonzado y gimiendo otras, leía de nuevo casi todos mis escritos anteriores. Algunos los tenía olvidados casi por completo, pero de todos tenía en el recuerdo un concepto distinto al que luego había de formar releyéndolos. Mucho de lo que hace años y décadas me había parecido muy bello y logrado, se me antojaba ahora risible y despreciable. ¡Y todas estas narraciones trataban de mí mismo, reflejaban mi propia senda, mis sueños y deseos más íntimos, mi propia y amarga indigencia! También aquellos libros en los que, en otro tiempo, cuando los escribí, creí de buena fe haber plasmado destinos y conflictos extraños y exteriores a mí, estos también entonaban la misma canción, respiraban el aire, presagiaban el mismo destino: el mío.
Y ninguna de todas estas narraciones fue tomada en consideración, ni dejó de serlo, para la selección. Allí no había nada que elegir. Obras en las que entonces (inconscientemente, como es natural) había estilizado, disfrazado y mentido todo, precisamente ellas - aunque hoy las encontrara tan horribles y malogradas - gritaban en voz alta la verdad, me vendían de la manera más despiadada cuando se las leía con mirada penetrante. Y precisamente en tales obras, que yo había escrito en otro tiempo con acérrima voluntad de hacer una confesión pura, encontraba ahora extraños rodeos, simulaciones y silencios, incomprensibles en parte. No; entre estos libros no había ninguno que no fuera una confesión y resonante anhelo de expresar mi esencia más íntima, ¡pero tampoco había ninguno en que se hallara una confesión completa y pura, una expresión que llegara a ser una liberación!
Cuando pienso en la suma de afanes, renunciamientos, dolores y sacrificios que me costó la publicación de estos libros y los comparo con el resultado obtenido, que hoy compruebo, debería considerar fracasada y desperdiciada mi vida. Con todo, pocas vidas humanas saldrían mejor paradas de una prueba tan severa: ninguna vida y ninguna obra resiste la comparación con sus exigencias ideales. No es tarea de ningún hombre determinar el valor o demérito de todo su ser y de todos sus actos.
Sin embargo, no existía ya ningún motivo para dejar aparecer las Obras escogidas. Antes que me pusiera a este trabajo, me recreaba con la idea y veía en sueños gozosos mi selección publicada en cuatro o cinco lindos tomos. Pero de estos volúmenes no queda nada más que este prólogo.


SOBRE JEAN PAUL
(1921)

Si me preguntaran en un examen en qué libro de los nuevos tiempos aparece expresada el alma alemana con más fuerza y con más carácter, contestaría, sin vacilar, que en el Flegeljahre, de Jean Paul.
Con Jean Paul le ha nacido a aquella misteriosa Alemania que aún sigue viva, aunque, desde hace algunas décadas, otra Alemania más ruidosa, más expedita e inanimada la oculta, su espíritu más rico, más propio, más complicado, uno de los grandes talentos poéticos de todos los tiempos, cuyas obras forman una verdadera selva virgen de la Poesía. Y en su asombrosa riqueza y en su portentosa falta de memoria, Alemania ha vuelto a olvidar a este mismo poeta, después de haber sido durante algún tiempo el autor de moda. Algunas de sus obras, especialmente el Flegeljahre, son conocidas aquí y allá, en las familias de buena tradición, y fuera de ellas solo las conocen los literatos. Hay en Alemania, aun en la nueva Alemania de la posguerra, ediciones de obras completas de Las Mil Noches y Una Noche, de Voltaire y Diderot, pero no hay una íntegra de Jean Paul.
Jean Paul se llamaba en realidad Johann Paul Friedrich Richter, y vino al mundo, como hijo de un maestro y organista de Wunsiedel, el 21 de marzo de 1763.
“No permitáis - dijo él una vez - que ningún poeta nazca y se eduque en una gran ciudad, sino, a ser posible, en una aldea, a lo más en una villa. El ajetreo y la sobrexcitación de una gran ciudad son para la sensible alma infantil como un manjar a los postres de una comida, como un trago de agua hirviendo, como un baño en vino caliente. La vida se consume en ella durante la juventud y entonces ya no aspira a nada grande, sino a lo pequeño, lo aldeano. Me refiero enteramente a lo más importante para el poeta: el amor. En la ciudad, en torno a la cálida zona de los amigos y conocidos paternos, se extiende la gran zona fría en transición y de hielo de las gentes hurañas que le desconocen al pasar, y por las que sentirá tan poco amor como la tripulación de un barco por la de otro extranjero que se cruza con él en el mar. En cambio, en la aldea se ama a toda la aldea, y no se entierra a un niño pequeño sin que todos sepan su nombre, su enfermedad y la tristeza de los suyos; y esta magnífica compasión por todo lo que tiene aspecto humano, que se extiende hasta a los forasteros y mendigos, produce un concentrado amor humano y da fuerza a los latidos del corazón."
Dos años después de su nacimiento, su familia se trasladó a Joditz; allí pasó Jean Paul la mayor parte de su infancia. Hambriento de saber, dispuesto a aprenderlo todo, encontró pocas enseñanzas y ningún buen maestro. En cierta ocasión refiere cómo experimentó por primera vez, siendo niño aún, la conciencia de sí mismo: "Entonces me encontré ante el nacimiento de la conciencia de mí mismo, cuya época y lugar puedo declarar con toda exactitud." Su padre, un hombre de bien, parece que debió comprenderle y exigirle poco. Los últimos años de su infancia los vivió en Schwarzenbach, y vino en 1779 al Gymnasium de Hof. En este mismo año murió su padre. En Hof no encontró, en verdad, el ardiente joven ningún hombre importante, pero sí libros, y penetró turbulento en el reino del espíritu. Primeramente devoró con comprensible celo la literatura de la Ilustración como conviene a un hijo de Pastor capacitado, y se llenó de aquel espíritu revolucionario, crítico, inflexible, que corresponde a una verdadera juventud, que a veces se muestra precoz e indolente, y que también encontraremos en Jean Paul, no sin acritud. Llenó varios cuadernos de apuntes, artículos, discursos, programas, y también debió escribir por entonces una novela, o al menos empezarla. Y pronto encontró también dos o tres amigos, uno de los cuales, Johann Richard Hermann, que parece debió ser un hombre audaz, seguro de sí mismo, pues pasa por ser el modelo de aquellas figuras más visibles y atrevidas de las obras posteriores de Jean Paul, de aquellos Schoppe, Leibgeber y Gianozzo.
En el año 1781 vino el poeta como estudiante de Teología a Leipzig; estudió con el mayor celo, mas no Teología, sino todo lo que le atraía y no olía a Ciencias de esas que dan de comer. Siguió escribiendo con vehemencia, pues pocos de nuestros poetas han conocido tanto la embriaguez de la propia productividad como Jean Paul. Ya de estudiante se dio a conocer con un libro, Procesos de Groenlandia, que apareció en el año 1783. Aquel espíritu crítico revolucionario de la época juvenil se revela aquí satírico y gracioso en glosas descaradas, llenas de alma con frecuencia, sobre todas las cosas del Mundo, sobre el Sol, la Luna y las estrellas. En cambio, un año después quizá, escribe un Librito de Piedad, en el que sigue caminos agustinianos y se lee a sí mismo la cartilla: el crítico se autocrítica y el cínico se convierte en moralista. A fines del otoño de 1784, el joven Jean Paul tiene que escapar de Leipzig, porque no tiene nada que llevarse a la boca y sí un montón de deudas. Habitó dos años en Hof, en casa de su madre, muy desconsolado, en un ambiente sin resonancias ni vibraciones, tempranamente descarriado, hundido en sí mismo, incapaz de encontrarse en este mundo despreciable y de conquistar un puesto en él. El hermano de un condiscípulo suyo, que vivía en un pueblo cercano a Hof, le tomó, al fin, como preceptor de sus hijos; allí permaneció dos años; luego, encontró una plaza de maestro particular en Schwarzenbach, y así fue defendiéndose año tras año probablemente, siempre al borde del hambre, pero siempre aplicado a escribir y rodeado, además, a veces de la adoración exaltada de las muchachas, a las que había atraído a sí de por vida con magia singular, aunque es cierto que, a pesar de ser un gran amador, nunca fue un buen amante. Además, era demasiado veleidoso e infiel, y demasiado consagrado al espíritu y a la amistad. En el año 1790 escribe y publica las primeras obras importantes, entre ellas El Maestro Wuz, entonces florece con rapidez, estrella a estrella, este cielo portentoso; aparecen La Logia Invisible y el Hésperus, en. 1794. Quintus Fixlein, en 1795; Siebenkäs, este libro prodigioso. Aquí está representado por primera vez en la figura de Leibgeber uno de los polos de la personalidad de Jean Paul.
En Weimar, adonde va en peregrinación el joven literato en 1796, se encuentra en cierto modo desilusionado, ya que la desilusión fue siempre la eterna suerte de esta alma insaciable y anhelante, que buscó por todas partes el ideal y que por todas partes hubo de tropezar con el fatal aroma de la llamada realidad. Solo en las mujeres, en las lectoras sensibles, encontró a raudales la comprensión, el amor y la adoración; pero, a pesar de ser esto tan agradable, pronto se hastiaba de ello. El descontento y el hambre espiritual le incitaban a ir de un lado para otro. Ya como maestro, ya como literato, vivió estos años en Hof, en Leipzig, en Berlín, en Weimar, en Meiningen, en Koburg. Habiéndose hecho famoso con rapidez, estimado y protegido por los príncipes, entusiasmaba a los fanáticos y horrorizaba a los burgueses por la vida que hacía de auténtico tipo estrafalario, por hablar con el corazón en la mano, porque no se andaba con cumplidos ni etiquetas para ofrecer a su prójimo el corazón o para alejarse de puntillas, según lo requiriera la ocasión. Se le ha reprochado a menudo como una falta y debilidad su defectuosa acomodación al Mundo. Sin embargo, se debe reflexionar que, para los decepcionados del Mundo, para los poetas e idealistas verdaderamente sensibles, es un trabajo ímprobo enfrentar su pobre y hambrienta personalidad al Mundo y perseverar obstinadamente en su manera de ser y en sus vicios, pues, en caso contrario, habría de ceder o quebrantarla. Y así continuó siendo durante toda su vida.
Cuando Jean Paul, el ya famoso escritor, se prometió y casó en Berlín con la hija de un alto funcionario, hacía tiempo que había escrito el Siebenkäs y ya podía saber cómo les va en el amor y en el matrimonio a los hombres que tienen por gusto la cabeza en las nubes. Se casó, sin embargo, y el matrimonio fue tan desdichado y soportado con tanta decencia como se podía esperar de él. Y llegaron más obras, mayores, más inflamadas, más poderosas: sus dos obras maestras, el Titán y Flegeljahre. Aquí se encuentra el punto culminante, claramente perceptible, de esta vida. La línea meridiana ya había sido traspuesta cuando en 1804 se instala en Bayreuth, donde en la famosa Rollwenzelei procuró rodearse de instrumentos de escribir y de jarros de cerveza y donde intentó olvidar en las delicias del pensar y del crear lo que no concordaba con la vida. Y había muchas cosas que no concordaban; fuera de algunas amistades y relaciones epistolares, esta vida no tenía ninguna realidad: se desmembraba en dos mitades, la que transcurría en el escritorio, junto al jarro de cerveza y en el vértigo de la creación, y la otra, a lo Siebenkäs, con grises figuras banales. Jean Paul no consiguió nunca hermanar estas dos vidas, por lo que solían censurarle mucho hasta los mismos maestros de escuela, que no dejaban de reconocer su obra como un producto genial. Pero ninguna de estas obras hubiera sido escrita si Jean Paul hubiera tenido la dicha de acomodarse fácilmente al Mundo y a sí mismo. De esta desavenencia proceden todos los defectos, el vacío entre el aquí y el allá es realmente el venero de todas sus creaciones. En sus años de residencia en Bayreuth escribió Jean Paul otros muchos libros, incontables artículos, prólogos, reseñas, charlas, consideraciones y aforismos, entre los que hay muchas cosas buenas, pero la gran fuente estaba, o parecía estar, agotada, y el gozo de crear se había convertido en apremio de producir, y solo más tarde volvió a fulgir esplendoroso algo del antiguo vigor en la novela Der Komet, que no llegó a concluir. Jean Paul murió el 14 de noviembre de 1825.
Se ha escrito mucho sobre Jean Paul. El, que en otro tiempo fue amado más que ningún otro poeta en Alemania, extendió su influencia hasta la juventud de nuestros padres y madres, y en casi todas las autobiografías escritas hasta la mitad del siglo pasado se encuentra siempre alguna alusión a Jean Paul, una referencia a su encanto, a su embrujo, a su seducción o alguna evocación y dedicación a él.
Lo más bello que se ha dicho quizá sobre el poeta procede de otro gran poeta alemán, que también ha sido olvidado, que también sigue influyendo después de muerto y que, como el mismo Jean Paul, volverá a ser visible y operante un día, cuando cien grandes astros de hoy y de ayer se hayan apagado. Este poeta es Josef Görres. Para este, como para todos los lectores del poeta, lo que más impresión causaba, y sigue causando, es su abundancia, su pictórica riqueza. Algunas de sus frases sobre Jean Paul son tan bellas que sería una lástima no citarlas aquí: "Plateadas, deslumbrantes de blancura y puras como copos de nieve se aprietan las ideas en el azul del cielo que nos abrió, y bajo este cielo se tiende la Tierra como un mar sereno: y baja a coger las claras linfas y saca de entre ellas el amor celestial en figura de una criatura linda, bella y, sobre todo, amable. Pero no siempre el caprichoso elemento le cede con facilidad su tesoro, con frecuencia aparece enturbiado y revuelto hasta el fondo; los tritones juegan en la superficie de las aguas, las sirenas cantan en corro, los delfines bailan sobre las olas, todos los monstruos de las profundidades acuden presurosos al aquelarre a que les invitaron las brujas, las múltiples especies de peces extravagantes y de aspecto extraño, los pólipos de mil brazos, las estrellas de mar, sabandijas anilladas y moluscos de todas clases encerrados en sus torres de porcelana, y cuando el poeta se eleva rugiendo sobre el tumulto, el mar se levanta en trombas hasta las nubes tormentosas, y el pueblo extraño gira vertiginoso en el meteoro, que semeja el saco del Apóstol que derramaba desde el Cielo sobre la Tierra lodos los animales y plantas del Mundo, y el creador de estos espectros se pasea satisfecho en derredor, semejante al gigante del Apocalipsis, cuyos pies son dos columnas y su cabeza el Sol." Y en otro pasaje del mismo artículo, "Lo romántico y su eco", aparecen estas palabras: "Sus obras semejan a aquella imagen india de Gowinda, en que el dios cabalga sobre un elefante, compuesto por numerosas doncellas entrelazadas, y los abanicos de aquellas bayaderas son colas de pavo real, y su cabello remata en retorcidos pámpanos cuyos zarcillos rodean al coloso como sierpes carmesíes. y los ojos de las sierpes se abren sobre los nenúfares, en cuyos cálices se mecen los colibríes, y los flamencos deslumbrantes destacan sobre el follaje, pero las doncellas, las flores y los pájaros están formados de alas de mariposas y polen, de conchas policromas y de piedras preciosas de variados colores, de fuegos eléctricos y chispas de luz, y todo esto está unido por el oculto magnetismo del Arte, formando un conjunto vivo y armónico."
La imagen del abismo marino revuelto que se alza con su barro y sus caracolas, la imagen de aquel saco lleno de bestias puras e impuras, la imagen del dios índico, en la que fluctúa toda la Creación en eternos cambios de forma, cada forma en eternos cambios de sentido, mudando eternamente, eternamente engendrándose a sí mismas, en la que el ser y el parecer, la forma y la esencia, el morir y el nacer significan lo mismo, convirtiéndose unas cosas en otras - todas estas imágenes son hoy para nosotros casi familiares, y se podrían encontrar tanto en una poesía expresionista como en una obra científica, de alguien como Jung o Silberer, y todas estas imágenes significan lo que la Psicología moderna llama subconsciente -. Este es el secreto de la riqueza de Jean Paul, de su exuberancia, de su tropical facultad generativa: la relación con el subconsciente va ligera y juguetona delante de él; solo necesita rasgar una fina película dentro de sí para encontrarse en lo más hondo del recuerdo, donde están grabados tanto la primera infancia como el mundo primitivo del hombre y de los planetas, para hallarse en el trasfondo que contiene todas las historias, de las que se han originado todas las religiones, todas las artes y siguen originándose continuamente. Y, por decirlo así (pues, naturalmente, todo poeta se alimenta del subconsciente), Jean Paul no poseyó simplemente esta feliz disposición, esta facilidad para el juego de las ideas, esta continua presencia de todo lo olvidado al parecer, sino que supo de su existencia, adivinó el secreto de esta fuente, expresó pensamientos que concuerdan con las concepciones psicoanalíticas de hoy, y conoció aquel puente policromo entre la conciencia y el subconsciente, el sueño, y lo cuidó y estudió como casi ningún otro poeta, exceptuando quizá a Dostoievski. Jean Paul tuvo un profundo presentimiento de lo que nosotros, los hombres de hoy día, buscamos bajo nuevas formas y con nuevas teorías, como la felicidad, como la perfección, como la armonía anímica: el equilibrio de las funciones anímicas, la pacífica coexistencia del saber y del presentir, pensar y sentir.
Si examinamos la fama que hoy goza Jean Paul como poeta, encontramos que, a juicio de los historiadores leídos o instruidos, pasa por ser un poeta genial, altamente dotado, pero caótico y hasta insoportablemente sentimental. No se puede contradecir este juicio si pensamos en la inmensidad de lágrimas que se han llorado sobre los versos de Jean Paul, en cuánta emoción y melancolía han suscitado en las almas las figuras femeninas que ha creado, llenas de lágrimas por nada, sutiles y delicadas como telas de araña, como claros de luna, ultrasensibles. Todo esto es verdad. Jean Paul ha amado mucho las lágrimas y los sentimientos delicados, y se ha embriagado con las figuras femeninas, delicadas, dulces, nobles, maravillosamente tenues; pero también ha gustado de lo contrario de todo esto, también ha creado lo opuesto. Ha encontrado figuras que son como harpas cólicas, blandas, pasivas, que se funden en eterna emoción, y junto a. ellas ha creado otras imágenes de una dureza, de una frialdad, de una áspera virilidad, de un desprecio del mundo y de un interior aislamiento como en pocos poetas se encuentra. Entonces, ¿no es Jean Paul sentimental? Naturalmente que lo es, ¡y en verdad que no ha conocido este pusilánime recelo de los jóvenes literatos de hoy ante los signos de una emoción, ante el atisbo de la sentimentalidad! Pero también es lo contrario de un sentimental, también es un pensador, también es un burlón, también es un Prometeo solitario que se da cuenta de la imposibilidad de una verdadera comprensión entre los hombres, encerrados en aisladas grandezas, fríos y dolorosamente ásperos.
Pues Jean Paul no es un hombre cerebral, o un hombre de corazón, un pensador o un vidente o un sensitivo. lo es todo esto en la medida en que cada hombre posee cada una de estas cualidades. Jean Paul es la muestra de un genio, que no ha cultivado particularmente ninguna especialidad, sino cuyo ideal es el libre uso de todas las fuerzas anímicas, que quisiera decir sí a todo, que quisiera saborearlo todo, amarlo y vivirlo todo. Así vemos al poeta en cada una de sus obras (a excepción del par de pequeños idilios como Wuz o Fibel), oscilando incesantemente entre el calor y la frialdad, entre la blandura y la dureza, entre los cien polos y contrapolos de su naturaleza, el vaivén, la atracción de todos estos polos es con toda propiedad la vida de su poesía.
Parece existir una contradicción entre el reconocimiento de la universalidad de Jean Paul y lo que antes dije de su falta de acomodación a la realidad. Anteriormente consigné que había sido un pobre fanático, eternamente decepcionado; y ahora digo que fue, por el contrario, un espíritu extraordinariamente libre y juguetón, que se movió con viveza entre todos los contrastes. La contradicción entre estos dos asertos es la contradicción misma entre la poesía y la vida. Si Jean Paul hubiera sido en la vida el hombre que fue como poeta, si hubiera podido conocer y emplear en su vida los profundos conocimientos, los hondos saberes de los secretos interiores de la vida, que poseyó como poeta, hubiera sido un hombre ejemplar, un dichoso eminente, un hijo de Dios. Pero es de suponer que no hubiéramos llegado a conocer nada de esto, pues no hubiera tenido entonces ningún motivo para imponerse la carga de todas estas obras complicadas y voluminosas.
Lo que no fue capaz de hacer en su vida Jean Paul, admitir lo contrapuesto, decir a todo que sí, a los sueños y a lo cotidiano, lo intentó en sus obras y lo consiguió mejor que la mayoría de los poetas alemanes. Esto le convirtió en un gran humorista, y su humor se basa no menos en un autoconocimiento, en una tácita conciencia de las propias debilidades del poeta, que en su escritorio es un dios, pero en la vida cotidiana es un pobre hombre nervioso, atormentado. El último conocimiento que quizá sea posible por este camino, el conocimiento del Sí mismo en el Yo, de lo supratemporal en el Yo temporal, no lo ha expresado en ninguna parte con claridad, pero se presiente en toda su obra.
Nuestro tiempo, aunque los conservadores del orden social quieran negarlo desesperadamente, está bajo el signo del caos. La decadencia de Occidente tiene lugar, aunque no tan fantásticamente teatral como los filisteos se la imaginan. Tiene lugar, ya que cada uno, en tanto no pertenece al mundo moribundo, halla en sí un caos, un mundo no regulado por ningunas Tablas de la Ley, en el que el bien y el mal, lo bello y lo feo, lo luminoso y lo oscuro, no están separados ya. Volverlo a separar, volverlo a juzgar es hoy tarea de cada uno de por sí. Por esto surge de nuevo en el Arte y en la Poesía de nuestro tiempo, por todas partes, el caos y el Demiurgo, pues el caos quiere ser reconocido, quiere ser vivido antes de verse convertido en un nuevo orden.
Precisamente por esto es Jean Paul tan comprendido en estos tiempos. El, para quien era tan íntimamente familiar la idea de la polaridad en todos los terrenos, tiene hoy mucho que decirnos de extraordinario. No puede ni debe ser para nosotros un guía, pero sí un confirmador, y también un consolador, pues ningún poeta ha predicado con tanta insistencia como él que "lo más importante para un poeta es el amor", afirmación que no se desvirtúa por el reconocimiento de las contraposiciones, y que la armonía entre las fuerzas divergentes del alma es una meta viva y vivificadora.


LA OBRA DE BRENTANO
(1921)

Hay grandes escritores que son desconocidos; otros hay que son incomprendidos. La diferencia es esta: los escritores desconocidos son poco editados y poco leídos, pero viven comprendidos y apreciados en un círculo reducido de jóvenes fieles. A esta clase de poetas pertenece Novalis. pertenecieron hasta hace poco Hölderlin y Jean Paul. Mas los escritores incomprendidos tienen ciertamente nombres famosos, pero no solo no son leídos por el pueblo, sino que tampoco son bien degustados ni bien comprendidos por los conocedores de profesión, los historiadores y filólogos, y de ellos se leen en las Historias de la Literatura frases confusas, que unas copian de otras.
A estos incomprendidos pertenece desde hace ya cien años Clemens Brentano. Su vida y su obra se divide en dos mitades desiguales, entre las cuales está su conversión. Nuestros críticos no han comprendido ni la vida religiosa del piadoso y ulterior Brentano, ni la latente y pervertida de su primera época, mundana y genial. También Alfred Kerr, en su famoso librito sobre Godwi fracasa. Con más justicia y cordura que él y que todos los historiadores liberal - protestantes ha juzgado el alma de Brentano el jesuita J. B. Diel, pero le falta el vibrar enteramente acorde con el artista Brentano.
Esta perplejidad ha retardado largo tiempo la publicación de una buena y completa edición de las obras de Brentano. Es cierto que está en marcha (empezó a realizarse hace unos diez años en la Editorial Georg Müller), pero avanza muy lentamente. Estaba haciendo mucha falta una edición manual, pequeña, hasta que Max Morris publicó la suya, que entonces representó un progreso, pero que estaba seleccionada muy superficialmente: se dejó a un lado lo más indispensable de la prosa de Brentano en favor de la antología de romances.
Ahora ha aparecido una edición en cuatro tornos con el título de Obras completas y bajo la dirección de Amelung y Vietor. El título puede convenir a muchas predecesores, mas es falso, pues no se trata en modo alguno de obras completas, sino de obras seleccionadas. El prólogo de cada tomo no cala muy hondo, tampoco han acertado estos editores con la palabra clave sobre Clemens, pero su selección es buena y satisfactoria; los cuatro tomos, bien impresos (Frankfurter Verlags -Anstalt A. G.), representan una edición muy útil. En ella está contenido, ante todo, el Godwi.
Esta bella edición tampoco hará popular a Clemens. Ambos Clemens, el joven salvaje y el piadoso anciano, conservan después como antes sus rostros, que tienen muchas diferencias grotescas y casi ningún rasgo común: el genial comediante Clemens y el decepcionado y duro penitente, ambos miran al mundo con profunda y fantasmal extrañeza, ninguno de ellos se siente en él en casa. El uno se burla de él, el otro le huye; pero ambos sufren, ambos viven en otra realidad que la nuestra y están sin patria entre nosotros.


CONSIDERACIÓN CHINESCA
(1921)

Bajo la más tensa atención de todos los pueblos se celebra en Washington un congreso que debe evitar una guerra entre América y Japón y limitar los armamentos marítimos de las grandes potencias. Parte de la tarea ha sido resuelta, se ha alcanzado cierta meta. En un futuro más o menos próximo no habrá guerra entre el Japón y América, no será dilapidado más dinero ni trabajo en la construcción de buques de guerra. El mundo respira tranquilo.
El mundo ha prestado menos atención que a estos resultados a otra parte del contenido de aquellas reuniones de Washington. En aquellas sesiones, los fuertes y poderosos se han unido en cierto grado. Pero entre ellos había un débil, al que escucharon poco. Era China. La potencia más antigua de la Tierra, la antiquísima, la enorme China, no ha encontrado aquel camino de la adaptación al mundo occidental que el Japón viene recorriendo desde decenios con mucha consecuencia. China se ha debilitado mucho, apenas si representa ya el papel de una potencia independiente y es considerada por las otras - las potencias poderosas - casi solo como un territorio de intereses susceptible de ser repartido.
Ya hace años, un chino, un prosélito del viejo y digno mundo del pensamiento chino se pronunció sobre estos sucesos en un sentido que no tiene nada en común con 1a Política, pero que está muy cerca del espíritu del Tao Te King. Dijo algo así: Aunque los japoneses u otros pueblos nos conquisten, ocupen nuestro país y nos gobiernen, aunque esto suceda, aunque se evidencie que somos los más débiles, que cualquiera puede conquistarnos y devorarnos, si este es el signo de la China, ya veremos si después de habernos devorado nos pueden digerir. Puede ocurrir que el Gobierno, el Ejército, la Administración y las Finanzas, sean japoneses, americanos o ingleses, pero los conquistadores de la China no podrán impedir el ser conquistados a su vez por el espíritu de la China, que se conviertan en chinos poco a poco. Pues China es débil en el manejo de las armas y en la Política, pero es rica en vida, en espíritu y en antiquísima civilización.
Cuando leí los últimos informes de Washington pensé en este amable chino. Y me dije: ¡Ya ahora, cuando China está viviendo su decadencia como potencia mundial, antes de ser vencida, ya ha conquistado una buena parte de Occidente! En los últimos veinte años, la vieja China, la espiritual, que antes no era conocida más que por algunos sabios, ha comenzado a conquistarnos por las traducciones de sus libros antiguos, por la influencia de su viejo espíritu. Hace más de diez años que Lao Tse, por habérsele traducido a todos los idiomas de Europa, es conocido y ha ejercido en ella mucha influencia. Cuando antes, hace más de veinte años, hablábamos del espíritu de Oriente, pensábamos exclusivamente en la India, en los Vedas, en Buda, en la Bhagavad Gita. Ahora, cuando hablamos del espíritu oriental pensamos tanto o más en la China, en el Arte chino, en Lao Tse, en Dschuang Dsi, y también en Li Tai Pe. Y se evidencia que el pensamiento de la antigua China, sobre todo el del taoísmo primitivo, no es en modo alguno para los europeos una curiosidad remota, sino que nos afirma sustancialmente, que nos aconseja y ayuda en lo esencial. ¡No es que podamos adquirir en estos viejos libros de sabiduría una concepción de la vida nueva y salvadora, no es que hayamos de desprendernos de nuestra cultura occidental y convertirnos en chinos! Pero es que vemos en la antigua China, excepcionalmente en Lao Tse, indicios de un modo de pensar que nosotros hemos descuidado demasiado; vemos allí fuerzas estimadas y reconocidas, de las que nosotros, ocupados en otros menesteres, no nos preocupamos hace mucho tiempo.
Me acerco al rincón de mi biblioteca, donde están los libros chinos -¡un bello rincón tranquilo y feliz! -. En estos libros antiquísimos hay cosas muy buenas, y con frecuencia sorprendentemente actuales. ¡Cuántas veces durante los terribles años de la guerra encontré aquí pensamientos que me consolaron y levantaron mi ánimo!
Y leo, en una carpeta con apuntes que he coleccionado, algo de Yang Tschou.
Yang Tschou, un sabio chino, que quizá fuera coetáneo de Lao Tse y anterior al Buda indio, dijo una vez que el hombre puede conducirse en la vida como un señor o como un criado. Y referente a ello, pronunció el siguiente aforismo:

DE LAS CUATRO DEPENDENCIAS

Hay cuatro cosas de las cuales dependen la mayoría de los hombres, que todos codician: larga vida, fama, rango y honores, dinero y bienes.
El continuo deseo de estas cuatro cosas es el motivo principal de que los hombres teman al Demonio, de que se teman unos a otros, de que sientan angustia ante los poderosos y temor al castigo. Sobre este cuádruple temor y dependencia se asienta todo Estado.
Los hombres que sucumben a estas cuatro apetencias viven como insensatos. Les es indiferente que se les mate o se les perdone la vida: ¡el destino les viene impuesto a estos hombres desde fuera!
Pero a quien ama su destino y se sabe identificado con él, ¿qué le importa una vida larga, la fama, el rango o la riqueza?
Los hombres de esta clase llevan la paz dentro de sí. Nada en el mundo puede amenazarlos, nada puede serles enemigo. Llevan el destino en su interior.


ARTE EXÓTICO
(1922)

A fines del siglo xvii llegó a Francia el Arte chino, es decir, porcelanas y bordados; obró con rapidez y fue manufacturado en las chineries del siglo xviii, falsificado por el Arte de la Moda de la Europa de entonces. A mediados del siglo xix, aproximadamente, llegó -esta vez del Japón - una nueva ola de Arte oriental, vía París igualmente, y desde allí se extendió. Ambas veces fue producto tardío de un Arte clásico ya amanerado, era precisamente aquella parte de lo exótico que debía obrar en Europa del modo menos sorprendente por su alejamiento de la Naturaleza y por una cierta fatiga. Ya es conocida la sorprendente conducta, capaz de adaptación, del impresionismo para con las tallas japonesas y las telas estampadas. El restante Arte de los países exóticos no existía para Europa, al menos como Arte, a lo sumo como una especialidad etnográfica.
Entre tanto, en los últimos diez años, con ritmo más acelerado, lo exótico ha seguido penetrando en Europa. Apenas habían acabado de volverse los artistas amantes del Arte sobre Egipto, apenas nos habían dado a conocer, en cierto modo, la estatuaria de China, India, Siam y Java, cuando irrumpió una ola enteramente nueva: lo exótico salvaje y genuino, la plástica negroide, las tallas y los trenzados de Oceanía. Las máscaras de danza y los ídolos, las esculturas primitivo-eróticas de los negros, las antiquísimas figuras de demonios chinos nos fueron conocidas, nos maravillaron, cobraron importancia para nosotros.
La triunfante (magnífica por demás y saludada por mí con cordialidad) invasión de los cráneos pintados, las máscaras peludas de danza, las terribles quimeras de los pueblos y de los tiempos primitivos, en el tranquilo templo unido de las obras y de las convicciones artísticas de Europa, es un signo evidente de decadencia. Cierto que no trata de aquella decadencia que se imagina el lector de prensa burgués, cuando se incomoda con Spengler, sino de aquella decadencia natural, justa, sana, que es, al mismo tiempo, principio de un renacimiento; de aquella clase de decadencia que no es otra cosa que una fatiga de funciones supercultivadas en el alma del solitario como en la de los pueblos, y una tendencia inconsciente hacia el polo opuesto. En épocas de semejantes tendencias decadentes aparecen, siempre extraños, dioses nuevos, que más parecen demonios, y lo que hasta ahora fue razonable, se vuelve insensato; lo demente se torna positivo, esperanzador; los límites se borran, al parecer, se anulan los valores; aparece el Demiurgo, que no es bueno ni malo, ni Dios ni Diablo, sino solo creador, destructor, fuerza ciega. Este momento de cadencia aparente es el mismo que en detalle se convierte en acontecimiento conmovedor, en prodigio, en conversión. Es el momento de las paradojas experimentadas, de los instantes deslumbradores en que los polos opuestos se tocan, en que se derrumban las fronteras, en que las normas se funden. En determinadas circunstancias se hunde la Moral y el Orden, pero este mismo acontecimiento es lo más vivo que se puede imaginar.
Así siento yo la marcha del Arte exótico del Brasil, de Nueva Caledonia, de Nueva Guinea. Muestra a Europa su contraste, respira comienzos y salvaje fuerza generativa, huele a selva virgen y a cocodrilos. Retrotrae a pasados estadios vitales, a estados de alma que nosotros los europeos hemos superado hace tiempo al parecer. No debemos aceptar todos estos ídolos y demonios en el estadio de los habitantes del océano. Pero sí debemos aceptarlos, no con la inteligencia y la ciencia, sino con la sangre y el corazón. Lo que nosotros hemos conquistado, cultivado, refinado y, poco a poco, desleído y evaporado en nuestras artes, en nuestra espiritualidad, en nuestras religiones, todos nuestros ideales, todos nuestros gustos, con todo esto hemos elevado una parte del hombre, a costa de la contraria, hemos servido a un dios de luz entre negaciones de los poderes tenebrosos. E igual que Goethe en su teoría de los colores celebra el negro, no como la nada, sino como polo opuesto a la luz, así los artistas y la espiritualidad de
Europa, ante las creaciones de Borneo y Perú, quedan asombrados y han de reconocer y hasta venerar lo que hasta hace poco era todavía abominable y fantasmal. Y de pronto se piensa también en cómo los hombres más fuertes en el Arte de la Europa última, Dostoievski y Van Gogh, tenían ocultos estos rasgos salvajes, fanáticos, este olor a prohibido, este parentesco con lo criminal.
Se ha recorrido mucho camino, las decisiones de la mayoría no podrán hacer girar las ruedas hacia atrás. Es el camino de Fausto hacia las madres. No es cómodo, no es agradable, pero es necesario.


LA VOCACIÓN DE JAKOB BOEHME
SEGÚN LA RELATA ABRAHAM VON FRANCKENBERG
(1922)

En los últimos siglos se encuentran muy pocas referencias de hombres en cuyas vidas se exprese la vocación espiritual en claro y bello relato, como en las leyendas de los antiguos tiempos sagrados, de forma que creamos estar escuchando un cuento maravilloso, en el cual se transforman las cosas de nuestra vida habitual y resurgen con nueva y deslumbrante significación. Un raro ejemplo de esto es la vocación del filósofo teutónico, del zapatero de Görlitz Jakob Boehme, como aparece relatada en las Notas de Abraham von Franckenberg.
Varias veces conoció Boehme, este hombre sencillo y dulce, modesto y tímido por naturaleza, la llamada de su alta y espiritual tarea, la cual le alentó y finalmente le forzó a seguir su estrella y a entregarse a un pensar mágico-piadoso, cuyos frutos, en un lenguaje difícil de leer frecuentemente y vestido con un extraño ropaje, están consignados en los escritos del iluminado zapatero.
Jakob Boehme vino al mundo en Alt -Seidenberg, junto a Görlitz, en la Alta Lusacia, como hijo de unos pobres y buenos aldeanos. De pequeño hubo de guardar ganado en el campo. En cierta ocasión le sedujo una llamada misteriosa, y abandonando el ganado y a sus camaradas de aldea, subió a una montaña de aquella comarca llamada Landskrone. En la soledad y en el yermo encontró una puerta abierta en la roca áspera y roja, entró por ella con infantil confianza y halló en el interior de la cueva un tesoro, una gran tina llena de dinero, ante la cual sintió tanto espanto que no se atrevió a tocar nada y se alejó de allí a buen paso. Aunque después volvió muchas veces con otros pastores a subir a la montaña, aunque buscó y encontró el sitio donde le había sucedido aquella aventura, no fue capaz de dar con la puerta y entrada de la cueva. Esta fue la primera llamada del otro mundo llegada hasta él para que, como buscador de tesoros, penetrara en ocultas cavernas y sacara a luz tesoros del espíritu.
La segunda vez, unos años después y estando de aprendiz en casa de un maestro zapatero, le sucedió algo extraordinario. Estaba un día solo en el taller, pues el maestro y su mujer habían salido de casa, cuando entró en la tienda un forastero, sencillo, decentemente vestido, que quería comprar un par de zapatos. Pero el muchacho, que no tenía autorización para ello, no se atrevió a satisfacer el deseo del hombre y se negó a vendérselos. Mas el forastero insistió tanto y con tanta seriedad, y tenía tanta fuerza en la mirada y en su persona, que Jakob terminó por acceder a su petición. Así, pues, le dio un par de zapatos, pero para contentar a su maestro pidió por él un precio extraordinario, que el forastero pagó al punto sin replicar. Luego, el hombre salió de la tienda, mas cuando se hallaba a cierta distancia de ella, se detuvo y exclamó con voz fuerte y grave: "¡Jakob, ven aquí!" Boehme se llenó de temor en su corazón al ver que un desconocido, que nunca le había visto, le llamaba por su nombre de pila, pero se recobró y fue hacia él calle adelante. Entonces, el forastero, con semblante amable y serio y con ojos que despedían chispas de luz, tomó la mano de Boehme, le miró profundamente y le dijo: "Jakob, eres pequeño, pero llegarás a ser grande y te convertirás en otro hombre y el mundo se admirará de ti. Por esto, sé piadoso, teme a Dios y venera su Ley; sobre todo, lee con gusto las Sagradas Escrituras; allí encontrarás consuelo y enseñanzas, pues habrás de padecer mucha necesidad y pobreza y persecución, pero consuélate y sé constante, pues eres afecto a Dios y El te será propicio." Después el hombre le estrechó la mano otra vez, volvió a mirarle fijamente a los ojos y siguió su camino. Boehme quedó confuso y sobrecogido y conservó en el alma esta advertencia durante toda su vida, y desde aquel instante fue más atento en todos sus actos.
No mucho después, durante su época de correrías y de aprendizaje, cuando empezó a buscar seriamente la verdad, se le puso ante los ojos aquel versículo del Evangelio de San Lucas: "El Padre Celestial dará el Espíritu Santo a aquellos, que se lo pidieren." Volvió en su acuerdo, sintió que despertaba interiormente y, tomando al pie de la letra el versículo, rogó a Dios que le enviara el Espíritu Santo y pronto se sintió trasladado a un Sábado Santo y a una claridad y tranquilidad de alma, y "rodeado de la divina luz, pasó siete días en la más alta y divina contemplación y paz".
En el año 1600, después de haberse hecho maestro y haber contraído matrimonio en Görlitz, se vio envuelto otra vez por la luz divina. En una ocasión se encontró de pronto frente a un vaso de estaño, en el que se reflejaba la luz. Ante la visión del vaso y de la luz que en él se quebraba, descorrióse de repente dentro de Boehme el velo que le ocultaba su mundo interior, y el espíritu le condujo hasta el más recóndito corazón y misterio de la Naturaleza. Y cuando él, propenso a la duda, para echar fuera de su cabeza esta mentida fantasía, salió a pasear por la verde campiña, fuera de las puertas de la ciudad, toda la Creación se mostró a su visión interior más dilataba, más clara, como en cuadros, esbozos, figuras y colores, dibujados e iluminados como si fueran transparentes. Este fue el momento de su definitivo despertar. Colmado de alegría, calló, alabó a Dios y guardó contento dentro de sí su luz, sin decir a nadie nada de esto.
Pero diez años más tarde, en el año de gracia de 1610 y a los treinta y cinco años de su edad, renovóse esta inmersión en la luz divina con tanta fuerza que, para no volver a olvidarse de ello, empezó a escribir en un libro el contenido de su primera iluminación. Y acabó su primer tomo en el año 1612, el que tituló Arrebol de la Aurora.


SOBRE HOELDERLIN
(1924)

Hace cien años hubo un poeta alemán que siempre se atrajo a los mejores, un secreto favorito y rey de la juventud idealista, pero que nunca fue conocido por la mayoría: Hölderlin. Su obra, un tomito de poesías, himnos de gran inspiración en parte, en parte dulce y lírico ensimismamiento, concuerda de una manera notablemente bella, conmovedora y trágica, con su vida, que, tras una breve y radiante juventud, se perdió en el caos y en la demencia, pero también en una atmósfera suprapersonal y mística. Fue el prototipo del poeta elegido por Dios y castigado por Dios, deslumbrante en su pureza sobrehumana, lleno de nobleza y dolorosa belleza, el prototipo del poeta que ha de destruirse en una vida normal y que deja tras sí el recuerdo de una breve y luminosa floración espiritual, como casi solo acompaña a los que mueren prematuramente.
Y ahora, en este último par de años, la juventud alemana ha vuelto a descubrir a este Hölderlin; su grito de advertencia a los alemanes ha cobrado nueva y reforzada significación, y otra vez vuelve a brillar poderosamente la estrella de este hermoso forastero, por cierto en un tiempo y en un ambiente que fácilmente ponen de moda toda exaltación. Hubo también, efectivamente, una moda Hölderlin, y este poeta, nada fácil de abordar, está hoy en la mesa de muchas damas, junto a los discursos de Buda y a los folletones de Tagore. Ya ha desaparecido casi esta moda y nos ha dejado una cosa buena: que también los filólogos y los editores se han preocupado de Hölderlin, de modo que ahora hay muy buenas y muy bellas ediciones de su obra y de sus cartas. Citaremos con reconocimiento dos nuevas ediciones de Hölderlin, la gran edición en cinco tomos, con todas las cartas, preparada por Zinkernagel en la Editorial Insel y que pronto estará concluida, y otra en cuatro tomos manuales de la Editorial Lichtenstein, de Weimar.
Es también Hölderlin, según creo, de aquellos que no han sido enteramente comprendidos, de aquellos que en los últimos años han sido alzados un poco ruidosamente sobre el pavés, no siendo, en modo alguno, una casualidad que las gentes se hayan acordado de él precisamente ahora, en este revuelto y escatológico estado de ánimo de la Alemania herida. No fue solo el éxtasis de sus ardientes himnos lo que en la época de la revolución adquirió ocasionalmente un carácter de manifiesto; fue, ante todo, la personalidad del poeta, el aliento de noble espiritualidad y noble superhumanidad la que influyó tan hondamente en la necesidad material en estos tiempos de profunda corrupción y de una desesperada entrega al dinero. Pues Hölderlin no es solo un poeta, y su obra y su ser no están identificados con sus escritos; él es algo más, es el representante de un tipo heroico.
En uno de sus artículos más notables hay un pensamiento en el que el poeta parece presentir su propio destino y conocerse a sí mismo hasta lo más profundo. Dice así: "Toda la cuestión estriba en que los superiores no pueden apartar demasiado de sí lo inferior, lo refinado, lo bárbaro, pero tampoco pueden mezclarse demasiado con ello; consiste en que reconocen con justeza y desapasionadamente la distancia que hay entre ellos y los otros, y según este conocimiento obran y lo sufren. Si se aíslan demasiado se pierde la eficacia y perecen en su soledad." Hölderlin, que en realidad pertenece a los refinados, ha tenido una profunda comprensión en esto. Se puede tomar esta frase sobre la distancia y su exigencia, no solo en el sentido de que el hombre noble no debe aislarse demasiado rigurosamente de sus semejantes más vulgares, sino que la frase muestra su propia profundidad cuando la interpretamos también hacia adentro, como la exigencia de que los nobles deben saber reconocer y conservar, no solo en el mundo circundante, sino también en sí mismos, en la propia alma, lo vulgar, lo naturalmente ingenuo. Con esta interpretación no violentamos ciertamente el pensamiento de Hölderlin, pues conoció a fondo toda la vida el problema y lo expuso muchas veces; conocía su peligro, su parcial dependencia de la clase de los sentimentales, como Schiller decía, y siempre ha padecido de falta de ingenuidad.
Traducido al lenguaje de la Psicología actual, la exigencia de Hölderlin rezaría algo así: El noble no pone su vida instintiva demasiado parcialmente bajo el dominio del espíritu enemigo de los instintos, pues cada parte de nuestra vida instintiva, cuya sublimación no se logra, nos acarrea grandes sufrimientos por el camino de la represión. Este era el problema particular de Hölderlin, y ante él sucumbió. Había cultivado esmeradamente en sí mismo una espiritualidad que violentó su naturaleza; su ideal era dejar tras sí todo lo vulgar, pero no poseía la enorme tenacidad de Schiller, que en una situación enteramente semejante nos dio un alto ejemplo de educación espiritual de la voluntad y se consumió y languideció sin descanso en esto. Enteramente sentimental como Schiller, su admirador y discípulo Hölderlin se ha consumido en la exigencia que él mismo se planteó, aspiró a un ejemplo de espiritualización que fracasó en la tentativa. Y si consideramos la poesía de Hölderlin, hallamos que precisamente aquella espiritualidad schilleriana, aunque la lleva en la frente con tanta nobleza, está aherrojada, sin embargo, en el fondo de su ser. Pues lo que reverenciamos como singular e inimitable en esta magnífica poesía, no es ni su reconocida maestría, con serlo muy grande también, ni su contenido en ideas, sino la corriente subterránea de la música casi reprimida frecuentemente a imitación de Schiller, del rítmico y sonoro misterio. Esta corriente subterránea maravillosa, llena de misterio, creadora, que moraba en el subconsciente, aparece en muchas poesías de Hölderlin en franca colisión con su bien cuidado ideal de poeta, y bajo la opresión de esta fuerza creadora, secreta y sagrada, sucumbió. Hölderlin, con el más noble afán, pero en detrimento del valor más profundo de su ser, se convierte casi - bajo la influencia de Schiller - en un intelectual.
Estas ideas sobre la psicología individual del poeta no agotan, sin embargo, enteramente el problema de Hölderlin. Su destino es, ante todo, un destino de héroe, y estos son superindividuales. Precisamente por esto vemos con tanta frecuencia incurrir en contradicciones a hombres grandes, divinamente dotados, con los que el pequeño acaba bromeando, y la sana inteligencia del hombre medio puede fácilmente declarar psicópatas a los bien dotados, ya sea con o sin aparato psicoanalítico. Ciertamente que estos héroes son psicópatas, entre otras cosas. Pero son héroes por encima de todo, son respetables y peligrosos intentos de la Humanidad por ennoblecerse, y su destino está envuelto por una atmósfera heroica y trágica, aun cuando tal héroe no acabe casualmente de manera espantosa. Hölderlin estaba predestinado a representar monumentalmente este trágico sino del bien dotado. Lo trágico, que en la vida de Schiller corre a torrentes quizá con no menor intensidad, en Hölderlin llega a una expresión de inaudita claridad, conmovedora. Su sentimiento le distingue, como a héroe verdadero, de cada uno de los demás poetas, cuyo ser y figura nos parece estar impresos sin reservas en sus obras.


EPILOGO AL "NOVALIS. DOCUMENTOS DE SU VIDA Y MUERTE"
(1924)

Siempre aquellos destinos extraordinarios de los hombres espirituales han suscitado los más profundos intereses de los que les sobreviven, en los que se pone de manifiesto el hecho de que el genio no es solo un proceso histórico -sino también, y ante todo, un proceso biológico, la nueva Historia de la Cultura alemana son las figuras nobles de esta clase Hölderlin, Novalis y Nietzsche.
Mientras Hölderlin y Nietzsche, cuando la vida se les hace insoportable, caen en la demencia, Novalis se entrega a la muerte, y no por el suicidio imperioso, tan frecuente entre los genios, sino que muere sabiéndose interiormente consumido, de una muerte mágica, prematura, floreciente y enormemente fructífera, pues precisamente de este extraño fin del poeta, de sus relaciones positivas, mágicas y extraordinarias con la muerte, irradia su efecto más fuerte. Y este efecto es más profundo de lo que la superficialidad de nuestra vida permite sospechar. Novalis es comprendido en su tiempo por unos pocos solamente, y después, aun en nuestros días, el número de sus lectores no ha sido nunca grande, pero todo lector serio se ha inflamado en este espíritu prodigioso, vivo hasta la peligrosidad, en la ardiente animación de esta vida: el conocimiento próximo con Novalis significa para todo espíritu notable un acontecimiento profundo y mágico, es decir, el acontecimiento de la iniciación, la iniciación en el misterio.
Cuando hablo del genio como de una cuestión biológica, pienso que el genio, el hombre importante en su ejemplar más logrado, casi siempre lleva una vida trágica y vive bajo la luz pálida de las cercanías del ocaso, lo que no tiene nada que ver con la pedantesca teoría burguesa de que el genio siempre está emparentado con la demencia. No; el genio, la vida más altamente espiritualizada, cae fácilmente en su polo opuesto, la muerte o la locura, porque en él el humano destino se reconoce como un terrible infortunio, como un lance de la Naturaleza grandioso y atrevido, pero no enteramente logrado. El genio reconocido sin contradicción como el fruto más deseado y noble del árbol de la Humanidad no es protegido de ninguna manera por los mecanismos biológicos, y menos aún propagado; viene al mundo en medio de una vida para la que es antorcha y meta anhelada, y en la que ha de ahogarse también. Este es el sentido de todos los miles de historias y leyendas de los genios tempranamente fallecidos, de los favoritos de los dioses tempranamente desaparecidos.
Nuestro libro presenta documentos escogidos sobre la vida y muerte de Novalis, del poeta Friedrich von Hardenberg. Si leemos los recuerdos del poeta Tieck y los sencillos y conmovedores del alcalde Just sobre el joven difunto Novalis, encontramos en el tono de estos relatos el eco profundo de un gran suceso, sagrado y misterioso. Ambos han sentido que junto a ellos ha vivido y muerto uno, al que consideraban en muchos aspectos, no como su igual, sino unas veces como un ángel de Dios, y otras como un fantasma, pero siempre como un ser predestinado, con un sino extraordinario.
Friedrich von Hardenberg nació el año 1772 en la hacienda de su familia y murió en el año 1801, después de haber perdido unos años antes una novia de quince, cuya muerte le dejó recuerdos muy íntimos. El murió de tuberculosis, pero ¿qué puede significar esto? También otros hombres han muerto jóvenes de tuberculosis, también los hermanos de Novalis corrieron esta suerte, pero solo él, solo su tumba irradia aquella mágica atracción, solo él no ha sufrido la muerte, sino que ha entrado en ella como un rey desterrado que vuelve a su palacio desde el exilio gris.
Ha dejado tras sí la obra más prodigiosa y más misteriosa que conoce la Historia del pensamiento alemán. Igual que su vida breve, aparentemente inactiva, da la impresión de la más extraña plenitud y parece haber agotado toda sensualidad y toda espiritualidad, así las runas de esta obra muestran bajo la superficie juguetona, encantadoramente florida, todos los abismos del alma, del endiosamiento Por el espíritu y de la desesperación. Novalis ha vivido a conciencia y con fe su propio destino, ha conocido su tragedia y la ha meditado, ya que una piedad creadora le permitió despreciar la muerte.
Sus poesías han perdurado, siempre leídas por unos pocos, significando siempre para esos pocos una puerta sobre lo mágico y el enriquecimiento en una nueva dimensión, y algunos de sus poemas hasta se han hecho populares y son cantados todavía algunos domingos en las iglesias protestantes por las comunidades de fieles. Pues a través de
Schleiermacher, algunas poesías religiosas de Novalis han incluidas en los cancioneros religiosos, y hoy todavía muchos predicadores centran, inocentemente, sus pláticas dominicales en el peligroso ardor de estos versos.
Además de sus poesías, perdura también la conmovedora y renovadora leyenda de su vida, como algunos amigos la han sentido. Mostrar los verdaderos documentos de esta vida en una buena selección es el objeto de nuestro libro (1).

(1) El libro citado, Novalis. Documentos de su vida y apareció en 1925 en la colección "Historias y Hombres Notables' publicada por Hesse en la Editorial S. Fischer de Berlín.


GOETHE Y BETTINA
(1924)

Las leyendas sobre las relaciones de Goethe con Bettina Brentano, profusamente nacidas de la lectura de Correspondencia con una niña, han cesado desde que hace unos años apareció la verdadera correspondencia original entre Bettina y Goethe, dada a conocer por Reinhold Steig en la Editorial Insel. Se pueden repasar ahora, palabra por palabra, las cartas que la exaltada jovencita de Frankfurt escribió realmente a Goethe y las respuestas que de él recibió, y el editor ha adjuntado, sin dejar ninguna laguna, los documentos de estas notables relaciones, espigando en otras correspondencias y en los diarios de Goethe. Vemos en esta obra que con la primera visita de Bettina a Weimar, en abril de 1807, se inicia una correspondencia; que esta correspondencia es muy unilateral; que las cartas, numerosas, largas y afectuosas de la dama, no logran más que unas respuestas breves, mezquinas y poco cordiales la mayoría de las veces; que Bettina estuvo años más tarde varias veces en Weimar, alojándose algunas en casa de Goethe; que en una de estas visitas, a finales del verano de 1811, una escena violenta y odiosa, una ofensa de la mujer de Goethe, Christiane, a Bettina puso fin por largo tiempo a las relaciones, que nunca más volvieron a recobrar el calor de antes. Hay en las cartas de Bettina muchas cosas extraordinariamente bellas, exaltadas y entrañables; en las de Goethe, poco digno de ser leído en realidad. Hay también en este libro singular muchas cosas tristes, y entre lo más triste, la frialdad y maldad ocasional con que Achim von Arnim, desde el instante de la ofensa de Christiane, habla del hasta entonces reverenciado, como un dios, Goethe.
No hay duda alguna de que las cartas de Bettina a Goethe son infinitamente mucho más bellas que las respuestas de este, ni tampoco que Bettina ha amado hasta su muerte al poeta con un amor conmovedor, fiel, prodigiosamente vivificado, y que Goethe no solo no correspondió a ese amor, sino que tampoco lo conoció por entero ni lo comprendió; que esta eterna Bettina, con sus largas cartas y su ampulosa exaltación, le resultaba, en el fondo, fastidiosa más bien, y que su cortesía, la de Goethe, y su transigencia ocasional siempre tuvo un regusto frío. Si Bettina no le hubiera sido recomendada por la madre de Goethe, quizá la hubiera rechazado en el momento mismo de conocerla y no la hubiera alentado después a escribirle. Su falta y descuido para con Bettina radica en que no supo decir no, ni tampoco pudo, y de esta forma estas relaciones, mantenidas por su admiradora con toda sinceridad, fueron llevadas a rastras por él durante años y décadas como una cosa incompleta y fría, como una falsa relación por su parte. Si quisiéramos buscar un culpable, lo hallaríamos en Goethe.
Pero si no examinamos con ojos de juez este libro, en que se contiene aquella singular correspondencia, y le seguimos en su extensión de más de veinte años, veremos en él no solo el amor de una joven poetisa hacia un poeta viejo y venerado y su mutuo comportamiento de año en año, sino media vida humana, por ambas partes. Vemos a Bettina convertirse de una muchacha entremetida en una mujer y madre, y vemos que el libro acaba con un verso que el viejo Goethe escribió, en un álbum familiar de Bettina, a un hijo de esta, y que fue el último verso que Goethe escribió antes de morir. Pero a él, a Goethe, le vemos en este libro desarrollarse a la inversa: vemos su envejecer, su demolición, su progresivo anquilosamiento y aislamiento y su total extinción, y si examinamos esto sin la prevención de Arnim, que no hizo más que chistes sobre el envejecimiento de Goethe, entonces el espectáculo es conmovedor y grandioso. Me parece interesante entregarse a este examen; si posamos un momento la mirada en este notable espectáculo veremos no solo un trozo de vida en su grandeza e inexorabilidad, sino que veremos también al llamado viejo Goethe iluminado por nuevas luces.
Examinada así, esta correspondencia se transforma en una larga y simbólica charla entre la juventud y la vejez, en que se encuentran el tono encantador y solicitante de la juventud con la fatiga de la vejez. Goethe es solicitado, es envuelto por una nube de adoración y amor, se le hace olvidar el papel de anciano y que se contagie de amorosa juventud. Y esta solicitud no es enteramente infructuosa, arrancará al anciano señor esta o aquella palabra amistosa, esta o aquella sonrisa, esta o aquella mirada benevolente, pero muy pronto es alcanzado el máximo de halago, y desde entonces declina inexorable, lenta y seguramente, de modo que uno no se sorprende ya, después del ataque de Christiane, de que Goethe no pueda hallar no solo ni una palabra de condolencia, sino ni un solo gesto conciliador. Más tarde, después de la muerte de Christiane, reanudó Bettina su correspondencia con Goethe, y con un tono nuevo y conmovedor, al que el Goethe de antaño no hubiera resistido, pero en el que el Goethe de hogaño no podía consentir, y no volvió a contestarla nunca más, si bien la recibió en su última visita a Weimar, y cambió también algunas cartas con su marido.
Y esta segunda parte de la correspondencia, que ha dejado de ser un diálogo, esta nueva serie de solicitaciones, de confesiones amorosas y presentes espirituales, todos los cuales quedan sin respuesta, hablan con más elocuencia todavía de aquel proceso existente en el alma de Goethe, que solo negativamente puede ser designado con las palabras vejez y caducidad, que bien podría ser fatiga, pero que era también una profunda transformación. Mientras que la voz juvenil del duelo sigue cantando y cantando y se derrocha con profusión en nobles tonos, la otra voz desaparece enteramente, ya no es a Goethe a quien Bettina dirige sus cartas deliciosas, es a un misterioso anciano que está a punto de desvanecerse cada vez más en el anonimato impersonal más completo. No es, en modo alguno, debilidad senil, como sabemos por sus estudios y trabajos de aquellos años, pero ya no es una persona, se pueden entonar canciones de amor y alabanza en honor del gran maestro, pero no se puede obtener ya ninguna respuesta de él, ya no se sabe si llegan hasta sus oídos las voces de este mundo. Pero si llega uno a Weimar y se le visita, el poderoso se ha transformado en un anciano, algo pequeño y regañón, y se pueden presenciar escenitas como aquella conmovedora de que nos habla Bettina en el otoño de 1824. El olímpico, mientras Bettina está en su casa, tiene una botella de vino en el cuarto de al lado, y varias veces en la tarde entra en él, y la huéspeda, que ha quedado sola, oye en el cuarto contiguo el glugluteo del frasco, del que el viejo se sirve un vaso cada vez que entra en el aposento. Y al acabar la tarde, el viejo y algo descuidado bebedor dice a su visitante unas palabras que a la llorosa mujer le causan la impresión -que más tarde comunica a una pariente - de que el genio de Goethe está a punto de "resolverse enteramente en bondad". En esta tarde llega una vez más la respuesta del adorado - es el último acento de la boca del amado -, que Bettina percibe en vida, pero ya no es él, ya no es Goethe quien habla, habla el innominado con los labios de anciano húmedos de vino, el impersonal en que se ha convertido. Su casa está desierta: su mujer ha muerto hace muchos años; pronto le llegará también la noticia de la pérdida de su único hijo; en derredor, los cuartos revientan de la multitud de colecciones amontonadas durante décadas, que, como una costra creciente cerca esta vida declinante, en los armarios amarillean las diez mil cartas registradas; todo huele ya a ruina y a moho, todo se despide, y en medio, junto a la botella vacía, está lo que queda aún de Goethe, y de sus labios marchitos salen palabras, las mejores que ha dirigido a esta amante y que están teñidas al mismo tiempo de una ligera vergüenza de sí mismo.
Aunque las cartas de Bettina a Goethe son tan rica y poéticamente bellas, la página en que ella relata a su sobrina esta velada de Weimar es más conmovedora que todas las demás. Se descubre de pronto que esta relación de Goethe hacia Bettina, añeja de varias décadas, tan atormentada frecuentemente, no era nada humana, nada personal, y, sin embargo, era buena y tenía un valor. Se descubre por un instante todo el profundo contrasentido de la vida de Goethe, el sentido de una rigidez de formas, el sentido de sus colecciones amontonadas, el sentido de la siniestra industria, que le ordena no rechazar el fenómeno de Bettina, que tanto le incomodaba, sino acogerlo en su gabinete de Historia Natural. Se descubre la tendencia del viejo Goethe: morir fuera de la prisión de una personalidad casi supercultivada en lo superpersonal, morir en el anonimato. De pronto, por un momento, sentimos que este último y viejo Goethe no es para Bettina su pareja, que no es el amado, el receptor de sus cartas y homenajes, sino que ella es una parte, una creación, una irradiación de él.
Así lo sentí cuando, al leer esta correspondencia, llegué a aquel pasaje peligroso e inolvidable en que Bettina relata su última visita a Weimar. ¿No había sangrado y disipado su corazón y su espíritu durante muchísimos años, casi sin encontrar agradecimiento y respuesta, por causa de este Goethe? ¿No había bosquejado ella, siendo joven todavía, su monumento, no había concentrado todas sus dotes artísticas en el intento de levantar un digno monumento al divinizado, un intento sobre el que Goethe no se manifestó en absoluto contra Bettina y sí contra un tercero, con muy acertadas palabras? ¡Pero, no! Todas las cien extensísimas cartas, junto con el monumento y todo lo demás, tanto las escritas por Goethe como las escritas por Bettina, tenían por centro generador, por sol vivificador, a él, no a ella, pero no la persona de Goethe, sino a aquel Goethe que ya desde hacía tiempo estaba en trance de partir más allá de sí mismo.
Podrá parecer algo presuntuosa la idea de considerar a Bettina, o a todo su libro goethiano, solo como una irradiación o una relación con Goethe. En realidad, Bettina tiene mucho de persona tocada por el genio personal y creador. Pero que fructificara, que aprendiera a amar profundamente, a estar profundamente sola y a sufrir profundamente, que conociera el sentimiento de la adoración y, al propio tiempo, el sentimiento de la insuficiencia de toda adoración; todo esto está condicionado por Goethe, no hubiera existido sin él. Cuando leemos el epistolario de Bettina nos parece, al principio, como si un pequeño y alegre barquito quisiera llegar, valiente y animoso, a una montaña lejana. Todo parece muy significativo: el barquito es acción; la montaña, pasividad. Pero en cuanto reconocemos a la montaña como una montaña magnética, toda esta situación cambia de signo. Y el secreto del viejo Goethe es que él, el prodigioso y rígido anciano, en su morada demasiado grande, llena de trastos y colecciones, crea ampliamente en torno suyo, como un mago chino, aquella atmósfera ambigua y mágica, aquel aire laotseniano, en el que ya no se diferencian la acción y la inacción, el crear y sufrir. De Leonardo da Vinci emana un parecido misterio, peligrosamente atrayente, como el encanto de un hermafrodita, lo que ya se ha dicho con frecuencia.
En personas menos activas y notables, como Bettina, la absorción por Goethe es infinitamente más significativa. ¿Qué son, pues, todos los Riemer, los Eckermann, los Müller y Meyer, sin exceptuar al mismo Zelter? ¿Qué son? ¿Por qué viven? ¿Por qué imprimimos y leemos sus cartas? ¿Por qué sigue palpitando todavía, después de cien años, esta luz fantasmal en torno a todas estas figuras tan POCO importantes, tan poco grandes? Porque en cada uno de ellos rebrilla un destello de Goethe. ¡En verdad que si Goethe hubiera vivido ciento veinte años, hubiera extendido por toda Alemania una costra y una tela de araña en torno a su persona en descomposición, semejante a la que envolvía el aposento de sus colecciones de arte y de cartas, de su archivo y cajas de Historia Natural! Había aquí y allá naturalezas con peso propio, con movimientos propios, que no se dejaban absorber por la momia. Estos tuvieron que liberarse entre dolores del sol Goethe o del fantasma Goethe, o perecer, y en su caída tomar venganza al menos del ídolo, haciendo ver a las gentes que él era el culpable de su ruina. Ya sabemos cuánto padecieron por su causa los Kleist, Novalis, Beethoven.
Este efecto fatal, siniestro y espantoso de un genio colosal es una prueba nueva y múltiple de la problemática del hombre, de la insolubilidad y quizá del fracaso de este interesante ensayo de la Naturaleza. El genio, donde quiera que surja, o es estrangulado por el ambiente o lo tiraniza; es, sin disputa, la floración de la Humanidad y acarrea por todas partes necesidad y confusión, aparece siempre aislado, condenado a la soledad; nadie le hereda y tiene siempre una tendencia, al tema egocéntrico. Así murió Novalis, bajo una lluvia de cohetes de florida espiritualidad; así se mató Kleist, así se refugiaron en la locura Hölderlin y Nietzsche. Y los genios afirmativos al parecer, los pretendidos optimistas, las burgueses, los sabios, los triunfadores, los que envejecen, todos muestran en la senectud esta tendencia a la despersonalización, que puede tomar igualmente la faz de un endiosamiento como el de una autodilaceración. ¡Nos fijamos en el viejo Goethe, en el viejo Leonardo, en el viejo Rembrandt para pasar por alto al viejo Federico de Prusia, el más terrible de estos ancianos! ¿Son afirmadores? ¿Son, después de todo, hombres? ¡Oh!, sí, todos ellos son afirmadores de la vida, afirmadores de la Naturaleza, pero negadores de sí mismos, negadores del hombre. Cuanto más se acaba, tanto más adquieren sus vidas y sus obras la tendencia a disolverse frente a una posibilidad remotamente presentida, que ya no se llama hombre, sino más bien superhombre, frente a una nueva forma de vida, de la que nadie tendrá que avergonzarse nunca más, de la que podrá sentirse orgullosa la Naturaleza.
¿Será necesario decir que estas consideraciones sobre el espectáculo de aquel viejo consejero privado con la botella de vino no son históricas, que nada hay más fácil que rebatirlas a fondo con pruebas fehacientes y valiosas? ¿Y es posible que Bettina, que tanto fantaseó, que tanto inventó, que tanto mintió, precisamente aquí, en esta interesante escena, contara deliberadamente la verdad por una vez? ¡Qué fácil es demostrar que Riemer, el canciller Müller, etc., pasando por alto su goethización, eran gentes muy honradas y dignas de ser recordadas! ¡Qué fácil demostrar que Goethe precisamente, cuando estaba apasionado o colérico, sobre todo en su avanzada edad, podía mostrarse extraordinariamente caprichoso, personal y egoísta!
No se puede discutir sobre esto, todo ello es cierto. Sin embargo, cuando se está inficionado por aquellos pensamientos, pierde significación, por ejemplo, la pregunta de si Bettina no habrá bromeado quizá. ¿No es indiferente del todo lo que diga esta Bettina, no es ella misma, no son todas sus relaciones con Goethe, su llorar y arrodillarse en el cuarto de él, junto a aquella botella de vino; no es todo esto junto un mundo propio, con leyes propias, con libre albedrío para mentir o decir la verdad; no es más bien una atmósfera en torno a Goethe, una hebra de la trama del espíritu, un resplandor de su centro?
Aquellos pensamientos sobre el fantasmagorismo del viejo Goethe, del viejo Rembrandt, del viejo Fritz; aquellos pensamientos sobre la tendencia del genio a la autoanulación, aunque sea en la forma sublimada de la despersonalización por el autodominio moral (el camino seguido por el Buda, uno de los mayores genios), y aquel último pensamiento de que esta peligrosa tendencia del Genio es consecuencia de su autoconocimiento, que debe desesperar al hombre como experimento de la Naturaleza que todos aquellos pensamientos no tienen posibilidad de demostrarse con pruebas, no tienen capacidad para defenderse de las contrapruebas. Vienen a nosotros sin haber sido llamados en los momentos contemplativos, están allí y tienen la tendencia siniestra y fantasmal de reaparecer pertinazmente después de cada ejecución tan cuidadosamente realizada.


SOBRE DOSTOIEVSKI
(1925)

No se puede decir nada nuevo sobre Dostoievski. Todo lo que se podría decir de razonable y justo sobre él ya está dicho, y si en otro tiempo fue nuevo e ingenioso, ahora resultaría anticuado, en tanto que la figura amada y tremenda del poeta se nos presenta siempre envuelta en misterio, cuando nos acercamos a él en momentos de pesar y de abstracción.
El burgués que lee el Raskolnikov y, tumbado en el sofá, busca en este mundo de fantasmas un agradable espeluzno, no es el verdadero lector de este poeta, igual que el sabio y prudente que admira la psicología de sus novelas y escribe buenos folletos sobre su concepción del mundo y de la vida. Debemos leer a Dostoievski cuando somos desdichados, cuando hemos padecido hasta el límite de nuestra capacidad de sufrimiento y sentimos toda la vida como una única herida ardiente y abrasadora, cuando respiramos desesperación y morimos muerte de desesperanza. Luego, cuando miramos la vida desde la miseria, solitarios y paralíticos y ya no la comprendemos en su salvaje y bella crueldad y no queremos nada de ella, entonces estamos abiertos para la música de este tremendo y magnífico poeta. Entonces ya no somos espectadores, ya no somos gozadores y juzgadores, entonces somos pobres hermanos entre todos los pobres diablos de sus obras, entonces sufrimos sus dolores, miramos fijamente con ellos, fascinados y jadeantes, el remolino de la vida, el molino de la muerte en eterna molienda. Y entonces oímos 1a música de Dostoievski, su consuelo, su amor, entonces experimentamos el maravilloso simbolismo de su mundo espantoso y con frecuencia tan infernal.
Dos fuerzas son las que nos solicitan en estas obras, de la oposición de dos elementos y polos contrarios crece 1a mítica profundidad y poderosa amplitud de su música.
Una es la desesperación, el sufrimiento del mal, el aceptar y no oponerse más contra la cruel y sangrienta crudeza e indecisión de todo ser humano. Hay que morir esta muerte, hay que pisar este infierno antes de que la otra voz, la celestial voz del maestre, nos pueda llegar realmente. La sinceridad y simplicidad de la confesión de que nuestra existencia y humanidad es una pobre cosa, dudosa y quizá desesperada, es una suposición. Debemos entregarnos al dolor, abandonarnos a la muerte, todo el infernal reír de la desnuda realidad deberá haber congelado nuestros ojos antes de que podamos percibir la profundidad y verdad de la segunda, de la otra voz.
La primera voz afirma la muerte, niega la esperanza, renuncia a todos los disimulos y alivios ideológicos y poéticos con que estamos acostumbrados a dejarnos engañar por los poetas lisonjeros sobre la peligrosidad y crueldad de la existencia humana. Pero la segunda voz, la segunda voz, verdaderamente celeste, de este poema nos muestra de otra parte, de la parte celestial, otro elemento que la muerte, otra realidad, otra esencia: la conciencia del hombre. Aunque toda la vida del hombre sea guerra y dolor, vulgaridad y espanto, hay también algo más: la conciencia, la facultad del hombre de presentarse ante Dios. La conciencia nos lleva ciertamente a través del dolor y del miedo a la muerte, nos lleva a la miseria y a la culpa, pero también nos saca fuera de la. insoportable y solitaria insensatez, nos lleva a entablar relaciones con la Razón, el Ser, lo eterno. La conciencia no tiene nada que ver con la moral, ni con la ley; puede estar con ellas en la oposición mas temerosa y mortal, pero es infinitamente fuerte, más fuerte que la pereza, más fuerte que el egoísmo, más fuerte que la vanidad. Señala siempre, aun en la más profunda miseria y en el último extravío, un estrecho sendero, abierto, no hacia el mundo predestinado a la muerte, sino más allá de él, hacia Dios. Duro es el camino que lleva al hombre hasta su conciencia, casi todos viven siempre en contra de esta conciencia, se resisten, se cargan más y más, se hunden en la conciencia ahogada, pero todos están en todo momento más allá del dolor y de la desesperación, en el camino abierto que llena la vida de sentido y hace fácil el morir. El uno debe enfurecerse y pecar durante largo tiempo contra su conciencia, hasta que experimenta todos los tormentos del infierno y se ha manchado con todo lo horrible, para al fin, suspirando profundamente, sentir el error y vivir la hora de la transformación. Otros viven en buena amistad con su conciencia, raros, felices y santos hombres, y a ellos les puede suceder lo que sea, no les roza más que por fuera, no les toca al corazón, siempre permanecen puros, la sonrisa no desaparece nunca de su cara. Uno de estos es el príncipe Myschkin.
Estas dos voces, estas dos advertencias las he escuchado en Dostoievski, en los tiempos en que yo era un buen lector de sus libros, en los momentos que la desesperación y el dolor me depararon. Hay un artista que me ha causado una impresión semejante, un músico al que no puedo amar y escuchar en todo momento, igual que no pude leer en todo tiempo a Dostoievski. Este músico es Beethoven. Tiene aquel conocimiento de la felicidad, de la sabiduría y de la armonía que no se puede encontrar por caminos llanos, que solo brilla en los caminos que bordean los precipicios, que no se recoge sonriendo, sino con lágrimas y agotados de dolor. En sus sinfonías, en sus cuartetos hay pasajes en los cuales resplandece sobre la miseria y el extravío algo infinitamente conmovedor, infantil y delicado, un presentimiento de sentido; un conocimiento de salvación. Estos pasajes los encontré todos también en Dostoievski.


BALZAC
EN EL SEPTUAGÉSIMO QUINTO ANIVERSARIO DE SU MUERTE
(1925)

En marzo de 1850 consiguió Balzac, a los cincuenta y un años, después de tenaz aspiración, realizar el mayor sueño de su vida casándose con la condesa Hanska. Con esto parecía haber encontrado la calma una vida increíblemente salvaje, ansiosa, llena de trabajo, jadeante a todas horas por exceso de presión, parecía un barco que llega a puerto después de haber sufrido cien tormentas, cargado de tesoros de todas las zonas. Pocos meses después, el 18 de agosto de 1850, moría.
No hubo ningún puerto, no hubo ningún descanso para este tremendo gigante, para este genio de la asiduidad, de la ambición y del sudor del trabajo.
Pertenece a los grandes escritores a los que se pueden leer de muchas maneras. Se le puede leer, lo que es imposible en la mayoría de los grandes literatos, en todos los estados de la vida, tanto de jóvenes como de viejos, tanto las criadas como los pensadores, tanto los sibaritas de la literatura como el bárbaro devorador de páginas. Las poderosas cualidades y energías literarias que se ocultan tras la enorme y abigarrada fachada de sus muchas obras no se muestran sin más ni más, y Balzac parece a veces hasta banal, desabrido, burdo y aburrido en no pocas ocasiones. Ya en el intento de imaginarse el conjunto de su obra vital, el mundo de estos innumerables volúmenes llenos de numerosas figuras y destinos, como una unidad, como obra de un único cerebro conscientemente creador, se empieza a vislumbrar la segunda fuerza de este atleta, el poder de elegir, de ordenar, de componer. Su primera fuerza, la de procreación, la de la hirviente creación, está de manifiesto ante el lector más ingenuo.
Su obra vital huele a fecundidad e irradia opulencia como la de ningún otro poeta, exceptuando a Shakespeare. A menudo esta fecundidad parece derramarse simplemente por sí misma y desperdigarse, este irrefrenable impulso creador parece desbordarse sin rumbo y casi sin sentido, escarbando ciegamente como una terrible fuerza natural. No siempre ha seguido a este ciego crear un sentido ordenador, ni a este impulso creador un gusto depurador. Pero a veces no han ido al unísono el instinto y el espíritu, el impulso natural y la conciencia, sino que por encima de todo esto se adivina, además, un tercer Balzac misterioso, un sabio, que conoce la infantilidad de sus titánicos hechos, la insensatez de su segunda creación del mundo, y la contempla y la aprueba y se mira a sí mismo y sonríe al ver que intenta lo imposible una y otra vez.
También la moral de Balzac, que a veces toma un aire de sencillez y claridad, cuando expone celosamente y con mucha elocuencia, algunas veces también magistralmente, su programa, el programa de un legitimista, realista, católico y aristócrata, también esta moral se revela una y otra vez como una ficción, como una pared lisa, que quisiera dejar aparecer el mundo tridimensional como una superficie, y tras esta moral superficial se presiente, a veces con estremecimiento, una afirmación del mundo amoral, para la que no hay bien ni mal, bello ni horroroso, sino solo un profundo respeto por la vida, por lo existente, hasta cuyos misterios no alcanzan nuestras escalas de medida ni nuestros intentos de crítica.
El que el bárbaro-infantil creador Balzac nos haga ver sobre una pared su mundo en imágenes, abigarrado, estridente, repleto, sonoro, exuberante, dejándonos siempre presentir, sin embargo, su misteriosa profundidad, el que sus figuras y situaciones tan reales, tan sangrientamente vivas al parecer, se conviertan una y otra vez en símbolos, el que este Demiurgo venere tanto al espíritu como a su polo opuesto, la ciega procreadora Naturaleza, esto le convierte para nosotros en poeta, esto hace del caos de su obra un Cosmos. En caso contrario no sería más que un fenómeno, un Niágara o un Gaurisankar. Si no tuviera aquella tercera dimensión, su mundo en imágenes ya hubiera palidecido para nosotros los hombres de hoy día o palidecería y perecería dentro de unas pocas generaciones más, pues ¿qué nos importa a nosotros la realidad de la vida de París hace noventa o cien años, de la política francesa de entonces?
Pero esta realidad nos encadena y entreteje tanto y con tanta frecuencia con su aspecto externo, hasta nos oprime tanto, que se resuelve siempre en un sistema de símbolos, en el que París no es París, ni el 1840, 1840, ni Francia, Francia, ni la Política, Política, ni el dinero, dinero. Precisamente el dinero, este dinero, eterno soberano del mundo balzaquiano hasta la saciedad, sería para nosotros hace tiempo algo baladí y aburrido, si no constituyera en todas sus novelas el gran símbolo de la retención del espíritu por la materia, de toda la serie de eternas antinomias sobre todo.
Por esto Balzac seguirá viviendo cuando se celebre su centenario y su segundo centenario; a pesar de toda la escoria de su obra, seguirá viviendo. Cuando pensamos en él (al menos así me sucede a mí inevitablemente siempre que lo hago), no solo vemos al Balzac que hemos leído, sino que surge en nosotros la visión de otro más fecundo y mágico, la figura de Balzac modelada por Augusto Rodin.
En esta figura, en esta estatua visionaria de un Balzac intemporal, divino, demoníaco, está grabado y plasmado, para nosotros los hombres de hoy día, el fenómeno múltiple que este maestro representa para nosotros.


EPILOGO AL "SCHUBART" (1)
(1926)

Ya en mis tiempos de muchacho me era conocido el poeta suabo Schubart, al que admiraba sobre manera, y hace tiempo que deseaba dedicar un recuerdo a este hombre asombroso y a su extraordinario destino. Helo aquí al fin, y me parece que nadie podrá leer estas confesiones sin conmoverse ya en las primeras páginas con el son de esta voz extraordinaria, con el ímpetu y el calor de este hombre y poeta, aunque su lenguaje es el de otros tiempos pasados. Pero sería muy de desear que no solo fueran expuestos a la curiosidad y simpatía del lector de hoy los documentos de este destino conmovedor, como nuestro libro los recoge, sino también las obras del poeta. Una pequeña selección de las obras de Schubart, no solo de sus poesías, sino también de su excelente prosa, podría publicarse en honor de este poeta desgraciadamente olvidado.
Conocí a Schubart primeramente en uno de nuestros libros de lectura de las escuelas de Suabia, en el que aparecían impresas algunas poesías suyas, y poco después me fue referida, por primera vez también, la lamentable historia de su cautiverio, que entonces, en Württemberg, aunque habían transcurrido más de cien años, formaba parte de las leyendas populares de la región. A la edad de trece años visité por primera vez el castillo de Stuttgart, la encantadora quinta de montería del duque Karl Eugen, que no solo fue testarudo patrono de juventud de Schiller, sino también príncipe soberano por algún tiempo de Schubart, y su tirano - y carcelero; desde los elegantes y magníficos salones del castillo se divisaba Ludwigsburg y el Asperg, en cuya fortaleza vivió encarcelado tanto tiempo y tan cruelmente Schubart.
Pasaron muchos años antes de que volviera a saber más cosas de Schubart, a no ser el recio aroma de poesía y obstinación que emanaba de aquellas cuantas poesías, y la conmovedora historia de su vergonzosa prisión política, que a mí, como muchacho todavía, me hizo tomar partido por primera vez en contra del príncipe y el poder policíaco y a favor del pobre y sufrido escritor. La totalidad de la vida y de la obra de Schubart fue conocida por mí mucho después, cuando leí muchas de sus ardientes y patéticas poesías y parte de su prosa tan fresca, costumbrista, maravillosa. Para el público había caído en el olvido, hasta en las escuelas suabas se sabía de él poco más que su nombre y era desconocido casi por completo su Diario, la obra realmente literaria de su vida. En la Historia de la Literatura aparecía su nombre junto al de Bürger, Lenz y Klinger, pero costaba trabajo saber algo más de él, y si no hubieran aparecido felizmente sus poesías, publicadas por Reclam ahora estaría completamente olvidado. Tendría yo unos treinta años cuando cayeron en mis manos los tres volúmenes de la edición de las Cartas de Schubart, recopiladas por David Friedrich Strauss. Y un año después leí el libro en que el hijo de Schubart relata la memorable historia dolorosa o Pasión de su padre.
Desde entonces he deseado siempre conservar el recuerdo de este meteoro, de este hombre fogoso, indómito y sensible y de su destino salvaje, triste y extraordinario, despertarlo para nuestro tiempo, sin una falseadora redacción moderna, y discutirlo. Hoy se cumple este deseo.
Quien lea las primeras páginas de nuestro libro con la descripción de la juventud de Schubart quedará subyugado sin más por el encanto de esta personalidad esplendorosa, infantil y peligrosa al mismo tiempo, por el genio de este hombre extravagante. Salvaje y fuerte, fanfarrón y sentimental, amigo de grandes gestos y de expresiones enérgicas, de una turbulenta, sugestiva y a veces casi ridícula obscenidad en su lenguaje y en su vida, ahí lo tenéis, no libre de cierta genialidad algo teatral, de cierta fanfarronería, de cierta viveza de ingenio del tipo sanguíneo, un hombre de florecientes impulsos vitales, amable y cautivador, aunque no sea más que por el calor de su vitalidad; un niño eterno, pero con fuerzas de gigante, siempre sobrecargado de afectos, siempre preocupado por expresar estos afectos de una manera enérgica y llena de efectos, pero siempre genial en sus expresiones. Qué tono tan delicado, lloroso y conmovedor tiene, por ejemplo, su sospechosa religiosidad contrita, y, sin embargo, también aquí, también en este rincón, el menos sincero quizá de su rica alma infantil, hay a veces un destello y una fuerza de percepción, una abundancia de savia y calor procreador en su sentir, que representa en sí ya un valor.
Y, sin embargo, este Schubart que podemos conocer por los documentos conservados, no es ni con mucho todo Schubart. Lo primero que allí conocemos es el poeta y el literato Schubart. Todas estas impresiones de una personalidad fuerte, bravía, ardientemente viva, de un carácter elevado hasta lo genial y lo patológico, muestran solo la mitad de su vida y de su genio. Pues Schubart no fue solamente poeta y publicista, sino también músico. Igual que se desvivía alternativamente por ejercer de maestro, de orador, de periodista y de poeta, actuaba además de fecundo compositor, de maestro de capilla, de virtuoso de órgano y de piano, de maestro de música y director de orquestas de aficionados; una vida rica en altibajos, llena de afanes, vanidades, éxitos, llena de esplendor y miseria, de la que solo ha llegado hasta nosotros una pálida leyenda. Fue una figura musical enteramente poseída por el Demonio, como entonces surgían aquí y allá y que encontramos a montones en la Poesía hasta el final del Romanticismo. Kreisler, maestro de capilla de Hoffmann, es la más bella de estas figuras y la última aparición de este tipo.
No carece de importancia el hecho de que Schubart fuera también músico y quizá un músico de primera línea. En su vida externa, pobre en su mayor parte, como también en el campo de su Poesía, consistente en su mayor parte en poesías puramente ocasionales, no podía satisfacer la plenamente cálida abundancia, la flexibilidad y la torrencial afirmación de la vida de este temperamento volcánico. El Schubart de las poesías entusiásticas y de los vigorosos artículos periodísticos, junto con el Schubart de los ignominiosos años de prisión y de la piadosa y exaltada conversión, sigue sin ser el Schubart total. La otra mitad se ha perdido para nosotros, el Schubart musical, el músico flotando en la música, nunca carente de expresión, el músico fascinador, el compositor, el cantante, organista, pianista y director de orquesta. Yo pienso que aquí, en su vida musical, se contiene todo lo que llegó a florecer y agotó fulgurantemente sus energías vitales, de lo cual solo hay ligeras resonancias en la poesía de Schubart y lo que su biografía exterior no refleja nunca ni deja entrever siquiera. Y sus propias confesiones, sus escasas manifestaciones sobre su vida musical ofrecen aquí y allá algo como sustitutivo de lo insustituible.
Aquella época estaba llena de genios, era la época de una embriaguez espiritual de la pubertad, la época de los Lenz, Miller, Klinger y del joven Goethe. Pero ninguno de ellos, ni aun el mismo Lenz, ha mostrado este embebecimiento en dilapidar una vida, esta enérgica tragedia personal, ninguno ha puesto de relieve con tanta pureza la fatal y, sin embargo, grandiosa psicología de genial corredor de Amok contra el filisteísmo y la vulgaridad. Todo esto, que en las poesías de Schubart aparece expresado solo fragmentariamente, florece inmarchitablemente en la conmovedora leyenda de su pobre vida salvaje y atormentada, en esta leyenda de un genio resplandeciente, que pronto se consumió y aniquiló trágicamente.
Después de Strauss, que yo sepa, nadie ha intentado reconstruir esta notable y desgarradora leyenda en toda su pureza y con documentos verdaderos. Nosotros lo hemos intentado en este libro.
Una novela histórica atrevida y sensacional, una biografía popular de Schubart escrita con intenciones de ser llevada al cinematógrafo romántico, podría ser hoy un éxito mundial. ¡Ojalá este intento nuestro logre hacer visible de nuevo, por medios más puros, la verdadera singularidad de esta vida, y consiga hablar a muchos corazones!

(1) Schubart. Documentos de su vida, 1926. Véase la nota de página 366.


UNA NOCHE DE TRABAJO (1)
(1928)

La tarde del sábado tenía mucha importancia para mí; había perdido esta semana muchas tardes: dos dedicadas a la música, una a los amigos, otra malograda por enfermedad, y la pérdida de una tarde significaba para mi trapajo lo menos la pérdida de una jornada entera, pues trabajo con más provecho en las últimas horas del día. Una voluminosa novela, en la que vengo trabajando desde hace casi dos años, ha llegado ahora a un punto en el cual ha de decidirse lo más importante de un libro. Recuerdo con toda precisión el tiempo, hace varios años y en esta misma Dación, en que El lobo de la estepa llegó a este mismo Punto peligroso e interesante. En la manera de novelar que yo practico, el trabajo apenas depende de la voluntad racional, de la aplicación asidua. Una nueva novela empieza para mí en el instante en que se me hace visible una figura que pueda ser por un momento símbolo y soporte de mi experiencia, de mis pensamientos, de mis problemas. La aparición de esta mítica persona (Peter Camenzind, Knulp, Demian, Siddhartha, Harry Haller, etc.) es el instante creador del que todo surge. Casi todas las obras en prosa que he escrito son biografías de almas, en ninguna de ellas se narran historias, enredos ni misterios, sino que son, en el fondo, monólogos en los que un solo personaje, precisamente aquella mítica figura, es observado en sus relaciones con el mundo y con su propio yo. Estas obras son llamadas "novelas". En realidad no son verdaderas novelas, como no lo eran sus grandes y, para mí desde mi juventud, sagrados modelos, como el Heinrich von Ofterdingen, de Novalis, o el Hyperion, de Hölderlin.

(1) Escrito el 2 de diciembre de 1928, durante la redacción de Narziss y Goldmund.

Así, pues, vuelvo a vivir una vez más el breve, bello, difícil y excitante momento en que una obra experimenta su crisis, el momento en que todos los pensamientos y vivencias relacionados en alguna manera con la figura "mítica" se presenta ante mí con toda agudeza, precisión e insistencia. Todo este material, todo este cúmulo de recuerdos y pensamientos que el libro naciente intenta dar forma, está en este momento (¡un momento que no dura mucho!) en fusión - ahora o nunca debe ser recogido este material y vertido en los moldes, pues luego será tarde -. En todos mis libros se ha dado este momento, hasta en aquellos que nunca acabé y nunca se imprimirán. En ellos desaproveché este momento de recolección, y llegó de repente el instante en que la figura y el problema de mi obra empezaron a alejarse de mí y a perder urgencia e importancia, igual que hoy carecen de actualidad para mí Camenzind, Knulp y Demian. Muchas veces, un trabajo de varios meses se ha perdido de este modo y ha sido abandonado.
Por consiguiente, esta tarde de sábado me pertenece a mí y a mi trabajo, y he empleado la mayor parte del día en prepararme para él. Hacia las ocho voy en busca de mi cena al cuarto de al lado, que está friísimo; un tarrito de yoghourt y un plátano; luego me siento junto a la lámpara de mesa y tomo la pluma en la mano.
No lo hago con gusto, aunque sea todo lo necesario que quiera. Desde anteayer estoy descontento con esta tarea, por no decir que la temo. Pues mi narración (se trataba de Goldmund) estaba en un pasaje delicado, casi el único de todo el libro, donde los acontecimientos hablan por sí mismos, donde todo es interesante. Y siento gran horror por las acciones interesantes, especialmente en mis propios libros, en los que procuro evitarlas siempre que es posible. Pero esta era difícil de soslayar: la aventura de Goldmund, que había de referir, no era algo inventado y sustituible, sino que formaba parte de las primeras ideas fundamentales de que había nacido la figura de Goldmund, era parte integrante de su sustancia.
Tres horas llevaba sentado a mi mesa de trabajo y atormentado con una página interesante, intentando componerla todo lo más objetiva, breve y menos interesantemente posible, y no sé si lo logré. Ya se verá después. Después quedé agotado y turbado y permanecí sentado largo tiempo junto a mis garrapateados papeles, perseguido por una serie de pensamientos bien conocidos y desagradables. ¿Era necesario este escribir nocturno, esta lenta conformación de una figura, que se me había aparecido hacía casi dos años como una visión; era realmente necesario y sensato este trabajo desesperado, venturoso y excitante? ¿Era necesario que a Camenzind, Knulp, Veraguth, Klingsor y al Lobo de la estepa les siguiera otra figura más, una nueva encarnación en palabras, una personización algo mixturada y algo diferenciada de mi propio ser?
Esto que yo hago y que he hecho a lo largo de toda mi vida se llamaba en otros tiempos poetizar, y nadie dudará que al menos tiene tanta importancia y sentido como un viaje a África o un partido de tenis. Pero hoy lo llaman romanticismo, y ciertamente que con un tono de vivo desprecio. ¿Por qué ha de ser lo romántico algo inferior? ¿No era romántico lo que inspiró a los mejores espíritus de Alemania, a los Novalis, Hölderlin, Brentano, Mörike, y a todos los músicos alemanes desde Beethoven, pasando por Schubert, hasta Hugo Wolf? Muchos críticos modernos emplean para designar lo que en otro tiempo se llamó poesía, y después romanticismo, la irónica expresión de Biedermeier (1). Con ello quieren designar algo burgués y pasado de moda, algo entreverado de sentimentalismo, algo que en estos tiempos tan realistas incita a la risa estúpida y sin fundamento. Así hablan de todo lo espiritual y anímico que se mueve por encima de lo cotidiano. ¡Como si la vida espiritual alemana y europea de todo un siglo, como si el anhelo y presentimiento de Schlegel, Schopenhauer y Nietzsche, el sueño de Schumann y Weber, la poesía de Eichendorff y Stifter hubiera sido una moda fugaz y risible de nuestros abuelos, felizmente desaparecida! Pero este sueño no concernía a la moda ni a caprichos y bagatelas estilísticas, era una explicación de dos milenios de Cristianismo, de mil años de Germanismo, apuntaba a la idea de Humanidad. ¿Por qué era hoy tan poco apreciado todo esto, por qué era tenido por risible en las esferas dirigentes de nuestro pueblo? ¿Por que se asignan millones para el fortalecimiento de nuestros cuerpos y muchos otros más para llenar de rutina nuestra razón, y no tienen otra cosa que impaciencia y burlas para todo afán de educar nuestra alma?

(1) Esta palabra designa el conjunto de modas, estilos y gustos de la Alemania de los años 1815 al 1850. (N. del T.)

¿Fue un espíritu verdadero aquel que dijo: "¿De qué te sirve ganar todo el mundo si pierdes tu alma?", fue un espíritu verdaderamente romántico o solo Biedermeier, fue realmente abolido, superado, sustituido por otro mejor, desechado y ridiculizado? ¿Es realmente la vida actual en las fábricas, en la Bolsa, en los campos de deporte y oficinas de apuestas, en los bares de las grandes ciudades y en las salas de baile, es realmente esta vida mejor, más sana, más juiciosa, más deseable que la vida de los hombres que construyeron el Bhagavad -Gita o las catedrales góticas? Ciertamente que la vida actual y la moda contemporánea tienen su razón de ser, está bien, es un cambio y un intento de renovación; pero ¿es justo y necesario realmente considerar estúpido, caduco, atrasado y ridículo todo lo anterior desde Jesucristo hasta Schubert o Corot? ¿Este odio salvaje, violento, de corredor de Amok, de los nuevos tiempos, contra todo lo que le ha precedido; es una prueba de la fortaleza de este nuevo tiempo? ¿No son los débiles, los tímidos, los temerosos quienes recurren a semejantes reglas protectoras?
Y mientras vuelvo a hacerme todas estas preguntas en la noche - no para contestarlas, pues su respuesta me es conocida de por vida, sino para dejar entrar en mí su dolor, para volver a apurar su amargura - desfilan por delante de mi vista Knulp, Siddhartha, El lobo de la estepa y Goldmund, verdaderos hermanos, verdaderos parientes cercanos, y, sin embargo, sin ninguna repetición, verdaderos interrogadores y sufrientes, siendo para mí, no obstante, lo mejor que me ha deparado la vida. Yo los saludo y confirmo, y volveré a hacerlo siempre, aunque me asalte la duda de la bondad de mi obra. Sé que toda la felicidad de los dichosos, todos los records y toda la sanidad de los deportistas, todo el dinero de los potentados, toda la fama de los boxeadores no sería nada para mí si tuviera que dar a cambio de ello la menor parte de mi tesón y de mi pasión. Sé también que el valor de mis afanes románticos no depende de ningún fundamento histórico ni ideológico, sino que proseguiría mi tarea y continuaría dando forma a mis figuras, aunque toda la Razón, toda la Moral y toda la Sabiduría se opusieran a ello.
Con esta certeza me fui a la cama, fortalecido como un gigante.


UNA BIBLIOTECA DE LITERATURA MUNDIAL
(1929)

Una verdadera educación no es una educación con fin determinado, sino que, como toda aspiración a la perfección, lleva su sentido en sí misma. Igual que el afán de la fuerza corporal, de la agilidad y de la belleza no tienen ningún fin último como el de hacernos ricos, famosos y poderosos, sino que lleva en sí mismo su recompensa, mientras eleva nuestro sentimiento de la vida y nuestra confianza en nosotros mismos, mientras nos hace más alegres y felices y nos da una elevada sensación de seguridad y salud, igual sucede con el afán de educación, es decir, de espiritual y psíquico perfeccionamiento, no un penoso camino hacia algún fin determinado, sino una venturosa y fortalecedora ampliación de nuestra conciencia, un enriquecimiento de nuestras posibilidades de vida y de felicidad. Por esto, la verdadera educación, igual que la verdadera formación corporal, es al mismo tiempo consecución y estímulo, está continuamente llegando a su meta y, sin embargo, no descansa nunca, es un estar siempre en camino hacia lo infinito, un oscilar en el Universo, un convivir en el no tiempo. Su fin no es el fortalecimiento de nuestras aptitudes, sino que nos ayuda a dar un sentido a nuestra vida, a justificar el pasado, a no tener prevención al futuro.
De los varios caminos que nos llevan a dicha educación, uno de los más importantes es el estudio de la Literatura mundial, el familiarizarse poco a poco con el enorme tesoro de pensamientos, experiencias, símbolos, fantasías y deseos que el pasado nos ha legado en las obras de los escritores y pensadores de tantos pueblos. Este camino es infinito, nadie puede recorrerlo hasta el fin, nadie podría estudiar y aprender nunca toda la Literatura de un gran pueblo y menos aún la de toda la Humanidad. Pero, en cambio, toda penetración comprensiva en la obra de un pensador o literato de alto rango es una realización, un acontecimiento afortunado, no con sabiduría muerta, sino con viva conciencia y sentido. No se trata de leer mucho y conocer muchas obras, sino de realizar una selección personal y libre de las obras maestras para entregarnos a ellas en las horas de vagar, de formar una idea de la extensión y abundancia de los pensamientos y aspiraciones de los hombres y de la totalidad misma de la vida y del latir del corazón de la Humanidad en sus relaciones vivas y oscilaciones comunes. Este es, en resumen, el sentido de toda vida, en tanto no sirve simplemente a la desnuda necesidad. Nuestro leer no debe ser en modo alguno algo disperso, sino más bien algo recogido, no descarriarnos en una vida insensata, ni aturdimos con un consuelo aparente, sino, por el contrario, ayudar a dar a nuestra vida un sentido más elevado, cada vez más.
La selección que nos lleve al conocimiento de la Literatura mundial debe ser distinta para cada cual; no depende solo del tiempo y dinero que el lector puede sacrificar a esta noble necesidad, sino también de muchas otras circunstancias. Para uno será quizá Platón el sabio más venerado; Homero, el poeta más amado, y siempre considerará a estos como el centro de toda la Literatura y al cual subordinará todo lo demás y con cuyo patrón juzgará el resto; para otros ocuparán este lugar otros nombres. Uno será capaz de gozar con la noble versificación de vivir los juegos de la fantasía llenos de espíritu y la música cadenciosa del lenguaje; otro se esforzará en una más rigurosa comprensión de lo leído; uno dará preferencia siempre a las obras escritas en su lengua materna, y no querrá leer ningunas otras; otro sentirá predilección por las obras francesas, griegas o rusas. Además, suele ocurrir que el más erudito que podamos imaginar solo conoce unos pocos idiomas, y que no todas las obras de otros tiempos y otros pueblos están traducidas al alemán, aparte de que muchísimas obras literarias son intraducibles. La verdadera lírica, por ejemplo, en la que su hermoso contenido está expresado en versos maravillosamente compuestos, tiene además la musicalidad del lenguaje creador, que es el símbolo vibrante del mundo y del proceso de la vida, y esta lírica está ligada siempre al lenguaje personal del poeta, no solo a su lenguaje materno, sino a su peculiar lenguaje poético, solo posible para él, y es, por consiguiente, intraducible. Algunas de las más nobles y preciadas composiciones - recordemos, por ejemplo, las trovas provenzales - son solo comprensibles y solo pueden ser gozadas por unos pocos, pues su lenguaje ha desaparecido junto con la cultura de la que procedían y solo pueden ser saboreadas por los caminos de la erudición y tras un estudio cariñoso. De todos modos, tenemos la suerte de disponer de un tesoro extraordinariamente rico en buenas traducciones de idiomas extranjeros y de lenguas muertas.
Para que exista una correspondencia viva entre el lector y la Literatura universal es de suma importancia, ante todo, que aquel se conozca a sí mismo y también las obras que han influido singularmente en él, y ¡que no siga ningún esquema o programa educativo! Debe seguir el camino del amor y no el del deber. Sería absurdo obligarse a la lectura de algunas obras maestras solo porque son famosas o por estar avergonzado de no conocerlas todavía. En vez de esto, cada cual ha de empezar a leer, conocer y amar por donde le sea más natural. Uno descubrirá en sí el amor a los versos bellos ya en los primeros años de escuela, otro el amor a las leyendas o sagas de su patria, otro quizá la alegría de las canciones populares, y otro, por último, encontrará delicioso y encantador leer aquello que le revele los sentimientos más puros de nuestro corazón y de nuestra mente. Los caminos son múltiples. Se puede empezar con el libro de lectura escolar o el calendario y terminar con Shakespeare, Goethe o Dante. Una obra que nos han ponderado, que intentamos leer y no nos gusta, que se nos resiste y no nos deja penetrar en ella, no debemos empeñarnos en vencerla ni por la fuerza ni por la paciencia, sino dejarla a un lado. Por eso no debemos tampoco animar y exhortar demasiado a los niños ni a los jóvenes para que lean una determinada Literatura; en caso contrario, imposibilitaríamos al joven de por vida para la lectura de las obras más bellas, para la verdadera lectura. Aquel que encuentra agrado en una poesía, en una canción, en un relato o en una consideración, procurará buscar después otras cosas semejantes.
¡Y basta de preámbulos! La magnífica exposición de la Literatura universal está abierta para todo aspirante, ninguno debe espantarse de su abundancia, pues no se trata de su masa. Hay lector que durante su vida se contenta con una docena de libros y, sin embargo, es un verdadero lector. Y hay otros que se lo han tragado todo y saben hablar de todo, siendo vanos todos sus trabajos. Pues la educación presupone algo formativo: un carácter, una personalidad. ¡Donde no hay esto, donde la educación se efectúa en cierto modo en el vacío, sin sustancia, puede surgir la ciencia, pero no el amor y la vida! Leer sin amor, sabiduría sin veneración, educación sin corazón, es uno de los pecados más graves contra el espíritu.
¡Vayamos a nuestra tarea! Sin ningún ideal doctrinal, sin pretender ser exhaustivo, siguiendo en lo esencial solamente mi experiencia de la vida y de lector, quiero intentar describir en estas páginas una pequeña biblioteca ideal de la Literatura universal. Quiero hacer solo unas pocas advertencias prácticas sobre el trato con los libros.
Quien ha iniciado el camino y se ha habituado algo al mundo inmortal de los libros entablará pronto una relación nueva, no con el contenido del libro, sino con el libro mismo. Que no solo se lean los libros, sino que también se compren, es una exigencia que se ha predicado muchas veces, y como viejo amigo de los libros y poseedor de una no pequeña biblioteca, puedo asegurar por experiencia que la compra de libros no sirve solamente para alimentar a los libreros y a los autores, sino que la posesión de libros (no solo su lectura) tiene sus propias alegrías y su propia Moral. Puede ser, por ejemplo, una alegría y un deporte encantador formar una bella y pequeña biblioteca, aunque se tengan pocas disponibilidades de dinero, adquiriendo con prudencia, tesón y astucia, poco a poco, las ediciones populares más baratas y repasando concienzudamente los catálogos de las editoriales. En cambio, corresponde a los ricos instruidos procurarse el mayor placer comprando las ediciones más bellas y mejores de los libros preferidos, coleccionando libros raros y antiguos y dando luego a sus volúmenes la encuadernación más apropiada, bella y agradable. Aquí se abren muchos caminos, muchas Agrias, si sabemos emplear bien los ahorros.
Quien empieza a formar una biblioteca propia procurará, ante todo, adquirir solo buenas ediciones. Por buenas ediciones entiendo yo no las caras, sino aquellas cuyo texto ha sido manejado realmente con el cuidado y respeto que a las nobles obras corresponde. Hay muchas ediciones caras, encuadernadas en cuero, estampadas en oro y adornadas con ilustraciones bellas que, a pesar de esto, están hechas despiadada y miserablemente, y hay ediciones populares baratas cuyos editores han trabajado fiel y magistralmente en ellas. Es un vicio muy extendido entre los editores anunciar la producción de un autor bajo el título de Obras completas, no siendo más que una modesta selección de ellas. ¡Y con cuánta diversidad pueden seleccionar los diversos editores las obras de un mismo poeta! Si una persona que ama y venera profundamente a un escritor, al que hace años viene leyendo con asiduidad, hace una prudente selección, o si un literato cualquiera, que ha recibido casualmente este mismo encargo, bosqueja rápidamente esta selección en un trabajo presuroso e insensible, las diferencias serán notables. Y luego habremos de comprobar cuidadosamente el texto de las ediciones nuevas. Había y hay una multitud de obras literarias apreciables que un impresor copia de otro, sin cotejo alguno con la edición primitiva, con lo que, al fin, el texto aparece plagado de errores, deformaciones y otras faltas. Podría aducir asombrosos ejemplos. Pero desgraciadamente no es posible dar al lector recetas pertinentes, poniendo por modelo a ciertos editores y citando a los dignos de censura. Casi todas las editoriales alemanas de obras clásicas poseen ediciones buenas y otras menos logradas; en una encontramos quizá a Heine completo con textos bien controlados, pero junto a él hallamos muchos otros escritores insuficientemente trabajados. Además, las circunstancias cambian continuamente. Hace poco, una prestigiosa editora, en cuyas publicaciones de los clásicos se trató a Novalis durante décadas con sorprendente insensibilidad, ha publicado precisamente una nueva edición de Novalis, que llena las más severas exigencias. Pero la gente, al elegir las ediciones, se preocupa más de la calidad del papel y de la encuadernación que de la bondad del texto, y procuran adquirir todos los clásicos en ediciones uniformes, por causa de las particularidades exteriores, en vez de buscar y preguntar hasta haber encontrado las mejores ediciones de las obras del escritor que se busca. Muchos lectores saben bien, por ejemplo» qué autores deben comprar en ediciones completas y cuáles otros en selecciones cuidadas. De algunos autores no hay al presente ediciones satisfactorias e íntegras, o se trata de obras completas que llevan años y decenas de años en proyecto de publicación, sin que haya ninguna esperanza de llegar a verlas en estampa. Entonces hay que contentarse con una edición menos moderna, o con ayuda del anticuario hacerse con una edición antigua. De muchos autores alemanes hay tres o cuatro ediciones excelentes, de otros no hay más que una sola, de muchos desgraciadamente no hay ninguna. Sigue faltando un Jean Paul completo, falta un Brentano satisfactorio. Los importantes escritos de juventud de Friedrich Schlegel, que Schlegel mismo en sus últimos años no incluyó entre sus obras, fueron editados magistralmente hace décadas, pero hoy están agotados y no han vuelto a reimprimirse. De algunos escritores (por ejemplo, Heinse, Hölderlin, Droste) se han realizado en nuestros días maravillosas ediciones, después de muchos años de abandono. Entre las ediciones populares baratas, en las que se pueden hallar obras de todos los pueblos y épocas, continúa sobresaliendo, indiscutiblemente, la Reclams Universal - Bibliothek. De muchos poetas - que amo y de ninguna de cuyas obras quiero carecer, aunque sea la más pequeña y la más desconocida - poseo dos y hasta tres ediciones diferentes, cada una de las cuales tiene algo que a las otras falta.
Esto en cuanto a nuestra producción, en cuanto a las obras de nuestros mejores escritores, pero la cuestión es más peliaguda cuando se trata de traducciones de otros idiomas. El número de traducciones verdaderamente clásicas no es muy grande precisamente; obras como la Biblia alemana de Martín Lutero, el Shakespeare traducido por Schlegel - Tieck forman parte de ese número; en estas traducciones maestras nuestra lengua se ha apropiado obras de un idioma extranjero - por largo tiempo, ¡pero no para siempre! -. Este largo tiempo llega alguna vez a su fin, y, por ejemplo, la Biblia de Lutero no sería comprensible para la mayor parte de nuestro pueblo si no fuera repasada una y otra vez y actualizado su lenguaje. Y nuevamente está en trance de aparecer una Biblia alemana enteramente nueva, cuya traducción ha sido dirigida por Martín Buber, en la que apenas si reconocemos el libro familiar de nuestra infancia, tanto se ha modificado su forma. El alemán de la Biblia de Lutero está en el límite de la antigüedad que las obras de nuestro idioma pueden alcanzar. El alemán del año 1500 se ha hecho ya muy extraño para los alemanes de hoy. Una excepción única la constituye el pueblo italiano respecto a Dante, muchas de cuyas poesías se saben hoy de memoria muchos italianos. Ningún otro poeta en Europa ha alcanzado semejante antigüedad sin haber sido reformado mucho o haber sido traducido a la ligera. Pero para nosotros la cuestión es saber en qué traducción alemana podremos leer a Dante sin tener que descifrarle, pues cada traducción es solo una aproximación, y cuando nos sentimos conmovidos por algunos pasajes de una traducción, precisamente entonces tomamos ansiosos el original e intentamos comprender el italiano antiguo de los venerables versos.
Mas vayamos a nuestra tarea de formar una buena y pequeña biblioteca, y pronto tropezamos con un principio de toda Historia de la Cultura: es decir, que las obras más antiguas de todas son las que menos envejecen. Lo que hoy está de moda y causa sensación, puede ser rechazado mañana; lo que hoy es nuevo e interesante, mañana ya no lo es. Pero lo que ha durado varios siglos y nunca ha sido olvidado ni ha decaído, es de presumir que no sufra ya ninguna alteración en la apreciación de su valor. Empezamos con los testimonios más antiguos y sagrados del espíritu humano, con los libros de las religiones y de los mitos. Aparte de la Biblia, tan conocida de todos nosotros, coloco al principio de nuestra selección aquella parte de la antigua sabiduría hindú, que se llama Vedanta, final de los Vedas, en forma de una selección de las Upanishadas. Una selección de los discursos de Buda no debe faltar en la biblioteca, y menos todavía el Gilgamés, originario de Babilonia, poderosa canción del gran héroe, que se propuso vencer a la Muerte. De la vieja China elegiremos los Diálogos de Confucio, el Tao -te -King de Lao -tse y las magníficas Parábolas de Yuang -Ye. Con esto hemos pulsado el acorde fundamental de toda la Literatura humana: la aspiración hacia la norma y la ley, como se enuncia ejemplarmente en el Viejo Testamento y en Confucio, la anhelante búsqueda de salvación ante la insatisfacción de la existencia terrena, como se promulga en los hindúes y en el Nuevo Testamento, la ciencia secreta de la eterna armonía más allá del mundo visible desasosegado y multiforme, la veneración de las fuerzas naturales y anímicas en forma de dioses y el casi simultáneo conocimiento o presentimiento de que los dioses solo son símbolos, y que el poder y la debilidad, el júbilo y el dolor de la vida están en las manos del hombre. Todas las especulaciones sobre pensamientos abstractos, todos los juegos de la Poesía, todo el dolor sobre la caducidad de nuestra existencia, todo el consuelo y todo el humor sobre ello está ya expresado en aquellos pocos libros. También debe haber un surtido de la Lírica clásica china.
De las obras posteriores del Oriente es imprescindible en nuestra biblioteca la gran recopilación de cuentos Las mil y una noches, una fuente de infinitos goces, el libro de imágenes más rico del mundo. Aunque todos los pueblos de la Tierra han compuesto cuentos maravillosos, nos basta para nuestra colección, en primer lugar, con este libro mágico clásico, complementado solamente por nuestros propios cuentos populares en la recopilación de los hermanos Grimm. Sería muy deseable para nosotros una bella antología de la Lírica persa, pero desdichadamente no hay ninguna traducción de semejante género literario, a excepción de las poesías de Hafis y Omar Khayam, frecuentemente vertidas al alemán.
Pasemos a la Literatura europea. Del rico y espléndido mundo de la poesía antigua elegimos, ante todo, los dos grandes poemas de Homero, con los que nos apropiaremos
el ambiente de la antigua Grecia, y una antología de los tres grandes trágicos Esquilo, Sófocles y Eurípides, a laque agregaremos otra de líricos clásicos. Si nos volvemos
hacia el mundo de la Sabiduría griega, tropezamos con una dolorosa laguna: al más poderoso, al más importante quizá de todos los sabios de Grecia. Sócrates, habremos de buscarlo en los escritos de muchos otros, en Platón y Jenofonte, y en fragmentos dispersos. Un libro que reuniera sinópticamente los testimonios más preciados sobre la vida y la doctrina de Sócrates, sería un buen libro. Los filólogos no se atreven con este trabajo, sería también muy arduo en realidad. No incluyo en nuestra biblioteca a los verdaderos filósofos. En cambio, es imprescindible para nosotros Aristófanes, cuyas comedias han formado a la gran serie de humoristas europeos. También queremos incluir, al menos, uno o dos volúmenes de Plutarco, el maestro de las biografías de los héroes; ni tampoco puede faltar del todo Luciano, el maestro de los epigramas satíricos. Ahora necesitamos aún algo importante: un libro que nos narre la historia de los dioses y héroes griegos. Los libros populares de mitología son insuficientes. A falta de otra obra, elegiremos Leyendas de la Antigüedad Clásica, de Gustav Schwab, que relata la mayoría de los más bellos mitos con muy buen porte. En nuestro tiempo ha encontrado Schwab un digno sucesor: Albrecht Schäffer ha comenzado un libro de leyendas griegas, cuyas primeras partes han aparecido ya y prometen bastante.
Entre los romanos he preferido siempre los historiadores a los poetas; no obstante, nos quedaremos con Horacio, Virgilio y Ovidio, pero junto a ellos colocaremos a Tácito, y a la par de este a Suetonio, igual que el Satiricón, de Petronio, esta importante novela de costumbres del tiempo de Nerón, y el Asno de Oro, de Apuleyo. En estas dos obras vemos la decadencia interna de la Antigüedad en los tiempos del Imperio romano. Junto a estos libros mundanos y un poco burlones de la Roma decadente, coloco un gran contrapeso, una obra escrita igualmente en latín, pero procedente de otro mundo, de el del joven Cristianismo: las Confesiones, de San Agustín. La algo fría temperatura de la Antigüedad romana cede ante otra atmósfera más ampliamente intensa, la atmósfera de la incipiente Edad Media.
El mundo espiritual de la Edad Media, que hasta hace poco se llamó comúnmente oscuro, fue descuidado enteramente por nuestros padres y abuelos, y de esta forma sucede que tenemos pocas traducciones y ediciones modernas de la Literatura latina de aquellos siglos; constituye una honrosa excepción la magnífica obra de Paul von Winterfeld Escritores alemanes de la Edad Media latina, que para mí viene de perlas en nuestra biblioteca. Como resumen y corona del espíritu grandioso de la Edad Media tenemos la obra de Dante La Divina Comedia, uno de los pocos libros verdaderamente grandes de cada milenio, leído formalmente por muy pocos, a excepción de Italia y los círculos eruditos, pero irradiando siempre profunda impresión. Como libro continuador en el tiempo de la Literatura italiana antigua elegiremos el Decamerón, de Boccaccio. Esta colección de cuentos, desacreditada entre los mojigatos a causa de sus brusquedades, es la primera obra maestra en el arte europeo de la narración, escrita en un italiano antiguo prodigiosamente vivo y traducida muchas veces a todos los idiomas cultos. Pongámonos en guardia contra las numerosas ediciones malas. De las alemanas modernas recomiendo la de la Editorial Insel. De los numerosos seguidores de Boccaccio, que durante tres siglos han compuesto tantas novelas famosas, ninguno le supera, no obstante lo cual debemos hacer una selección de ellas (hay una de Paul Ernst, en la Editorial Insel, y modernamente ha aparecido otra maciza en tres volúmenes en la Editorial Lambert Schneider) e incluirlas en nuestra lista. De los poetas italianos del Renacimiento no podemos prescindir de Ariosto, el autor de Orlando furioso, un laberinto prodigioso y romántico lleno de imágenes encantadoras y de sucesos exquisitos, modelo para numerosos seguidores, el último de los cuales, y quizá el mejor, fuera Wieland. Pondremos a mano los sonetos de Petrarca y no olvidaremos las poesías de Miguel Ángel, pequeño librito que se alza, solitario y orgulloso, en medio de su época. Como testimonio tono y forma de vida del Renacimiento italiano elegiremos también la autobiografía de Benvenuto Cellini. Las italianas posteriores serán tomadas poco en consideración, a no ser quizá dos o tres comedias de Goldoni y algunos relatos románticos de Gozzi, y después, en el siglo xix, los magníficos líricos Leopardi y Carducci.
Entre lo más bello que ha producido la Edad Media aparecen las leyendas de los héroes cristianos franceses, ingleses y alemanes, sobre todo aquellos de la "Tabla Redonda" del Rey Arturo. Una parte de estas leyendas extendidas sobre toda Europa se encuentra conservada en los Deutschen Volksbüchern, a los que corresponde un sitio de honor en nuestra colección. La edición moderna mejor presentada es la de Richard Benz. A ella pertenecen el poema de los Nibelungos y el poema de Gudrun, aunque no todas las leyendas son como estas, obras originales, sino tardías adaptaciones de argumentos muy difundidos, traducidas a todos los idiomas. Hay que hacer mención ahora de la Poesía trovadoresca provenzal. Siguen a continuación Walther von der Vogelweide, Gottfried von Strassburg, Wolfram von Eschenbach, cuyas obras (es decir, las poesías de Walther, el Tristán, de Gottfried, y el Parsifal, de Wolfram) recibiremos agradecidos en nuestra biblioteca, igual que una buena selección de trovas de amor caballerescas. Con esto llegamos al fin de la Edad Media. La Literatura cristiano - latina empieza a marchitarse, y se secan las grandes fuentes de leyendas, dando paso a algo nuevo en la vida y Literatura de Europa, las lenguas nacionales comienzan a liberarse poco a poco del latín y se inicia una producción literaria que ya no es monacal y anónima, sino ciudadana e individual, como sucede en Italia con Boccaccio.
En Francia florece entonces, solitario y salvaje, un poeta extraordinario, Villon, cuyas bravías y siniestras poesías son incomparables. Adentrándonos en la Literatura francesa, encontramos muchas cosas imprescindibles: necesitamos, por lo menos, un ejemplar de los Ensayos, de Montaigne y luego el Gargantúa y el Pantagruel, de Rabelais, el risueño maestro del humor y del desprecio a los filisteos; después, los Pensamientos y quizá también las Cartas provinciales, de Pascal, el piadoso solitario y ascético pensador. De Corneille debemos tener el Cid y Horacio; de Racine, Fedra, Atelia y Berenice, con lo que poseeremos los padres y clásicos del teatro francés, y a los que debemos añadir la tercera estrella, el escritor de comedias Moliere, cuyos dramas magistrales debemos seleccionar - procuremos tener siempre a mano al maestro de la mofa, al creador del Tartufo -. Tampoco deben faltar las Fábulas de La Fontaine y el Telémaco del fino Fenelón. De Voltaire creemos que podremos prescindir de los dramas, igual que de sus obras en verso, pero deberemos elegir uno o dos volúmenes de su prosa fulgurante, sobre todo el Candide y el Zadig, cuya ironía y buen humor ha sido durante una época del mundo el prototipo de lo que se llamó esprit francés. Pero Francia tiene varias caras, igual que la Francia de la Revolución, y además de Voltaire, necesitamos también el Fígaro, de Beaumarchais, y las Confesiones, de Rousseau. Pero ahora recuerdo que me he olvidado del Gil Blas, de Lesage, la maravillosa novela picaresca, y la Historia de Manon Lescaut, la conmovedora historia de amor del Abate Prévost. Luego viene el Romanticismo francés, y sus herederos, la serie de grandes novelistas; ¡más de cien títulos podrían citarse! ¡Pero detengámonos solo en lo verdaderamente notable e imprescindible! Entre ellos están, ante todo, las novelas Rojo y Negro y La Cartuja de Parma, de Stendhal (Henry Beyle), en las que, de la lucha entre un alma ardiente y una razón superior, desconfiada y despierta, aparece una nueva forma de Literatura. No menos singular es la obra de Baudelaire Las flores del mal -junto a estos dos se empequeñecen las amables figuras de Musset y los encantadores novelistas románticos Gautier y Murger -. Sigue Balzac, de cuyas novelas deberemos tener al menos Goriot, el Grandet, La piel de Zapa y La mujer "e treinta años. A estas obras intensas, llenas de argumento, henchidas de vida, debemos juntar las nobles y magistrales novelas de Merimée y las obras maestras del más sutil de los prosistas franceses, Flaubert: Madame Bovary y La educación sentimental. Desde aquí hasta Zola hay que bajar algunos escalones, pero también debe figurar aquí con Assommoir quizá o con El pecado del sacerdote, también Maupassant con algunas de sus novelas bellas y algo mórbidas. Con esto nos hallamos al borde de los tiempos modernos, cuya linde no queremos traspasar, pues caso contrario habríamos de citar muchas obras excelentes. Sin embargo, no podemos olvidar las poesías de Paul Verlaine, quizá las más espirituales y delicadas de toda la Lírica francesa.
Ahora entramos en la Literatura inglesa con Cuentos de Canterbury, de Chaucer (finales del siglo xiv), que están tomadas en parte de Boccaccio, pero en un nuevo tono; es el primer escritor inglés verdadero. Junto a su libro colocaremos las obras de Shakespeare, no en selección, sino en su totalidad. Con gran aprecio hablan nuestros maestros del Paraíso perdido, de Milton, pero ¿lo ha leído alguno de nosotros? No. Por eso renunciamos a él, aunque injustamente quizá. Las Cartas de Chesterfield a su hijo no es un libro muy virtuoso, pero lo aceptaremos. Del autor de Gulliver, Swift, el genial irlandés, tomaremos todo lo que podamos recibir; su gran corazón, su amargo y sangriento humor, su aislada genialidad, compensa abundantemente todos sus caprichos estrafalarios. La más importante de todas las obras de Daniel Defoe es para nosotros el Robinsón Crusoe, junto con Historias de Molí Flanders; con ellas comienza la excelente serie de novelas clásicas inglesas. El Tom Jones, de Fielding, y también el Peregrine Pickle, de Smollet, serán escogidos en lo posible, y no debemos olvidarnos del Tristram Shandy, de Sterne, y de su Viaje sentimental, dos libros de verdadero corte inglés, llenos de sentimentalidad y humor retorcido. De Ossian, el bardo romántico, nos basta con lo que encontramos en el Werther, de Goethe. No debemos olvidar las poesías de Shelley y de Keats, pues pertenecen a lo más bello que ha producido la Lírica. De Byron, en cambio, aunque admiro mucho a este superhombre romántico, nos conformaremos solo con uno de sus mayores poemas, el Childe Harold de preferencia. Por piedad nos quedaremos con una de las novelas históricas de Walter Scott, quizá el Ivanhoe. Y del desdichado de Quincey tomaremos, aunque son unos libros muy patológicos, las Confesiones de un tomador de opio. No debemos dejar de incluir un volumen de Ensayos, de Macaulay, y de Carlyle, el amargo, tomaremos, además, de Los Héroes, el Sartor Resartus por su gracia tan inglesa. Después vienen las grandes estrellas de la novela: Thackeray con la Feria de las Vanidades y El libro de los Snobs. Dickens, el más regio narrador inglés a pesar de toda su emotividad, con su bondadoso corazón y su magnífico humor, de él debemos tener por lo menos Papeles póstumos del Club Pickwick y el Copperfield. De sus seguidores nos parece importante Meredith, del que seleccionaremos el Egoísta y, a ser posible, el Richard Feverel también. No deben faltar tampoco las bellas poesías de Swinburne (¡intraducibles, por cierto, en cantidad sorprendente!) y uno o dos tomos de Osear Wilde, sobre todo su Dorian Gray y algunos ensayos.
La Literatura americana puede estar representada por un tomo de novelas de Poe, el poeta del miedo y del horror, y la audaz y patética poesía de Walt Whitman.
De España elegiremos entre todos los demás el Don Quijote, de Cervantes, uno de los libros más grandiosos y encantadores de todos los tiempos, la historia del caballero andante y su lucha con encantadores imaginados y de su rollizo escudero Sancho, dos figuras inmortales. Pero no despreciemos tampoco las novelas de este mismo autor: son verdaderas joyas de un arte superior de la narración. También debemos tener algunas de las famosas novelas picarescas españolas, algunos de los antecesores del bravo Gil Blas. La elección es difícil, yo me decidiría por el Archipícaro Pablo Segovia (1), de Quevedo y Villegas, una pieza jugosa llena de aventuras y gracia. De los dramaturgos hispanos, que forman una serie imponente y nobilísima, tengo por imprescindible a Calderón, el gran poeta del Barroco, el mago de un teatro medio mundano, medio religioso.
Nos faltan por recorrer otras Literaturas, por ejemplo, la holandesa y flamenca, de la que elegiremos el Tyl Ulenspiegel, de Charles de Coster, y el Max Havelaar, de Multatuli. La novela de Coster, una especie de hermano tardío de Don Quijote, es una epopeya del pueblo flamenco. Havelaar es la obra maestra del mártir Multatuli, que hace unas décadas ofrendó su vida en la lucha por los derechos de la Malaya explotada.
Los judíos, el pueblo disperso, han dejado obras en muchos lenguajes del mundo, algunas de las cuales no podrán ser olvidadas aquí. Las poesías e himnos hebraicos del judío español Jehuda Halevy pertenecen a ellas, y las leyendas más hermosas de los judíos errantes las encontraremos en las traducciones clásicas de Martín Buber en sus libros Baalschem y El gran Maggid.

(1) Historia de la vida del Buscón llamado don Pablos es su verdadero título. (N. del T.)

Del mundo nórdico tomaremos en nuestra colección Las canciones del antiguo Edda, traducidas por los hermanos Grimm, igual que una de las sagas islandesas, quizá la de Skalden Egil, o una selección y refundición como el Libro de Islandia, de Bonus. De la nueva Literatura escandinava elegiremos los cuentos de Andersen y las narraciones de Jacobsen, las obras maestras de Ibsen y varios volúmenes de Strindberg, aunque los dos últimos no sean quizá tan importantes en estos tiempos. La Literatura rusa del siglo pasado es particularmente interesante. Como el gran clásico del idioma ruso, Puschkin, pertenece al grupo de los intraducibles, empezaremos con Gogol, cuyas Almas muertas y sus pequeñas narraciones colocaremos en nuestra biblioteca; tomaremos de Turgenieff Padres e hijos, una obra maestra algo olvidada hoy, y el Oblomow, de Gontscharow. De Tolstoi, cuya maestría artística es olvidada a veces a causa de la problemática de sus sermones e intentos de reforma, deberemos escoger al menos las novelas Guerra y Paz (la novela rusa más bella quizá) y Ana Karenina, sin olvidarnos de sus narraciones populares. Y de Dostoievski no podemos silenciar ni los Karamazoff ni el Raskolnikow, ni su obra más espiritual, El Idiota.
Hemos rebuscado en la Literatura de muchos pueblos, desde la China hasta Rusia, desde la remota Antigüedad hasta los linderos de nuestro tiempo, y hemos encontrado una multitud de obras maravillosas y dignas de ser amadas y todavía no hemos examinado nuestro gran tesoro, la Literatura alemana. Solo hemos mencionado el Poema de los Nibelungos y algunas obras de finales de la Edad Media. Ahora queremos considerar este mundo, la Literatura alemana desde 1500 aproximadamente, con particular cariño y elegir lo que creemos amar más y habernos apropiado más.
Ya hemos mencionado al principio la obra capital de Lutero, la Biblia alemana. Pero también queremos tener un volumen de pequeños escritos, conteniendo algunos de sus artículos costumbristas o una selección de discursos o un libro como el que apareció en 1871, titulado Lutero como clásico alemán. Durante la Contrarreforma apareció en Breslau un hombre y poeta notable, de cuya obra solo nos interesa un librito de versos, pero este pertenece a la más sublime floración de la religiosidad y Lírica alemanas: El peregrino angélico, de Ángelus Silesius. Por lo demás, puede bastarnos para representar a la Lírica anterior a Goethe cualquiera de las muchas antologías disponibles. De la época de Lutero nos parece digno de figurar también en nuestra colección el poeta costumbrista de Nürenberg Hans Sachs. Junto a él colocaremos el Simplicissimus, de Grimmelshausen, en el que resuena, salvaje y furiosa, la Guerra de los Treinta Años, una obra maestra de frescura y florida originalidad. Más modesto, pero muy digno de nuestro amor, está junto a él el Schelmuffsky, de Ch. Reuter, el vigoroso humorista. En esta parte de nuestra biblioteca colocaremos también las Aventuras del Barón de Münchhausen, que fueron escritas en el siglo xviii. Y llegamos a los umbrales del gran siglo de la nueva Literatura alemana. Con alegría recomendamos los volúmenes de Lessing; no son necesarias las obras completas, pero sí deben contener algunas de sus cartas. ¿Klopstock? Las más bellas de sus odas las encontraremos en nuestra antología; eso basta. Hay dificultades con Herder, que está muy olvidado y que todavía no ha jugado con seguridad su papel; vale la pena de hojearle y leerle de cuando en cuando, aun cuando ninguna de sus grandes obras resiste como conjunto. En la editorial Reclam hay una buena selección; también en la Editorial Kroner.
Tampoco son indispensables las Obras completas de Wieland, pero su Oberón y, en lo posible, la Historia de los Abderitas no deben faltar. Amable, gracioso, calígrafo juguetón de la forma, educado en la Antigüedad y en lo francés, partidario de la Ilustración, pero no a costa de la fantasía, es Wieland una figura particular, demasiado olvidada.
De Goethe tomaremos en nuestra colección las más bellas y completas ediciones que nuestros medios nos permitan. Se puede prescindir de esto y aquello entre los dramas circunstanciales, los artículos y las críticas, pero las obras verdaderas, las poesías líricas debemos poseerlas sin mutilaciones. Aquí, en estos volúmenes, resuena todo lo que para nosotros es destino del alma, y mucho de ello está formulado definitivamente. ¡Y qué camino se extiende desde el Werther hasta la novela, desde las primeras poesías hasta la segunda parte del Fausto! Junto con las obras debemos tener también los documentos biográficos más importantes, las Conversaciones de Eckermann y algunas de las Correspondencias, sobre todo la que sostuvo con Schiller y con la señora von Stein. Del círculo de amistades del joven Goethe han nacido muchas cosas, quizá lo más bello sea La juventud de Heinrich Stilling, de Jung-Stilling. Colocaremos este amado libro junto a Goethe y también una selección de los escritos de Matthias Claudius, el embajador de Wandsbek.
Con Schiller me inclino a hacer concesiones. Aunque no he vuelto a tomar en las manos la mayoría de sus escritos, todo lo de este hombre, su espíritu y su vida, es, sin embargo, para mí algo grande y subyugante. Sus obras en prosa (las históricas y las estéticas) y la serie de sus grandes poesías del período en torno al 1800 son las preferidas por nosotros, y colocaremos junto a ellas el libro Charlas de Schiller, de Petersen. Con gusto añadiría muchas otras cosas de aquel tiempo, libros de Musäus, de Hippel, de Thümmel, de Moritz, de Seume, pero debemos ser inexorables y no introducir furtivamente en una biblioteca, de la que hemos excluido a Musset y Víctor Hugo, preciosismos de pequeño formato. De la época singular del 1800, el tiempo más rico espiritualmente de Alemania, tenemos que ordenar, además, una serie de autores de primera fila, algunos de los cuales han sido olvidados o increíblemente menospreciados hasta hace poco a consecuencia de la vertiginosidad de los tiempos y de la limitadísima manera de hacer Historia de la Literatura. Así se puede encontrar todavía en las Historias de la Literatura populares, que sirven de manual a miles de estudiantes, juicios copiados de una crítica desaparecida sobre Jean Paul, uno de los grandes espíritus alemanes, en los cuales juicios no queda nada de la imagen de este poeta. Nos vengaremos de esto presentando las ediciones más completas que podamos encontrar de Jean Paul. Quien encuentre exagerado esto, que se tenga al menos por obligado a poseer las obras principales: Flegeljahre, Slebenkas y Titán. Y no debemos olvidarnos tampoco del Schatzkäslein del clásico narrador de anécdotas J. P. Hebel, junto con sus poesías alemanas.
De Hölderlin hay ahora varias ediciones buenas y completas, una de las cuales recomendamos con mucha devoción; con frecuencia habremos de conjurar esta noble sombra, con frecuencia escucharemos esta mágica voz. En su vecindad deben estar, de un lado, las obras de Novalis, y de otro, las de Clemens Brentano, del que desdichadamente no hay todavía una edición realmente satisfactoria. Sus narraciones y cuentos no han sido olvidados nunca del todo; pocos son los que han descubierto hasta ahora la profunda musicalidad de sus versos. Un recuerdo común de él y de su hermana Bettina es el libro Clemens Brentano Frühlingskranz. La cuidada recopilación de canciones alemanas, realizada por él y por Arnim, Des Knaben Wuderhorn, es naturalmente uno de los libros alemanes más bellos y originales. De Arnim deberemos tener un tomo de novelas bien seleccionadas, no pudiendo faltar entre ellas piezas tan magníficas como Majoratsherren e Isabella von Agypten. A estas hay que añadir algunas narraciones de Tieck (sobre todo, Der blonde Eckbert, Des Lebens Übefluss y Aufruhr in den Cevennen), así como su Gestiefelter Kater, la obra más jovial del Romanticismo alemán. Desgraciadamente falta una buena edición de Görres. Una obra rara es la Geschichte Merlins, de Friedrich Schlegel, por no haberse vuelto a imprimir desde hace decenas de años. De Fouqué solo anotaremos la preciosa Undine.
Debemos incluir completas las obras de Heinrich von Kleist, tanto los dramas como las narraciones, artículos y anécdotas. También este ha sido descubierto muy tarde por su pueblo. De Chamisso nos contentaremos con el Peter Schlemihl, pero reservando a este librito un puesto de honor. De Eichendorff nos procuraremos, a ser posible, una edición completa: además de las poesías y del estimado Taugenichts, debe incluir también las restantes narraciones; en cambio, los dramas y los escritos teoréticos pueden quedar a un lado. De E. T. A. Hoffmann, el más virtuoso narrador del Romanticismo, deberemos reunir varios volúmenes, no solo las más agradables historias breves, sino también la novela Elixiere des Teufels.
Los cuentos de Hauff y las poesías de Uhland quedan a elección; más importantes son las poesías de Lenaus y las de Droste, singulares músicos del idioma ambos. De los dramas de Friedrich Hebbel no pueden faltar uno o dos volúmenes, además de sus Diarios, o al menos una selección, ni tampoco una edición decente, nada mezquina, de las obras de Heine (¡también la prosa!). Y después, una bella y rica edición de Mörike, sobre todo las poesías; luego el Mozart y el Hutzelmannlein y, a ser posible, también el Moler Nolten. Se le puede agregar Adalbert Stiefer, el último clásico de la prosa alemana, con Nachsommer, Witiko, Studien y Bunten Sleinen. De Suiza han salido en el último siglo tres importantes narradores en lengua alemana: Jeremías Gotthelf, el bernés, el grandioso éxito del campesinado, y los zuriqueses Gottfried Keller y C. F. Meyer. De Gotthelf escogeremos las dos novelas de Uli; de Keller, el Grünen Heinrich, Die Leute von Seldwyla y también Sinngedicht; de Meyer, el Jürg Jenatsch. De ambos hay también poesías de alto rango, las cuales buscaremos, como las de muchos otros poetas, cuyos nombres no podemos citar aquí por falta de espacio, en una buena antología de la nueva Lírica, que no escasean. Quien sienta placer en ello, que tome también el Ekkehard, de Scheffel; también quisiera decir unas palabras sobre Wilhelm Raabe: su Abu Telfan y su Schüdderump no deben pasar inadvertidos para nosotros. Pero con esto no hemos terminado, naturalmente, de recorrer el mundo de los libros contemporáneos, aun debe haber espacio en nuestro recuerdo y en nuestra biblioteca para ellos, mas esto no es ya tema nuestro. Lo que pertenece al presente y perdura a lo largo de generaciones no puede ser juzgado por su propio tiempo.
Cuando al final de nuestra ronda me vuelvo a contemplar mi trabajo, echo de ver sus numerosas lagunas y desigualdades. ¿Es justo incluir en una biblioteca mundial las Aventuras del Barón Münchhausen y desechar el Bhagavad -Gita hindú? Queriendo ser justo, ¿cómo prescindir de los comediógrafos de la España antigua y de las canciones populares de los servios y de los cuentos de hadas irlandeses y de tantos y tantos otros? ¿Puede compensar una novela de Keller a Tucídides y El pintor Nolten al Panchatantra índico o al libro chino del oráculo I Ging? ¡No, naturalmente que no! Por eso, mi selección de la Literatura mundial parecerá demasiadamente subjetiva y caprichosa. Pero será difícil, si no imposible, sustituirla por otra enteramente justa, enteramente objetiva. Para esto deberíamos elegir todos aquellos autores y obras que estamos acostumbrados a encontrar desde pequeños en todas las Historias de la Literatura, y cuyo resumen - sumario copian unas de otras, pues para leerlas realmente todas es demasiado breve la vida. Y, a decir verdad, un buen verso de un autor alemán, cuya melodía puedo apreciar hasta en sus últimas vibraciones, me satisface más bajo determinadas circunstancias que la obra más venerable de la Literatura sánscrita, solo asequible para mí en una traducción rígida e indigerible. Y además, el conocimiento y el aprecio de los autores y de sus obras están sujetos a continua mudanza. Hoy veneramos a escritores que no se encontraban hace veinte años en las Historias de la Literatura. (¡Santo Dios, ahora caigo en la cuenta de una grave omisión: me he olvidado del poeta Georg Büchner - muerto en 1837 -, el autor de Woyzeck, de Danton, de Leonce und Lenal ¡Naturalmente que no puede faltar!) Lo que a nosotros, contemporáneos, nos parece importante y vivo en la Literatura alemana de los tiempos clásicos, no es en modo alguno lo mismo que un buen conocedor de esta Literatura hubiera designado como imperecedero hace veinticinco años.
Mientras el pueblo alemán leía el Trompeter van Säckingen, y los eruditos nos recomendaban en sus prontuarios a Theodor Korner como clásico, ¡Büchner era desconocido; Brentano, enteramente olvidado; Jean Paul, incluido en la lista negra como espíritu desmoralizador! Y así también nuestros hijos y nietos encontrarán atrasadas nuestras apreciaciones y conceptos de hoy. Contra esto no hay ninguna seguridad, ni aun en la sabiduría. Pero esta eterna oscilación de las apreciaciones, este olvidarnos de unos espíritus, que unos años más tarde volverán a ser descubiertos y altamente elogiados, no reside, de ningún modo, solamente en la humana debilidad e inconsciencia, sino que obedece a leyes no formuladas ciertamente con precisión, pero que pueden ser entrevistas y sentidas. Es decir, que todo bien espiritual que obra una vez en determinada época y se ha acreditado, pertenece al acervo de la Humanidad y puede volver a ser extraído y revisado en cualquier momento y despertado a una nueva vida, según las tendencias y necesidades espirituales de la generación existente en dicho momento. Nuestros abuelos no solo han tenido una idea completamente distinta que nosotros de Goethe, no solo se han olvidado de Brentano y han menospreciado a Tiedge o a Redwitz o a otros autores de moda, sino que no han conocido tampoco el Tao - te -King, de Lao -tse, uno de los libros más grandes de la Humanidad, pues el redescubrimiento de la antigua China y de su sabiduría ha sido un menester de nuestro mundo y de nuestro tiempo actuales, no de los de nuestros abuelos. Por eso hemos perdido de vista muchas grandes provincias del mundo del espíritu que eran bien conocidas de nuestros abuelos y que volverán a ser descubiertas por nuestros nietos.
Ciertamente, al formar nuestra pequeña biblioteca ideal hemos obrado, sin duda, bastante groseramente, hemos pasado por alto verdaderas joyas, hemos dado de lado grandes círculos culturales. ¿Qué ha sido de los egipcios? ¿Es que no representan nada para nosotros aquellos cuantos miles de años de una cultura tan elevada y singular, aquellas resplandecientes dinastías, aquella religión con sus poderosos sistemas y su misterioso culto de los muertos? ¿No ha de reflejarse todo esto en nuestra biblioteca? Y, sin embargo, es así. Las historias de Egipto pertenecen para mí a una especie de libros, que en nuestra revisión he dejado enteramente a un lado: a la de los libros de estampas. Hay muchas obras sobre el Arte egipcio, entre otras la de Steindorff y Fechheimer, con maravillosos grabados; de ellas he tenido muchas en las manos, y por ellas sé lo que creo saber de Egipto. Pero no conozco ningún libro que pudiera darnos a conocer la Literatura egipcia. Hace muchos años leí con atención una obra sobre la Religión egipcia, en la que se incluían también parte de textos egipcios, leyes, inscripciones funerarias, himnos y oraciones; mas a pesar de que el conjunto me interesaba mucho, me aprovechó poco; aquel libro era bueno y singular, pero no era un clásico. Y por eso no figura Egipto en nuestra biblioteca. ¡De nuevo vuelvo a caer en la cuenta de un incomprensible olvido y pecaminosa omisión! Mi concepto de Egipto descansa, a lo que creo recordar, no solo en aquellos libros de estampas y aquella Historia de la Religión, sino también en la lectura de uno de los autores griegos preferidos por mí, Herodoto, que fue un enamorado de los egipcios y que, en realidad, - opinaba mejor de ellos que de sus propios paisanos, los jónicos. Me olvidé de Herodoto. Debe ser enmendado el olvido, pues le corresponde un sitio de honor entre los griegos.
Mas cuando repaso y examino de nuevo la relación de libros que han de formar la biblioteca ideal, la encuentro verdaderamente incompleta y deficiente, pero no es un defecto de belleza lo que me molesta más en nuestra biblioteca. Cuanto más intento representar como un todo esta colección de libros, reunida ciertamente con subjetividad y sin pedantería, y tras muchas experiencias y conocimientos, tanto menos inficionada me parece por su subjetividad y casualidad, sino más bien por el contrario. Nuestra pequeña biblioteca ideal es en el fondo, a pesar de sus faltas, demasiado ideal para mí, demasiado ordenada, demasiado joyero. Se nos puede haber olvidado esto y lo otro de bueno; sin embargo, allí están las perlas más bellas de la Literatura de todos los tiempos; en calidad y valor objetivo nuestra colección no puede ser superada. Pero cuando me enfrento con esta librería pensada por nosotros, cualquiera que pueda ser el realizador y poseedor de ella, no puedo imaginarme a este poseedor como un sabio anciano y distraído de ojos hundidos y ascética faz de trasnochador, ni como un hombre mundano en su bella casa alhajada a la moda, ni como un médico rural o un sacerdote o una dama. Nuestra biblioteca parece muy bella, muy ideal, pero demasiado impersonal; su catálogo es tal que cualquier viejo bibliófilo lo hubiera formado en el fondo casi igual. Si viera, en realidad, ante mí nuestra biblioteca, diría: Es una buena colección formada por piezas valiosas, pero el dueño de estos libros ¿no tiene ningún capricho, no tiene preferencias, no tiene ninguna pasión, no tiene en el corazón más que una Historia de la Literatura? Si, por ejemplo, tiene dos novelas de Dickens y dos de Balzac, es que se ha dejado engatusar por el librero. Si hubiera elegido realmente por sí mismo, no podrían gustarle ambos autores o tener de ambos varias obras o preferiría el uno al otro, y sentiría más inclinación por el lindo, amable y encantador Dickens que por el algo brutal Balzac, o amaría a Balzac, querría tener todos sus libros y arrojaría de su biblioteca al demasiado dulce, demasiado honesto, demasiado burgués Dickens. Una biblioteca debe tener un sello personal semejante, lo que me agradaría.
Para poner algo de desorden en nuestro catálogo, demasiado correcto, demasiado neutral, y para mostrar lo que sucede quizá en el trato personal, vivo y apasionado con los libros, no conozco otro medio que el empleado por mí con mis propias pasiones de lector. Me es familiar desde la juventud la vida de los libros, y tampoco me es extraña la aspiración hacia una lectura juiciosa, justamente elegida, de la Literatura mundial; he comido en muchos platos, y el aprender y el comprender a la fuerza me es extraño. Pero este leer como estudio, este aprender Literaturas extranjeras con sentido educacional y formativo no estaba de acuerdo con (mi naturaleza, sino que siempre me ha sobrevenido algún particular enamoramiento dentro del mundo de los libros, siempre me ha embelesado un nuevo descubrimiento, siempre me ha caldeado una nueva pasión. Muchas de estas pasiones han desencadenado otras, algunas de ellas se han reproducido en ciertos períodos, otras no han segundado y se han perdido. Por esto no se parece tampoco mi biblioteca privada al modelo que más arriba hemos trazado, aunque contiene casi todos los libros que allí se citan. Y es porque mi librería presenta aquí y allá ampliaciones e hinchamientos, y de esta forma ha ido surgiendo la biblioteca al ritmo de las verdaderas necesidades: ciertas partes deben ser leal y atentamente consideradas, pero otras deben ser elegidas como niños mimados y favoritas y presentar un aspecto cuidado y atractivo.
Mi librería ha tenido siempre estas diversas secciones, que fueron cuidadas con amor especialísimo, y de todas las cuales no puedo hablar aquí, aunque sí lo haré de las más importantes. Quiero referirme un poco a la manera en que la Literatura mundial se refleja en un hombre aislado, cómo le atrae ya hacia esta parte, ya hacia la otra, cómo influye pronto en su carácter y le forma, le dirige y le obliga.
La afición a los libros y la inclinación a la lectura empezaron a manifestarse pronto en mí, y en los primeros años de mi juventud, la única biblioteca grande que yo conocía v podía utilizar era la de mi abuelo. La mayor parte de esta enorme biblioteca, formada por varios miles de volúmenes, me dejaba indiferente y así siguió ocurriendo por siempre: yo no podía comprender cómo era posible amontonar tantos libros de esta clase: largas hileras de anuarios históricos e informativos, obras teológicas en inglés y francés, libros ingleses de edificación y piedad con cantos dorados, infinitos plúteos llenos de revistas eruditas, encuadernadas limpiamente en cartón o simplemente empañetadas por años. Todo esto me parecía muy aburrido, polvoriento y poco merecedor de ser conservado. Pero esta biblioteca tenía, como poco a poco fui descubriendo, otros departamentos. Primeramente fueron algunos libros aislados, que me atrajeron y tentaron a husmear y a rebuscar lo más interesante del conjunto de esta biblioteca, a] parecer, para mí.
Había allí un Robinsón Crusoe con ilustraciones encantadoras de Grandville, y una edición alemana de Las mil noches y una noche, dos pesados volúmenes en cuarto de los años treinta, ilustrados también. Estos dos libros me demostraron que también se podían pescar perlas en este turbio mar, y decidí revisar los altos estantes de la sala, pasando horas enteras encaramado en lo alto de una escalera, o tumbado boca abajo en el suelo, pues los libros se apilaban sobre él por todas partes.
Aquí, en esta misteriosa y polvorienta biblioteca, hice mi primer descubrimiento valioso en el dominio de la poesía: ¡descubrí la Literatura alemana del siglo xviii! Se hallaba en esta extraña biblioteca en una sorprendente integridad, no solo el Werther quizá, la Mesiada y algunos almanaques con grabados en cobre de Chodowiecki, sino también algunos tesoros poco conocidos: las Obras completas de Hamann en nueve volúmenes, todo el Jung-Stilling, todo el Lessing, las poesías de Weisse, de Rabener, de Ramler, de Gellert, los seis tomos de Sophiens Reise von Memel nach Sachsen, algunas revistas literarias y diversos volúmenes de Jean Paul. Recuerdo también que entonces leí por primera vez el nombre de Balzac, del que había algunos tomitos azules encuadernados en cartoné y en dieciseisavo, editados en alemán y aparecidos en vida del autor. No he olvidado cómo me vino a las manos este escritor por primera vez y lo poco que le entendí. Empecé a leer en uno de los volúmenes; allí aparecía expuesta con todo detalle la situación económica del protagonista, los ingresos mensuales que le proporcionaba su hacienda, la cuantía de la herencia materna, las perspectivas de herencias ocasionales, las deudas que tenía, etc. Me sentí profundamente decepcionado. Yo esperaba leer relatos de pasiones y enredos, descripciones de viajes a países salvajes o dulces y prohibidos sucesos amorosos, y en vez de esto tenía que interesarme por la bolsa de un joven, ¡del que todavía no sabía nada! Disgustado volví a colocar el librito azul en su sitio y no volví a leer en muchos años una obra de Balzac, hasta que, muchos años después, le descubrí de nuevo, esta vez formalmente y para siempre.
Pero lo más importante para mí de aquella biblioteca eran las obras literarias alemanas del siglo xviii. Allí conocí cosas maravillosas desaparecidas: el Noachide, de Bodner; los Idilios, de Gessner; el Reisen, de Georg Forster; todo el Matthias Claudius; el Tiger von Bengalen, de Hofrat von Eckartshausen; las historias monacales del Siegwart; el Kreuz und Querzüge, de Hippel, y muchísimos otros títulos. Entre estos libracos había, sin duda, muchos superfluos, muchos justamente olvidados y otros depravados, pero también había odas maravillosas de Klopstock, páginas de una prosa elegante y delicada de Gessner y de Wieland, destellos espirituales prodigiosos y conmovedores de Hamann, y no me arrepiento de haber leído todo aquello, hasta lo menos importante, pues también tiene sus ventajas conocer abundante y sustanciosamente un período histórico semejante. En resumen, que conocí la producción literaria alemana de un siglo en toda su intensidad, como pocos eruditos de profesión la conocen, y de aquellos libros rancios y apolillados en parte emanaba, sin embargo, para mí el aliento de un lenguaje, de mi querida lengua materna, que precisamente floreció con todo su casticismo durante aquel siglo. Yo aprendí en aquella biblioteca, en aquellos almanaques, en aquellas polvorientas novelas e historias de héroes, el idioma alemán, y cuando luego, inmediatamente después, conocí a Goethe y toda la elevada floración de la Literatura alemana de los nuevos tiempos, mi oído y mi conciencia lingüística estaban agudizados y educados, y me era familiar y conocida aquella clase de espiritualidad de la que procedían Goethe y los clásicos alemanes. Todavía hoy siento cierta predilección por aquella Literatura y muchas de aquellas obras desaparecidas están aún hoy día en mi librería.
Algunos años después, durante los cuales había experimentado y leído mucho, empezó a atraerme otro capítulo de la Historia del Espíritu, es decir, la India antigua. No llegué a él por un camino recto. Conocí por extraños ciertos escritos, que entonces se llamaban teosóficos, y en los que solía haber una oculta sabiduría. Los escritos, espesos mamotretos en parte, en parte diminutos y mezquinos trataditos, eran todos de una especie penosa, desagradablemente sentenciosos y presumidos; tenían una cierta idealidad y apartamiento del mundo que no eran antipáticos, pero al mismo tiempo tenían también una falta de sangre y algo de edificación a la manera de las solteronas, que a mí me parecía enteramente horrible. No obstante, me tuvieron encadenado un buen espacio de tiempo, y pronto descubrí el secreto de esta atracción. Todas estas doctrinas misteriosas, que debieron ser inspiradas a los autores de estos libros sectarios por invisibles mentores espirituales, señalan una procedencia común, la índica. Seguí buscando por esta parte, y pronto hice el primer hallazgo: leí, con el corazón alterado, una traducción del Bhagavad-Gita. Era una traducción horrorosa, y hasta la fecha no conozco ninguna realmente bella, aunque he leído muchas, pero aquí encontré por vez primera un grano del oro que yo había presumido en esta búsqueda: descubrí la asiática idea de unidad en su forma hindú. Entonces cesé en la lectura de aquellos presuntuosos escritos sobre el Karma y la doctrina de la reencarnación y dejé de enojarme con su estrechez y pedantería; en vez de esto, intenté asimilar en fuentes verídicas lo que era asequible para mí. Conocí los libros de Oldenberg y Deussen y sus traducciones del sánscrito; el libro de Leopold Schröder Indiens Literatur und Kultur, y algunas viejas traducciones de literatura india. Junto con el ideario, de Schopenhauer, que en aquellos años tuvo mucha importancia para mí, esta sabiduría y manera de pensar de la India antigua influyeron poderosamente durante algunos años sobre mi pensamiento y sobre mi vida. Sin embargo, siempre me quedaba un residuo de descontento y de decepción. Las traducciones de las fuentes indias que pude encontrar eran casi todas muy defectuosas; solo las Sesenta Upanishadas, de Deussen, y los Discursos de Buda, de Neumann, me dieron un gusto y un gozo puro y completo del mundo hindú. Pero no consistía solo en las traducciones. Busqué en este mundo hindú algo que allí no se podía hallar, una especie de Sabiduría, cuya posibilidad y cuya existencia, cuya necesidad de existencia presentía, pero que no encontraba plasmada en palabras por ninguna parte.
Muchos años después, un nuevo suceso editorial colmó mis deseos - si en estas cosas puede hablarse de colmo -. Ya antes había conocido yo, por indicación de mi padre, a Lao -tse, primeramente en la traducción de Grill. Y ahora empezaba a aparecer una serie de libros chinos, la cual me pareció uno de los acontecimientos más importantes de la vida espiritual alemana de hoy: la traducción de los clásicos chinos de Richard Wilhelm. Una de las más nobles y logradas floraciones de la Cultura humana, considerada hasta ahora por el lector alemán como una curiosidad desconocida y ridícula, nos era dada, no en la forma habitual, a través del latín y del inglés, de tercera o cuarta mano, sino traducida directamente por un alemán que había vivido la mitad de su vida en China y que estaba identificado increíblemente con la China espiritual; que no solo conocía el chino, sino también el alemán, y que había experimentado en sí la significación de la espiritualidad china para la Europa de hoy. Esta serie de libros comenzó, en la Editorial Diederich, de Jena, con los Diálogos de Confucio, y no olvidaré nunca con cuánto asombro y con qué fabuloso encanto recibí este libro, qué resonancias tan extrañas y al mismo tiempo tan verdaderas, tan presentidas, tan deseadas y tan deliciosas despertó en mí. Después, esta serie se ha convertido en algo gallardo: al Confucio siguieron el Lao -tse, el Dchuang Dsi, el Mong Dsi, el Lu Bu We los cuentos populares chinos. Al mismo tiempo, muchos traductores se han dedicado a la Lírica china, y con gran éxito también a la Literatura costumbrista de China; Martín Buber, H. Rudelsberger, Paul Kühnel, Leo Greiner y otros han contribuido con hermosos trabajos, completándose todo con la obra de Richard Wilhelm.
Estos libros chinos vienen fomentando desde hace decenas de años mi entusiasmo, siempre creciente, no faltando nunca uno de ellos a la cabecera de mi cama. Lo que a aquellos libros indios faltaba: la proximidad a la vida, la armonía de una noble espiritualidad resuelta a las más altas exigencias morales con el juego y el estímulo de la vida sensual y cotidiana; el amplio vaivén entre la alta espiritualidad y el ingenuo placer de vivir, todo esto se halla aquí en abundancia. Si la India alcanzó alturas excelsas y conmovedoras con el ascetismo y el renunciamiento del mundo de sus monjes, la China antigua no se ha quedado atrás en la formación de una espiritualidad, para la cual la Naturaleza y el espíritu, la Religión y la vida diaria no son contrastes enemigos, sino amistosos, teniéndolos a ambos a su diestra. Si la Sabiduría indo-ascética era juvenilmente puritana en su radicalismo en el exigir, la sabiduría de China era la de un hombre experimentado, prudente, no desconocedor del humor, al que la experiencia no ha decepcionado, al que la inteligencia no ha hecho frívolo.
Los mejores espíritus de los círculos literarios alemanes se han dejado influenciar durante estos dos últimos decenios por esta beneficiosa corriente; junto a muchos movimientos espirituales que se iniciaban impetuosamente y que con la misma rapidez se extinguían, la obra chinesca de Richard Wilhelm crecía en silencio, continuamente, en importancia y prestigio.
Igual que la predilección por el siglo xviii alemán, igual que la búsqueda de las doctrinas hindúes, igual que el lento conocimiento de las doctrinas y de la Literatura china modificaron y enriquecieron mi librería, así también hicieron muchos otros acontecimientos y enamoramientos espirituales. Hubo un tiempo, por ejemplo, en que poseí en sus ediciones originales a casi todos los grandes novelistas italianos, Bandello y Masuccio, Basile y Poggio. Hubo también una época en que no me cansaba de recibir cuentos y leyendas de pueblos extranjeros. Algunos de estos intereses se han ido apagando lentamente. Pero otros perduran y, con la edad, más bien parecen crecer que menguar. A estos pertenece el gusto por las memorias, cartas y biografías de personas que alguna vez me causaron impresión. Ya en la primera juventud coleccioné y leí durante algunos años todo lo que pude hallar sobre la persona y la vida de Goethe. Mi amor por Mozart me ha llevado a leer casi todas sus cartas y todo lo que se ha escrito sobre él. Un amor semejante he sentido a veces por Chopin, por el escritor francés Guerin - que escribió el Centauro -, por el pintor veneciano Giorgione, por Leonardo da Vinci. Lo que de estos hombres leí no fueron libros importantes y valiosos, y sin embargo, por estar motivado por el amor, me fue de mucho provecho.
El mundo actual se inclina un poco a menospreciar el libro. Se encuentran hoy muchos jóvenes a los que parece ridículo e indigno amar a los libros en vez de amar a la vida misma, y encuentran que nuestra vida es demasiado breve y demasiado preciada para eso y, sin embargo, tienen tiempo para perder muchas horas seis veces en semana en los salones de baile y cafés cantantes. En las Universidades y talleres, en las lonjas y en los lugares de placer del mundo real se puede vivir animadamente; sin embargo, en ellos no estaremos nunca más cerca de la verdadera vida que lo estaremos si dedicamos diariamente una o dos horas a los sabios y escritores del pasado. Es cierto que el mucho leer puede acarrearnos perjuicios, y que los libros pueden hacer una competencia ilícita a la vida. Por eso no recomiendo a nadie la entrega a los libros.
Se podrían decir y contar muchas más cosas. A las aficiones ya descritas se puede agregar una más: la búsqueda de la vida oculta de la Edad Media cristiana. Su Historia política me fue indiferente en sus particularidades; Para mí solo tenía importancia la tensión entre los dos grandes poderes: la Iglesia y el Imperio. La vida monástica me era singularmente atractiva no a causa de su aspecto ascético, sino porque encontré muchos tesoros prodigiosos en el Arte y Literatura monacal, y porque las ordenes y monasterios me parecían asilos de una vida piadosa y contemplativa y refugios altamente ejemplares de la Cultura y de la Educación. En mis incursiones por la Edad Media Monacal encontré muchos libros que no figuran en nuestra biblioteca ideal, aunque les aprecie mucho, y también encontré otros a los que considero muy dignos de figurar en nuestra lista, como, por ejemplo, los sermones de Tauler, la vida de Suso y los sermones de Eckhart.
Lo que hoy me parece a mí resumen de la Literatura mundial, les parecerá a mis hijos tan parcial e insatisfactorio, como risible a mi padre o a mi abuelo. Debemos rendirnos ante lo ineludible y no debemos imaginarnos que somos más sensatos que nuestro padre. Aspirar a la objetividad y a la rectitud es una cosa bella, pero queremos guardar el recuerdo de la imposibilidad de realizar todos estos ideales. Con nuestra bella biblioteca universal no queremos convertirnos en eruditos o árbitros del mundo, sino solo penetrar en el santuario del espíritu por las puertas más accesibles para nosotros. ¡Que cada cual empiece con lo que pueda comprender y amar! No se puede aprender a leer en su más elevado sentido en los periódicos ni en la Literatura al uso, sino solo en las obras maestras. Con frecuencia son menos sabrosas y picantes que la lectura de moda. Quieren ser tomadas en serio, quieren ser ganadas. Es más fácil abandonarse a una danza americana de moda que a la cadencia medida y flexible como el acero de un drama de Racine o al humor delicadamente matizado de un Sterne o de Jean Paul.
Antes de que las obras maestras se acrediten a nosotros, debemos nosotros mostrarnos dignos de ellas.


MAGIA DEL LIBRO
(1930)

De los numerosos mundos que el hombre no ha recibido de la Naturaleza, sino que ha creado con su propio espíritu, el mundo de los libros es el mayor. El niño, cuando dibuja en su pizarra las primeras letras y hace los primeros intentos de lectura, da con ello el primer paso hacia un mundo artificial y altamente complicado, cuyas leyes y reglas de juego no llega a conocer por entero ni a practicar con perfección ninguna vida humana. Sin la palabra, la escritura y los libros no puede haber Historia, no puede haber concepto de Humanidad. Y si alguien quisiera hacer el ensayo de encerrar y poseer en un pequeño espacio, en una sola casa o en un solo cuarto la Historia del espíritu humano, solo lo lograría en forma de una selección de libros. Hemos visto ciertamente que el ocuparse de la Historia y del pensamiento histórico tiene sus peligros y ha originado en las últimas décadas una vigorosa revuelta de nuestros sentimientos vitales contra la Historia; pero, precisamente a causa de esta revuelta, hemos podido aprender que la renuncia a estas conquistas siempre nuevas y a estas anexiones de la herencia espiritual no devuelve a nuestra vida y a nuestro pensamiento la inocencia.
La palabra y la escritura han sido en todos los pueblos algo sagrado y mágico; el nombrar como el escribir son acciones primitivas y mágicas, mágicas anexiones de la Naturaleza por el espíritu, y en todas partes es considerado el don de la escritura como de origen divino. En la mayoría de los pueblos, la lectura y la escritura eran artes mágicas y sagradas reservadas solamente a los sacerdotes; era cosa grande y desacostumbrada que un joven se decidiera a aprender este poderoso arte. No era fácil, estaba reservado a unos pocos y debía ser pagado con abnegación y sacrificio. Visto desde nuestra civilización democrática, el espíritu era entonces algo más raro, pero también más noble y más sagrado que hoy, estaba bajo la protección divina y no se ofrecía a todos, eran penosos los caminos que llevaban a él y no se le adquiría de balde. ¡Solo podemos imaginarnos muy someramente lo que, en una cultura de ordenación jerárquico-aristocrática, significaba, en medio de un pueblo de analfabetos, conocer los misterios de la escritura! Significaba distinción y poder, significaba magia blanca y negra, era un talismán y una varita mágica.
Todo esto es ahora muy distinto, al parecer. Hoy, así parece, está abierto a todos el mundo de la escritura y del espíritu, y aun en el caso de que alguien quisiera sustraerse a él, sería metido allí a la fuerza. Hoy, según parece, el saber leer o el saber escribir significa poco más que el saber respirar o, en el mejor de los casos, el saber montar a caballo. Hoy, según parece, la escritura y el libro están desposeídos de toda dignidad especial, de todo sortilegio, de toda magia. Es cierto que en las religiones perdura la idea del libro sagrado, del libro revelado; pero como la única organización religiosa de Occidente realmente poderosa - la Iglesia Católica Romana - no concede extraordinaria importancia a ver propagada la Biblia como lectura de laicos, no hay ya, en realidad, ningún libro sagrado, excepto entre el pequeño grupo de los devotos judíos y los correligionarios de algunas sectas protestantes. Aquí y allá puede suceder que, al prestar juramento en un acto oficial, la ley determine que el que jura lo haga poniendo la mano sobre la Biblia, mas este gesto es solo un vestigio frío y yerto de su ardiente fuerza de otros tiempos y no contiene en sí, como tampoco en la misma fórmula del juramento, ningún simbolismo mágico para el término medio de los hombres de hoy. Los libros, al parecer, han dejado de ser misterio, son accesibles a todos. Desde el punto de vista democrático-liberal son un progreso y una evidencia; desde otros puntos de vista, son también una depreciación y vulgarización del espíritu.
No queremos dejarnos llevar del lisonjero sentimiento de un progreso alcanzado y nos alegra que el leer y escribir no sea ya privilegio de un gremio o de una casta, que desde la invención de la imprenta el libro se haya convertido en un objeto de uso y de lujo, ampliamente difundido y vulgarizado; que las grandes tiradas posibiliten el abaratamiento de su precio, y que, por consiguiente, todos los pueblos puedan hacer asequibles sus mejores libros (los llamados clásicos) aun a los menos adinerados. No queremos tampoco afligirnos mucho porque el concepto libro haya perdido casi toda su grandeza de antes y que modernamente parezca que el cine y la radio han privado al libro, a los ojos de la multitud, de valor y fuerza de atracción.. Sin embargo, no debemos temer una supresión futura del libro, al contrario: cuanto más se logre satisfacer, con el tiempo, ciertas necesidades de diversión y ciertas necesidades nacionales de instrucción por medio de otras invenciones, tanto más ganará el libro en dignidad y autoridad. Pues pronto se impondrá a la infantil embriaguez del progreso la noción de que la escritura y el libro tienen funciones que son eternas. Se evidenciará que la expresión por la palabra y la transmisión de estas expresiones por la escritura no es solo el medio más importante, sino también el único, en virtud del cual la Humanidad tiene una Historia y una conciencia de sí misma.
No hemos alcanzado todavía el punto en que los jóvenes inventos competidores como la radio, el cine, etc., puedan quitar al libro impreso aquella parte de sus funciones, de lo que nos alegramos. No se comprende, en verdad, por qué las novelas de entretenimiento, por ejemplo, sin ningún valor poético, pero ricas, en cambio, en situaciones, imágenes, suspensión y emotividad no son difundidas en imágenes, como en el cine, o comunicadas por radio o por una futura combinación de ambos, en vez de malgastar en ellas una enormidad de tiempo y de energía visual. Pero la división de trabajo, que todavía no vemos realizarse en la superficie, hace tiempo ya que tiene lugar en las esferas secretas de los talleres. Hoy no es raro oír que este o aquel escritor se ha pasado del libro o del teatro al cine. Aquí se ha realizado ya la necesaria separación. Pues es un error creer que escribir y hacer guiones de cine es una y la misma cosa o que tienen muchos puntos en común. No quisiera en modo alguno cantar la apología de escritor y comparar con él al guionista de cine, considerando a este como algo menos valioso; nada más lejos de mi intención. Pero el hombre que se esfuerza en realizar una descripción o una narración por medio de la palabra y de la fritura, hace algo entera y sustancialmente distinto de lo que hace el hombre que pretende contarnos la misma historia con ayuda de un equipo de hombres adiestrados. El escritor de palabras puede ser un mal autor; el realizador de cine un genio; la cuestión no reside en esto. Pero lo que la todavía no sospecha, y tardará quizá bastante tiempo descubrir, ha empezado ya a decidirse por sí mismo el círculo de los creadores: la diferenciación fundamental de los medios por los cuales se intenta alcanzar un fin artístico. Es cierto también que, después de la realización de esta separación, seguirá habiendo novelas desdichadas y películas desabridas, cuyos creadores serán talentos salvajes, filibusteros en dominios para los que les falta competencia. Esta separación contribuirá mucho al esclarecimiento de las ideas y al alivio de la Literatura y de sus competidoras actuales. La Literatura no podrá ser perjudicada ya por el cine, como la fotografía ha perjudicado quizá a la pintura.
¡Mas volvamos a nuestro tema! He dicho más arriba que, al parecer, el libro ha perdido hoy su fuerza mágica, que, al parecer, los analfabetos se han convertido en algo raro. ¿Por qué al parecer! ¿Es que debe existir el antiguo hechizo en alguna parte? ¿Es que debe haber todavía libros sagrados, libros satánicos, libros mágicos? ¿Es que el concepto magia del libro no debe pertenecer enteramente al pasado y a la fábula?
Pues sí, así es. Las leyes del espíritu cambian tan poco como las de la Naturaleza y, como estas, no se dejan abolir en absoluto. Se puede abolir el sacerdocio o el gremio de los astrólogos o suprimir sus privilegios. Se puede hacer asequibles a los más los conocimientos o las obras literarias, que hasta ahora eran propiedad secreta y tesoro sagrado de los menos, y hasta se puede forzar a los más a conocer aquellos tesoros. Mas todo esto es muy superficial, y en realidad nada ha variado en el mundo del espíritu desde que Lutero tradujo la Biblia y Gutenberg inventó la imprenta. Toda la magia sigue estando ahí, y el espíritu sigue siendo por siempre el secreto de un pequeño tropel jerárquicamente ordenado de privilegiados, solo que este tropel es anónimo. Desde hace unos siglos, la escritura y el libro se han convertido entre nosotros en bien público de todas las clases - algo así como 1a moda se convirtió en bien común después de la derogación de las leyes permanentes del vestir -, solo que el crear modas sigue siendo, ahora como antes, algo privativo de unos pocos, y el vestido que lleva una señora de buena figura y gusto delicado parece enteramente distinto si quien lo viste es una mujer vulgar. En el dominio del espíritu, desde su democratización, se ha operado un desplazamiento curioso y desorientador: la dirección se les ha escapado de las manos a los eruditos y religiosos para venir a parar en alguna parte, donde nunca más pudo ser fijado y responsabilizado, donde tampoco pudo ya legitimarse e invocar ninguna autoridad. Pues aquel estrato del espíritu y de la escritura que antes parecía dirigir, porque formaba la opinión pública o al menos pronunciaba la consigna del día, este estrato no se identifica con el estrato creador.
No queremos ir muy lejos en esta abstracción. Tomemos un ejemplo cualquiera de la Historia moderna del espíritu y del libro. Imaginémonos un alemán instruido, buen lector, de la época que media entre 1870 y 1880, un juez, un médico, un profesor de Enseñanza Superior quizá o una persona cualquiera aficionada a los libros: ¿qué ha leído, qué sabe del espíritu creador de su tiempo y de su pueblo, qué participación tiene en el presente o en el futuro? ¿Dónde está hoy la Literatura que entonces era considerada por los críticos y la opinión pública como buena, como la más deseable y la más digna de ser leída? Ya no queda casi nada de ella. Y mientras Dostoievski escribía sus libros y Nietzsche recorría como un solitario desconocido o ridiculizado la Alemania enriquecida y gozosa de aquellos años, el lector alemán, viejo o joven, alto o bajo, leía quizá & Spielhagen y a Marlitt o, en el mejor de los casos, las bellas poesías de Emanuel Geibel, que publicaba ediciones con tanta profusión como pocos poetas han conocido desde entonces, y el famoso Trompeter von Säckingen, que sobrepasó a aquellas poesías en difusión y popularidad.
Los ejemplos abundan por centenares. Se ve que el espíritu está ciertamente democratizado al parecer y, al parecer, los tesoros espirituales de una época pertenecen a cada coetáneo que ha aprendido a leer, pero en realidad todo lo importante sucede secreta y desconocidamente, y parece que hubiera en alguna parte de la Tierra un sacerdocio misterioso o una conjuración que saca a la luz desde la anónima oscuridad los destinos espirituales, que disfraza a sus enviados provistos durante generaciones de poder y de fuerzas explosivas y los envía a la Tierra sin legitimación, y por esto procura que la opinión pública, contenta de su ilustración, no se percate nada de la magia que ante sus propios ojos se está realizando.
Pero en muchos círculos todavía más reducidos y más simples podemos observar a diario lo enteramente maravilloso y fabuloso que es el destino de los libros, cómo unas veces tienen una gran fuerza de fascinación y otras el don de hacerse invisibles. Los escritores viven y mueren conocidos de pocos o de nadie, y después de su muerte, a veces después de varias decenas de años de su muerte, vemos surgir su obra repentinamente y en todo su esplendor, como si faltara tiempo. Presenciamos, admirados cómo Nietzsche, unánimemente recusado por su pueblo, después de haber cumplido su misión sobre algunas docenas de espíritus, se convirtió al cabo de unos decenios en autor favorito, al que no daban abasto a imprimir las editoriales, o cómo las poesías de Hölderlin, más de cien años después de haber sido escritas, comenzaron a entusiasmar de pronto a la juventud estudiosa, o cómo fue descubierto de repente, después de miles de años, en el antiquísimo tesoro de la sabiduría china, por la Europa de la posguerra, un Lao -tse, mal traducido y mal leído, semejante a una moda, un Tarzán o un foxtrot, pero que influyó enormemente en las capas vivas y productivas de nuestro espíritu.
Y cada año vemos miles y miles de niños acudir a los primeros grados de la escuela, dibujar las primeras letras, descifrar las primeras sílabas, y vemos una y otra vez cómo para la mayoría de los niños el saber leer es muy pronto algo corriente y no apreciado, mientras otros, más entusiasmados y asombrados de año en año, hacen uso de esta llave maravillosa que la escuela les ha procurado. Pues aunque hoy se capacita a todos para la lectura, pocos se dan cuenta del poderoso talismán que les han puesto en las manos. El niño, orgulloso de su joven conocimiento de las letras, se lanza a la lectura de unos versos o frases, luego a la lectura de unas pequeñas historias, de unos primeros cuentos, y mientras los que no tienen vocación de lectores ejercitan su conocimiento de las letras casi solo en las secciones informativas o comerciales de sus periódicos, unos pocos siguen embrujados por el extraño prodigio de las letras y palabras (pues cada una de ellas ha sido para él un prodigio, una fórmula mágica). De estos pocos saldrán los lectores. Descubren de niños unas pocas poesías e historias, un verso de Claudius o una narración de Hebel o Hauff en su libro de lectura, y en vez de volver la espalda a estas cosas, después de haber alcanzado la destreza en la lectura, siguen penetrando en el mundo de los libros y descubren, paso a paso, lo amplio, lo diverso y lo encantador que es este mundo. Al principio tienen a este por un bello y pequeño jardín de la infancia con un bancal de tulipanes y por un pequeño estanque de peces dorados, luego el jardín se convierte en parque, en campiña, en continente, en mundo, en Paraíso y en Costa de Marfil, que le atrae continuamente con renovados prodigios, que florece siempre con nuevos colores. Y lo que ayer parecía jardín o parque o selva virgen, es reconocido hoy o mañana como templo, como templo con mil pórticos y naves, en el que está presente el espíritu de todos los pueblos y épocas, esperando siempre nuevas resurrecciones, dispuesto siempre a sentir la polifónica diversidad de sus formas de aparición como una unidad. Y para cada lector verdadero aparece distinto este mundo infinito de los libros, cada uno se busca y se siente en él a sí mismo. Uno se reconoce desde en los cuentos infantiles y los libros de indios hasta en el Shakespeare y el Dante, el otro desde en el primer capítulo sobre el cielo estrellado hasta Kepler o Einstein, el tercero desde en la piadosa oración infantil hasta en las sagradas y frías bóvedas de Santo Tomás o de San Buenaventura, o en las sublimes alturas del pensamiento talmúdico, o en las parábolas primaverales de las upanishadas, en la conmovedora sabiduría del Hassidim o en la lapidaria y, al mismo tiempo, tan amable, tan bondadosa y alegre doctrina de la vieja China. Mil caminos nos llevan a través de la selva virgen hacia mil metas, y ninguna de estas es la última, tras cada una de ellas se extiende una nueva lejanía.
De la prudencia o de la suerte depende que un verdadero adepto se pierda y se ahogue en la selva virgen de su mundo de los libros, o encuentre el camino, supedite realmente sus experiencias en la lectura a los acontecimientos y a la vida. Aquellos que no sienten el encanto del mundo de los libros piensan de estos como los que no sienten la música sobre la música y se inclinan con frecuencia a considerar la lectura como una pasión enfermiza y peligrosa, que hace inútil la vida. Naturalmente, tienen su poquito de razón, aunque primeramente deberíamos concretar lo que entenderemos por vida, y si no queremos significar, en realidad, lo contrario de espíritu, y aunque la gran mayoría de pensadores y maestros, desde Confucio hasta Goethe, fueron realmente hombres asombrosamente capaces para la vida. Aunque el mundo de los libros tiene sus peligros, estos son bien conocidos de los educadores. Hasta ahora no he tenido ocasión de meditar si estos peligros son mayores que los peligros de una vida sin el dilatado mundo de los libros. Yo mismo soy un lector, yo soy uno de los hechizados desde los años de la infancia, y, como el monje de Heisterbach, podría perderme durante siglos en los ámbitos del templo, por los caminos, en las cavernas y en los océanos del mundo de los libros sin darme cuenta del empequeñecimiento de este mundo.
Y con esto no pienso en absoluto en el continuo incremento de libros que el mundo experimenta. No, todo lector verdadero, aunque no apareciera ningún libro más, podría seguir estudiando, luchando y alegrándose durante años y años con el tesoro de los existentes. Cada nuevo idioma que aprendemos es un incremento de nuevas experiencias, ¡y hay infinitos idiomas, muchísimos más de los que nos dijeron en la escuela! No hay simplemente un español, o un italiano, o un alemán, o aquellos tres alemanes: antiguo alto alemán, medio alto alemán, etc. ¡Oh, no!, hay cien alemanes, hay tantos alemanes, tantos españoles, tantos ingleses, como maneras de pensar y matices del sentir la vida hay en cada uno de estos pueblos; hay casi tantos idiomas como pensadores y escritores originales. Al mismo tiempo que Goethe, y sin que este llegara desgraciadamente a conocerle bien, escribió Jean Paul en su alemán tan alemán y tan enteramente distinto. ¡Y todos estos idiomas no son, en el fondo, traducibles! El intento de los pueblos superiores (el alemán está a la cabeza de ellos) de poseer toda la Literatura mundial en traducciones es algo maravilloso y ha conseguido soberbios frutos en detalle, pero no obstante este intento no solo no se ha logrado por entero, sino que nunca se realizará tampoco a fondo. Todavía no se han escrito los hexámetros alemanes que suenen realmente como los de Homero. El gran poema de Dante se ha traducido varias docenas de veces desde hace cien años al alemán, con el resultado de que el más joven y el más importante poéticamente de estos imitadores de su poesía, comprendiendo la inutilidad de todo intento de traducir un idioma de la Edad Media a uno de hoy día, ha inventado un lenguaje enteramente apropiado para su Dante alemán, un alemán de una Edad Media poética solo con este objeto, por lo que debemos admirarle.
Pero aunque un lector no pueda adquirir ningún idioma nuevo, aun cuando no conozca otras Literaturas no nuevas, sino simplemente desconocidas hasta ahora para él, puede continuar sin fin su lectura, puede seguir encareciéndola, diferenciándola y formándose con ella. Cada libro de cada pensador, cada verso de cada poeta puede mostrar cada pocos años al lector un nuevo rostro enteramente distinto, puede ser comprendido de otro modo, puede despertar en él otras resonancias. Cuando de joven leí por primera vez Las afinidades electivas, de Goethe, solo comprendidas muy en parte, el libro me pareció enteramente distinto a Las afinidades electivas que he vuelto a leer ahora por quinta vez quizá. El misterio y la grandeza de estas experiencias lectivas es este: cuanto más diferenciada, sensible y relacionadamente sepamos leer, tanto más comprenderemos cada pensamiento y cada poema en su sencillez, en su individualidad y estrecha condicionalidad, y ve que toda belleza, todo encanto, reside precisamente en esta individualidad y sencillez, y al mismo tiempo creeremos ver cada vez con mayor claridad, sin embargo, cómo todos estos cientos de miles de voces de los pueblos aspiran al mismo fin, aclaman bajo distintos nombres a los mismos dioses, sueñan con los mismos deseos, sufren los mismos dolores. Desde la trama múltiple de incontables idiomas y libros, a lo largo de varios milenios, contempla al lector en instantes luminosos una sublime quimera irreal: el rostro del hombre mágicamente formado con mil rasgos contradictorios.


SOBRE BUENOS Y MALOS CRÍTICOS
APUNTES SOBRE EL TEMA POESÍA Y CRITICA (1930)

El que uno haya nacido y esté dotado para su profesión es siempre un acontecimiento confortador y raro: el jardinero nato, el médico nato, el educador nato. Más raro es todavía el poeta nato. Puede parecer indigno de sus dones, puede conformarse con su talento, sin introducir la fe, la valentía, la paciencia y la aplicación, que habilitan al talento para la obra; no obstante, siempre fascinará, siempre será un favorito de la Naturaleza y poseerá dones que no podrán reemplazar ni la aplicación, ni el trabajo asiduo, ni la buena disposición.
Pues mucho más raro que el poeta nato es el crítico nato: es decir, aquel que para su labor crítica toma el primer impulso no de la aplicación y de la sabiduría, de la asiduidad y del afán, ni tampoco del partidismo o de la vanidad o maldad, sino de la gracia, de la innata agudeza de sentido, de la innata fuerza analítica de pensamiento, de 1a más seria responsabilidad cultural. Este agraciado crítico puede tener luego cualidades personales que adornen o desfiguren su talento, puede ser además bueno o malo, vanidoso o modesto, ambicioso o conformista, puede cuidar su talento o hacer raterías con él, mas siempre llevará de ventaja a los solo aplicados, a los solo instruidos, el don de la creación. Evidentemente, en las historias de la Literatura, sobre todo en la alemana, se encuentran muchos más poetas natos que críticos natos. Solo en el tiempo que media entre el joven Goethe y Mörike o Gottfried Keller quizá podemos nombrar docenas de poetas verdaderos. Entre Lessing y Humboldt difícilmente encontraremos nombres de peso.
Mientras el poeta, razonablemente considerado, parece ser para su pueblo algo superfluo y como una excepción y rareza, el desenvolvimiento de la prensa nos ha llevado a considerar al crítico como una institución permanente, como una profesión, como un factor insustituible de la vida pública. Puede existir o no una necesidad de producción poética, una necesidad de poesía - una necesidad de crítica parece existir en realidad -; la sociedad necesita órganos que, como especialistas, tomen sobre sí la revisión intelectual de las apariciones periódicas. La idea de empleados de la Poesía o de oficinas poéticas nos haría reír y, sin embargo, estamos acostumbrados y encontramos justo que haya muchos cientos de puestos permanentes y pagados de críticos en la Prensa. No hay nada que objetar a esto. Pero como el crítico nato es una raridad, como la técnica de la crítica se puede depurar y se puede aprender el oficio, sin que sea posible un acrecentamiento de los verdaderos dones, vemos muchos cientos de críticos empleados en un oficio cuya técnica, ciertamente, pueden haber aprendido en cierto modo, pero cuyo sentido más íntimo les es extraño, igual que vemos a cientos de médicos o de comerciantes ejercer su profesión suficientemente aprendida, pero sin vocación interior.
No sé si esta situación representa un perjuicio para la nación; para un pueblo con modestas pretensiones literarias, como es el pueblo alemán (en el que no se encuentra uno entre diez mil que dominen realmente su propia lengua al hablar o al escribir, y donde se puede ser tanto ministro como profesor de Universidad sin saber alemán); para un pueblo así, carece de importancia presumiblemente que haya un proletariado de críticos, como un proletariado de médicos o de maestros.
Para los poetas, sin embargo, el ser dirigidos por un aparato crítico demasiado defectuoso es una gran pérdida. Es un error creer que el poeta teme al crítico; prefiere la crítica real, aguda, a la estúpida alabanza. Por el contrario, igual que el poeta busca amor, como todo ser lo busca, también busca comprensión y reconocimiento, y la notoria befa que el término medio de los críticos hacen de los poetas que no saben soportar ninguna crítica procede de turbias fuentes. Todo verdadero poeta se alegra del verdadero crítico, no porque pueda aprender de él cosas provechosas para su arte, lo que no es posible, sino porque significa para él una aclaración y corrección de gran importancia verse incluido positivamente él y su obra en el balance de su nación y cultura, en el intercambio de dotes y tareas, en vez de flotar incomprendido en su trabajo (y es indiferente si super o infravalorados) en una inmóvil irrealidad.
Los críticos ineptos (que son agresivos por falta de seguridad, porque continuamente han de estar juzgando obras que no sienten en su entraña y a las cuales solo pueden palpar por fuera con manipulaciones esquemáticas) echan en cara a los poetas fatuidad y susceptibilidad exacerbada contra los críticos y hasta enemistad contra el intelecto, de modo que el inocente lector no sabe distinguir ya entre el verdadero poeta y el poetastro estúpido de cabellos largos de los pliegos de cordel. Personalmente he hecho muchas gestiones (naturalmente que no en mi propio interés, sino en favor de autores que me parecían estar desatendidos) cerca de críticos de segundo rango, no para influir en sus juicios, sino para incitarlos a juzgar por medio de informaciones objetivas, y ni una sola vez he tropezado con una verdadera disposición a consentir en ello, a sentir celo por las cosas del espíritu. La respuesta de estas gentes de oficio consistió siempre en un gesto, que podía querer decir algo así: "¡Déjeme en paz! ¡No lo tome tan en serio! Mire, cada vez tenemos más trabajo; ¿dónde iríamos a parar si tuviéramos que mirar con lupa cada una de las frases que escribimos?" En resumen, que los críticos de oficio de segunda y tercera categoría se comportan en su trabajo con la misma falta de cariño y de responsabilidad que el término medio de los obreros de una fábrica. Se han apropiado los métodos críticos que les eran más queridos y que aprendieron de jóvenes, tienen o el mérito de sonreír a todo con suave escepticismo o el de elogiarlo todo con feroz superlativismo o eludir, en otro caso, la tarea propia de su profesión. No se entregan (esto es lo más frecuente) a una crítica del trabajo literario, sino que se interesan, en vez de por el trabajo, solo por la procedencia, opinión o tendencia del autor. Si el autor pertenece a un partido contrario, es rechazado, ya sea combatiéndole, ya escarneciéndole. Si pertenece al mismo partido, es elogiado o respetado al menos. Si no pertenece a ningún partido, pasa generalmente inadvertido, pues no hay ningún poder tras él. Esta situación tiene por consecuencia no solo la decepción del poeta, sino una adulteración del espejo en que el pueblo cree poder observar el estado y movimiento de su vida espiritual y artística. En realidad, encontramos enormes diferencias entre la imagen que la prensa nos da de la vida espiritual y esta misma vida. Encontramos, frecuentemente, durante muchos años, nombres y obras consideradas como trascendentales e influyentes, que no hacen el menor efecto en ninguna esfera del pueblo, y encontramos autores y obras mortalmente silenciadas, que tienen recio influjo en la vida y en la opinión de los tiempos. En ningún dominio de la técnica o de los negocios consiente un pueblo una información tan arbitraria y desaprensiva. En las secciones deportivas o comerciales de los periódicos corrientes se trabaja con más objetividad y conciencia que en la de crítica literaria. Reconozco, sin embargo, que hay bellas excepciones aquí y allá.
El crítico verdadero puede tener faltas y vicios, pero su crítica será siempre más acertada que la de sus colegas, tan decentes y escrupulosos, pero carentes de capacidad creadora. Ante todo, el verdadero crítico debe tener siempre un sentimiento indefectible por la autenticidad y calidad del idioma, mientras que el crítico de tipo medio confunde fácilmente lo original con lo imitado, y a veces cae en el bluff. En dos rasgos principales se conoce al crítico verdadero: primeramente, en que escribe bien y vivamente, se tutea con su idioma, no abusa de él. En segundo lugar, siente la necesidad y el afán de no reprimir en ningún modo su subjetividad, su manera individual, poniéndolas de manifiesto de forma que el lector pueda usar esta subjetividad, como se usa una medida métrica: sin separar el módulo subjetivo y las preferencias del crítico, el lector sabe leer fácilmente en las reacciones del crítico los valores objetivos de la obra. O dicho con más sencillez: el buen crítico es tan personal y se expresa a sí mismo con tanta agudeza, que el lector sabe o siente con precisión con quién tiene que habérselas, a través de qué clase de lente inciden los rayos que llegan a sus ojos. Por esto es posible que un crítico genial recuse, escarnezca o ataque a un escritor genial durante toda la vida, y, sin embargo, se pueda tener una idea exacta de la personalidad del escritor por la manera en que reacciona el crítico frente a él.
En cambio, el mayor defecto del crítico malo es la carencia de personalidad o el no saber expresarse. Las palabras de alabanza o de censura más enérgicas de un crítico son inoperantes cuando son pronunciadas por alguien a quien no se le ve, que no sabe presentarse, que es una nulidad para nosotros. Precisamente el crítico inepto propende con frecuencia a simular objetividad y a obrar como si la Estética fuera una Ciencia exacta; desconfía de su instinto personal y se enmascara dando una de cal y otra de arena (cierto que... mas...) y acogiéndose a la neutralidad. La neutralidad en un crítico es casi siempre sospechosa y constituye un defecto: un defecto de pasión por la vida espiritual. El crítico no debe ocultar su pasión, caso de tenerla, sino ponerla de manifiesto. No debe obrar como si fuera un aparato de medida o un ministro de Instrucción Pública, sino seguir los dictados de su propio entendimiento.
La relación entre los autores y los críticos adocenados es quizá esta: desconfían unos de otros; el crítico no espera mucho del autor ciertamente, pero teme, sin embargo, que el pícaro acabe siendo un genio. El autor se siente incomprendido por el crítico, sabe que este no ha descubierto ni sus valores ni sus defectos, pero se alegra de no haber tropezado al menos con un entendido demoledor, y espera hacer buenas migas con el crítico y sacar provecho de él. Estas mezquinas relaciones de tendero son las que existen entre el término medio de los escritores alemanes y el de los críticos alemanes, y la prensa socialista no se diferencia nada en esto de la burguesa.
Nada aborrece tanto un verdadero poeta como la amistad con estos críticos mediocres, con estas máquinas de folletón que no reparan en nada. Antes bien, procuran provocarlos, prefieren verse escupidos y censurados por ellos que recibir sus amistosas palmaditas en la espalda. Pero al verdadero crítico, aunque le tenga por enemigo declarado, le recibe siempre con el sentimiento de una especie de compañerismo. Verse examinado y diagnosticado por un crítico bueno es lo mismo que ser reconocido por un buen médico. ¡Esto es algo distinto a tener que escuchar la palabrería de un chapucero! Aterra quizá, quizá nos hiera también, pero uno se sabe tomado en serio, aunque el diagnóstico sea mortal. Y en lo más íntimo nunca se cree por entero en los diagnósticos de muerte.

DIALOGO ENTRE EL AUTOR Y EL CRITICO

EL AUTOR. - Insisto en que la Crítica estuvo en determinada época a mayor altura que hoy.
EL CRÍTICO. - ¡Un ejemplo, por favor!
EL AUTOR. - Bien. Recuerde las frases de Solger sobre Las afinidades electivas y la crítica de Wilhelm Grimm sobre el Berthold, de Arnim. He aquí dos bellos ejemplos de crítica creadora. El espíritu de que proceden es hoy raro, de encontrar.
EL CRÍTICO. - ¿Qué espíritu es ese?
EL AUTOR. - El espíritu de respeto. Dígame honradamente: ¿cree usted que hay en la actualidad críticos del nivel de aquellos dos?
EL CRÍTICO. - No lo sé. Estos tiempos son otros. Ahora Pregunto yo, a mi vez: ¿cree usted posibles hoy entre nosotros obras del rango de Las afinidades electivas o de las de Arnim?
EL AUTOR. - ¡Ah! Entonces usted es de parecer que a tal obra, tal crítica. ¿No? Usted piensa que si tuviéramos hoy una verdadera Literatura, tendríamos también una verdadera crítica. Eso es hablar claro.
EL CRÍTICO. - Sí, así lo pienso.
EL AUTOR. - ¿Puedo preguntarle si conoce aquellas frases de Solger y de Grimm?
EL CRÍTICO. - Dicho con sinceridad, no.
EL AUTOR. - Pero sí conocerá Las afinidades electivas y el Berthold, ¿verdad?
EL CRÍTICO. - Las afinidades electivas, naturalmente que sí. El Berthold, no.
EL AUTOR. - Sin embargo, usted cree que el Berthold está por encima de nuestra Literatura de hoy.
EL CRÍTICO. - Sí, lo creo así por respeto a Arnim, y más todavía por respeto a la fuerza poética que entonces tenía el espíritu alemán.
EL AUTOR. - ¿Y por qué no lee entonces a Arnim y a todos los demás autores verdaderos de aquel tiempo? ¿Por qué se ocupa durante toda su vida de una Literatura que usted mismo considera menos importante? ¿Por qué no dice usted a sus lectores: "Mirad, esta es la verdadera Literatura; dejad a un lado esta pacotilla de hoy y leed a Goethe, Arnim, Novalis?"
EL CRÍTICO. - Eso no es cosa mía. Es posible que deje de hacerlo por el mismo motivo que usted tiene para no escribir obras como Las afinidades electivas.
EL AUTOR. - Eso me agrada. Pero ¿cómo se explica usted que Alemania produjera entonces tales escritores? Sus obras fueron ofertas sin demanda, nadie las quiso. Ni Las afinidades electivas ni el Berthold fueron leídos por sus contemporáneos, y hoy son muy leídas.
EL CRÍTICO. - El pueblo no se preocupaba mucho entonces de la Literatura y hoy sigue desentendiéndose de ella. Nuestro pueblo es así. Quizá sean así todos los pueblos. En tiempos de Goethe había muchos libros divertidos, que todos leían. Hoy sucede igual. Los libros de entretenimiento deben ser leídos, deben ser criticados, no deben ser tomados en serio ni por el lector ni por el crítico, pero responden a una necesidad. Se lee o se paga a los escritores de libros de entretenimiento y también a sus críticos se los lee y se los olvida muy pronto también.
EL AUTOR. -¿Y las obras verdaderas?
EL CRÍTICO. - Se supone que están escritas para la Eternidad. Por esto, la época actual no se siente obligada a tomar nota de ellas.
EL AUTOR. - Debería dedicarse usted a la Política.
EL CRÍTICO. - Así es; con gusto me hubiera encargado de la Política extranjera. Pero cuando ingresé en la redacción no había ningún puesto libre en la sección de Política y tuve que encargarme del folletón.

LA LLAMADA ELECCIÓN DE MATERIA

La "elección de materia" es una frase muy usada por los críticos, y hasta imprescindible para algunos. El crítico mediocre, en tanto que es periodista, se ve a diario frente a una materia demasiado subyugante que le ha sido impuesta desde fuera. Envidia al autor aunque no sea más que por la aparente libertad de su crear. Además, el crítico diario ha de ocuparse casi exclusivamente de Literatura de entretenimiento, de Literatura de imitación, y un novelista mañoso puede elegir, sin duda, con cierto libre albedrío y con simple y razonable motivo su tema, aunque también aquí esta libertad está muy restringida. El virtuoso del pasatiempo puede elegir libremente su escenario: por ejemplo, puede, siguiendo las tendencias de la moda, trasladar su nueva novela al Polo Sur o a Egipto, puede ambientarla en la política o en los círculos deportivos, puede desarrollar en su libro cuestiones actuales de la sociedad, de la Moral, del Derecho. Tras esta fachada de actualidad, el imitador de literato más astuto puede desarrollar libremente también una vida en concordancia con sus ideas más íntimas, y no puede evitar una preferencia por ciertos caracteres, por ciertas situaciones y cierta indiferencia hacia otros. Aun en la Literatura más desabrida se revela un alma, el alma del autor, y el peor escritor, que no es capaz de trazar una figura ni describir con claridad una situación humana, siempre dará con algo en lo que no piensa en absoluto: siempre descubrirá su propio yo en su obra.
En la verdadera Literatura no hay propiamente una elección de materia. La materia, es decir, las figuras principales o los problemas característicos de una obra no son elegidos nunca por el escritor, sino que es justamente la materia prima de toda obra, es la visión y las vivencias anímicas del poeta. El escritor puede sustraerse a una visión, puede soslayar un problema vital, puede abandonar por incapacidad o por pereza una materia bien sentida. Pero nunca podrá elegir un tema. Nunca podrá dar a un asunto, que él considera apropiado y deseable por consideraciones puramente racionales y artísticas, la apariencia de haberlo obtenido por gracia realmente, de que no ha sido inventado, sino vivido por el alma. También es cierto que algunos escritores verdaderos han realizado no pocas veces el intento de elegir tema, de encauzar a la Poesía: los resultados de estos intentos han sido siempre extraordinariamente interesantes y aleccionadores para los colegas; como obras literarias, nacieron muertas.
Dicho en pocas palabras: cuando alguien pregunta al autor de una obra verdadera: "¿No deberías haber elegido otro tema?", es como si un médico dijera a su paciente, que está aquejado de una pulmonía: "¡Ah! ¡Ya podía usted haberse decidido por un catarro!"
LA LLAMADA EVASIÓN AL ARTE

Se oye decir: el artista no debe refugiarse en el Arte huyendo de la vida.
¿Qué quiere decir exactamente esto? ¿Por qué no puede hacerlo el artista?
Visto desde la posición del artista, ¿es el Arte algo diferente a un intento de llenar las insatisfacciones de la vida, de realizar en apariencia los deseos irrealizables, de satisfacer en la Poesía las exigencias imposibles; en una palabra: de sublimar con el espíritu lo indigesto de la realidad?
¿Y por qué suponemos siempre solo en el artista la susodicha y estúpida exigencia? ¿Por qué no se exige al estadista, al médico, al boxeador o al profesor de natación que acaben con las dificultades de su vida privada de una manera satisfactoria, en vez de refugiarse en las tareas y satisfacciones de su oficio o deporte?
Para los críticos vulgares parece ser un axioma que la vida debe ser necesariamente más difícil que el Arte.
Y en cambio vemos a muchos artistas huir del Arte y refugiarse con éxito en la vida, artistas que pintan cuadros miserables y que escriben libros desdichados, siendo, no obstante, hombres encantadores, anfitriones amables, buenos padres de familia, nobles patriotas.
No; yo prefiero al hombre, no cuando empieza a creerse artista, sino cuando inicia su lucha y pone su hombría allí donde residen los problemas de su vocación. Puede haber mucho de cierto (mejor dicho, de medio cierto) oculto tras la suposición de que cada progreso en la obra de un escritor ha de ser pagado con sacrificios en su vida privada. De otra forma no surgiría ninguna obra. Es una suposición insensata e inconsistente la de que el Arte nace de la opulencia, de la dicha, del contento y de la armonía. ¿Por qué entonces, dado que cualquier otro trabajo humano está condicionado por la necesidad y la dura insistencia, ha de ser precisamente el Arte una excepción?

LA LLAMADA EVASIÓN AL PASADO

Otra evasión impopular hoy entre los críticos actuales es la llamada evasión al pasado. En cuanto un autor escribe algo que se aleja demasiado de los reportajes de la Moda o del Deporte, en cuanto abandona las cuestiones momentáneas y se adentra en los problemas humanos, tan pronto como visa una época de la Historia o algo no sujeto a la Historia ni al tiempo, se alza contra él la objeción de que huye de su tiempo. Así huyó Goethe y se refugió en Götz y en Ingenia, en vez de informarnos de los problemas de las casas burguesas de Frankfurt o de Weimar.

LA PSICOLOGÍA DE LOS MEDIOINSTRUIDOS

Como es sabido, los más crasos atavismos tienen la más imperiosa necesidad de disfrazarse de modernos y progresivos. Así se disfraza en la crítica literaria de la época la corriente más enemiga del espíritu y más bárbara con los arreos del psicoanálisis.
¿Es necesario que haga reverencia a Freud y a sus trabajos? ¿Es necesario que otorgue al genio de Freud el derecho a considerar todos los otros genios del mundo con los instrumentos de su método? ¿Es necesario recordar que cuando la doctrina de Freud no estaba difundida aún, yo ayudé a defenderla? ¿Y he de rogar yo mismo al lector que no considere como un ataque al genial Freud y a sus trabajos psicológicos y psicoterapéuticos si encuentro ridículo el mal uso que de las ideas fundamentales de Freud hacen los críticos ignorantes y los filólogos desertores?
Con la propagación y la formación de la escuela de Freud, que después como antes ha tenido una importancia capital, tanto para la investigación del alma como para la curación de las neurosis y ha conquistado desde hace años el merecido reconocimiento de casi todas las gentes, con la propagación de esta doctrina en las masas y la creciente penetración de sus métodos y terminología en otros dominios del espíritu, ha aparecido un producto accesorio, enteramente malo y contraproducente: la psicología seudo -freudiana de los medioinstruidos y una especie de crítica literaria diletante, que examina las obras de Literatura con los mismos métodos con que Freud investigaba los sueños y otras vivencias subconscientes del alma.
El resultado de estas investigaciones es que permite a estos literatos, no preparados ni médica ni psicológicamente, no solo considerar al escritor Lenau como un enfermo mental, lo que no es ningún descubrimiento, sino también poner un denominador común a sus mejores obras y a las de otros autores, comparándolas con sueños y fantasías de enfermos mentales. Se investigan en la escritura de sus obras los complejos y las ideas favoritas de un escritor y se declara que pertenece a esta o a aquella clase de neuróticos, se proclama magistral su obra, mientras se atribuye a esas mismas causas la agorafobia del señor Müller y las molestias nerviosas de estómago de la señora Meier. Sistemáticamente, y con cierto deseo de venganza (el deseo de venganza de los desafortunados espiritualmente frente al espíritu) se desvía la atención por las obras literarias, se degrada a estas, convirtiéndolas en síndromes de estados anímicos, se incurre en los más groseros errores al verter el significado de las obras en biografías racionalistas y moralizadoras, en las que se desparrama sucia y sangrientamente el deshilvanado contenido de grandes obras literarias, y el conjunto parece no haber sido emprendido con ninguna otra intención que la de esforzarse en demostrar que Goethe y Hölderlin fueron también solamente hombres, y que el Fausto o el Heinrich von Ofterdingen no fueron más que máscaras bellamente estilizadas de almas enteramente vulgares con impulsos enteramente triviales.
Se silencia todo lo que hay de progreso en estas obras, lo más diferenciado que han hecho los hombres es retrotraído a un estado informe de materia. Se silencia el fenómeno cada vez más notable de que la misma causa que ha producido los dolores nerviosos de vientre de la neurótica Meier, ha llevado a algunas otras personas a crear excelsas obras de Arte. No se ve por ninguna parte el fenómeno, lo configurado, lo singular, lo valioso e irreparable, sino solo y por todas partes lo informe, la materia prima. Pero nosotros no necesitamos investigaciones para saber que los sucesos del escritor son aproximadamente los mismos que los de los demás hombres. Y de lo que con gusto querríamos saber, del asombroso prodigio que continuamente está transformando docenas de sucesos de un solo ser creador en drama mundial, lo cotidiano en maravilla esplendorosa, de esto no se habla, de esto se desvía el interés. Esto es también una de tantas ofensas a Freud, cuyo genio y diferenciación es hoy ya una espina en el ojo para muchos de sus discípulos, amigos de la simplificación. Estos semidiscípulos evadidos a lo literario han olvidado hace tiempo la idea de sublimación que el mismo Freud estableció.
En cuanto al valor eventual de aquel análisis literario para lo biográfico y lo psicológico (que son los únicos aspectos a los que podría ayudar dicho análisis, mas no a la comprensión de las obras de arte), este valor es extraordinariamente pequeño y extraordinariamente dudoso. Quien ha sufrido en sí un psicoanálisis o lo ha practicado en otra persona o ha actuado solo de compasivo confidente, sabe la cantidad de tiempo, de paciencia y de trabajo que exige y con qué astucia y tesón procuran ocultarse al analizador los primeros fundamentos, los orígenes de las represiones. Sabe también que para penetrar en estas causas es necesario espiar pacientemente las manifestaciones no vigiladas del alma, vigilar atentamente los sueños, los actos fallidos, etc. Si un paciente dijera a su analista: "Querido señor, no tengo tiempo ni ganas de realizar todas estas sesiones; aquí le traigo un paquete de cuartillas en las que he consignado por escrito mis sueños, mis deseos y fantasías, coordinadas en parte; examine usted este material y descifre, si gusta, lo que quiere saber", ¡cómo se reiría el médico de este ingenuo paciente! Un neurótico puede pintar cuadros o escribir poesías, podemos presentárselos al analista, este puede intentar aprovecharlos, pero querer leer en estos documentos la vida subconsciente de un alma y las primitivas vivencias del espíritu de un hombre sería para cualquier psicoanalista una pretensión ingenua y diletante.
Pues bien: aquellos interpretadores semiinstruidos de la Literatura no hacen otra cosa que engañar a sus menos instruidos lectores, diciéndoles que con tales documentos se puede concluir un psicoanálisis. El paciente está muerto, no hay que tener miedo a las comprobaciones; por tanto, se puede fantasear lo que se quiera. Sería divertido confrontar los resultados si un diestro literato sometiera estas seudoanalíticas interpretaciones de las obras literarias a un análisis y revelara los simplicísimos impulsos con que alimentan su celo estos seudopsicólogos.
No creo que el mismo Freud tomara nunca en serio esta Literatura de sus falsos discípulos. No creo que ningún médico serio o investigador de la escuela psicoanalista lea estos artículos o folletos. De todos modos, parece que se está operando una retirada de los conductores de este impulso diletante. Lo peor no es que estos descubrimientos, profundos al parecer, sobre los genios del pasado, estas interpretaciones, agudas como filo de cuchillo al parecer, aparezcan en folletos y libros, formando un nuevo género literario, poco leído en verdad, pero en el que pueden cosechar laureles los autores ambiciosos. Lo desagradable es que la crítica actual ha aprendido en estos análisis diletantes un nuevo camino para simplificar su tarea y, so capa de cierto cientificismo, hacerla más liviana. Si descubro en las obras de un autor, que no me es simpático, rastros de complejos y embrollos neuróticos, lo denuncio al mundo como psicópata. Naturalmente, esto llegará a acabar. Llegará un momento en que la palabra patológico perderá su actual significado. Podrá suceder que se descubra también la relatividad en el dominio de la enfermedad y de la salud, y se advierta que la enfermedad de hoy puede ser la sanidad de mañana, y que la persistencia de la salud no siempre es un síntoma inequívoco de la salud. Que para un hombre dotado de un elevado espíritu y de finos y delicados sentimientos, para un hombre valioso, bien dotado, puede ser quizá opresivo y hasta espantoso vivir en medio de los convencionalismos actuales sobre el bien y el mal, sobre la belleza y la fealdad; también esta sencilla verdad Puede ser descubierta algún día. Entonces volveremos a convertir a Hölderlin y a Nietzsche de psicópatas en genios Y descubriremos que, sin haber logrado ni prosperado nada, los encontramos de nuevo donde nos hallábamos antes de la aparición del psicoanálisis, y que habremos de decidirnos a practicar las ciencias del espíritu con sus propios medios y sistemas si queremos fomentarlas.


MI CREDO
(1931)

No solo he hecho confesiones ocasionales en mis artículos, sino que también, hace unos diez años, intenté exponer mi fe en un libro. Este libro se titula Siddhartha, y su contenido religioso ha sido examinado y discutido muchas veces por los estudiantes y sacerdotes japoneses, pero no por sus colegas cristianos.
No es una casualidad que mi credo tenga en este libro un nombre y un perfil hindú. He vivido la Religión bajo dos formas, como hijo y nieto de piadosos y rectos protestantes y como lector de las revelaciones indias, al frente de las cuales coloco las Upanishadas, el Bhagavad Gita y los Discursos de Buda. Y tampoco es una casualidad que yo, criado en medio de un verdadero y vivo cristianismo, experimentara los primeros movimientos de religiosidad personal en forma india. Mi padre, igual que mi madre y mi abuelo materno, estuvieron toda su vida dedicados al servicio de una misión cristiana en la India, y aunque pronto penetró en un primo mío y en mí el conocimiento de que no hay una jerarquía en las religiones, ya existía, sin embargo, en el padre, la madre y el abuelo, no solo un conocimiento rico y bastante profundo de las creencias índicas, sino también una simpatía confesada a medias por estas formas indias. Desde pequeño respiré y viví la espiritualidad hindú tanto como el Cristianismo.
En cambio conocí el Cristianismo en una forma simple, rígida, decisiva para mi vida; en una forma débil y pasajera, que aunque pervive, está a punto de desaparecer. Lo conocí como protestantismo coloreado de pietismo, y el suceso fue profundo y recio; pues la vida de mis antepasados y de mis padres estaba determinada enteramente por el Reino de Dios y consagrada a su servicio. Que los hombres consideren su vida como feudo de Dios y no quieran vivir con impulso egoísta, sino como servicio y sacrificio a Dios, es una experiencia y una herencia de mi infancia que influyó grandemente en mi vida. Nunca he tomado enteramente en serio el mundo y la gente del mundo, y con los años, cada vez menos. Pero aunque el Cristianismo de mis mayores era tan grande y tan noble como vida vivida, como servicio y sacrificio, como comunidad y renunciamiento, la forma confesional, y en parte sectaria, en que nosotros lo conocimos de niños, pronto fue sospechosa e insoportable en cierto modo para mí. Se recitaban y cantaban muchos proverbios y versos que ya ofendían al poeta que había en mí, y cuando llegué al final de la primera infancia, no ignoraba cuánto sufrían y se lamentaban muchas gentes, como mi padre y mi abuelo, de no tener, como los católicos, una profesión de fe firme y un dogma, un verdadero ritual acreditado, una Iglesia verdadera y real.
Que la llamada Iglesia protestante no existía, sino dividida en una multitud de pequeñas Iglesias comarcales, que la historia de estas Iglesias y de sus jefes, los príncipes protestantes, no era en nada más noble que la de los de la injuriada Iglesia papal, que además casi todo el verdadero Cristianismo, casi todas las entregas verdaderas al Reino de Dios no se realizaba en estas aburridas iglesias irregulares, sino en conventículos más irregulares aún pero inflamados, sacudidos por esto, de dudoso y perecedero patrón - todo esto no era ya un misterio para mí en mi primera juventud, aunque en casa de mis padres no se hablara sino con mucho respeto de la Iglesia nacional y de sus formas tradicionales (un respeto que yo no sentía como enteramente verdadero y que pronto se me hizo sospechoso) -. No he tenido tampoco realmente ninguna experiencia religiosa de la Iglesia durante toda mi juventud cristiana.
Las devociones y oraciones personales y familiares, la conducta de mis padres, su pobreza, su mano abierta para con el menesteroso, su fraternidad para con el hermano en Cristo, su preocupación por los paganos, todo el heroísmo espiritual de su vida cristiana se alimentaba ciertamente con la lectura de la Biblia, pero no con la Iglesia, y el servicio divino dominical, la preparación para la Confirmación y la catequesis no me depararon ninguna experiencia.
En comparación con este Cristianismo tan estrechamente estrangulado, con estos versos algo dulzones, con estos párrocos y sermones tan aburridos en su mayoría, el mundo de la Religión y la Poesía índicas era ciertamente mucho más seductor. Aquí no me oprimía ninguna estrechez, aquí no olía ni a pulpito prosaico pintado de gris, ni a lecciones pietistas de Biblia, mi fantasía tenía amplio espacio, podía recibir sin resistencia los primeros mensajes que me llegaban del mundo hindú, los que no han dejado de obrar en mí durante toda la vida.
Más tarde, mi religión personal ha cambiado sus formas con bastante frecuencia, nunca bruscamente en sentido de una conversión, sino siempre lentamente en sentido de acrecentamiento y evolución. Que mi Siddhartha ensalce no el conocimiento, sino el amor, que rechace el dogma y haga centro en la unidad, se puede considerar como una tendencia hacia el Cristianismo, y hasta como un impulso verdaderamente protestante.
Tras el mundo espiritual hindú conocí el chino, y hubo nuevas evoluciones; la idea clásica china de la virtud, que me hizo ver a Kung Fu Tse y a Sócrates como hermanos y la oculta sabiduría de Lao -tse con su mística dinámica me embargaron profundamente. A veces llegaba también una oleada de influencia cristiana con el trato con algunos católicos de elevado rango espiritual, principalmente con mi amigo Hugo Ball, cuya inexorable crítica de la Reforma hube de apreciar sin ser católico. Entonces comprendí también un poco el movimiento y la política de los católicos, y vi que la pureza y grandeza de Hugo Ball fue aprovechada con fines propagandísticos por su Iglesia y por sus representantes espirituales, o abandonada y negada, según las circunstancias. Ostensiblemente, esta Iglesia no era tampoco un ámbito ideal para la Religión, aquí también había ostensiblemente aspiraciones, suficiencias, disputas y cruda voluntad de imperio en la obra, aquí también se retraía visiblemente y con gusto la vida religiosa a lo privado y oculto.
Así, pues, en mi vida religiosa juega ciertamente el Cristianismo no el único, pero sí el más importante papel, un Cristianismo místico más que un Cristianismo eclesiástico, y viví no sin conflictos, pero sin guerra declarada, con una fe teñida más bien de orientalismo indo-asiático, cuyo único dogma era la idea de unidad. Nunca he vivido sin Religión, y no podría vivir sin ella ni un día; en cambio, me he pasado toda la vida sin Iglesia.
Las Iglesias particulares separadas confesional y políticamente siempre me han parecido, y sobre todo durante la guerra mundial, caricaturas de nacionalismos, y la incapacidad de las confesiones protestantes de alcanzar una unidad supraconfesional me ha parecido siempre un símbolo lamentable de la incapacidad alemana de unidad. En los primeros años miraba a través de semejantes pensamientos con cierta reverencia y envidia hacia la Iglesia Católica Romana, y mi anhelo protestante de una forma más firme, de una tradición, de una manifestación del espíritu sigue ayudándome hoy todavía a mantener mi veneración por este grandioso producto cultural de Occidente. Pero también he de aclarar que esta admirable Iglesia Católica es para mí digna de veneración solo a distancia, pues tan pronto como me acerco a ella huele, como cualquier otra creación humana, a sangre y violencia, a política y vulgaridad. Con todo, envidio a los católicos por la posibilidad que tienen de poder pronunciar sus oraciones ante un altar, en vez de en un cuartito tan estrecho las más de las veces, y de decir sus pecados en el confesionario, en vez de exponerlos siempre a la ironía de la autocrítica solitaria.


AGRADECIMIENTO A GOETHE (1)
(1932)

Entre todos los poetas alemanes es a Goethe a quien más tengo que agradecer; él es quien más me ha preocupado, acosado, animado y obligado a imitarle o a rechazarle. No es quizá el poeta que más he amado o gozado, contra el que he formulado menos reparos, no; hay otros antes que él: Eichendorf, Jean Paul, Hölderlin, Novalis, Mörike y algunos más. Pero ninguno de estos poetas queridos me ha creado problemas profundos ni me ha escandalizado moralmente, con ninguno de ellos he tenido que luchar ni discutir, mientras que con Goethe he estado en continua discusión y pelea imaginativas (una de las cuales figura en El lobo de la estepa, una de las ciento y más). Por esto quisiera intentar mostrar lo que Goethe significa para mí y cuáles son los aspectos bajo los cuales se me ha revelado principalmente.
Le leí siendo todavía un muchacho, y sus poesías de juventud, junto con el Werther, me conquistaron por entero. Me pareció fácil abandonarme al poeta, pues traía consigo el aroma de la juventud, junto con el del bosque, la pradera y los trigales, y en su lenguaje, el de la señora del consejero, toda la profundidad y toda la sencillez de la sabiduría popular, las resonancias de la Naturaleza y de la profesión, y además una elevada musicalidad. Este Goethe, el poeta puro, el cantor, el eternamente joven e ingenuo, no fue nunca un problema para mí, ni le he olvidado nunca.

(1) Escrito a ruego de Romain Rolland para el número dedicado a Goethe en la revista Europe en el año 1932.

Por el contrario, durante mi juventud tropecé con un Goethe distinto: con el gran escritor, con el humanista. ideólogo y educador, el crítico y programático, con el literato. con el Goethe de Weimar, con el amigo de Schiller, el coleccionista de Arte, el fundador de diarios, el autor de numerosos artículos y correspondencias, el dictador de Eckermann, y este Goethe fue también tremendamente importante para mí. En un principio le admiré y reverencié sin restricciones y con frecuencia defendí frente a mis amigos sus escritos cancillerescos. Aunque su aspecto era a veces algo burgués, algo probo, algo burócrata y muy distante de las fragosidades de Werther, el formato seguía siendo grandioso y siempre apuntando a una meta elevada, la más noble de todas las metas: la posibilitación y fundación de una vida gobernada por el espíritu, no solo para sí mismo, sino para su nación y su época. Aun en sus descarriamientos era el intento de enseñorearse enteramente del saber y de todas las experiencias vitales de su época y ponerlo al servicio de un elevado espíritu personal, más aún, al servicio de una espiritualidad y moralidad suprapersonal. El escritor Goethe fue para los mejores de su tiempo un dechado, un modelo de hombre, imitar al cual, acercarse a él, fue el ideal de aquellas gentes de buena voluntad.
En el Goethe poeta había mucho que gozar, pero nada que aprender. Lo que él sabía era inaprendible y simple. Por esto no fue para mí un modelo ni un problema. En cambio, el literato, el humanista, el ideólogo Goethe fue muy pronto un grave problema para mí; ningún otro escritor, a excepción de Nietzsche, me ha preocupado, atraído y atormentado tanto, ni forzado tanto a la discusión. Este Goethe literato y el Goethe poeta parecen caminar un buen trecho paralelamente y compenetrarse casi, pero de pronto les vemos distanciarse ampliamente, contradecirse y perjudicarse mutuamente. Cuando tuve veinte años me di cuenta que el poeta era más simpático y causaba más gozo; sin embargo, el Goethe literato debía ser tomado más en consideración y no podía ser eludido, pues era el intento más ambicioso y más logrado al parecer de cimentar sobre el espíritu una vida alemana. Era, además, un simple intento de síntesis de la genialidad alemana con la razón, de reconciliación del hombre de mundo con el titán, de Antonio con Tasso, del fanatismo irresponsable y dionisíaco-musical con una fe en la responsabilidad y en la obligación moral.
Este intento no se había logrado del todo manifiestamente. ¡Ni llegaría a lograrse! No obstante, debería ser repetido una y otra vez, pues a mí me parecía ser el sello del espíritu precisamente este continuo aspirar a lo más elevado e imposible. Goethe no había logrado del todo en su propia vida y obras unir al ingenuo poeta y al prudente hombre de mundo, al alma con la razón, al admirador de la Naturaleza con el predicador del espíritu, abriéndose aquí y allá grandes grietas, surgiendo aquí y allá penosos e insoportables conflictos. La razón y la virtud le caían a veces al poeta como una gran peluca en torno a la cabeza, y más de una vez su ingenua genialidad se ahogó en una pedantería nacida de la aspiración a una conciencia y refrenamiento.
Además, parece que Goethe no logró tampoco imponer su modelo ni dejar tras sí algo como una verdadera escuela o doctrina. Tampoco aquellos poetas y escritores que se esforzaron en imitar a su modelo lograron alcanzar la ansiada unidad, y hasta quedaron mucho más atrás que su predecesor. Uno de los muchos ejemplos lo constituye Stifter, un amado poeta de primera fila, que en su maravilloso Nachsommer inserta ocasionalmente, igual que un pequeño Goethe, unos cuantos lugares comunes estrechos de miras sobre el Arte y la vida, en un lenguaje pobre, espantándonos que puedan ir junto a encantadoras bellezas. El modelo era fácilmente reconocible, y nos recordaba que también en el Wilhelm Meister había páginas prodigiosamente poéticas junto a otras de desesperante sequedad.
No; Goethe no lo había logrado del todo, y por eso me resultaba verdaderamente fatal y penoso. ¿Era en fin realmente, como decían los ingenuos marxistas, que nunca le habían leído, solo un héroe de la burguesía, el creador de una ideología subalterna, a corto plazo, hace tiempo ya desflorecida?
Hubiera podido dejarle a un lado y quedarme con la decepción. Mas no pude hacerlo. Esto era precisamente lo asombroso, lo bello y también lo mortificador: no podía uno desprenderse de él, ¡era necesario correr con él la carrera, sufrir con él los fracasos, reconocer en uno mismo sus desacuerdos!
Era cautivador y grandioso que no se contentara con metas ordinarias, que buscara las grandes, que propusiera ideales que no se podían alcanzar. Pero me abrumaba ante todo la idea, más fija cada año, de que el problema de Goethe no era solo suyo, ni solo de la burguesía, sino de cada uno de los alemanes que se ocupan en serio de las cosas del espíritu y del lenguaje. No se podía ser escritor alemán y eludir el modelo y los intentos de Goethe; hubieran o no fracasado. Otros literatos hubieran podido representar mejor con palabras el espíritu de su época: Voltaire, por ejemplo, hubiera podido retratarnos con más pureza y perfección su siglo y la vida de su clase social, pero ¿no habría sido esto un fracaso? ¿Sería para nosotros algo más que un recuerdo, que el nombre de un gran virtuoso? ¿Sentiríamos aún interés por sus impulsos y opiniones? No. Pero Goethe no se marchitó con su época, seguía interesándonos, seguía siendo tremendamente actual.
Muchos años me atormenté así con Goethe y hube de sufrirle para intranquilidad de mi vida espiritual, a él y a Nietzsche. Si no hubiera llegado la guerra mundial hubiera pensado mil veces los mismos pensamientos y hubiera sentido mil veces las mismas vacilaciones. Pero llegó la guerra y con ella se me presentó el viejo problema alemán de los escritores, el trágico destino del espíritu y de la palabra en la vida alemana, más doloroso que nunca. Se reveló el fracaso completo de aquella tribuna en la que Goethe laboró en otro tiempo. Se inició una literatura irresponsable, ebria de entusiasmo en parte, en parte comprada sencillamente, una literatura muy patriótica, pero estúpida, mentirosa y cruda, indigna de Goethe, indigna espíritu, indigna del pueblo alemán, pues los más famosos autores y sabios empezaron a escribir de pronto como suboficiales; parecía que se hubieran hundido todos los puentes que unían al espíritu con el pueblo, parecía en fin que ya no había espíritu. (No tengo por qué investigar aquí si esta apreciación mía se extendía solo al pueblo alemán, o si era un signo de muchos o de todos los países beligerantes; a mí me inquietaba su forma alemana y me incitaba a la lucha en su aspecto alemán. Mi deber no era averiguar si Francia e Inglaterra estaban abandonadas del espíritu y prevenirlas contra los crecientes pecados contra el espíritu, sino hacerlo en mi propio país.)
Aparentemente cesó con esto el problema Goethe en mi vida por largo tiempo; ahora ya no se llama Goethe, sino guerra, y cuando terminó el conflicto bélico, se llamó Europa, y hoy día sucede que en todos los países de Europa las pequeñas minorías de pensadores conocen el problema y las exigencias de la hora, mientras que toda la actividad oficial y política lucha todavía al mismo borde del abismo, bajo las policromas banderas de unos ideales ya muertos.
Era la guerra, y por el momento parecía no existir ya Goethe, mientras su gran problema, el gobierno de la vida humana por el espíritu, seguía siendo el único problema candente en el mundo. Nosotros, los literatos, que no estábamos comprados ni ebrios de guerra, nos veíamos obligados a tantear paso a paso los propios fundamentos y a darnos cuenta, poco a poco, de nuestra propia responsabilidad. Mis preocupaciones espirituales habían entrado en un estadio flameante. Pero aun en medio de la guerra hubo, de cuando en cuando, discusiones con Goethe, y a veces el conflicto actual conjuró de repente su figura, que volvió a convertirse en símbolo para mí. El problema espiritual y ético, que en el primer estadio de la guerra convirtió mi vida en lucha y tormento, era el conflicto, insoluble al parecer, entre el espíritu y el amor patrio. Si se hubiera dado crédito a las opiniones oficiales de entonces, expresadas por todos, desde los grandes sabios hasta los gacetilleros, el espíritu (es decir, la Verdad y su servicio) aparecería como el enemigo mortal y directo del patriotismo. Si se era patriota, no había nada que hacer con la Verdad; según la pública opinión, no se estaba obligado a ella en ningún modo, no era más que un espejismo y una quimera; antes bien, el espíritu era soportado dentro del patriotismo únicamente en tanto podía ser empleado para soportar los cañones. La verdad era un lujo, y la mentira estaba permitida y era ensalzada en nombre y servicio de la Patria. Yo no podía asimilar la moral de los patriotas, aunque amaba tanto a Alemania, pues no veía en el espíritu una herramienta discrecional o un medio de lucha, y yo no era general o canciller, sino que estaba al servicio del espíritu. Entonces, y en esta coyuntura, Goethe volvió a salirme al encuentro. Los patriotas, que intentaban aprovechar entonces cualquier propiedad de la nación con fines bélicos, descubrieron muy pronto que Goethe no servía para este fin, no era nacionalista, y hasta se había atrevido, en ciertas ocasiones, a decir a su pueblo verdades muy desagradables. El papel Goethe cayó profundamente en el verano de 1914, y con él muchos otros buenos espíritus, y para llenar su hueco (pues los grandes espíritus son necesarios para la asquerosa "Propaganda de la Cultura") se buscaron y pusieron en candelero otros nombres más idóneos para la justificación del nacionalismo y de la guerra. La más afortunada de estas exhumaciones se llama Hegel. Cuando Romain Rolland, en uno de sus artículos sobre la guerra, me descubrió como correligionario suyo y designó mi punto de vista como goethiano, esta palabra me alcanzó con penetrante añoranza: me recordó a Goethe, la estrella de mi juventud, y me fortaleció en todo lo que era sagrado para mí, y al mismo tiempo comprendí que la designación de goethiano era, desde el punto de vista alemán oficial, un verdadero insulto.
También aquel stadium pasó. Aquel corte brusco en nuestra vida no logró tampoco apartarme de Goethe, hacérmelo indiferente.
¿En qué podía consistir esto? ¿Era Goethe, en fin, algo más que un escritor inteligente y un ideólogo, no era también un poco más que un poeta genial y dominador del idioma? ¿Por qué se había de volver a él después de haber discutido tanto con él, después de haberse apartado de él en lo más importante?
Cuando intento escudriñar esto, surge ante mí otro Goethe distinto, un poco menos perfilado, difuso y misterioso: el Goethe sabio. Aunque la imagen del prodigioso Goethe aparece tan diáfana y digna de ser amada, aunque creo ver también con toda claridad al literato y maestro Goethe, tras estas figuras se transparenta otra. En esta para mí suprema configuración de Goethe se unifican las contradicciones, no se cubre con el superficial clasicismo apolíneo, ni tampoco con el espíritu fáustico, oscuro, que busca a la madre, sino que está fundamentada precisamente en esta bipolaridad, en este sentirse en casa en todas partes y en ninguna. Encontramos algunas frases y poemas de este misterioso sabio en sus obras de la senectud, en poesías, en las últimas partes del Fausto, en sus cartas, en la Novelle. Pero este mismo Goethe, maduro, suprapersonal ya, nos mira también, aunque sea esta la primera vez que le encontramos, desde muchas obras y trabajos de su época de madurez y de juventud. Siempre ha existido, aunque se haya ocultado con frecuencia durante algún tiempo. Es eterno, pues toda sabiduría carece de principio y de fin. Es impersonal, pues toda sabiduría desborda a la persona.
Esta sabiduría de Goethe, que él mismo oculta con frecuencia, que a él mismo le parece perdida a veces, no es ya burguesa, no es ya arrebato e impulso o clasicismo, ni mucho menos moda Biedermeier, hasta apenas si es ya goethiana, sino que respira una atmósfera común con la sabiduría de la India, de China, de Grecia; ya no es voluntad, ni intelecto, sino piedad, veneración, deseo de servir: Tao. Todo poeta verdadero tiene una chispa de ello; sin ello no es posible ni el Arte ni la Religión, y también se respira ciertamente en las poesías más pequeñas de Eichendorf, pero en Goethe aparece condensado un par de veces en tan mágicas palabras, como no se ha visto en ningún pueblo ni en ningún siglo. Está por encima de la Literatura. No es más que adoración, no es más que veneración ante la vida, solo quiere servir y no conoce ningún derecho, ninguna exigencia, ninguna pretensión. Es aquella sabiduría que conocen todas las sagas de todos los pueblos nobles, que existía en tiempos de los grandes soberanos y a la que han sido infieles los soberanos y sus súbditos, siendo la vuelta de ella el único camino para reconciliar de nuevo a la Tierra con el Cielo.
Para mí, que siento singular amor por los autores clásicos chinos, parece tener, también en Goethe, una cara chinesca. Por esto es para mí una pequeña alegría saber que, en efecto, Goethe se ha ocupado muchas veces de lo chino, y que un pequeño y maravilloso librito de poesías de la última época de Goethe (del año 1827) ostenta el título Años y días chino -alemanes. En la Literatura moderna hay pocas manifestaciones de esta sabiduría antigua. En Alemania se ha manifestado solo muy raramente en palabras; Alemania es más devota, está más madura, es más sabia en su música que en sus palabras.
Que Goethe se haya elevado en su poesía y su Literatura a las mayores alturas, que haya alcanzado la calma sobre el torbellino, es lo que siempre me ha atraído hacia él, lo que me ha inducido a seguir escudriñando sus escritos más dudosos y menos logrados. Pues no hay espectáculo más elevado que el del hombre que ha llegado a ser sabio y se ha despojado de la cortedad de lo temporal y de lo personal. Y si conocemos a una persona de la que creemos que ha alcanzado esto, gana entonces para nosotros un interés no comparable con nada. Y si empezamos a creer en todo y a dudar de toda sabiduría, entonces puede ser realmente un consuelo seguir la huella de un sabio y ver cuan humano, cuan débil, cuan deficiente puede ser también a veces.
Por varios síntomas llego a la conclusión de que la juventud alemana apenas si conoce a Goethe. Presumiblemente, sus maestros han conseguido desfigurárselo. Si yo tuviera que dirigir una escuela o una universidad, prohibiría la lectura de Goethe y la reservaría como premio a los mejores, a los más maduros, a los más capacitados. Descubrirían con asombro cuan directamente coloca al lector de hoy ante las grandes cuestiones de la actualidad, ante la cuestión de Europa. Y no encontrarían mejor guía y camarada que Goethe para llegar hasta el espíritu que puede salvarnos y para disponernos a servir a este espíritu con todos los sacrificios.


SOBRE LA POESÍA DE GOETHE (1)
(1932)

Las poesías de Goethe figuran entre las obras más notables de la Literatura universal: casi mil quinientas páginas con muchos cientos y cientos de poesías, escritas por un solo y mismo hombre, desde su infancia hasta sus ochenta años. A primera vista, esta masa casi monstruosa de poesías no tiene otra unidad que el título común del libro, y apenas se comprende que todo esto pueda proceder del mismo autor, parece ser un laberinto encantador, pero caótico, de todo lo imaginable en versificación: desde el bosquejo salvaje y borrascoso, desde el suspiro exhalado instintivamente, hasta el más pulido joyel; desde el conmovedor balbuceo, hasta el atrevido y virtuoso juguete; desde la idea graciosa, hasta la sabiduría vital más concentrada; desde los rígidos versos de felicitación, hasta la extasiada declaración de amor; desde la torneada frase de cortesía, hasta el espantoso silencio ante el misterio del mundo. Hay allí versos con tersura de porcelana y otros de crudeza sin miramiento, versos llenos de precoz maestría y otros llenos de misterio y dulce horror, desperdiciados casi hasta la insensatez o cuajados de hechizos, versos que parecen copiados por un diletante de lejanos modelos clásicos, y otros en los que cada línea contiene una corona de oro, un prodigio, un acto de creación. Este poeta parece haber intentado y probado todo lo imaginable, haber adorado y copiado alguna vez todo modelo, haber jugado con las forman de la versificación y de la poesía, reflexivamente unas veces, enamoradamente otras, como un muchacho que ha descubierto un arca llena de máscaras y disfraces y se divierte en probárselos todos; fuerza y amolda el idioma alemán al griego, al latín, al persa, al francés, al sánscrito, divirtiéndose infinitamente en estas experiencias; se muestra caprichoso, ora insoportablemente pedante, ora arrebatadoramente infantil, ora sobrehumanamente sabio, recorriendo siempre todos los grados entre la obsesión creadora y la pedantería, entre el abandono genial y la angustiosa autoconservación. Es un espectáculo singular hojear simplemente, el pasar la vista sobre los mil títulos de sus poesías, y aunque Goethe no nos hubiera dejado ningún Werther, ningún Fausto, ninguna Ifigenia, ninguna Teoría de los colores y ningún Wilhelm Meister, quedaríamos informados con estas poesías de todas las transformaciones, contenidos y aspiraciones, trabajos y mudanzas de su larga vida. Ellas le contienen por entero.

(1) Escrito como introducción de una pequeña selección de poesías de Goethe, publicada en el año 1932, para el Círculo de Lectores de Hottingen.

Y su persona es la unidad de la que se origina la multiplicidad desconcertante de estas poesías. Es la personalidad de un hombre capaz de transformación, afanoso, curioso: curioso de hombres, curioso de países e idiomas, de un viajero y sabio erudito, pero también de un hombre de mundo y de un adorador de las mujeres, que a veces parece degenerar en un simple coleccionista y conformarse con registrarlas y ponerlas una etiqueta. Los subalternos entre sus comentaristas han admirado y elogiado a veces precisamente a este aplicado coleccionista que fue Goethe. Pero más admirable y elogiable es que este espíritu inclinado a la diversidad y disipación impusiera siempre su genialidad, que este al parecer fácil seductor siempre volviera de la complejidad a la sencillez. Mil veces se ha perdido en las sutilezas del espíritu, mil veces se ha enamorado de los velos de Maya, mil veces ha vuelto a la madre primera. Y nosotros conocemos cada uno de estos retornos del gran viajero en un avivarse de las maternales llamas, en un rebrillar de las ingenuas genialidades idiomáticas, alegres de procrear, con las que ya estaba dotada su madre, la señora del consejero en Frankfurt.
Esta lingüística fuerza creadora fluye en las poesías amorosas del joven Goethe, principalmente en aquellas de la época de Strassburg, con fuerza de torrente, aquietándose después, remansándose luego en la erudición, en juegos, en infinitas tareas estilísticas, en empeños de virtuosismo, pero brillando siempre renovada y dominadora -aun en la última parte de su Lírica, en la Lírica del octogenario, encontramos de pronto entre muchas poesías equilibradas y dignas, pero poco geniales idiomáticamente, una joya, como El crepúsculo cae desde lo alto -, en la cual, veladamente, pero con magia más profunda, resurge toda la fuerza imaginativa del joven Goethe. A veces se unifican el genio y el virtuoso, la Naturaleza y la educación, el instinto y la conciencia; se transforman en completa maestría, en aquella segunda y elevada inocencia e ingenuidad, que el simple genio natural no tiene. En estas poesías, las más bellas del idioma alemán en los dos últimos siglos, Goethe llega a la perfección, su poesía es más clásica que la de todos los otros poetas alemanes.
Al hacer una selección de estas poesías realizaremos la más sorprendente de las experiencias. Encontraremos muchas poesías imperfectas en su conjunto, algunas francamente malas, pero que encierran imágenes maravillosas. Aquí se plantean problemas irresolubles; irresolubles, gracias a Dios, pues de lo contrario hace tiempo que tendríamos una selección de poesías de Goethe a la manera clásica, exentas de objeciones, un maravilloso y noble jardín donde pasear a gusto, ¡pero no la selva virgen! No; por fortuna, el grandioso caos de las Poesías completas sigue siendo infinitamente más apreciado por aquel que ha recorrido su selva virgen que cualquier selección, y ninguna antología podrá reemplazar con su pureza el misterio de la selva.
Sin embargo, yo he intentado más de una vez hacer una selección, y he repetido hace poco el intento. Imagino gustoso esta selección en manos de la gente joven, que
poco o nada sabe de Goethe, que mira aquí por primera vez al astro cara a cara. Aquellos que son sensibles a la magia del lenguaje vivirán una experiencia de alto rango. Los otros, los que son poco capaces de saborear los goces meramente poéticos, sentirán la llamada de este gran corazón, pues el amor, el abandono y la veneración son los elementos de la poesía de Goethe. Y muchos jóvenes lectores, a los que no llega hoy generalmente la palabra de Goethe, la recibirán, sin embargo, indirectamente con ayuda de la música. Pues casi todas estas poesías se han transformado en canciones, en Lieder, y siguen viviendo también como música, pues todos los verdaderos compositores de Lieder han amado a Goethe y le están muy reconocidos, y en nuestros días Othmar Schoeck no está menos profundamente impresionado por las palabras de Goethe y no ha asimilado menos íntimamente su arte que Franz Schubert, hace cien años.
Por lo demás, durante la vida de Goethe sus poesías, como la mayoría de sus obras, solo influyeron y cobraron fama en círculos muy reducidos de lectores. Es cierto que las Poesías de Juventud conquistaron muchos corazones a raíz de la aparición del Werther, pero la Lírica de sus últimas décadas no llegó hasta el pueblo, ni tampoco hasta muchos intelectuales. En los tiempos en que la Alemania ilustrada devoraba docenas y cientos de ediciones de las poesías de Emanuel Geibel, el Diván, de Goethe, continuaba, a los diez años de aparecido, invendido e invendible en su primera edición.
En cambio, sus poesías sobreviven victoriosas desde hace un siglo, siendo abundante filón de filólogos y biógrafos, número predilecto de cantores y cantoras, delicia de jóvenes y amantes, tema de reverente meditación para los más sabios de su pueblo. Perdurarán a causa de su sinceridad y calor cordial, y a causa de su lenguaje. Para el poeta el lenguaje ya no es función y medio de expresión, sino sustancia sagrada, como el tono para los músicos, el color para los pintores.
En las poesías de Goethe hay muchas cosas condicionadas al tiempo y perecederas. En ellas hay mucho de Rococo, de Ilustración, de Clasicismo, de Biedermeier, y poco a poco nos irá siendo indiferente. Pero queda todavía una buena cosecha de poesías que con el tiempo parece medrar y sazonarse cada vez más, y no podemos imaginarnos que pueda llegar a ser olvidada nunca.
La selección debería incluir las siguientes poesías de Goethe: Willkommen und Abschied. Ganymed. Prometheus. Auf dem See. Herbstgefühl. Wandrers Nachtlied (Der du von dem Himmel). Rostlose Liebe. An den Mond. Der Fischer. Gesang der Geister über den Wassern. Wandrers Nachtlied (Über alien Gipfeln). Harfenspieler (Wer sich der Einsamkeit). Harfenspieler (Wer nie sein Brot). Mignon. Selige Sehmucht. Parabase. Wenn im Unendlichen. Dämmrung.


UN POQUITO DE TEOLOGÍA
(1932)

Con pensamientos y notas de diversos años escribo hoy unos párrafos en los que pongo en relación dos de mis ideas favoritas: la idea de los tres grados que yo conozco en la formación del hombre y la idea de los dos tipos fundamentales de hombres. La primera de estas dos ideas es para mí importante y hasta sagrada, la tengo por verdadera sin más ni más. La segunda es puramente subjetiva y no será tomada por mí, como espero, más en serio de lo que merece, aunque me hace buen servicio cuando observo la vida y la Historia. El camino del desenvolvimiento del hombre principia con la inocencia (Paraíso, infancia, pre -stadium irresponsable). Desde aquí conduce a la culpa, a la Ciencia del Bien y del Mal, a las exigencias de la Cultura, de la Moral, de las religiones, de los ideales de la Humanidad. Todo aquel que pasa por este grado seriamente y como individuo diferenciado, cae inevitablemente en la desesperación, es decir, en el convencimiento de que no hay posibilidad de practicar la virtud, de obedecer enteramente sus mandatos, de servirla a satisfacción; de que la Justicia es inaccesible; de que la Bondad es impracticable. Esta desesperación nos lleva entonces o a la ruina o a un tercer reino del espíritu, a vivir un estado más allá de la Moral y la Ley, a penetrar en la Gracia y en la salvación, a una nueva y más elevada especie de responsabilidad, o dicho brevemente: a la fe. Es indiferente la forma y expresión de la fe que elijamos, su contenido es siempre el mismo: que debemos aspirar al bien en tanto podamos hacerlo, pero que no somos responsables de las imperfecciones del mundo ni de la nuestra propia, que no podemos regirnos por nosotros mismos, sino que hemos de ser regidos, que sobre nuestro discernir hay un Dios o al menos un El, cuyos servidores somos, al que podemos abandonarnos.
Esto está expresado europea y casi cristianamente. El brahmanismo hindú (que en unión de su contraola, el budismo, es ciertamente lo más elevado que ha producido la Humanidad en Teología) tiene otras categorías, pero con el mismo significado. Allí la gradación se sucede de esta manera: el hombre ingenuo, dominado por la angustia y el anhelo, añora la salvación. Medio y camino para esto es el yoga, la educación para dominar los impulsos. Es indiferente que el yoga sea practicado por medio de penitencias enteramente materiales y mecánicas o por un deporte espiritual más elevado, siempre significará educación para alcanzar el desprecio de las apariencias y del mundo físico, conocimiento del espíritu, el Atman, que mora dentro de nosotros y que está identificado con el espíritu del mundo. El yoga corresponde exactamente a nuestro segundo grado, es una aspiración a la salvación por medio de las obras. Es admirado y sobreestimado por el pueblo; el hombre ingenuo siempre se inclina a ver en el penitente al santo y al redimido. Pero el yoga es solo un grado y termina con la desesperación. La leyenda de Buda (y muchas otras) presenta esto en claras imágenes. Mientras el yoga predispone al perdón, mientras es reconocido como aspiración a un fin, a un afán, a satisfacer un hambre; el que despierta del sueño de la vida aparente se juzga eterno e indestructible, espíritu del espíritu, Atman, se convierte en espectador desinteresado de la vida, puede obrar o no a discreción, gozar o pasarse sin gozos, sin que su yo se conmueva por ello. Su yo ha devenido enteramente el mismo. Este estar despierto de los santos (que significa lo mismo que el nirvana de Buda) corresponde a nuestro tercer grado. Se puede encontrar, aunque bajo un simbolismo algo diferente, el mismo proceso en Lao Tse, cuya senda es el camino desde la aspiración a la Justicia hasta el no aspirar ya a nada, desde la culpa y la Moral hasta el Tao, y para mí los más importantes sucesos espirituales guardan relación con el hecho de que, poco a poco y con años y décadas de pausas, al volver a encontrar el mismo significado de la existencia humana en los indios, los chinos y los cristianos, siempre hallo impreso en análogos símbolos el presentimiento de un problema esencial. Que es algo relacionado con el hombre, que la necesidad y la búsqueda humanas de todos los tiempos y en toda la Tierra es siempre una unidad, no me ha sido confirmado tanto por nada como por estos sucesos. Es indiferente que nosotros, como muchos coetáneos, consideremos la expresión religiosa y filosófica del humano pensar y sentir como la de una época anticuada y ya desaparecida. Lo que yo llamo aquí Teología está ligado al tiempo afortunadamente, es en buena hora producto de un estadio de la Humanidad, que alguna vez será superado y dejado atrás. También el Arte, también el lenguaje son quizá medios de expresión que solo corresponden a determinado grado de la Historia de la Humanidad, y pueden ser superados y sustituidos. Pero en cada grado me parece que nada será tan importante y tan consolador para el hombre en su aspiración a la verdad como la observación de que la división en razas, colores, idiomas y culturas es el fundamento de una unidad, de que no hay hombres y espíritus distintos, sino solo una Humanidad, solo un Espíritu.
Esquematizando una vez más: El camino conduce de la inocencia a la culpa, de la culpa a la desesperación, de la desesperación a la ruina o a la salvación; es decir, no volver tras la Moral y la Cultura al Limbo de los Niños, sino llegar por encima de ellas al poder vivir mediante su fe.
De cada estadio puede resultar también, naturalmente, un retroceso. Pocas veces se le ha logrado ciertamente al desvelado retornar desde el reino donde impera el bien y el mal a la inocencia. En cambio, son muy numerosos los que, conociendo ya la experiencia de la gracia y de la salvación, vuelven a caer en el segundo grado y en las leyes de la angustia, a las que nunca corresponden peticiones realizables.
Hasta ahí puedo reconocer en los estadios de la formación de un hombre una historia del desenvolvimiento del alma. La conozco por la propia experiencia y por el testimonio de muchas otras almas. Siempre, en todos los tiempos de la Historia y en todas las religiones y formas de vida, se dan los mismos acontecimientos típicos, siempre en la misma gradación y ordenamiento: pérdida de la inocencia, afán de justicia bajo la ley, desesperación consiguiente a la lucha por vencer la culpa con las obras o con el conocimiento y, al fin, salida del Infierno para entrar en otro mundo distinto y en una nueva especie de inocencia. Cien veces ha trazado la Humanidad en grandiosos símbolos este proceso de desenvolvimiento; de todos estos símbolos, el más familiar para nosotros es el camino desde el Adam paradisíaco hasta el cristiano redimido.
Muchos de estos dibujos simbólicos nos muestran ciertamente grados más amplios y elevados del desenvolvimiento: hacia el Mahatma, hacia Dios, hacia la pura esencia del espíritu, que no depende ya de la materia ni del tormento de existir. Todas las religiones conocen estos ideales, también a mí se me ha presentado con frecuencia como el mejor ideal, el perfecto, placentero, inmaculado, inmortal. Pero no sé si este ideal es otra cosa que un noble sueño, si fue antes experiencia y realidad, si un hombre ha sido antes realmente Dios. En cambio, sí sé de aquellos grados superiores de la historia del alma, y de ellos saben y supieron todos los que los han vivido; son realidades. Existan o no aquellos ensoñados y altos grados de la formación del hombre, es una suerte para nosotros que existan como sueño, como ideal, como poesía, como meta. Si no hubieran sido experimentados nunca por los hombres realmente, serían acontecimientos sobre los que habrían callado estos hombres y serían incomprensibles e incomunicables, como lo es todo aquello que no se ha vivido. En las leyendas de los santos de todas las religiones se encuentran indicios de tales sucesos que presentan todos los síntomas de la alucinación o de la patraña consciente.
Por lo demás, no son solo de ninguna manera aquellos grados últimos y místicos y aquellas posibilidades anímicas de experimentar los que se sustraen a la comprensión y a la simple dependencia mediata. También los pasos anteriores, los primeros de todos en el camino del alma, son comprensibles y mediatos solamente para aquellos que los han experimentado en sí mismos. Quien todavía vive en la inocencia primera, no comprenderá nunca las confesiones del reino de la culpa, de la desesperación, de la salvación; le sonarán tan absurdamente como a un lector inexperto la Mitología de un pueblo extraño. Sin embargo, cada cual reconoce infalible e instantáneamente los sucesos anímicos típicos que él mismo ha experimentado, si los encuentra descritos por otro, aun en el caso de que tenga que traducirlos de una Teología extraña y desconocida. Todo cristiano que ha experimentado realmente algo, reconoce las mismas experiencias en San Pablo, Pascal, Lutero, San Ignacio, y de una manera indefectible. Y todo cristiano que se ha aproximado un poco más al centro de la fe y ha nacido a la esfera de los acontecimientos puramente cristianos, encuentra indefectiblemente también en los creyentes de otras religiones, aunque en otro lenguaje, todos aquellos sucesos fundamentales del alma con todos sus distintivos.
Sería una empresa imposible narrar mi propia historia anímica, iniciada en el Cristianismo, y desenvolver sistemáticamente mi manera personal de creer; todos mis libros son retazos de ella. Entre sus lectores se encuentran muchos para quienes estos libros tienen un sentido y un valor muy precisos: para aquellos que en ellos encuentran confirmados y dilucidados sus propios y más importantes sucesos, victorias y derrotas. No es muy grande su número, pero tampoco es muy grande el número de los hombres que tienen vivencias anímicas. La mayoría no son hombres siquiera, permanecen en el estadio primitivo, en el infantil aquende de los conflictos y de los desenvolvimientos; la mayoría no llega a conocer tampoco quizá más que el segundo estadio, y permanece en el mundo animal irresponsable de sus impulsos y sueños infantiles y les suena ridículamente la saga de un estado más allá de su ocaso, del Bien y el Mal, de una desesperación en el Bien y el Mal, de un surgir desde la indigencia a la luz de la Gracia.
Puede haber mil maneras diferentes de realizarse la individuación y la historia anímica del hombre. Pero la senda de todas estas historias y sus grados son siempre los mismos. El observar cómo es recorrido este inmutable camino de maneras tan diversas, cómo es vivido, conquistado y sufrido por las distintas clases de personas, es ciertamente la pasión más dichosa de los historiadores, de los psicólogos y de los poetas.
Entre los intentos de nuestra razón por comprender este policromo libro de estampas y de clasificarlo sistemáticamente, figura en primer término el antiquísimo intento de dividir a la Humanidad en tipos y ordenarlos. Si yo también intento, a mi manera y según mi experiencia, presentar dos tipos fundamentales, contrapuestos, de hombres y con ello dos maneras fundamentalmente distintas de recorrer el invariable camino de la Humanidad, lo hago con el convencimiento de que todo establecimiento de los llamados tipos fundamentales de hombres es meramente un juego. No hay un número limitado ni ilimitado de tipos fijos en los cuales puedan ser ordenados los hombres; nada puede ser más ominoso al filósofo que creer al pie de la letra en cualquier doctrina de los tipos. Pero lo que sí que hay - empleado siempre inconscientemente, por la mayoría de
los hombres - es una división en tipos como juego, como intento de vencer nuestra masa de experiencia, como medio quebradizo de ordenar nuestro mundo fenomenológico. Ya el niño pequeño diferencia presumiblemente a todas las personas que frecuentan su círculo familiar, clasificándolas por tipos, cuyos modelos son el padre, la madre, la nodriza. Mi experiencia y mis lecturas me han llevado a establecer una división de los hombres en dos tipos principales, designándolos así: los razonables y los piadosos. El mundo está ordenado para mí sin más ni más según este grosero esquema. Pero, naturalmente, el mundo se ordena para mí según este recurso solamente por un momento, para volver a ser en seguida un misterio impenetrable. Hace tiempo que he perdido la fe en que nos sea concedido más en conocimiento y en visión del caos del acontecer mundial, que esta ordenación aparente de un instante feliz, que esta pequeña dicha vivida de cuando en cuando: ver transformado por un segundo el caos en cosmos.
Si en uno de estos venturosos momentos aplico mi esquema Razón o Piedad a la Historia Universal, la Humanidad consiste para mí, en ese momento, solamente en esos dos tipos. Ante cada figura histórica creo saber a qué tipo pertenece, y también creo saberlo de mí mismo: o sea, que creo pertenecer a la especie de los piadosos y no a la de los razonables. Pero al momento siguiente, cuando ha pasado el bello suceso reflexivo, vuelve a caer en espantosa confusión el mundo que yo veía tan soberbiamente ordenado, y lo que yo creía ver con tanta claridad poco antes, es decir, a cuál de mis dos tipos pertenecía Buda o San Pablo o César o Lenin, aparece ahora completamente confuso, y hasta llego a carecer de opinión sobre mí mismo desgraciadamente. Antes sabía con certeza que yo era un piadoso, y ahora descubro en mí, uno a uno, los rasgos del hombre razonable y con singular nitidez las marcas más desagradables.
Así sucede con toda ciencia. La Ciencia es acción. La Ciencia es suceso. No persevera. Su duración se llama instante. Ahora, renunciando a toda sistemática, intento describir aproximadamente los dos tipos que me dan el esquema de mi pensamiento.
El razonable no cree en nada tanto como en la humana razón. No la considera como un bello don, sino simplemente como el más excelso.
El razonable cree poseer en sí mismo el sentido del mundo y de su vida. Traduce el aspecto de orden y finalidad que tiene una vida razonablemente ordenada al mundo y a la Historia. Por eso cree en el progreso. Ve que los hombres pueden disparar mejor y viajar más deprisa que antes, y no quiere ni puede ver que estos progresos se enfrentan a mil otros retrocesos. Cree que el hombre de hoy está más desarrollado y más alto que Confucio, Sócrates o Jesús, porque el hombre de hoy ha perfeccionado ciertas capacidades técnicas. El razonable cree que la Tierra ha sido entregada al hombre para su beneficio. Su enemigo más temible es la muerte, el pensamiento en la caducidad de su vida y de su obra. Evita pensar en ello, y cuando no puede sustraerse al pensamiento de la muerte, se refugia en la actividad y opone a la muerte un redoblado esfuerzo mediante los bienes, los conocimientos, las leyes y un dominio más racional del mundo. Su fe en la inmortalidad es la fe en aquel progreso; como miembro activo de la cadena eterna del progreso, se cree preservado de la completa desaparición.
El razonable se inclina ocasionalmente al odio y a la indignación contra el piadoso, que no cree en su progreso ni que estén en camino las realizaciones de su ideal racional. Piénsese en el fanatismo de los revolucionarios, recuérdense las manifestaciones de violenta impaciencia contra los que tienen otras creencias de los autores progresistas, democrático-racionalistas, socialistas.
El razonable parece estar más seguro en la vida práctica de su fe que el piadoso. Se siente, en nombre de la diosa Razón, autorizado para mandar y organizar, para oprimir a sus semejantes, a los que cree administrar solo bienes: Higiene, Moral, Democracia, etc.
El razonable aspira al poder, aunque no sea más que por conseguir el bien. Su mayor peligro reside en su aspiración al poder, en el abuso que hace de él, en querer mandar, en el terror. Trotsky, que no podía soportar el ver apalear a un aldeano, permitió sin escrúpulos que murieran cientos de miles de hombres por amor de su idea.
El razonable se enamora fácilmente de su sistema. Los razonables, dado que buscan y tienen el poder, pueden no solo despreciar y odiar a los piadosos, sino también perseguirlos, procesarlos y matarlos. Se justifican diciendo que tienen el poder y lo emplean para el bien, y tienen derecho a usar todos los medios, incluso los cañones. El razonable puede dudar ocasionalmente, cuando la Naturaleza y lo que él llama necedad cobran fuerzas. Puede padecer dolorosamente a veces bajo lo que debe perseguir, castigar y matar.
Sus momentos culminantes son aquellos en que, a pesar de todas las contradicciones, siente profundamente en sí la creencia de que en el fondo la razón está de acuerdo con el espíritu que crea el mundo y le rige.
El razonable racionaliza al mundo y le hace violencia. Siempre está propenso a la seriedad sañuda. Es educador.
El razonable está siempre dispuesto a desconfiar de sus instintos.
El razonable se siente inseguro siempre frente a la Naturaleza y el Arte. Tan pronto los mira despectivamente por encima, como los supervalora fanáticamente. El es quien paga millones por las obras de Arte o establece reservas para los pájaros, las fieras o los indios.
El fundamento de la fe y del sentimiento de la vida entre los piadosos es la veneración. Se manifiesta, entre otros, por dos caracteres principales: por un vigoroso sentido natural y por la creencia en una ordenación del mundo suprarracional. El piadoso considera la Razón como un bello don, pero no ve en ella un medio suficiente para el conocimiento o para el dominio del mundo.
El piadoso cree que el hombre es una pieza al servicio de la Tierra. El piadoso, cuando le asalta el horror de la muerte y de la caducidad, se refugia en la creencia de que el Creador (o la Naturaleza) tiende también a sus fines con estos medios, horrorosos para nosotros, y no considera una virtud el olvido o la pugna con el pensamiento de la muerte, sino el abandono estremecido, pero reverente, a una voluntad superior.
No cree en el progreso, ya que su modelo no es la Razón, sino la Naturaleza, y ya que no puede distinguir ningún progreso en la Naturaleza más que un agotarse y realizarse de fuerzas infinitas sin fin cognoscible.
El piadoso es dado ocasionalmente al odio y al resentimiento contra el razonable; la Biblia está llena de crasos ejemplos de rebelde indignación contra el incrédulo y los ideales mundiales. No obstante, el piadoso también experimenta en muy raros y altos instantes el relámpago de aquel acontecimiento espiritual, que le procura la fe, que le obliga a todos los fanatismos y salvajismos de los razonables, a todas las guerras, a todas las persecuciones y esclavitudes en nombre de un alto ideal, con miras a cumplir los designios de Dios.
El piadoso no aspira al poder, le horroriza tener que forzar a otros. No quiere mandar. Esa es su mayor virtud, Por esto es con frecuencia demasiado tibio en el trabajo por alcanzar las cosas dignas realmente de ser apetecidas, se entrega fácilmente al quietismo y a la contemplación de su ombligo. Se contenta frecuentemente con la defensa de su ideal, sin esforzarse por su realización. Puesto que Dios (o la Naturaleza) es más fuerte que nosotros, no quiere intervenir.
El piadoso se apasiona fácilmente por la Mitología. El piadoso puede odiar o despreciar, pero no persigue ni mata. Nunca será Sócrates o Jesús un perseguidor ni un matador, sino siempre un sufridor. En cambio, el piadoso incurre, a la ligera frecuentemente, en no menos grandes responsabilidades. Es responsable no solo de su tibieza en te realización de las buenas ideas, sino también de su propia ruina y de la culpa que el enemigo merece por su muerte.
El piadoso hace mitología del mundo y a menudo lo toma poco en serio. Es propenso a jugar. No educa a los ojos, sino que los glorifica. El piadoso está siempre dispuesto a desconfiar de su razón.
El piadoso se siente siempre seguro y como en su casa frente a la Naturaleza y al Arte, por eso siempre se siente inseguro frente a la educación y la Ciencia. Tan pronto las desprecia como estúpidos instrumentos y las agravia, como las encarece supersticiosamente. En un caso extremado de choque: si un piadoso cae en la máquina -razón y muere en un proceso o en una guerra, en la que participa en contra de su voluntad y a las órdenes del razonable, en un caso semejante ambos partidos son culpables. El razonable tiene la culpa de que haya fusilamientos, cautividad, guerra y cañones. Pero el piadoso no ha hecho nada por evitarlo. Los dos procesos de la Historia Universal en los que más claramente y con mayor fuerza simbólica que nunca es muerto un piadoso por los razonables, los procesos de Sócrates y del Salvador, muestran momentos de una horrible ambigüedad. ¿No hubieran podido encontrar los atenienses y Pilato con toda facilidad el gesto con que liberar al encausado sin pérdida de su prestigio? ¿Y no hubieran podido Sócrates y Jesús impedir la tragedia a poco que se lo propusieran, en vez de dejar ser culpable al enemigo, con cierta heroica acerbidad, y triunfar sobre él con su muerte? Así es en verdad. Pero las tragedias no se pueden evitar, pues no son desgracias, sino choques de mundos opuestos.
Si en los párrafos precedentes coloco siempre al piadoso frente al razonable, es para que el lector pueda percatarse de la significación puramente psicológica de estas denominaciones. Naturalmente que los piadosos han empuñado bastante a menudo la espada y que los razonables han sangrado (tal vez durante la Inquisición). Pero, naturalmente, al hablar de piadosos no me refiero a los sacerdotes, como al hablar de razonables no aludo a los que sienten gozo en pensar. Cuando el Santo Oficio español quemaba a un librepensador, el inquisidor era el razonable, el organizador, el poderoso, y su víctima era el piadoso.
Por lo demás, a pesar de ciertos extremismos de mi esquema, nada más lejos de mi intención que discutir al piadoso la inteligencia, y al razonable la genialidad. En ambos campos prospera el genio, el idealismo, el heroísmo, el espíritu de sacrificio. A los razonables Hegel, Marx (y hasta Trotsky también) les tengo por genios. Por otra parte, un piadoso y desvalido como Tolstoi ha ofrecido con todo el mayor sacrificio al realizar.
Generalmente, me parece ser un signo distintivo del hombre genial, que represente verdaderamente a su tipo como ejemplar singularmente logrado, pero mostrando en sí, al mismo tiempo, un secreto anhelo del polo opuesto, un sereno aprecio del tipo contrario. El hombre que no es más que número no es nunca genial, lo mismo que el hombre que no es más que opinión. Muchos hombres excepcionales parecen oscilar entre ambos tipos fundamentales y estar dominados por dones profundamente contrapuestos, que no se ahogan mutuamente, sino que se refuerzan; entre los numerosos ejemplos de estos tenemos a los matemáticos piadosos (Pascal).
Y así como los genios piadosos y los genios razonables se conocen bien entre sí, se aman mutuamente en secreto, son atraídos unos por otros; el más elevado suceso espiritual de que somos capaces los hombres es también siempre la reconciliación entre la razón y la veneración, el reconocerse como iguales las mayores antinomias.

CONSIDERACIÓN FINAL

Apliquemos ahora como final ambos esquemas, uno tras otro: el esquema de los tres grados de la encarnación humana al de los dos tipos humanos fundamentales, y que la significación de los tres grados es la misma para ambos tipos. Pero también podremos ver que los riesgos y esperanzas de los dos tipos son también diferentes aquí. El grado infantil y de inocencia natural será muy semejante en ambos tipos. Pero ya el primer paso de la encarnación, la entrada en el reino del Bien y el Mal, no tiene el mismo carácter para ambos tipos. El piadoso será más infantil, abandonará con menos impaciencia y con más oposición el Paraíso, y se resistirá más a ser culpable. Por esto, en el próximo grado, en el camino desde el pecado a la gracia, habrá de tener alas poderosas. A ser posible, deberá pensar poco y sustraerse en lo posible al grado intermedio (Freud lo llama "Incomodidad de la Cultura"). Por su esencial sentirse extraño en el reino de la culpa y de la incomodidad, le será más hacedero el tránsito al siguiente grado redentor. Pero le será más concebible y realizable también en ciertas ocasiones el retorno infantil al Paraíso, al mundo irresponsable sin Bien ni Mal. Para los razonables, en cambio, el segundo grado, el grado de la culpa, el grado de la Cultura, de la actividad y de la Civilización es propiamente su patria. No le queda ningún residuo molesto de la infancia, trabaja a gusto, soporta gustoso la responsabilidad, y no siente nostalgia de la perdida infancia, ni codicia con demasiada intensidad el verse libre del Bien y el Mal, aunque este suceso es también deseable y accesible para él. Con más facilidad que el piadoso incurre en la creencia de que todo se resolverá con los problemas planteados por la Moral y la Cultura; con más dificultad que el piadoso alcanza el estado intermedio de la desesperación, el fracaso de sus esfuerzos, la depreciación de su rectitud. Por esto, cuando llega la desesperación, le es menos fácil quizá que al piadoso sucumbir ante aquella tentación de refugiarse en el mundo primitivo y en la irresponsabilidad.
En el grado de la inocencia, el piadoso y el razonable se combaten igual que niños de distinta idiosincrasia.
En el segundo grado se combaten conscientemente ambos polos opuestos, con la energía, pasión y tragedia de las acciones políticas.
En el tercer grado empiezan a conocerse mutuamente los combatientes, no en sus diferencias, sino en sus concomitancias. Empiezan a amarse mutuamente, a anhelar el mutuo acercamiento. De aquí parte el camino hacia las posibilidades de la Humanidad, cuya realización no es divisada todavía por el ojo del hombre.


LEYENDO UNA NOVELA
(1933)

Hace poco leí una novela, la obra de un autor de talento, que tiene cierto renombre, una obra bella, juvenil, que me cautivó y me regocijó en muchos pasajes, aunque trataba de gentes sencillas y cosas que, en realidad, me interesaban bien poco. Trataba de gentes que viven en las grandes ciudades y se ocupan apasionadamente en llenar su vida con sucesos, diversiones y sensaciones, porque, de lo contrario, no sería merecedora de ser vivida ni narrada. Hay muchas novelas semejantes, y a veces leo una, porque yo, un hombre aldeano de vida retirada, gusto de informarme sobre la vida de mis contemporáneos, sobre todo de la vida de aquellos contemporáneos de los que me siento apartado por grandes distancias, que me son muy extraños, cuyas pasiones y opiniones tienen para mí el encanto de lo prodigioso, exótico e incomprensible; en una palabra, la vida de las grandes ciudades y de los buscadores de placeres. No siento por la vida de esta clase social el interés infantil que los europeos tienen por los elefantes y cocodrilos, sino uno más fundamental y legítimo; no ignoro tampoco que, aunque uno viva tranquilamente en su terruño, su vida y su pasar están influenciados, en parte también, por aquellas grandes ciudades, ¡y con cuánta intensidad y qué sensiblemente a veces! Pues allí, en aquel tumulto, en aquella atmósfera de vida excitada, escoltada por los instintos, y por esto insondable, allí se decide la guerra y la paz, el mercado y el cambio, no por hombres, sino por la moda, la Bolsa, la opinión y la calle. Lo que el habitante de las grandes ciudades llama vida se compone casi exclusivamente de esos estratos, y entiende por fila, además de la política, los negocios y la sociedad, y bajo el nombre de sociedad entiende casi exclusivamente la parte de su vida dedicada a la busca de sensaciones y goces. Aquella gran ciudad, cuya vida no comparto y me es extraña, decide sobre muchas cosas que tienen también una cierta importancia en mi vida. Tampoco desconozco que la mayor parte de los lectores de mis libros habitan en las grandes ciudades, aunque yo no escribo de ningún modo para ellos ni soy capaz de escribir, pues solo los conozco de lejos y tomo tan en serio lo poco que de su vida externa llega hasta mí, como el estado de mi bolsa o la forma momentánea de gobierno: un poquito nada más.
Con esto no expreso ningún juicio de valor ni sobre la gran ciudad ni sobre las novelas que de ella tratan. Ciertamente que sería para mí más simpático y me estaría más apropiado leer obras que trataran de gentes más serias y ejemplares. Pero yo también soy literato y sé hace tiempo que los autores que eligen su tema no son nunca autores, ni dignos de ser leídos; que, por consiguiente, el tema de una obra no puede ser nunca objeto de juicio elogioso. Una obra puede aprovechar el tema más estupendo de la Historia Universal y carecer de valor, y en cambio puede basarse en una nadería, en un alfiler perdido o en una sopa chamuscada, y ser una verdadera obra literaria.
Leí, pues, la novela de aquel autor sin particular veneración por su tema; la veneración por el tema debe tenerla el autor, no el lector. Por esto, el lector debe poner atención en la obra, en el trabajo del escritor, y debe juzgar dicha obra sin reparar en el tema y sí en la bondad del trabajo. Por esto estoy más dispuesto cada vez y me inclino más a anteponer la calidad del trabajo profesional a todo el contenido de ideas y sentimientos. Pues en unas cuantas décadas de vida y de escribir he hecho la experiencia de que se pueden copiar o plagiar fácilmente las ideas y los sentimientos, pero no la bondad del trabajo profesional. Leí, pues, con interés y con atención de colega la novela, no comprendiéndolo todo, burlándome poco y reconociendo muchas cosas como sinceras. El protagonista del libro es un joven literato, pero que abandona las actividades de su profesión por correr con sus amigos tras las diversiones y que ha de dedicarse, además, a las damas, que al enamorarse de él le facilitan no pocas conquistas. El autor siente profunda repulsión frente a la gran ciudad, a la sociedad, a los reportajes periodísticos sensacionalistas, sospecha que allí tiene sus raíces toda rudeza de corazón y toda crueldad, toda explotación, toda guerra. Pero su héroe no es lo bastante fuerte para volver de alguna manera la espalda a este mundo, sino que huye de él dando vueltas a su alrededor, viajando, cambiando continuamente de diversiones y amoríos.
Este es el argumento. Esto trae por consecuencia la necesidad de describir, entre otras cosas, restaurantes, vagones de ferrocarril y hoteles y consignar el importe de las cenas, etc., lo que no deja de tener también su interés. Pero llegué a un pasaje que me dejó perplejo. El protagonista llega a Berlín, se aloja en un hotel, le asignan la habitación número 11 exactamente, y al leer esto (interesado y afanoso de aprender como colega profesional del autor) pienso: ¿Para qué sirve esta precisión en mencionar el número de la habitación? Yo esperaba, estaba convencido de que el número 11 tendría algún sentido, quizá un sentido sorprendente, bello, encantador. Pero quedé desencantado. El protagonista volvió, una o dos páginas después, a su hotel, y ¡ahora tenía, de pronto, el departamento número 12! Releí las últimas páginas, no me había equivocado: allí decía 11 y aquí, 12. Y no se trataba de una broma, de un juego, de una intriga o misterio, era sencillamente un descuido, una inexactitud, un lapsus. El autor había escrito una vez 11 y otra 12; no había repasado después su escrito, o lo había hecho con la misma indiferencia y tan por encima como escribiera aquellas cifras, porque no hay que reparar en pequeñeces, porque, ¡Qué diablos!, la Literatura no es un banco escolar en el que uno se sienta para dar cuenta de las faltas de composición y de Ortografía, porque la vida es breve y la gran ciudad, fatigosa, deja poco tiempo a un joven autor para su trabajo. ¡De acuerdo en todo, y antes como después, todo mi respeto para la aversión que siente el autor ante los sensacionalismos periodísticos, escritos con tanta irresponsabilidad, ante la superficialidad e indiferencia con que la gran ciudad vive frente a todas las cosas! Pero de pronto, a partir de aquel número 12, el autor perdió toda mi confianza, empecé a recelar de él, de repente empecé a leer escrupulosamente, conocí la despreocupación con que había escrito aquel 12, que volvía a repetirse en otros párrafos, y me di cuenta de que dicha despreocupación presidía también otros pasajes leídos antes con toda benevolencia. Y de golpe todo el libro perdió gravedad interna, responsabilidad, autenticidad y sustancia, todo por causa de aquel estúpido número 12. De pronto tuve la sensación de que este bello libro había sido escrito por un habitante de la gran ciudad para los habitantes de la gran ciudad, para la época, para el momento; no lo ha tomado en serio, como tampoco es verdadero su dolor por la insensibilidad y superficialidad de los habitantes de la gran ciudad, dolor que toma menos en serio que un folletinero una bella idea.
Mientras meditaba sobre todo esto, recordé un caso semejante ocurrido hace años durante una lectura. Otro autor joven, de nombre ya conocido, me envió una novela con ruego de que le enviara mi opinión. Era una novela de la Revolución Francesa. En ella se describía, entre otras cosas, un verano con pertinaz sequía y calor: el campo estaba consumido; los labradores, desesperados; la cosecha, perdida; no se veía en la tierra ni una mota verde. Mas, pocas páginas después, el mismo protagonista, o la misma protagonista, caminaba durante el mismo verano y por el mismo paraje, y se recreó contemplando las flores sonrientes, ¡nacidas en un ubérrimo trigal! Comuniqué a aquel autor que este olvido e inconsecuencia había echado a perder, para mí, toda la obra. No quiso entrar en discusiones sobre esto, porque la vida es breve y hacia tiempo que estaba embargado por otros trabajos que urgían. Contestó solamente que yo era un pedante meticuloso y que el logro de una obra de Arte depende de otras cosas y no de semejantes bagatelas. Afortunadamente no todos los autores jóvenes piensan así. Me arrepentí de haber escrito aquella carta, y desde entonces no he vuelto a escribir ninguna semejante. ¡Cómo no ha de pesar en una obra de Arte, en una verdadera obra de Arte, la verdad, la fidelidad, la gracia, la pulcritud! Es una suerte que todavía haya hoy jóvenes poetas que saben expresar las bagatelas con gracia y con la más limpia maestría, con graciosa ligereza; que denotan, como los acróbatas revelan su arte con su gracia, un trabajo severo y una escrupulosidad en la profesión.
Con todo, es posible que sea yo un ergotista y un Don Quijote trasnochado de la Moral artística. ¿No sabemos todos que el noventa por ciento de todos los libros son escritos y leídos con premura y sin responsabilidad, y que pasado mañana todo nuestro papel impreso, incluidos mis ergotismos, será papel viejo? ¿Por qué tomar entonces tan en serio las minucias? ¿Por qué obligar a un autor, que escribe cosas tan bellas para el momento, a releer y corregir su trabajo, como si hubiera querido escribir para la eternidad?
Pero no puedo modificar mi opinión sobre esto. El principio de todo ocaso es considerar como evidente el tomar en serio las grandes cosas y no tomar en serio las pequeñas. Que se ensalce a la Humanidad y, en cambio, se zahiera a sus servidores; que se tenga a la Patria o a la Iglesia o al Partido por sagrados y, en cambio, se realice la tarea diaria de mala gana y chapuceramente, así es como empieza toda corrupción. Contra esto solo hay un método pedagógico: que se dejen a un lado, ante todo, tanto en uno mismo como en los demás, las cosas pretendidamente serias y santas, como la opinión, las ideas mundiales, el Patriotismo, y, en cambio, tomemos en consideración lo pequeño y a los pequeños, el servicio de lo inmediato. Quien entrega su bicicleta o su hornillo de gas al mecánico para que lo repare, no pide a este ni amor a la Humanidad ni fe en la grandeza de Alemania, sino decencia en el trabajo, y por ella solo y exclusivamente juzgará al hombre y hará muy bien en ello. ¿Por qué no ha de ser así en lo espiritual? ¿Por qué no ha de ser exacto y concienzudo un trabajo solo porque se nombre obra de arte? ¿Y por qué hemos de pasar por alto las pequeñas faltas profesionales por amor de una bella ideología? No; nosotros preferimos volver la medalla. De ordinario, las grandes actitudes e ideas o programas son con frecuencia medallas que nos sorprenden al darles la vuelta, aunque no sea más que por el descubrimiento de que son de cartón.


CRISIS MUNDIAL Y LIBROS
RESPUESTA A UNA INFORMACIÓN
(1937)

Naturalmente, hay una multitud de libros buenos y hermosos a los que deseo una amplia difusión. Pero no hay libros de cuya influencia pudiera esperarse un mejoramiento de la situación y una amable conformación del futuro. La crisis que atraviesa nuestro mundo temo que se parezca demasiado a una ruina, aunque no lo llegue a ser, y temo que en su caída ha de arrastrar, además de muchas otras cosas bellas, no pocos libros, que desaparecerán para siempre. Lo que ayer todavía era sagrado, lo que hoy todavía es venerable y obliga a un pequeño círculo de intelectuales, será mañana socavado y olvidado completamente - hasta aquel residuo que es indestructible y se considera como la levadura de toda nueva formación -. Pero no perecerá nunca, en tanto haya hombres; es lo único eterno que el hombre posee.
Este preciado tesoro de la Humanidad está depositado en diversas formas y lenguas: la Biblia y los libros sagrados de la vieja China, los Vedas indios y muchos otros libros y colecciones son vasos en los que ha encontrado forma lo poco que hasta ahora se conoce realmente. Esta forma no es simple y estos libros no son eternos, pero contienen la herencia espiritual de nuestra Historia. Toda la otra Literatura ha salido de ellos, y sin ellos no sería nada; toda la poesía cristiana, por ejemplo, hasta Dante y hasta hoy es una irradiación del Nuevo Testamento, y aunque toda esta Literatura se hundiera, el Nuevo Testamento se sustentaría, y siempre podría nacer de él otra vez una nueva Literatura semejante. Solo estos pocos libros sagrados de la Humanidad tienen esta fuerza generadora, y solo ellos sobrevivirán a los milenios y a las crisis mundiales. Es consolador que esto no dependa de su difusión. No es necesario que sean millones ni cientos de miles los que se han apropiado interiormente este o aquel libro sagrado, mejor dicho, los que han sido conquistados por él, basta con pocos.


RECUERDO DEL VERANO DE KLINGSOR
(1938)

El último verano de Klingsor y el relato Klein y Wagner, aparecido con él en el mismo volumen, nacieron en el mismo verano, un verano singular y desacostumbrado para el mundo y para mí. Fue en el año 1919. La guerra de los cuatro años había acabado; el mundo estaba hecho añicos; millones de soldados, de prisioneros de guerra, de ciudadanos volvían, tras años de rígida y uniformada obediencia, a una libertad tan anhelada como temida. La guerra, la gran soberana del mundo, había muerto y acababa de ser enterrada; un mundo vacío, transformado y empobrecido nos esperaba a nosotros, esclavos liberados. Todos habían añorado ardientemente este mundo y su libertad de movimiento, y, sin embargo, todos estaban acobardados también ante esta liberación, ante este círculo, que se había vuelto extraño, de lo privado y propio, ante la responsabilidad que toda libertad acarrea, ante todos los movimientos, posibilidades y sueños del propio corazón, tanto tiempo reprimidos y casi convertidos en enemigos. En muchos obró esta atmósfera como un veneno embriagador. Muchos no tenían otro gozo en el instante de la liberación que hacer pedazos todo aquello por lo que habían luchado y derramado su sangre durante estos años. Todos tenían la sensación de haber perdido y desperdiciado algo, un trozo de vida, una parte de su yo, una etapa de su desenvolvimiento, de su adaptación y de su existencia. Había jóvenes que todavía estaban en la infancia cuando la guerra se los llevó, y que ahora encontraban enteramente extraño e incomprensible este mundo y realidad a que ahora retornaban. Y muchos de nosotros, los viejos, éramos de opinión que nos habían robado los años más importantes y más insustituibles, y que ahora era demasiado tarde para volver a empezar y para competir con los jóvenes, a los que tampoco podíamos envidiar, pero que tenían la ventaja de haber despertado a la vida en un mundo duro y prosaico, nada sentimental y carente de ideales, mientras que nosotros, los viejos, procedíamos de otras edades y conocíamos unas imágenes del mundo que habían sido de altísimo valor y ahora estaban convertidas en simples curiosidades del ayer. Los siglos habían sido asombrosamente breves; los jóvenes ya no contaban por generaciones, ni siquiera por lustros, sino por años, y los nacidos en 1903 se creían separados por un abismo de los de 1904. Todo se había vuelto dudoso, y esto tenía algo de intranquilizador y mucho de angustioso a veces. Mas en un mundo tan dudoso parecía a veces, en los buenos momentos, ser posible todo también, y esto abría amplios horizontes. A mí, por ejemplo, al poeta degradado y oprimido por la guerra, que ahora volvía libre a su vida privada, querían parecerme posibles las cosas más inverosímiles, quizá un retorno al mundo de la Razón y de la Fraternidad, un redescubrimiento del alma, una revalorización de lo bello, un volver a ser llamado por los dioses, cosas en las que habíamos creído hasta el hundimiento de nuestro mundo de entonces. En todo caso no veía otra salida para mí que volver a la Literatura, siendo indiferente que el mundo la necesitara o no. Si quería recobrarme de las conmociones y pérdidas de los años de guerra, que habían destrozado casi por completo mi vida; si mi existencia podía volver a tener un sentido, solo lo lograría por un apartamiento radical y por una conversión, por una despedida de todo lo anterior y por un intento de presentarme ante el Ángel.
Aquello duró hasta la primavera de 1919, hasta que la Oficina de Prisioneros de Guerra, a cuyo servicio estaba, me licenció. La libertad me encontró solo en una casa vacía y descuidada, en la que desde hacía un año se venía careciendo de luz y de calefacción. Poco quedaba de mi existencia anterior. Quise acabar con ella: empaqueté mis libros, mis ropas y embalé mi escritorio, cerré la casa asolada y busqué un lugar donde pudiera volver a empezar otra vez, solo y en completa calma. El lugar que encontré, y en el que todavía vivo, desde hace muchos años, se llama Montagnola y es una aldea del Tesino.
Para que este verano cobrara para mí una importancia extraordinaria y singular, hubieron de concurrir tres circunstancias: la fecha de 1919, el retorno de la guerra a la vida, del yugo a la libertad, fue lo más importante; pero, además, hubo también el encuentro con la atmósfera, el clima y el lenguaje del Sur, y como gracia del cielo hizo un verano, como he vivido pocos, lleno de fuerza y ardor, de encanto y resplandores, que me enardeció y traspasó como un vino generoso.
Este fue el verano de Klingsor. Durante aquellos ardientes días recorrí las aldeas y los bosques de castaños, me senté en una sillita plegable e intenté conservar en pinturas a la acuarela algo de su encanto; durante las cálidas noches estuve escribiendo hasta altas horas en el castillito de Klingsor, con puertas y ventanas abiertas de par en par, e intenté cantar con palabras, con más experiencia y sensatez que lo logrado con los pinceles, la canción de este verano inesperado. Así nació la narración del pintor Klingsor.


EPILOGO A "EL LOBO DE LA ESTEPA"
(1941)

Las obras literarias pueden ser comprendidas o mal comprendidas de muchas maneras. En la mayoría de los casos no es el autor la instancia a quien compete determinar dónde termina la comprensión de su obra por el lector y dónde comienza el mal entendimiento de la misma. Autor hay que ha encontrado lectores para quienes su obra era más transparente que para ellos mismos. Por oirá parte, y bajo ciertas circunstancias, la mala comprensión puede ser también provechosa.
Siempre me ha parecido que El Lobo de la Estepa es el libro mío peor comprendido de todos y con más frecuencia, y son numerosos precisamente los lectores aprobadores y hasta los entusiastas, y no los recusadores, los que se han manifestado sobre el libro de una manera sorprendente para mí. En parte, pero solo en parte, la frecuencia de estos casos proviene de que este libro, escrito por un quincuagenario y tratando de problemas de esta edad, viene a parar con mucha frecuencia en manos de lectores muy jóvenes.
Pero también entre los lectores de mi edad encuentro muchos a los que mi libro ha impresionado verdaderamente, pero para los cuales curiosamente solo la mitad de su contenido fue comprensible. A mí me parece que estos lectoras se han reconocido a sí mismos en el Lobo de lo Estepa, se han identificado con él, han sufrido y soñado con él sus dolores y pesadillas, y han intuido, además, el libro sabe y habla de alguien más que de Harry y sus dificultades, que sobre el Lobo de la Estepa y su vida problemática se alza otro mundo más elevado, imperecedero, y que el tratado y todos aquellos pasajes del libro que tratan del espíritu, del Arte y de lo eterno oponen al mundo de dolor del Lobo de la Estepa un mundo de fe positivo, alegre, suprapersonal y supratemporal, que
el libro habla ciertamente de dolores y miserias, pero no es, en modo alguno, el libro de un desesperado, sino el de un creyente.
No puedo ni quiero prescribir, naturalmente, a los lectores cómo han de comprender mis narraciones. ¡Que cada cual lo haga como quiera y crea conveniente! Pero yo preferiría que muchos se dieran cuenta de que la historia del Lobo de la Estepa describe ciertamente una enfermedad y una crisis, pero no una enfermedad que conduce a la muerte, ni al ocaso, sino, al contrario, que lleva a la salvación.


HOJA DE LA AGENDA
(1940)
El poeta Julien Green dice en su Diario que es un hombre al que le falta enteramente talento para el ateísmo, que - le parece - no ha dudado ni un momento en toda su vida de la existencia de Dios. Esta frase es ciertamente lo más importante de las espontáneas confesiones de este Diario tan fecundo.
Ahora bien: hay lectores de Green a los que esta frase de incondicional fe en Dios suscita dudas y parece estar en contradicción con los libros de Green. Estos lectores encuentran los libros de Green bellos de un modo misterioso o, mejor dicho, interesantes, pero en conjunto los consideran negativos, destructivos, derrotistas, escépticos y enfermizos, porque el autor parece deshilvanar y descomponer con frecuencia toda realidad y dudar de muchas cosas, si no de todas, no solo de los convencionalismos, sino también, y sobre todo, de la realidad del mundo visible.
No puedo oponer nada a esto. Al contrario, la fe de en Dios y su incredulidad hacia el mundo se corresponden y favorecen mutua y espontáneamente. Green cree en Dios, esta es para él la esencia, la realidad en sí. Pero el mundo en que vive el creyente, el mundo sensible y cotidiano que le rodea es lo que le aparta de Dios. Le aísla de Dios, como una habitación o una casa nos aísla de la atmósfera y del cielo. Por eso precisamente nada le encadena, interesa y hasta fascina tanto en este mundo como los agujeros, los trozos dañados, que descubre en su realidad. Y se precipita sobre estos trozos averiados, pues a través de estos agujeros se puede ver mejor a Dios. Cuando vemos a Green arañar y barrenar en los agujeros y trozos podridos del mundo, no son, en realidad, los agujeros los que le fascinan, sino lo que está tras ellos: Dios.

DE UNA CARTA

Te adjunto la última redacción de la nueva poesía. Pues en estos catorce días, aparte de los deberes cotidianos puramente formales, no he hecho, en realidad, otra cosa que intentar esta redacción, que ha pasado por ocho o diez estadios y debe llegar ahora al último. Sí, es gracioso: mientras medio mundo se afana en construir defensas y bunkers, fortalezas y buques de guerra, astilleros y fábricas, para convertir en polvo y ruinas nuestro mundo actual, yo he estado ocupado durante días enteros en dar una redacción a mi pequeña poesía.
Sucedió así: la poesía tenía al principio cuatro estrofas y ahora solo tiene tres, y espero que con esto haya ganado en sencillez y calidad, sin haber perdido nada esencial. En la primera estrofa, el cuarto verso me contrarió desde el principio; era notoriamente un expediente, y al copiar después la poesía para un amigo, creció mi descontento: aquel pasaje seguía sonándome falsamente, chapucera y fatalmente. Y en fin, entre los amigos que llegaran a leer la poesía, los hay con oídos delicados que podrían encontrar desagradable aquel verso; me escribirían censurándome y tendría que darles la razón. Y comencé a probar seriamente verso por verso y palabra por palabra, examinando lo que era insustituible y lo que no.
Ahora se podría preguntar: ¿de qué sirve un trabajo semejante? El noventa por ciento de mis lectores, ¡ay!, mas del noventa por ciento, no se dan cuenta en absoluto si la poesía tiene esta o la otra redacción, aunque de cuando en cuando reacciona alguno rectamente. No olvido, aunque hace treinta años de esto, que un lector me pidió el texto de una poesía. La había leído en un periódico, no sabía en cuál, y sabía de memoria ocho versos de la misma, pero no recordaba uno, y cuando examiné la poesía, ¡comprobé que se trataba del verso más débil de la composición, aquel que, desde hacía años, figuraba marcado con una interrogación en mi manuscrito y estaba tan necesitado de corrección!
Así, pues, la mayoría de los lectores no me agradecerán mis meticulosos trabajos de corrección, no los apreciarán. El periódico que publique el verso, tenga este las estrofas que tenga, sea bueno o sea malo, me pagará unos cuantos francos, como de costumbre, por él, que igualarán quizá al jornal de un obrero especializado. Mi trabajo de corrección de estos versos es, pues, para el mundo un desatino, algo cómico y lúdico, más bien desatinado. ¿Cómo puede un poeta - se preguntarán - preocuparse así por un par de versos y malgastar con ellos el tiempo?
Se podría responder así a esta pregunta: En primer lugar, tenemos que lo que el poeta hace carece, presumiblemente, de valor, pues ¿es probable que haya hecho precisamente una de las pocas poesías que sobreviven a su época y a su autor? Y, sin embargo, este hombre, al que no se toma demasiado en serio, ha hecho hoy algo mejor, más inofensivo, más inocente y deseable que la mayoría de los hombres. Ha hecho versos y ha ensartado palabras, pero no ha disparado, ni demolido, ni arrojado gases, ni na fabricado municiones, ni ha hundido barcos, etc.
Y también se podría responder: El poeta que limpia, elige y enlaza palabras en medio de un mundo que mañana quizá estará derruido, hace exactamente lo mismo que las anémonas y prímulas y las otras florecillas que ahora crecen en todos los prados. Los prados serán arrasados mañana quizá por las granadas o ahogados por los gases venenosos, o mañana vendrán los soldados y cavaran trincheras o abrirán tumbas o los rodearán de espesas alambradas. Pero las flores no dejarán de brotar a pesar de todas estas posibilidades, y hay muchos prados en Europa donde estas posibilidades son ya más que probables. Y van formando cuidadosamente sus hojitas y cálices, con cuatro o cinco pétalos, lisos o dentados, como corresponda, todo tan exacto y bello como sea posible. Algo así se podría contestar. Pero nadie plantea ya estas preguntas, a excepción del poeta mismo.


LECTURAS PREFERIDAS
(1945)
Infinitas veces me han preguntado: ¿Qué prefiere leer usted?
La pregunta es difícil de contestar para un amigo de la Literatura universal. Yo he leído varias decenas de miles de libros, muchos de ellos varias veces, algunos de ellos muchas veces, y estoy fundamentalmente en contra de excluir de mi biblioteca y del círculo de mi simpatía o del de mi interés cualquier Literatura, escuela o autores. Y, sin embargo, la pregunta está justificada y es también contestable en cierto modo. Puede haber alguien que sea un. buen comedor de todo, que no desprecie nada desde el pan negro hasta las costillas de ciervo, desde las zanahorias hasta las truchas, y, sin embargo, tenga sus tres o cuatro platos favoritos. Puede haber alguien que siempre que piensa en la música, es en Bach, Händel y Gluck en quienes piensa, sin que por esto renuncie a Schubert o Strawinski. Así, cuando observo con atención, encuentro en cada una de las Literaturas géneros, épocas, tonalidades, que están más cercanos a mí, que me son más queridos que otros: entre los griegos, por ejemplo, Homero está más cerca de mí que los trágicos, Herodoto que Tucídides. He de confesar también que mis relaciones con los patéticos no son enteramente naturales y me causan algo de fatiga; en el fondo no me gustan y mi aprecio por ellos no está libre de cierta coacción, ya se trate de Dante o de Hebbel, de Schiller o de Stefan George.
Aquella región de la Literatura universal que he frecuentado más durante mi vida y que mejor conozco también, es aquella Alemania de los años entre 1750 y 1850, tan infinitamente lejana al parecer, casi convertida ya en saga, aquella Alemania cuyo centro y cima es Goethe. A este paraje, donde estoy tan seguro de no sufrir decepciones como sensaciones, regreso siempre después de mis escapadas a lo más antiguo y más lejano, vuelvo a aquellos poetas, escritores de cartas y biógrafos, todos los cuales son grandes humanistas y tienen casi todos el aroma del suelo, de lo popular. Naturalmente, me atraen aquellos libros en que el paisaje, el pueblo y el idioma me son más familiares y hogareños; con su lectura gozo el placer singular de comprender los más delicados matices, las alusiones más escondidas, las más ligeras resonancias. El paso de uno de estos libros a otro que he de leer en una traducción, o a uno que no posee este lenguaje y musicalidad orgánicos, verdaderos y bien formados, me produce siempre un sobresalto y me causa un pequeño dolor. Sobre todo es, naturalmente, el alemán del Sudoeste, el alemán y el suabo, quien me causa este placer, no siendo necesario citar más que a Mörike o a Hebel, pero también lo gozo en casi todos los escritores alemanes y suizos de aquel bendito tiempo, desde el joven Goethe hasta Stifter, desde Heinrich Stillings Jugend hasta Immermann y Droste -Hülshoff, y el hecho de que la mayoría de estos libros magníficos y adorables solo existan en número reducido en las bibliotecas, públicas o privadas, es para mí uno de los síntomas más perturbadores y odiosos de nuestra horrible época.
Pero la sangre, la tierra y el lenguaje materno no lo es todo, ni aun en la Literatura; hay además, y por encima de todo ello, la Humanidad, y hay la posibilidad siempre asombrosa y feliz de descubrir una patria en lo más lejano y extraño, de amar lo más arcano e inaccesible y familiarizarse con ello. Esto me ha sucedido a mí durante la primera mitad de mi vida con los testimonios de la espiritualidad india primero y después con los de la espiritualidad china. Para mí había por lo menos varios caminos y predisposiciones conducentes hacia los indios, pues mis padres y abuelos habían estado en la India, habían aprendido algunos idiomas índicos y habían saboreado algo el espíritu hindú. Pero hasta que no tuve treinta años no sospeché que hubiera una maravillosa literatura china y una especialidad china de Humanidad y espíritu humano, que no solo llegaría a ser amada y preciada para mí, sino que con el tiempo se convertiría en un refugio espiritual y en una segunda patria. Pero entonces sucedió lo inesperado, que yo, que hasta entonces no había conocido de la China literaria más que el Schi King en la imitación de Rückert y las traducciones de Richard Wilhelm y otros, no pude vivir ya sin apropiarme el ideal chino-taoísta del sabio y de la bondad. A mí, que no conocía ni una sola palabra de chino, ni había estado nunca en China, me fue otorgada la dicha de hallar en la Literatura antigua china, a más de dos milenios y medio de distancia, una confirmación de presentimientos propios, una atmósfera espiritual y una patria, como nunca la había tenido fuera del mundo destinado para mí por mi nacimiento y por mi lengua. Estos maestros y sabios chinos, de los que nos hablan el magnífico Dschuang Dsi, Liä Dsi y Mong Ko, eran la antítesis de los patéticos, eran asombrosamente sencillos y estaban muy cerca del pueblo y de lo cotidiano, no se dejaban sorprender por nada y vivían gustosos en un voluntario retraimiento y frugalidad, y tenían una manera de expresarse que siempre nos causará asombro y alegría. Kung Fu Tse, el gran oponente de Lao -Tse, el sistemático y moralista, el legislador y conservador de las costumbres, el único algo solemne entre los sabios de los tiempos antiguos, fue, por ejemplo, caracterizado así ocasionalmente: "¿No es él quien sabe que no se puede hacer una cosa y la hace?" Es de una tranquilidad, de un humor y de una sencillez como no conozco nada semejante en ninguna Literatura. Con frecuencia medito esta frase, y muchas otras, al considerar los acontecimientos mundiales y las manifestaciones de los que en los últimos años y siglos se han propuesto regir y perfeccionar el mundo. Hacen como Kung Tse el Grande, pero tras sus actos no está su ciencia, por esto no se puede hacer.
Tampoco quisiera olvidar a los japoneses, aunque no me han ocupado y alimentado tanto como los chinos. Pero había, y hay, en el Japón, al que hoy solo consideramos, como a Alemania, como un país guerrero, desde hace muchos siglos algo tan grandioso y al mismo tiempo tan gracioso, algo tan espiritualizado y al mismo tiempo tan resueltamente, tan vigorosamente encaminado hacia la vida práctica como el Zen, una floración en la que tiene su parte la India budista y China, pero que pudo desarrollarse primero enteramente en el Japón. Considero al Zen una de las mejores herencias que puede tener un pueblo, una sabiduría y una práctica del rango de Buda y de Lao -Tse. Y luego, con grandes pausas en medio, me ha maravillado mucho también la Lírica japonesa, sobre todo su aspiración a la extrema sencillez y brevedad. No se puede leer ninguna producción lírica alemana moderna si se viene derechamente de la japonesa, pues nuestras poesías nos parecen desesperadamente entumecidas y zancudas. Los japoneses han realizado asombrosos descubrimientos como el verso de diecisiete sílabas y siempre han sabido que un Arte no gana con hacerlo más fácil, sino con lo contrario. En cierta ocasión, un poeta japonés escribió una poesía en dos líneas, en la que decía que ¡en un bosque todavía nevado habían florecido unas ramas de cerezo! Dio a leer la poesía a un perito, que le dijo: "Hubiera bastado con una sola rama." Comprendió la mucha razón que el otro tenía y lo muy lejos que estaba aún de la verdadera sencillez, y, siguiendo el consejo del amigo, reformó la poesía, que sigue siendo inolvidable.
Se sigue bromeando ocasionalmente sobre la superproducción literaria en nuestro pequeño país. Pero si yo fuera más joven y tuviera fuerzas todavía, no haría otra cosa que escribir libros y editarlos. No debemos esperar en esta tarea por la continuidad de la vida espiritual a que los países beligerantes se rehagan, ni debemos emprender este trabajo como una breve coyuntura mercantil, en la que no es necesario ser demasiado escrupulosos. La Literatura universal está en peligro, no tanto por la guerra y sus consecuencias como por las nuevas ediciones realizadas aprisa y mal.


CONCLUSIÓN DEL DIARIO DE RIGI
(Agosto de 1945)

El correo trae a veces extrañas sorpresas, ayer mismo me deparó una: ¡una carta de Alemania! Alguien había conseguido pasar de Stuttgart a Suiza y trajo para mí cartas de algunos amigos suabos, me las remitió y me rogó que dirigiera a él mis respuestas. No eran cartas fortuitas de desconocidos, sino cartas esperadas de amigos, y aunque no me dijeron nada nuevo sobre mis preocupaciones alemanas mayores, recibí por primera vez de algunos intelectuales alemanes, que están muy por encima del término medio, impresiones directas sobre sus acontecimientos y pensamientos después del hundimiento. Entre estos amigos míos no hay, naturalmente, ningún partidario del Tercer Reich y menos aún ningún beneficiario del dominio hitleriano; todos ellos han sido desde el primer día testigos despiertos y profundamente intranquilos de su engrandecimiento y de su poderío, muchos de ellos se han mantenido firmes en medio de muchos dolores y sacrificios, han perdido el empleo y el pan, han sufrido prisiones, han tenido que presenciar año tras año, conscientes e impotentes, el creciente mal y la estridente alharaca, han deseado desde el principio de la guerra, con el corazón sangrando, la derrota para su propio pueblo y la muerte para sí mismos. Todavía no se ha escrito la historia de este estrato del pueblo alemán, apenas si es conocida su existencia en el extranjero. Parte de esta gente era antes liberal y democrática a la manera de la Alemania del Sur, parte era católica, y una gran parte era socialista.
Estas gentes, a las que creo actualmente las más probadas por el dolor, las más maduras y más prudentes de Europa, han intentado, consciente y voluntariamente en parte, en parte inconsciente e instintivamente, liberarse por entero de todo nacionalismo. El combatiente francés, italiano, el sufrido y hambriento holandés, el polaco tan duramente probado, y hasta el judío perseguido, llevado en rebaños al tormento y a la muerte, tenían todos ellos en su dolor, inconcebible para nosotros, una comunidad de destino, una camaradería, formaban un pueblo, una pertenencia. Esto no lo tuvieron los contrarios y las víctimas de Hitler dentro de Alemania, ni los que estaban organizados antes de 1933, y aun estos, los que no fueron asesinados, desaparecieron casi todos en el infierno de las cárceles, y de los campos de concentración. Quedaron los bien intencionados y razonables que no estaban organizados, y se vieron en grandes aprietos a causa de los espías, los soplones y las denuncias, vivieron en una atmósfera irrespirable de venenos y mentiras, vieron a la mayoría de su pueblo poseído de una embriaguez horrible, incomprensible para ellos. Creo que ninguno, o muy pocos, de los que han vivido estos doce años de pesadilla está en condiciones de tomar parte activa en una reconstrucción. Pero sí pueden contribuir infinitamente mucho al despertar espiritual y moral de su pueblo, que todavía no ha empezado a admitir en su conciencia lo sucedido y la responsabilidad que le cabe. El fatigado embotamiento del pueblo fue para cada uno de los que permanecieron despiertos una enorme y sensible predisposición para vencer el sentimiento de la culpa, frente a una conciencia herida y altamente frágil.
Hay una cosa común a todas estas manifestaciones de estos alemanes verdaderamente buenos: la elevada sensibilidad ante el tono de aquellas amonestaciones y reprimendas que ahora, un poco tarde ya, dirigen los pueblos democráticos al pueblo alemán. Estos artículos y folletos, abreviados con intención efectista, son propagados en parte por las fuerzas de ocupación. Esto sucedió también con el ensayo de C. G. Jung sobre "la culpabilidad colectiva" de Alemania, y la única capa social del pueblo alemán que al presente presta oídos a estas manifestaciones y estaría dispuesta a aprender en ellas, reacciona ante las mismas con una sensibilidad que espanta. No hay duda: estos sermones tienen completa razón en buena parte; solo que no llegan al pueblo alemán, sino solamente al estrato más valioso y más noble, cuya conciencia está despierta hace tiempo.
No puedo defender aquellos artículos, que yo llamo sermones, frente a mis amigos suabos; los abandono. No tengo nada que decir a estos amigos. ¡Cómo un hombre, que mora en una casa incólume y tiene comida a diario, que en los últimos diez años ha sufrido ciertamente enojos y preocupaciones, pero no ha experimentado ninguna amenaza directa ni ninguna violencia, puede tener algo que decir a aquel que ha experimentado todo dolor! Pero al menos en un punto puedo dar a los amigos de allende un consejo y un consuelo. Aunque están por encima de mí en todo lo demás, tengo más experiencia que ellos en una cosa, es decir, en la separación del nacionalismo. Yo no la he conseguido bajo Hitler o bajo las bombas aliadas, sino en los años 1914 al 1918, y la he revisado una y otra vez desde entonces. Y así puedo escribir a mis amigos suabos: "Lo único que no comprendo del todo en vuestras cartas es vuestra indignación por ciertos artículos, que pretenden ilustrar a vuestro pueblo sobre su culpa. Yo quisiera deciros muy alto: ¡No desperdiciéis otra vez los pocos bienes que el derrumbamiento os ofrece. Entonces, en el año 1918, pudisteis tener una República en vez de una Monarquía con una mala Constitución. Y ahora podéis tener de nuevo, en medio de la miseria. y experimentar un nuevo trozo de desenvolvimiento y humanización, que lleváis de ventaja a los vencedores y a los neutrales: podéis penetrar el sortilegio de todo nacionalismo, que ya en el fondo odiabais hace tiempo, y libraros de él. Ya habéis hecho esto ampliamente, pero no suficientemente a fondo. Pues si hubierais cumplido enteramente ese desenvolvimiento en vosotros, podríais leer o escuchar palabras muy distintas sobre el pueblo alemán y la culpa colectiva, así como cualquier ofensa o provocación de todos los pueblos, sin sentir la menor confusión. Dad este paso enteramente hasta el fin y seréis superiores en valor humano a vuestro propio pueblo y a cualquier otro y estaréis un paso más cerca del Tao."


ALOCUCIÓN EN LAS PRIMERAS HORAS DEL AÑO 1946
(1945)

¡Amigos queridos! Un nuevo año nos llega con ignoradas promesas y amenazas, y aunque esta hora de la medianoche no significa más que cualquier otra hora de nuestra vida, la celebramos, sin embargo, como una fiesta, y ciertamente como una fiesta austera, y hacemos bien en ello, pues toda ocasión de sustraernos por una hora a lo cotidiano y realizar algo así como una reflexión, una inspección del pasado y del porvenir, una prueba y examen de conciencia, una liquidación y abstracción, es beneficioso para nuestra vida inquieta y depauperada. Solo la meditación sobre el correr del tiempo, sobre la caducidad de nuestra vida y de nuestras empresas, ya la realicemos con tristeza o con animosa alegría, significa algo así como una purificación y prueba, suena clara e inexorable como un diapasón golpeado en el caos de nuestros días y nos muestra cuan apartados estamos quizá en nuestro interior del puro acorde, de nuestro puesto en la armonía universal. Es bueno golpear de cuando en cuando este diapasón. Es bueno también cuando nos sentimos avergonzados por ello y nos sentimos heridos en nuestro sentido de la dignidad.
Y esta vez parece que este año nuevo, tan inmaculado aun, será algo enteramente singular e importante. Tras años de lucha y destrucción, esta Nochevieja, sin guerra, y con el mundo libre de infiernos y muertes, es la primera que pasamos sin oír sobre nuestras cabezas las grandes máquinas de destrucción, dirigidas en las tinieblas hacia
objetivos deplorables. Casi ya no nos atrevemos a pronunciar la palabra paz; es cierto que estamos llenos de desconfianza hacia esta desacostumbrada tranquilidad en el aire, pero esta desconfianza y esta preocupación por la fragilidad y amenaza de esta y de toda paz puede ayudarnos y nos ayudará también a pasar las bellas y medrosas horas de nuestro sacrificio, en tanto lanzamos sobre el mundo y sobre nosotros mismos una mirada reflexiva.
Otra vez hemos vuelto a acostumbrarnos durante unos años a vivir no unos años corrientes y privados, no una época humana y una vida humana, sino la Historia Universal, y otra vez, como tras todas las llamadas grandes épocas, hemos sentido un gran estremecimiento y fastidio. ¡Qué magníficamente y qué llenas de promesas resonaban en nuestros oídos las palabras Historia Universal cuando éramos escolares o jovencitos, cuántas veces añoramos de niños vivir y hasta participar en esta magnífica Historia mundial, que solo conocíamos por los libros y las estampas! Ay, ahora ninguno de nosotros quisiera tomar parte en ella. Con amargura hemos comprobado que la verdadera Historia Universal no es aquella de los libros escolares y de las ilustraciones de los libros de lujo, que no es un collar de perlas de grandes hechos, sino una oleada, un océano de grandes dolores. ¡Qué hartos estamos de todo lo grande con que nos han cubierto las noticias mundiales todos los días y año tras año, de la gran época, de las grandes batallas de tierra, mar y aire de todos los siglos, de este fantasmal y espantoso azuzamiento de los récords de lo horrible! Pero, después de todo, con la Historia Universal sucede lo mismo que con la vida y con la Humanidad. Así como hemos aprendido a considerar en la Historia Universal como los tiempos más bellos aquellos en los que menos se repara por la Historia Universal, así también cada uno de nosotros ha aprendido, poco a poco, a preferir los tiempos tranquilos y armoniosos a los tormentosos, por lo que el módulo con que medimos y apreciamos las cosas no es ninguna filosofía, sino simplemente el módulo de nuestro personal bienestar. Esto
es poco heroico y banal, pero tiene, al menos, el mérito de ser sincero.
¿Sería nuestra vida más alegre si prescindiéramos, en lo posible, de la Historia Universal, y sería el mundo más feliz si en vez de tener una Historia tuviera solo una existencia? Este pensamiento nos hace estremecer, nos parece pobre y vulgar, no nos parece nada aceptable. Y ahora surgen de los compartimientos del recuerdo, hace tiempo en desuso, muchas frases y versos de la sabiduría, como aquella frase de Goethe quizá, que dice: "Nada más difícil de soportar que una serie de días buenos." ¡Ah, y sin embargo, nos deseamos tanto los buenos días! Pero la Sabiduría sigue teniendo razón a pesar de esto: el hombre está lleno de deseos de dicha, y, sin embargo, no soporta la dicha por mucho tiempo. Así sucede en la vida de los solitarios: la dicha les fatiga, les vuelve indolentes, ¡al cabo de algún tiempo ya no es dicha! La felicidad es una flor hermosa, digna de ser amada, pero que se marchita fácilmente. Quizá ocurra así también con la Historia Universal, y haya de pagar las pocas y breves épocas, que nos parecen dulcificadas y envidiables, con las penas y los ríos de sangre y lágrimas de la Historia Universal.
Pero ¿qué hemos de desear si solo nos cabe elegir realmente entre el infierno de la vida heroica y las nimiedades de la vida sin Historia?
Aunque reflexionemos largamente sobre esto, no hallaremos al fin ninguna respuesta si no caemos en la cuenta de que la pregunta de qué es lo que debemos desear está planteada falsamente, de que es una pregunta enteramente inútil, de que es una pregunta completamente infantil. El prolongado estrépito de la guerra nos ha vuelto un poco infantiles, así parece, algo infantiles y primitivos, hemos olvidado hace tiempo casi todo lo que los grandes maestros de la Humanidad han encontrado y enseñado. Todos ellos nos han enseñado lo mismo desde hace miles de años, y todo teólogo, y también todo humanista, podría repetírnoslo con claras palabras, siendo indiferente que se inclinará más hacia Sócrates o Lao -Tse, hacia el sonriente o hacia el Redentor coronado de espinas. Todos ellos, y antes todos los sabios, los despiertos e iluminados, todos los verdaderos conocedores y maestros de la Humanidad han enseñado lo mismo, o sea que el hombre no debe desear ni la grandeza ni la dicha, ni el heroísmo ni la dulce paz, sino solo un espíritu puro, alerta, un corazón valiente, y la fidelidad y la cordura de la paciencia, para soportar tanto la dicha como el dolor, el ruido como el silencio.
Estos dones son los que deseamos. Todos ellos tienen el mismo origen. Provienen de Dios, no son otra cosa que la chispa divina en cada uno de nosotros. No sentimos esa chispa todos los días, dejamos de percibirla algún tiempo y nos olvidamos de ella, pero puede volver a caer sobre nosotros en un único instante, de repente, muchas veces en un instante de horror y de desesperación; otras, en un instante de venturosa quietud: contemplando el misterio del cáliz de una flor, escuchando unos compases de música, observando la mirada confiada de unos ojos infantiles. En estos instantes, que cada uno de nosotros conoce en su más elevada necesidad vital, aun cuando no pueda expresarlo con palabras, adivinamos el secreto de toda Ciencia y de toda felicidad, el secreto de la Unidad. Que Dios, el Uno, vive en cada uno de nosotros, que cada trozo de tierra es patria, que cada hombre es nuestro pariente y hermano, que el conocimiento de esta unidad divina desenmascara toda separación en razas y pueblos, en ricos y pobres, en credos y partidos, mostrándonosla como quimera y engaño; este es el punto al que regresamos cuando la temerosa necesidad o la delicada emoción abre nuestros oídos y conmueve nuestro corazón.
Queremos desear esta paz interior para nosotros y para todos aquellos que en este momento se retiran a descansar en sus casas bien seguras y para aquellos que sin casa ni cama han de saborear la miseria y la necesidad. Se la deseamos a los vencedores para que su victoria no les vuelva orgullosos y ciegos, y a los vencidos, para que no injurien el dolor que les ha sobrevenido y se lo deseen a otros, sino que estén dispuestos a sufrirlo y a escuchar la Palabra de Dios.
Todos sabemos, y nos hemos avergonzado cien veces de ello, que no somos capaces de perseverar duraderamente en esta paz y en este sencillo y buen conocimiento. Pero si comprendiéramos por una vez que el camino que conduce a una más noble y elevada Humanidad pasa únicamente por esta escuela, por la experiencia siempre repetida de la Unidad, por la comprensión siempre renovada de la sencilla verdad de que los hombres somos hermanos y procedemos de Dios, si alguna vez somos despertados y heridos por este rayo, no volveremos a dormirnos del todo ni a caer enteramente en la pesadilla febril de la actitud espiritual de donde proceden las guerras, las persecuciones de razas y todas las luchas fratricidas entre hombres.
Hemos contemplado año tras año lo horrendo, lo casi insoportable ya, y otros, menos favorecidos que nosotros, lo han padecido con todos sus tormentos corporales y espirituales, y lo siguen padeciendo aquí y allá, y como se han perdido entre sangre y lágrimas muchas de las opiniones y clasificaciones que en los buenos tiempos servían al hombre de tipo medio para ordenar el mundo, muchos han despertado, a muchos les ha golpeado la conciencia, muchos se han dicho: si sobrevivo a esto, seré un hombre distinto y mejor. Son, hoy como siempre, los homines bonae voluntatis, los hombres de buena voluntad, a los que Dios se ha revelado, a los que se les ha manifestado un trozo del misterio del mundo; a ellos solos y no a algunas naciones, estados, ligas u organizaciones les está confiado el Porvenir, ellos solos poseen la fuerza secreta de la fe.
Hace tiempo, en una noche sin sueño, estando desvelado a causa de la primera impresión causada por los horrores de Hitler, escribí una poesía, en la que, a pesar del horror, intenté confesar mi fe. Los últimos versos de la poesía decían:

Por esto es posible aún el amor entre nosotros.
Hermanos ofuscados y perdidos en la discordia,
El amor indulgente, el amoroso sufrimiento,
Y no el juzgar y el odiar,
Nos conducirá a la sagrada meta.



INTRODUCCIÓN A LA EDICIÓN DE 1946 DE "GUERRA Y PAZ"
(1946)

La redacción de este libro no fue para el autor ningún trabajo amable, pues no evocó ningún recuerdo amable ni conjuró ninguna imagen amada. Al contrario, cada una de sus frases trajo a mi memoria los momentos de dolor, de lucha, de aislamiento, de encono e incomprensión, de amargo aniquilamiento de ideales lisonjeros y agradables costumbres. Por esto, para oponer a estas sombras, que hoy son más odiosas y actuales que entonces, algo bello y luminoso, he conjurado en la dedicatoria de este libro una noble y querida figura amiga y con ella lo único bello y perdurable, que aquellas luchas y tormentos me causaron entonces. Olvidé mucho de los lamentables días del año 1914, en los que se originó el primero de estos artículos, pero no aquel día en que me llegó una cartita de Romain Rolland como una reacción simpática a este artículo, juntamente con el anuncio de su libro. Tenía un compañero de camino, uno que pensaba como yo, uno que sentía lo mismo que yo frente a la sangrienta sinrazón de la guerra y de la psicosis de guerra y se había levantado contra ella, y no era un cualquiera, era un hombre al que estimé altamente como autor de los primeros tomos del Jean Christophe (entonces no conocía otras obras suyas), y que era muy superior a mí en educación y conocimientos políticos. Desde entonces fuimos amigos hasta su muerte. Vivimos muy apartados espacialmente y crecimos en ambientes culturales y espirituales muy distintos para que yo pudiera ser su continuador y poder aprender mucho de él en Política. Yo había emprendido mi carrera política muy tarde, cuando ya casi tenía cuarenta años, despertado y sacudido por la horrible realidad de la guerra, profundamente extrañado de la ligereza con que mis colegas y amigos de entonces se habían puesto a disposición de Moloch, y sufrí entonces las primeras pérdidas en amigos, los primeros ataques, amenazas e insultos, con que en los llamados grandes tiempos acometían indefectiblemente los gregarios a los caminantes solitarios. Era dudoso si resistiría o si perecería en el conflicto que convirtió en un infierno mi vida, feliz hasta entonces y afortunada. Era bueno, era una salvación y una dicha saber de alguien que desde el campo enemigo, desde el lado francés, había hecho las mismas protestas de conciencia contra la exigencia de someterse y colaborar en la orgía del odio y del enfermizo nacionalismo. No he sostenido conversaciones políticas con Rolland, ni durante la guerra ni después, pero no sé si hubiera podido resistir aquellos años sin su apoyo o camaradería. Esto debió ser meditado entonces.
La historia de la génesis de este libro es la siguiente: está basado en las consideraciones sobre la guerra de 1914, aparecidas entonces casi todas en el Neuen Zürcher Zeitung. Era yo entonces (y seguí siéndolo hasta 1923) ciudadano alemán. Desde entonces nunca se me ha perdonado en Alemania que hubiera criticado el patriotismo y el espíritu guerrero, y como, al igual que hoy, inmediatamente después de la guerra perdida, cierta clase alemana se declaró pacifista e internacionalista y respondió a mis pensamientos con diversos ecos, la desconfianza hacia mí siguió despierta, y mucho antes de los primeros éxitos del nacional-socialismo formaba yo para la Alemania oficial entre los muy sospechosos, tolerándoseme solo por necesidad, pero siendo indeseable en el fondo. El partido hitleriano se vengó durante la época de su omnipotencia en mis libros, en mi nombre, en mi pobre editor berlinés.
Quien repase el índice de mi libro encontrará que solo en determinados años he tratado de cosas políticas o de actualidad. No puede concluirse de aquí que haya dormitado entre tanto y haya dejado que la Historia Universal sea Historia Universal. Para mi gran dolor, esto no me fue concedido, desde el primer horrible despertar en la primera guerra mundial. Y quien se ocupe de la totalidad de mi obra pronto notará que, aun en los años en los que no escribí ningún artículo de actualidad, nunca me abandonó el pensamiento en el infierno que ardía lentamente bajo nuestros pies, la sensación de amenaza de una próxima catástrofe y de una nueva guerra. Desde El Lobo de la Estepa, que entre otros libros era un angustioso llamamiento o advertencia ante la guerra de mañana, y que fue censurado o tomado a risa, hasta el mundo imaginario de El juego de los abalorios, tan lejos de la época y de la realidad al parecer, el lector tropezará continuamente con aquella sensación y aquel pensamiento, que también se pueden adivinar en las poesías.
Si llamo "políticos" a mis artículos, lo hago siempre entre comillas, pues en ellos no hay de político más que la atmósfera en que fueron redactados a veces. Por lo demás, son lo contrario de políticos, pues ninguna de estas consideraciones intenta llevar al lector frente al teatro del mundo y a sus problemas políticos, sino ponerle ante su propio interior, ante su conciencia puramente personal. Estoy en completo desacuerdo con los políticos de todas las tendencias, y nunca me dejaré convencer de que haya en el hombre, en el hombre aislado y en su alma, distritos a los que no llegan los estímulos e impresiones políticos. Soy individualista y considero el respeto cristiano ante cada alma humana como lo mejor y más santo del Cristianismo. Es posible que por esto pertenezca a un mundo medio muerto ya, que esté a punto de surgir un hombre colectivo sin alma individual, que ya existe aquí y allá, que desembarace a la Humanidad de todas las tradiciones religiosas como individualista. No es mi tarea desear o temer esto. Debo servir a los dioses que he reconocido como vivos y caritativos, y he intentado hacerlo también allí donde recibí por respuesta la enemistad o la burla. No fue nada bello ni cómodo el camino que tuve que recorrer entre las exigencias del mundo y las de la propia alma, no quisiera volver a hacerle, y terminó con tristeza y grandes desengaños. Pero estoy seguro de no haber cambiado de opinión ni de bandera cada dos años, como la mayoría de mis colegas y críticos, desde el primer despertar.
Mi conducta, mi reacción moral frente a todo acontecimiento político de importancia se ha producido siempre instintivamente y sin afectación alguna; desde aquel primer despertar de hace treinta años, mis opiniones no han vacilado nunca. Puesto que soy un hombre enteramente apolítico, siempre me sorprendió esta seguridad en el reaccionar, y frecuentemente he meditado sobre las fuentes de origen de este instinto moral, sobre los educadores y maestros que, sin que yo me preocupara sistemáticamente de la Política, influyeron sobre mí de tal manera, que siempre estuve seguro de mi juicio y poseí una más que mediana capacidad de resistencia ante las psicosis de masas y contagios espirituales de todas clases. Se debe declarar uno partidario de aquello que le ha educado y conformado, y después de meditar suficientemente la cuestión, debo decir que fueron tres influencias, fuertes y persistentes a lo largo de la vida, las que completaron mi educación. Fue el espíritu cristiano y casi enteramente antinacionalista de la casa de mis padres, fue la lectura de los grandes chinos, y fue la influencia, no menor, del único historiador al que me he entregado con confianza, respeto y agradecido sectarismo: Jacob Burckhardt.


CARTA A ADELE
(1946)

¡Querida Adis! Vuelvo a escribirte otra vez, y lo hago por ti y por mí, pues tú estás enferma y para mí, en esta soledad de mi existencia, inimaginable para ti, en la soledad de nuestra colina, es también una necesidad comunicarme de cuando en cuando con alguien, confiarme a alguna persona que, estoy seguro, no ha de comprenderme torcidamente ni ha de abusar de mí. Es cierto que no estoy solo, tengo a Ninón, la fiel camarada, pero el día es largo a veces, está rendida como todas las amas de casa, y, sin embargo, la obligo todas las noches a jugar al ajedrez y a leer en voz alta.
Me he propuesto escribirte esta mañana para enviarte un saludo, para recordarte los viejos tiempos. Pero no es tan fácil. Vuelvo a estar otra vez sin noticias tuyas; solo sé que te va mal, que deberías tener un tratamiento y unos cuidados que no hay entre vosotros, no sé siquiera si estás aún en vida, hermanita, y si lo supiera, podría ciertamente imaginarte a ti, pero no tu vida, tu casa, tu habitación, tu día. Tienes todavía una casa, lo que para vosotros representa mucho más que la dicha más anhelada, pero la casa está atestada de gente y rebosante de visitas, y nosotros no podemos imaginarnos todo lo que hacéis, habláis y pensáis entre vosotros ahí, así como tampoco vuestros cuidados ni vuestras alegrías, pues de todo tendréis seguramente; todo esto sucede en un país infinitamente lejano, extraño, oscuro, casi en otro planeta, en el que los cuidados y las alegrías, el día y la noche, el vivir y el morir tienen otras reglas, fórmulas y significados que entre nosotros. Esto sucede allá arriba, en la fabulosa Alemania, a la que hemos temido hasta hace poco a causa de su gusto por la agresión y por la crueldad, y a la que tememos hoy como a un vecino moribundo o muerto a la puerta de nuestra casa, ante el que nos horrorizamos, pues trae consigo la maligna y desconocida enfermedad y no es menos siniestro para nosotros en su muerte que lo fue en vida. No sé nada de las cosas en que y con que vives, los vestidos que llevas, el tapete de tu mesa, tus tazas y platos; no sé la proximidad a tu ventana de tanto horror: casas derruidas, calles y jardines destrozados; no sé qué influencia puede tener todo este horror y tristeza en vuestra vida cotidiana, hasta dónde cicatrizan las heridas o si han vuelto a abrirse las llagas.
Y no me lo imagino de otro modo, así como nosotros no podemos hacernos idea de vuestra vida, vosotros tampoco podréis figuraros la nuestra. Quizá penséis que seguimos viviendo como antes de la guerra, y hasta como antes de Hitler, pues nos hemos librado de ella, se dice que no hemos sufrido nada, que no hemos perdido nada, que no hemos hecho ningún sacrificio; nosotros, pequeños neutrales, somos a vuestros ojos como a los de los vencedores inmerecidamente felices, a los que no ha sucedido nada, que tienen y tuvieron un techo sobre sus cabezas y sopa en el plato todos los días. Cuando piensas en mi aldea y en mi casa, presumiblemente te imaginas una isla de paz, un pequeño paraíso, mientras nosotros estamos empobrecidos, preocupados y defraudados en lo mejor de la vida. Uno de nuestros amigos alemanes, en una polémica periodística sobre Suiza, no pudo reprimir expresiones como "zampones de tortas de almendra", y un afamado educador de vuestro país me ha dicho que un hombre como yo que durante la época de Hitler y de la guerra vivió tranquilamente en el Tesino, no tenía ningún derecho a hablar de la Alemania de hoy. En verdad que me tiene sin cuidado si tengo o no tengo derecho a hablar de la Alemania actual, y si lo tendré algún día; pero ello revela cómo nos ve el mundo. Estuvimos asentados en el soleado Tesino y comimos tortas de almendra; así de sencillamente se dejan ver y formular todas las complicaciones que en aquellos años experimentamos. Que nuestros hijos tuvieran que vestir año tras año la guerrera militar, cuando América no consideró conveniente dar efectos militares a su indignación contra Hitler; que por causa de Hitler y de las bombas de aviación fuera destruida toda la obra de mi vida, mientras los parientes y amigos de mi mujer eran alojados en los campos de concentración de Himmler, esto carece de importancia para las gentes endurecidas por la guerra y los apuros de todas clases. En resumen, visto desde donde se quiera, por todas partes, entre nosotros y aquello que está al otro lado de nuestras fronteras, se abre por ambas partes el abismo de la extrañeza, de la incomprensión y, naturalmente, el del no querer comprender también.
Para salvar este temeroso abismo y poder hablarte sin trabas ni máscaras, he de volver la espalda a todo lo momentáneo y evocar nuestros bienes y recuerdos comunes. Entonces todo está en orden. Tú eres Adis y yo soy Hermann, yo no soy suizo, tú no eres alemana, no existe ninguna frontera ni ningún Hitler entre nosotros, y si tú no puedes figurarte mi vida actual, ni yo la tuya, solo nos bastará pronunciar en el reino de nuestros mil recuerdos el nombre de un pariente, de un vecino, de una vecina, de una criada, o el de una calle, de un arroyo, de un bosquecillo, para que surjan las imágenes en toda su integridad y para que resplandezca la paz, la belleza y la fuerza existencial, que ya no tienen las imágenes deshilachadas y zarandeadas de nuestra última época.
Llegue o no mi carta a ti, he salvado el abismo y orillado la extrañeza y quiero hablar un rato contigo y recordar para ti y para mí aquel mundo de imágenes, que parece estar en la lejanía de la que no se torna nunca más, pero que se deja evocar tan lleno de presencia y de esplendor. Apenas si logro imaginarte en tu Alemania actual, en tu domicilio de hoy y entre tus muebles actuales; pero, sin embargo, te hallo en seguida y enteramente si pienso en la casa del Müllerweg en Basilea y en los castaños de Indias de su jardín, o en nuestra vieja casa de Calw, por la que se podían recorrer tantas escaleras y pisos, para desde el sobrado pasar al jardín, que estaba a la misma altura que el tejado, o en el camino de Möttlingen, con el que nuestra casa y vida estaba en buenas y amistosas relaciones desde los tiempos del doctor Barth y del famoso Blumhardt, y en las mañanas de domingo estivales, en que paseábamos juntos a través de los campos de trigo llenos de centaureas y adormideras y de los secos páramos con cardos de plata, al pie de los cuales florecían las gencianas de largo tallo. Si estuvieras allí podríamos entretenernos con la charla, tú harías surgir por todas partes cientos y cientos de imágenes, remozándolas en mí. También son ahora incontables como las flores de la pradera, y en tanto las recibimos y nos abrimos para ellas, no solo resurge la dorada leyenda de nuestra infancia, sino que se levanta también la imagen de un mundo que nos circundó, nos alimentó y educó, el mundo de los padres y abuelos, un mundo tan alemán como cristiano, tan suabo como internacional, en el que cada alma, y no solo las cristianas, tenía idéntico valor, y ni el judío ni el negro, ni el hindú ni el chino eran extraños o molestos. A través de la misión que nuestros padres y abuelos sirvieron, estos hermanos de color penetraron en nuestro mundo imaginativo y anímico, no solo conocíamos su país, sino que tratábamos a algunos de ellos, que llegaron hasta aquí y fueron nuestros huéspedes, y cuando había una visita de la India en casa del abuelo, ya fuera un indio o un occidental que regresaba de allí, se podía escuchar no solo el armonioso sánscrito, sino también voces y frases en varios idiomas de la India actual. Y en nuestra propia casa, en nuestra misma familia, ¡qué poco nacional, o nacionalista, era la atmósfera! Allí estaba, junto al abuelo suabo, la abuela de la Suiza francesa; nuestro padre era ruso-alemán, y de nosotros, los niños, el mayor, nacido en la India, era inglés; el segundo, como tenía que estudiar en Suabia, estaba naturalizado en Württemberg, y los demás éramos ciudadanos de Basilea, porque nuestro padre, durante sus años de residencia en Basilea, se había hecho empadronar allí. No eran ciertamente solo estas circunstancias las que nos incapacitaban de por vida para sentir un determinado nacionalismo, pero influían considerablemente. Es buena cosa para ambos que en medio del exceso de nacionalismos que hay en la Tierra, solo necesitemos recordar nuestra infancia y nuestro origen para inmunizarnos contra esta quimera. Así, pues, nunca has sido para mí una alemana, pero yo no he sido nunca para ti un zampatortas.
El último verano he hecho, con ayuda de Ninón, una nueva selección de mis poesías, la tercera en veinticinco años. Ha resultado un librito bello, manual y barato, y en la página siguiente a la que ostenta el título aparecen estas palabras: "Dedicado a mi hermana Adela." No has logrado verlo, pero quizá mi carta encuentre el camino hasta ti: entonces sabrás al menos que durante este trabajo, que fue también una mirada retrospectiva sobre mi vida, pensé en ti y te sentí junto a mí. Y después permití la publicación de una edición popular y barata de aquella narración titulada Bella es la juventud, esta novela es para mí, y también para ti, la más querida de todas las novelas de la época anterior a la guerra y a la crisis, porque conserva y describe fielmente nuestra juventud, nuestra casa paterna y nuestra patria de entonces. Pero cuando escribí esta novela no sabía enteramente qué clase de mundo era aquel en que habíamos crecido y nos había formado. Era un mundo de habla alemana y sello protestante, pero con perspectivas y relaciones sobre todo el mundo; era un mundo entero, único en sí, sano e intacto, un mundo sin agujeros ni velos fantasmales, un mundo humano y cristiano, en él que armonizaban tan exacta y justamente el bosque y el río, el corzo y la zorra, el vecino y las tías como la Navidad y la Pascua, el latín y el griego, Goethe, Matthias Claudius y Eichendorff. Este mundo era rico y vario, pero estaba ordenado, exactamente centrado, y nos pertenecía, como nos pertenecía el aire y la luz del Sol, la lluvia y el viento. ¿Quién hubiera podido pensar que este mundo enfermaría, que enfermaría de muerte, que se cubriría de una costra mortal, de una lepra de semirrealidad y de irrealidad, que se ocultaría tras una bruma hasta llegar a un completo extrañamiento, que nos sería arrebatado para dejarnos en su lugar el fantasmal desorden y la insustancialidad de la imagen del mundo actual? ¿Quién hubiera podido entrever esto antes de que la guerra y las diabluras le forzaran a ello?
El poder volver a él, el llevar interiormente la imagen de un mundo entero, limpio, sano y ordenado y el poder hablar con este mundo es nuestro gran tesoro y nuestro resto de felicidad, y no el tener aún brazos y piernas, techo y comida. No solo tenemos en él un mundo divino, bellamente creado y noble, en el que poder refugiarnos, en el que poder encontrarnos mutuamente en esta hora presente tan extraña y en el que podemos saber todo uno de otro; también tenemos en él algo que no tendrán ya nuestros hijos y nietos, o de lo cual solo percibirán un débil resplandor. Allí te busco, a la sombra de los abuelos y en el rumor de los árboles de entonces, y te vuelvo a encontrar, joven y alegre, y tú también encuentras en este paraje solo la imagen joven y sana de mi persona. Pensamos en las flores de ardiente amor y en las floxias del jardincillo de nuestra madre y en las figurillas y telas indias del armario de los abuelos, en el aroma de una cajita de madera de sándalo, y en las nubes de humo de tabaco en el cuarto de estudio del abuelo, y nos guiñamos un ojo mutuamente, y vemos sobresalir la torre de la iglesia calvinista, y arriba, en la galería, junto a las campanas, vemos a los músicos de la ciudad ejecutar en las mañanas de domingo un coral, el mismo coral que ya conocíamos por Gerhardt o por Tersteegen y por Johann Sebastián Bach, y entramos en el cuarto bonito, donde en Navidades está el árbol y el belén y donde en una estantería junto al piano se alinean los volúmenes de coros y canciones, las de Silcher y las de Schubert, y las partituras de piano de nuestros oratorios. Sí, y luego había también en casa el otro Schubert, que era un busto colocado encima de un armario en el vestíbulo, y que representaba al doctor Gotthilf Heinrich Schubert, el autor del Simbolismo de los sueños y de la Historia del alma, que en otro tiempo estaba también en buenas relaciones con la casa. En este espacioso vestíbulo, enlosado con grandes lanchas de arenisca roja, o en la sala trasera, junto a los miles de libros, eran escondidos los huevos de Pascua, cuando el tiempo estaba desapacible y no se podía salir al jardín, en cuyos hermosos ramilletes de flores y hierbas y helechos enanos se les podía ver resplandecer pintados de amarillo siena. En todos estos parajes perduraba el espíritu del abuelo, aun después de su muerte; era necesario pensar en él al volver a casa en vacaciones. Le habíamos temido muchas veces, pero muchas más habíamos venerado y querido al sabio y mago hindú, y ¡cómo y qué conmovedoramente espantó un día el temor que yo sentía ante él, trocándolo en broma! Tenía yo catorce años y había cometido una travesura, me había escapado de la escuela, la abadía de Maulbronner. Al día siguiente de mi regreso a casa fue inevitable presentarme ante él, saludarle y escuchar su juicio y sentencia sobre mí. Latiéndome fuertemente el corazón subí la pequeña escalera que conducía a su estudio, llamé, entré, me acerqué al barbado anciano que estaba cómodamente arrellanado en el sofá y le tendí la mano. ¿Y qué es lo que me dijo el temido, el omnisciente? Me miró con afecto, consideró mi rostro pálido y angustiado, sonrió casi burlón y pronunció estas palabras: "He oído, Hermann, que has hecho un Genie - Reisle." Así llamaban en sus tiempos de estudiante a estas escapadas. Y no habló más del asunto.
De aquí, del abuelo y de los padres, irradia todo lo que ha hecho bella nuestra juventud y fructífera, cálida y afectuosa nuestra vida posterior. La bondadosa prudencia del abuelo, la inagotable fantasía y fuerza amorosa de nuestra madre y la refinada capacidad de sufrimiento y la sensible conciencia de nuestro padre nos han educado, y aunque nunca podamos equipararnos en rango a ellos, hemos sido educados por su ejemplo y hemos derramado su resplandor por el mundo cada vez más sombrío y extraño. Tampoco hemos renegado ninguno de los dos del culto a los antepasados y hemos dedicado muchos trabajos y páginas a su memoria. Esto tampoco se perderá, aunque nuestros libros sean recogidos, destrozados y quemados. Con la misma rapidez que pasa lo irreal y artificioso, así desaparecen los reinos milenarios y otras magnificencias, así está sujeto al tiempo todo lo que pertenece a un mundo realmente esencial, orgánico y sano. Así lo vemos cuando comparamos nuestros recuerdos de juventud con los de la época fantasmal de la guerra y de los dictadores: estos son, a lo más, sombras y telas de araña, pero aquellos son rotundos, concretos y policromos como la vida.
Si dejamos a un lado nuestra edad y nuestra pobreza por un momento, seremos de nuevo ricos y príncipes, como cuando te traía en vacaciones mis poetas o los cuadros de mis pintores y contigo era su huésped. Es cierto que no podemos hacer esto a todas horas y sí solo en los buenos y raros momentos, nuestra vida es la de los viejos y resignados, y poco nos importa verla prolongarse. Pienso que ahí, entre vosotros, no se temerá mucho a la muerte ni se despreciará su valor; en esto, como en muchas otras cosas, nos lleváis gran ventaja.
Muchas veces siento deseos de hablar contigo sobre esto y aquello, cosas que yo veo de manera distinta a como lo ve el presente. ¡Pienso en hombres que han pasado entre vosotros como luminarias encendidas y nadie les ha visto! Mientras una docena de monos locos, llamados grandes hombres, danzaba, los otros vivieron ante vuestros ojos, y fue como si no vivieran, se miraba por encima de ellos, no tenía nada que decir. Uno de ellos fue mi querido Hugo Ball; ahora, muchos años después de su muerte, son descubiertos aquí y allá sus libros inquietantes. Otro era Christoph Schrempf; solo le conoce un círculo de amigos, su obra con diecisiete volúmenes continúa siendo desconocida y por descubrir; se estaba y se está ocupado con otras cosas; se abandona al porvenir el hacerle justicia; la gente prefiere devorar el papel salido de las manos de los consejeros privados que al noble pan que nos ofrecen sus manos bondadosas. ¡El mundo no es tan rico todavía, ni capaz de semejante derroche! Yo creo que él y su obra no están perdidos ni han existido en vano, como no es vana toda noble acción y toda muerte en el martirio en medio de la abominación de estos tiempos fantasmales. Si con algo puede curarse el mundo y rehacerse y purificarse la Humanidad es con los hechos y sufrimientos de aquellos que no se sometieron ni se dejaron comprar y prefirieron perder la vida antes que su humanidad, y a ellos pertenecen también los monitores y maestros como Schrempf, cuya obra podrá comprobar la posteridad en toda su grandeza. A veces es como si no hubiera en el mundo nada real y verdadero, ni Humanidad, ni bondad, ni verdad; pero ellos están ahí, y no quisiéramos ser de aquellos que los han olvidado.
Bello era el sol septembrino en aquellos días de vacación de nuestra infancia, cuando comíamos pastelillos de ciruelas bajo el viejo castaño y los muchachos disparaban contra las águilas, como el abogado de los pobres Siebenkäs había hecho también. Bellos eran los ocultos caminos en el alto abetal, con los helechos y las flores rojas de digital, y nuestro padre se detenía a veces junto a un abeto albar, hacía una sangría en su corteza con la navaja y recogía en un frasco unas gotas transparentes de resina, conservándolas por si era necesario extenderlas algún día sobre una pequeña herida, o por olerlas solamente de cuando en cuando. Este hombre sencillo era un entendido y un catador de aires y aromas, del oxígeno y el ozono, este hombre que no se concedía ningún goce ni vicio. Me gustaría volver a ver su sepultura en el cementerio de Korntaler, tan bello en aquel tiempo, pero en nuestra situación no se pueden tener tales deseos.
Si yo supiera escribir aquellas cartas que nuestra madre escribía en otros tiempos, podrías conocer muchas cosas de nuestra vida actual. Pero no puedo hacerlo, y quizá nuestra querida madre, la gran narradora, hubiera enmudecido hoy. Pero no, ella hubiera dominado esto, hubiera puesto orden en el caos de esta vida y hubiera sabido hacerlo descriptible.
Escribiéndote se me ha pasado el día; la nieve azulea pálida a través de la ventana; he encendido la luz y estoy tan cansado como solo pueden estarlo los viejos.
No hay que acostumbrarnos a satisfacer todos los deseos. Pero ahora quiero acabar aquí esta carta, que no será la última que te escriba.


UNA CARTA A ALEMANIA
(1946)

¡Es singular lo que sucede con las cartas de su país! Durante muchos meses, una carta de Alemania significó para mí un extraordinario y casi siempre un alegre acontecimiento. Traía la noticia de que seguía viviendo algún amigo, del que no sabía hacía tiempo y por el que sentía temor. Y significaba una pequeña relación, aunque solamente casual e incierta, con el país que habla mi idioma, al que he confiado toda la obra de mi vida, el que hasta hace unos años me ha dado también mi pan y la justificación moral de mi trabajo. Una carta así es siempre sorprendente, llega dando prodigiosos rodeos, no contiene habladurías, sino cosas importantes, ha sido escrita frecuentemente con premura, en unos minutos, mientras espera un coche de la Cruz Roja o un viajero que regresa, o llega habiendo sido escrita en Hamburgo, Halle o Nürenberg, después de dar un rodeo de meses por Francia o América, adonde la llevara quizá un amable soldado que regresaba a su patria con permiso.
Otras veces las cartas eran más frecuentes y largas, y muchas procedían de los campos de concentración de prisioneros de todos los países, tristes pedazos de papel de los campos de alambre espinoso de Egipto, Siria, Francia, Italia, Inglaterra, América, y entre estas cartas había muchas que no me causaban ningún placer, pasándoseme pronto el gusto de contestarlas. En la mayoría de estas cartas de prisioneros había muchas lamentaciones, amargos insultos, peticiones de ayuda imposibles, se criticaba burlescamente a Dios y al mundo, y a veces se amenazaba directamente con la próxima guerra. Había nobles excepciones, pero eran raras. Por lo demás, solo hablaban de los sufrimientos que habían de padecer y se lamentaban amargamente de la injusticia de la larga cautividad. De lo demás, de lo que habían hecho al mundo durante años enteros como soldados alemanes, no decían nunca una palabra. Siempre recordaré una frase de un libro de guerra alemán de la época de la penetración en Rusia. El autor, inocente por lo demás y tolerablemente libre de mentalidad nazi, declaraba en dicho texto que la idea de tener que morir no preocupaba poco ciertamente a cada soldado, mientras que la otra, la de tener que matar, era puramente una cuestión táctica. Todos estos remitentes abandonaban a Hitler, ninguno se sentía culpable.
Un prisionero en Francia, que ya no era un niño, sino un industrial y padre de familia, con un título de doctor y con buena formación, me planteó la pregunta siguiente: ¿Qué hubiera debido hacer, según mi opinión, un alemán de buenos sentimientos y razonable en los años de Hitler? No hubiera podido impedir nada, no hubiera podido hacer nada contra Hitler, pues hubiera sido una locura, le hubiera costado el pan y la libertad, y hasta la vida en fin. Yo solo pude responder así: La devastación de Polonia y Rusia, el cerco y la loca defensa de Stalingrado hasta su amargo fin no dejó de tener presumiblemente su peligro y, sin embargo, los soldados alemanes lo realizaron con abnegación. ¿Y por qué habían descubierto a Hitler antes de 1933? ¿No debieron conocerle al menos después del intento revolucionario de Munich? ¿Por qué sabotearon casi unánimemente el único fruto de la primera guerra mundial, la República alemana, en vez de protegerla y cuidarla; por qué votaron unánimemente a Hindenburg y más tarde a Hitler, bajo cuyo dominio era ciertamente peligroso ser un hombre decente? También recordé incidentalmente a mi comunicante que la miseria alemana no había empezado con Hitler, y que ya en el verano de 1914 el júbilo ebrio del pueblo por el villano ultimátum de Austria a Serbia debería haber despertado, en realidad, a muchos. Le referí lo que Romain Rolland, Stefan Zweig. Frans Masereel, Annette Kolb y yo tuvimos que luchar y sufrir en aquellos años. Pero nadie aceptó esto y, sobre todo, nadie quiso escuchar ninguna respuesta, nadie quiso discutir realmente, nadie quiso aprender y pensar de verdad.
Otra vez me escribió un venerable y anciano sacerdote de Alemania, un hombre piadoso, que resistió valientemente y sufrió mucho bajo Hitler: hacía poco que había leído mis notas sobre la primera guerra mundial, escritas hacía veinticinco años, y hubo de aprobarlas palabra por palabra como alemán y como cristiano. Pero honradamente hubo de añadir también que si estos escritos hubieran caído entre sus manos entonces, cuando eran nuevos y actuales, los hubiera arrojado con indignación, pues entonces, como todo alemán decente, era un esforzado patriota y nacionalista.
Llegaron cartas a montones, y ahora, desde que vienen de nuevo por el correo ordinario, cae sobre mi casa a diario un pequeño diluvio de ellas, más de lo que sería bueno y de las que yo puedo leer. Son cientos los remitentes, pero en el fondo solo hay cinco o seis clases de cartas. Con excepción de los pocos documentos enteramente verídicos, enteramente personales y originales de esta gran época de necesidad - y entre estos pocos está su carta, como uno de los mejores -, estas escrituras son expresión precisa y reiterada de posturas y necesidades, demasiado fáciles de reconocer con frecuencia. Muchos de sus autores quieren asegurar consciente o inconscientemente su inocencia respecto a la desdicha alemana, parte al destinatario, parte a la censura y parte a sí mismos, y no pocos tienen, sin duda, buenos motivos para este empeño.
Ahí están, por ejemplo, todos aquellos conocidos, que antes me escribían durante años, pero que dejaron de hacerlo, sospechando que con su correspondencia conmigo podrían atraerse una vigilancia muy desagradable. Ahora me comunican que siguen viviendo, que siempre pensaron en mí con afecto y que me envidiaron por mi suerte de vivir en el paraíso de Suiza, y que ellos, como yo podía comprender, nunca simpatizaron con aquellos malditos nazis. Pero muchos de ellos fueron miembros del partido durante muchos años. Ahora dicen que durante todos esos años estuvieron siempre con un pie en el campo de concentración, y yo he de responderles que solo puedo tomar en serio a aquellos enemigos de Hitler que tuvieron los dos pies en el campo de concentración, y no a los que tuvieran un pie en este y otro en el partido. También les recuerdo que durante los años de la guerra, en el paraíso de Suiza tuvimos que tener cuenta a diario con la visita amistosa y vecinal de los diablos pardos, y que en nuestro paraíso nos esperaba a la gente de las listas negras la prisión y la horca. Con todo, he de conceder que, de cuando en cuando, los nuevos ordenadores de Europa nos han entretenido a los que éramos el garbanzo negro de la familia con cebos atractivos. Así fui invitado, con gran asombro mío, por un confederado y compañero de renombre, a ir a Zürich a sus expensas para tratar con él de mi ingreso en la Liga de los Colaboradores europeos, fundada por el Ministerio Rosenberg.
Luego hubo también viejas y sinceras aves de paso, que me escribieron diciendo que hacia el año 1934, después de duras luchas internas, entraron en el partido, con la única intención de servir de contrapeso saludable frente a los lamentos demasiado salvajes y brutales, y etcétera, etcétera.
Otros tenían complejos más privados, y no obstante vivir en profunda miseria y rodeados de cuidados verdaderamente importantes, encontraban papel y tinta y tiempo y ganas en abundancia para expresarme en largas cartas su profundo desprecio hacia Thomas Mann y su sentimiento o su indignación por haber intimado yo con semejante persona.
Otro grupo estaba formado por aquellos colegas y amigos de tiempos pasados que de modo manifiesto habían empujado el carro triunfal de Hitler. Estos me escriben ahora cartas conmovedoramente amistosas, me cuentan su vida detalladamente, los daños que han sufrido a causa de los bombardeos y sus problemas familiares; me hablan de sus hijos y de sus nietos; como si nada hubiera pasado, como si no hubiera nada entre nosotros, como si no hubieran participado en la matanza de los parientes y amigos de mi mujer, que es judía, como si no hubieran colaborado en la tarea de desacreditar mi obra y de destruirla finalmente. Ninguno de ellos dice que lo lamenta, que ahora ve las cosas de otro modo, que entonces estaba ofuscado. Ninguno de ellos dice tampoco que ha sido nazi y seguirá siéndolo, no se arrepiente de nada, mantiene sus opiniones. ¿Qué nazi es capaz de reconocer su error cuando las cosas van mal? ¡Ah, es para ponerse malo!
Un pequeño número de comunicantes esperaba de mí que confesara mi culpa a Alemania, que volviera allí, que colaborara en la reeducación. Pero es mucho mayor el número de los que me piden que alce mi voz en el mundo, y que, como neutral y como representante de la Humanidad, proteste de los abusos u omisiones de las fuerzas de ocupación. ¡Así de extraño al mundo, así de carente de concepto del mundo y del presente, así de conmovedora y vergonzosamente infantil es todo esto!
Posiblemente no le parezcan a usted asombrosos todos estos desatinos, infantiles en parte, en parte malignos, posiblemente los conozca usted mejor que yo. Me dice usted que me ha escrito una larga carta sobre la situación espiritual de su pobre país, pero que, por temor a la censura, no la ha puesto en el correo. Pues bien, yo quisiera darle solamente una idea de lo que llena la mayor parte de mis días y horas, y también quisiera declarar con esto por que he mandado imprimir esta carta a usted dirigida. No puedo contestar, naturalmente, a todo este montón de cartas, en la mayoría de las cuales se me piden cosas imposibles, y, sin embargo, hay entre ellas algunas a las que me parece que no puedo sustraerme del todo. A sus autores envío esta carta impresa en agradecimiento de su preocupación bienintencionada por mi existencia.
Su amable carta no puede ser catalogada en ninguna de estas categorías, pues no contiene ni una sola palabra rutinaria, ni contiene - ¡cosa prodigiosa en la Alemania de hoy! - ni una palabra de queja o recriminación. Su carta bondadosa, prudente y valiente me ha hecho mucho bien, y lo que en ella se refiere a su propio destino me ha conmovido profundamente. ¡Usted también, como nuestro fiel amigo, ha sido vigilado largo tiempo, ha sido encerrado en las cárceles de la Gestapo, y hasta ha sido condenado a muerte! Me he horrorizado leyendo su carta, sobre todo al saber que la mía, a pesar de todas las precauciones, le ha acarreado disgustos; pero, en realidad, sus noticias no me han sorprendido. Pues yo nunca le he imaginado a usted con un pie en la prisión o en el campo de concentración y con el otro en el partido, sino que nunca he dudado de que, como corresponde a sus ojos limpios y a su cordura, siempre ha estado valiente y vigilante en el lado bueno. Y siempre debió estar allí en grandísimo peligro.
Ya ven que puedo hacer poco con la mayoría de mis comunicantes alemanes. Me hallo en una situación muy parecida a la del final de la primera guerra mundial, y soy ciertamente más viejo y más desconfiado que entonces. Igual que hoy todos mis amigos alemanes están de acuerdo en condenar a Hitler, así lo estaban entonces, cuando se proclamó la República alemana, para condenar el militarismo, la guerra y la violencia. Se confraternizó universalmente, algo tarde, pero cordialmente, con nuestros enemigos. Gandhi y Rolland fueron venerados casi como santos. "¡No más guerras!" rezaba la consigna. Pero unos años mas tarde Hitler pudo aventurar su Putsch de Munich. Por eso no tomo yo muy en serio la actual unanimidad en la condena de Hitler, no veo en ella la menor garantía de un cambio de sentido político, ni tampoco de un conocimiento y experiencia políticos. Pero sí tomo más en serio el cambio de sentido, la purificación y maduración de aquellos solitarios, a los cuales, en medio de una monstruosa necesidad, en medio del ardiente martirio de estos años, se les ha abierto la senda hacia el interior, el camino hacia el corazón del mundo, se les han abierto los ojos sobre la eterna realidad de la vida. Estos que están despiertos han sentido, experimentado y sufrido el gran misterio, lo mismo que yo lo experimenté en los amargos años siguientes a 1914, solo que ahora sucede bajo una presión mucho mayor, bajo dolores más duros y, sin duda, son innumerables los que caen en el camino hacia este suceso y despertar antes que puedan alcanzar la madurez.
Tras el alambre espinoso de un campo de concentración de África me escribe un capitán alemán, recordando La casa de los muertos, de Dostoievski, y Siddhartha, comunicándome sus esfuerzos por recorrer, en medio de una vida despiadada, que no permite estar solo ni un instante, la senda del abismamiento y llegar al interior, "sin que la voluntad de separarse de todo primer término sea definitiva". Un prisionero de la Gestapo me escribía: "He aprendido mucho en la prisión, y ya no me abruman las preocupaciones burguesas." Estas son experiencias positivas, son testimonios de la vida real, y podría aducir muchas otras, frases semejantes si tuviera tiempo y ojos para releer todas estas cartas.
Su pregunta sobre mi estado se puede responder con prontitud. Estoy viejo y fatigado, y la destrucción de mis obras, iniciada por el Gobierno de Hitler y rematada por las bombas americanas, ha dado a mis últimos años el tono de la decepción y de la pena. Me consuela pensar que sobre este tono se pueden orquestar aún algunas pequeñas melodías, y que puedo vivir todavía muchos momentos en lo intemporal. Por otra parte, aún queda algún residuo de mi obra, de cuando en cuando hago una reimpresión de algún libro agotado hace tiempo. Estas nuevas ediciones suizas son poco más que un gesto, pues no existen, naturalmente, más que para Suiza.
La vejez y la esclerosis hacen progresos, a veces la sangre se resiste a circular como es debido por el cerebro. Pero estos males tienen también al fin su lado bueno: no se percibe ya todo con toda claridad y fuerza, se dejan de oír muchas cosas y, sobre todo, no se sienten los golpes ni los alfilerazos, y una parte del ser, que antes llamaba Yo, está ya allí donde pronto estará el todo.
Entre las cosas buenas, para cuya percepción y goce tengo todavía órganos, que aún me causan alegría y todavía pueden paliar la oscuridad, están los signos, escasos pero evidentes, de la supervivencia de una verdadera Alemania espiritual, que yo no busco ni encuentro en la actividad de los creadores de cultura ni en los demócratas actuales de su país de usted, sino en las afortunadas manifestaciones de decisión, vigilancia y valentía, de confianza y disposición nada ilusorias, que su carta revela. Le doy mil gracias por ello. Cuidad el germen, permaneced fieles a la Luz y al Espíritu, sois muy pocos, pero quizá seáis la sal de la tierra.


PALABRAS PARA EL BANQUETE
CON MOTIVO DE LA CONCESIÓN DEL PREMIO NOBEL
(1946)

Al tiempo que os saludo cordial y respetuosamente en vuestra solemne reunión, quiero expresaros, ante todo, mi sentimiento por no poder ser vuestro huésped, por no poder saludaros y daros las gracias. Siempre he tenido una salud muy delicada, y las fatigas de los años 1933 y siguientes, que destruyeron toda mi obra en Alemania y a mí me han impuesto deberes cada vez más duros, me han convertido en un inválido permanente. Sin embargo, me encuentro sano espiritualmente y me siento unido con ustedes, ante todo por el pensamiento, que es el fundamento de la Institución Nobel, el pensamiento de la supranacionalidad e internacionalidad del espíritu y su obligación de servir, no a la guerra y a la destrucción, sino a la paz y a la reconciliación. Considero que el Premio que se me ha concedido es, al propio tiempo, un reconocimiento de las letras alemanas y de la aportación alemana a la Cultura, y veo en él un gesto de reconciliación y de buena voluntad, de preparar la cooperación espiritual de todos los pueblos.
Mi ideal no es, sin embargo, en modo alguno borrar el carácter nacional en favor de una Humanidad espiritualmente uniformada. ¡Oh, no, que viva muchos años la diversidad, la diferenciación y graduación en nuestra amada Tierra! Es magnífico que haya muchas razas y pueblos, muchos idiomas, mucha variedad de mentalidades y de concepciones del mundo. Si odio y aborrezco implacablemente la guerra, las conquistas y anexiones, lo hago, entre otras muchas razones, porque estos tenebrosos poderes exigen el sacrificio de tantas culturas históricas, altamente individualizadas y ricamente diferenciadas. Yo soy enemigo de los grands simplificateurs y soy amante de la calidad, de lo bien acabado, de lo inimitable. Por esto saludo, como el más agradecido invitado y colega, a vuestra patria, Suecia, a su idioma y cultura, a su rica y orgullosa Historia, a su empeño en conservar y perfeccionar su carácter natural.
Nunca estuve en Suecia, pero he recibido de dicho país muchas satisfacciones y alegrías desde aquel primer regalo que Suecia me envió: fue hace más de cuarenta años, consistió en un libro sueco, la primera edición de las Leyendas de Cristo, con una dedicatoria autógrafa de Selma Lagerlof. A lo largo de los años he mantenido un valioso intercambio con vuestro país, hasta el último gran regalo, que me ha sorprendido mucho. Me siento profundamente agradecido.


AGRADECIMIENTO Y CONSIDERACIONES MORALIZADORAS
(1946)

Con estas líneas quisiera agradecer amistosamente las felicitaciones recibidas con motivo del Premio Goethe que me han otorgado. Mis sentimientos y pensamientos al recibir estas felicitaciones fueron tan diversos que me costaba trabajo expresarlos en parte al menos. Ruego a mis amigos que reciban con indulgencia la cosa.
Muchos de ellos se admirarán, y hasta se escandalizarán quizá, de que haya aceptado esta distinción, y en verdad que mi primera reacción, puramente instintiva, no fue decir sí, sino no. Por una reacción inconsciente se llega a consideraciones como esta: Para un hombre fatigado y viejo como yo sería una carga más. Además, podría despertar la apariencia de una especie de reconciliación con la Alemania oficial. Y sería falso y grotesco en sí aceptar del país, cuya bancarrota compartí por segunda vez en toda su intensidad, bajo la figura de este premio, una especie de satisfacción o arreglo por la obra literaria que le confié. No, me dije en este primer movimiento, lo que yo debería esperar y exigir razonablemente de Alemania sería mi simple derecho, sería mi rehabilitación de la afrenta sufrida bajo el mando de Goebbels y Rosenberg, sería la restauración de mi obra, o al menos de parte de ella, y la correspondiente recompensa por mi trabajo en forma de dinero y pan. Pero en Alemania, en cuyo poder está concederme esto, no lo hay. ¡Y cuan espinosas y embrolladas, cuan difíciles eran desde la primera gran guerra las relaciones entre este misterioso, grande y caprichoso pueblo y yo! Precisamente en los días que precedieron a mi decisión sobre la aceptación del Premio, volvieron a recibirse de Alemania verdaderos montones de cartas afrentosas, y yo las recibí, después de todo, más bien como expresión adecuada de las relaciones entre mí y este pueblo, cuyo lenguaje era mi instrumento y mi patria espiritual, y cuya conducta política en el mundo he examinado siempre con creciente repulsa desde 1914 y he comentado también suficientemente.
Pero tan pronto como estas primeras ideas se me hicieron conscientes, surgieron otras contrarias igualmente buenas. Este honor no me era ofrecido por aquella Alemania, que ya no existe, sino por la amada, antigua, buena, democrática, judía y cultivada ciudad de Frankfurt, que tan odiada era para los Hohenzollern desde las sesiones en la iglesia de San Pablo, y por un comité que, en los días de prueba más difíciles bajo Hitler, se comportó no solo con decencia, sino con verdadera valentía, y que sabía también que con mi elección aquel estrato del pueblo del que proceden las cartas de odio, aquel estrato momentáneamente vencido, pero no desaparecido en modo alguno del mundo, aquel estrato de fanáticos nacionalistas se convertiría otra vez en enemigo.
Si la concesión del Premio hubiera significado alguna ventaja material para mí, naturalmente que no lo habría podido aceptar. Sin embargo, no es este el caso; el importe en dinero queda en Alemania y será regalado.
Los premios y los honores no son lo que creíamos que eran en nuestros años mozos. No son, desde el punto de vista del recipiendario, ni un placer y fiesta, ni son algo merecido por él. Son un pequeño ingrediente del complicado fenómeno, basado en gran parte sobre errores, que se llama fama, y deben ser aceptados como lo que son: como intentos del mundo oficial de defenderse de su perplejidad frente a los progresos no oficiales. Es por ambas partes un gesto simbólico, un acto de costumbre y cortesía.
Que el premio lleve el nombre de Goethe prohibe de antemano al que lo recibe sentirse quizá digno de él. La mayoría de los receptores anteriores no habrán hecho esto tampoco. Nosotros, los hijos de una época ruin, no debemos compararnos ni con el poeta ni con el hombre que fue Goethe. Siempre recuerdo algunas de sus manifestaciones sobre el carácter de los alemanes con una sonrisa, y en muchos momentos me imagino que Goethe, si fuera coetáneo nuestro, aprobaría regularmente mi diagnóstico de las dos enfermedades mayores de la época. Dos enfermedades del espíritu son a mi entender las causantes del estado actual de la Humanidad: el delirio de la Técnica y el delirio del Nacionalismo. Ellas dan al mundo contemporáneo su carácter y su conciencia propia, ellas nos han deparado dos guerras mundiales junto con sus consecuencias, y hasta que se apacigüen seguirán madurando otras secuelas semejantes.
La oposición contra estas dos enfermedades mundiales es hoy la tarea más importante y la justificación del espíritu en la Tierra. Mi vida ha servido también a esta oposición, una pequeña ola en la corriente.
En cuanto a lo moral, para nosotros, la gente vieja, sobre todo cuando no nos va bien, el mundo es, ante todo, un fenómeno y un problema morales, y tan pronto tiene un aspecto horroroso, como un aspecto triste. Pero para el niño, para el piadoso dedicado a Dios, para el poeta, para el sabio, el mundo es algo enteramente distinto y tiene mil caras, indeciblemente agradables. Y si hoy hago un poco de uso del derecho de costumbre de los viejos y moralizo, no quiero olvidar que, mañana o pasado mañana, ya sea antes o después de la muerte, volveré a ser presumiblemente un poeta, un piadoso, un niño, y el mundo y la Historia Universal no serán ya para mí un problema moral, sino que aparecerán ante mis ojos otra vez como un espectáculo eterno, divino, como un libro de estampas.
Y nuestra Europa enferma de muerte, después de haber renunciado enteramente a su papel directivo y activo, volverá a ser quizá una idea cargada con un alto valor, un silencioso golfo colector, un tesoro de los más nobles recuerdos, un refugio para las almas, en el sentido quizá en mis amigos y yo hemos usado hasta ahora la palabra Oriente.


A UN JOVEN COLEGA DEL JAPÓN
(1947)

Querido colega: Su larga carta de enero, que llegó en la época de floración de los cerezos, es en realidad el primer saludo de su país, después de varios años de silencio, que ha acertado con el camino hasta mí. Y en muchos signos puedo ver que realmente, como usted dice, su saludo y llamada viene de un mundo violentamente conmovido, de un mundo caído, al parecer, en el caos. Supone y busca en mí y en mi país la envidiada isla de paz, un mundo del espíritu no derruido todavía, una reconocida y valedera jerarquía de valores y fuerzas. Y en muchos aspectos tiene usted razón. Su carta apasionada, al mismo tiempo que creyente y angustiosa, ha sido escrita entre las ruinas de una gran ciudad en ruinas, donde costó trabajo hacerse con el papel y el sobre necesarios para ello, y aterrizó aquí, traída por una amable cartera rural, en la paz de una casa y de una aldea incólumes, donde los cerezos en flor llenan el verde valle y se puede oír a todas horas el canto del cuclillo. Y como su carta es la de un joven para un anciano, no encuentra ningún caos en lo espiritual, sino cierta ordenación y salud, que no es ciertamente una ordenación y estabilidad llevada a la vida espiritual desde una posición occidental, desde una herencia mejor o peor conservada de fe y de costumbres, sino que es la existencia insular de un solitario, que prosigue en medio del caos una tradición que sigue sin ser destruida. De estos solitarios, de estas viejas gentes decorosamente educadas en lo espiritual hay bastantes entre nosotros, no son en su mayoría ni despreciadas, ni ridiculizadas, ni perseguidas en absoluto, sino al contrario, se las aprecia, se está contento con ellas, se las conserva en medio de este ocaso de valores, como se cuida a las especies animales en trance de desaparecer en los terrenos reservados, hasta se está a veces orgulloso de ellas y nos ufanamos de ellas como de una herencia puramente occidental, de la que no puede ufanarse ni Rusia ni América. Pero nosotros, los viejos poetas, pensadores y piadosos, no somos ni el corazón ni la cabeza del mundo occidental, somos el residuo de una raza moribunda, tomados en serio todo a lo más por nosotros mismos, pero carentes de renuevos.
Y pasemos ahora a contestar su carta. Se toma usted cuidados que a mí me parecen innecesarios. Se apasiona un poco al decir que sus condiscípulos de ahí no ven en mí un héroe y un mártir de la Verdad, como usted me considera, sino solo un pequeño poeta sentimental de la Alemania del Sur. Ambos tienen y no tienen razón, no merece la pena tomar en serio estas expresiones. O mejor dicho: no merece la pena corregir la opinión de sus camaradas sobre mí, pues esta opinión, sea cierta o errónea, a nadie perjudica. En cambio, la manera en que usted, querido colega, me juzga y aprecia necesita ciertamente una corrección y control, pues de ella pudieran originarse perjuicios. Usted no es ya solo un lector joven al que durante una época particularmente sensible le caen en las manos algunos libros, que en seguida ama, a los que está agradecido, a los que aprecia y sobreestima. Todo lector tiene derecho a esto; puede, siguiendo los dictados de su corazón, hacer al libro objeto de su adoración o de su desprecio, con todo esto no se irroga ningún daño. Pero usted no es ya solo un joven lector entusiasmado, usted es, como me dice en su carta, un joven colega mío, un literato que empieza su carrera, un aprendiz que ama la Belleza y la Verdad, y se siente llamado a traer a los hombres la Luz y la Verdad. Y lo que está permitido a un lector ingenuo, no lo está, según mi opinión, a un joven literato, a uno que escribe libros y es editado: no puede adorar sin crítica los libros y los autores que le han causado impresión, o tomarlos por modelo. Su amor hacia mis libros no es ciertamente un pecado, pero impide la crítica y la medida, y le favorecerá poco a usted, al literato. Usted ve en mí lo que usted mismo desea ser y lo que tiene por más digno de ser anhelado e intentado: usted ve en mí un campeón de la Verdad, un héroe y un portador de la antorcha, un portador de la luz inspirado por Dios, y casi la luz misma. Y esto es, como usted mismo verá pronto, no solo una exageración y una idealización juvenil, sino también un error y una falta capital. El lector ingenuo, para quien los libros no tienen, después de todo, tan gran importancia, puede imaginarse al autor de los mismos como quiera, lo que nos es indiferente a nosotros; es como si un hombre que nunca ha de edificar una mala casa, empezara a discutir y a opinar de arquitectura: todo es viento y palabrería. Pero un joven escritor enamorado apasionadamente de sus autores, lleno de idealismo y presumiblemente lleno también inconscientemente de ambición, que concibe ideas fundamentalmente falsas sobre los libros y la Literatura, esto no es una ingenuidad, es un peligro, puede causar daños y puede causárselos a sí mismo. Por esto no le contesto a usted con una amable tarjeta postal, sino con estas líneas. Como futuro literato tiene usted una responsabilidad tanto hacia sí mismo como hacia sus futuros lectores.
El héroe y el portador de la luz, al que usted tiene por su autor favorito y que usted mismo intenta ser, es una figura que no me agrada. Es para mí demasiado hermosa, demasiado vacua, demasiado patética, y también demasiado occidental para que pueda crecer en su tierra oriental.
El poeta a quien usted debe agradecimiento por haberle proporcionado un conocimiento o un despertar, no es ni una luminaria ni un portador de antorcha, es, en el mejor de los casos, una ventana, a través de la cual puede llegar la luz al lector, y su mérito no tiene nada que ver con el heroísmo, con el noble querer, ni con los programas ideales; su mérito únicamente puede residir en que es ventana, en que no estorba a la luz, en que no la obtura. Si tiene el ardiente deseo de ser, ante todo, un hombre noble y un bienhechor de la Humanidad, es muy posible que este deseo precisamente le haga caer y le impida dejar pasar la luz. Lo que le guía e impulsa no puede ser ni orgullo ni esforzado afán de humildad, sino únicamente el amor a la Luz, el estar abierto a la realidad, la permeabilidad para lo verdadero.
No debería ser necesario recordarle esto, pues usted no es un salvaje ni un deformado por la educación, sino un prosélito del Budismo Zen; tiene, por tanto, una fe y el presentimiento de una disciplina anímica, que, como pocas otras, educan al hombre para dejar entrar la Luz, para mantenerse quietos frente a la Verdad. Prosiga usted en esta dirección, en vez de seguir la de todos nuestros libros occidentales, algunos de los cuales tienen al presente tanto encanto para usted. Siento por el Zen un gran respeto, un respeto mucho mayor que por sus ideales, algo iluminados europeamente. El Zen es, usted lo sabe mejor que yo, una de las escuelas más prodigiosas para el espíritu y el corazón; nosotros tenemos aquí, en Occidente, muy pocas tradiciones que puedan compararse con él, y no las tenemos tan bien conservadas. Y de esta forma nos miramos ambos, usted como joven japonés y yo como viejo europeo, admirados uno de otro, con mutua simpatía, mutuamente excitados por un pequeño encanto exótico, que el uno tiene para el otro, y suponiendo cada cual en el otro algo que para él mismo nunca será accesible. Su Zen, como espero, le protegerá a usted contra el exotismo como contra el falso idealismo, igual que la buena escuela de la Antigüedad y del Cristianismo me preserva de arrojarme por desesperación a causa de nuestra situación espiritual, renunciando a las protecciones que he tenido hasta ahora, en los brazos de un sistema de yoga índico o de cualquier otra clase. Pues confesemos a tiempo que no se puede negar la existencia de semejante seducción. Pero mi educación europea me enseña a desconfiar precisamente de las disciplinas asiáticas incomprendidas por mí o solo medio comprendidas en parte, a pesar de todo su encanto, y a atenerme solo a lo que de ellas he comprendido realmente. Y precisamente esta teoría y experiencia es enteramente afín a las de mi propia patria espiritual.
El Budismo, en su forma más íntima para usted, el Zen, seguirá siendo durante toda su vida su guía y su báculo. El le ayudará a no caer en el caos desatado sobre su mundo. Pero quizá le cree más de un conflicto con sus planes literarios. Para quien tiene una buena formación religiosa, la Literatura es una peligrosa vocación. El literato debe creer en la Luz, debe conocerla por una experiencia inmutable y estar abierto a ella con toda la frecuencia y amplitud posibles, pero no debe tenerse por un portador de la luz y menos por una luminaria. Pues en caso contrario la ventanita se cierra, y la luz, que no nos está destinada de ningún modo, se va por otro camino.

POSDATA ESCRITA UNOS DÍAS MAS TARDE

Un paquete de impresos que le remitía a usted con el original de esta carta me ha sido devuelto por el Correo como no admisible. El mundo es hoy algo extraño. Usted, el habitante de un país vencido y ocupado por el vencedor, puede enviarme una carta de docena y media de pliegos; pero yo, que habito en un país neutral, no puedo contestarle. Pero quizá llegue hasta usted este saludo por medio de la prensa.


INTENTO DE JUSTIFICACIÓN
Genova, a 22 de mayo de 1948.

Respetable señor Hesse:
Antes de tomar el barco, que ha de llevarme a mi patria, a Haifa, quisiera hacerle un ruego o insinuación:
¿No podría usted, ya fuera solo o en unión con otros autores de fama mundial, elevar su voz en esta trágica hora de la Historia judía? La invasión que deja consumirse en llamas lo que las generaciones han creado con el trabajo más penoso y más formal; las viviendas, verdaderas islas de humana pureza; las ciudades, los hombres, las bibliotecas, amenaza con destruir no solo las naciones, tan queridas para toda la Humanidad, sino también, si el mundo civilizado no pone pronto remedio, los incunables y manuscritos que se encuentran en Jerusalén y Tel Aviv, entre ellos, por no citar más que dos ejemplos, toda 1a herencia inédita de Novalis y Frank Kafka junto con los cuadros, las colecciones científicas y artísticas más esplendorosas. Los intelectuales de todos los pueblos deberían hacer un esfuerzo extraordinario para proteger todo esto y restablecer la paz.
Estoy convencido de que su voz podría contribuir mucho en este caso a despertar de su profundo sueño a la conciencia de la Humanidad.

Max Brod.


Montagnola, a 25 de mayo de 1948.

Querido y muy apreciado señor Brod: Casi todos los días me llega un puñado de cartas, la mayoría de ellas de Alemania, pidiéndome algo. Alguien está enfermo y debe ser internado en un sanatorio y tratado convenientemente. Otro es literato, investigador o artista, vive desde hace años en una habitación con otras tres o cuatro personas y no dispone nunca de una mesa; necesita para salvarse espacio, calma, diversión y posibilidad de trabajar. "Solo sería necesario un ligero ademán suyo para que las Asociaciones de Previsión remediaran esta necesidad", escribe uno, y otro dice: "Una palabra suya bastaría para que las autoridades de la Confederación facilitaran al pobre hombre el visado y la carta de trabajo, y quizá también la nacionalización." Y yo he de contestar a esto que en nuestro país no hay autoridad, ni otra organización, ni un sanatorio, ni tampoco una panadería, que a un gesto o a una palabra mía regale a un hambriento, sea quien sea, una comida. Lo que sorprende y aflige en estas peticiones es la fabulosa fe del solicitante en el pretendido mago, que solo necesita levantar un dedo para transformar la miseria en ventura y la guerra en paz.
Y ahora se dirige usted también a mí, usted el viejo amigo del profundo trágico Kafka, con semejante petición, y esta vez no debo socorrer a uno o a unos pocos aislados, sino a todo un pueblo y "¡ayudar a restablecer la paz!" Esto me espanta, pues he de confesar mi completa incredulidad en la unión de los intelectuales o en la buena voluntad del mundo civilizado. El espíritu no tiene nada que ver con la cantidad, y si diez o cien preeminentes piden a los poderosos que hagan o dejen de hacer algo, no consiguen nada. Si hace unos años se hubieran dirigido con una advertencia de humanidad, de temor de Dios y de condenación de la violencia a los jóvenes grupos adiestrados en el terrorismo de su propia nación, hubieran podido escuchar en palabras muy claras lo que se piensa de estos ideales entre los activistas y los hombres armados.
No; aunque su intención sea tan bella y tan noble, no puedo compartir su manera de pensar. Tengo, al contrario, por falsa toda acción espiritual, toda advertencia, ruego, sermón o amenaza de los intelectuales frente a los señores de la Tierra, la tengo por un perjuicio y un envilecimiento del espíritu, por algo que debería desaparecer incondicionalmente y en todo caso. Nuestro reino, querido Max Brod, "no es de este mundo". No tenemos que predicar ni ordenar ni rogar, tenemos que conservarnos en este infierno y entre estos demonios y confiar lo menos posible en nuestra fama y en una unión de todos nosotros. A la larga, ciertamente, siempre resultaremos vencedores; algo quedará de nosotros cuando no quede rastro de los ministros y mariscales de hoy en la memoria de los hombres. Pero a la corta, en los momentos actuales, somos unos pobres diablos, y el mundo no piensa dejarnos participar en su juego. Nosotros, los poetas y pensadores, somos algo únicamente, porque somos hombres, porque con todas nuestras faltas tenemos cabeza y corazón y una comprensión fraternal para todo lo natural y orgánico. Los ministros y otros políticos fundamentan su poder a corto plazo, no en la cabeza y el corazón, sino en la masa de aquellos de quienes son exponentes. Ellos operan con lo que nosotros no sabemos ni podemos operar, con el número, con la cantidad, y nosotros tenemos que abandonarles este campo. No debemos olvidar que tampoco es fácil su tarea, que es hasta más difícil que la nuestra, pues no poseen su propia vida, su propio entendimiento, su propia calma e intranquilidad, su propio equilibrio, sino que son llevados, empujados y suprimidos por los millones de sus
electores. No se inmutan lo más mínimo por las tragedias que ocurren ante sus ojos y motivadas, en parte, por sus faltas, están sumergidos en una gran perplejidad. Tienen sus reglas de juego, que saben cumplir y que hacen soportable su responsabilidad. Nosotros, los defensores de la sustancia espiritual, los servidores de la palabra y de la verdad, los contemplamos con tanta compasión como horror. Pero nuestras reglas de juego - así lo creemos - son algo más que reglas de juego, son verdaderos mandamientos, verdaderas leyes eternas, divinas. Su conservación está encomendada a nuestro servicio, y la arriesgamos con toda concesión a aquellas reglas de juego, aunque sea con las intenciones más nobles.
Al expresar todo esto con tanta sequedad me expongo a que los espíritus superficiales sospechen que pertenezco a aquellas naturalezas artísticas ensoñadoras, que creen que el Arte no tiene nada que ver con la Política y que el artista debe vivir recluido en la torre de marfil de la Estética para no echar a perder su disposición de ánimo por el rudo contacto con la realidad o para no mancharse las manos. Ya sé que no necesito defenderme en este aspecto ante usted. Desde que la primera guerra mundial me obligó inexorablemente a mirar frente a frente a la realidad, he levantado muchas veces mi voz, y he sacrificado una gran parte de mi vida a la responsabilidad que en mí despertó. Pero siempre he guardado severamente los límites, he intentado siempre, como poeta y literato, recordar a mis lectores los sagrados mandamientos de la Humanidad, pero nunca he intentado influir en la Política, como pretendían y pretenden tantos cientos de llamadas, protestas y exhortaciones de los intelectuales, cada vez más solemnes, pero también cada vez más inútiles y perjudiciales Para el crédito de la Humanidad. Y quiero seguir siendo así.
Aunque no puedo satisfacer su deseo, al menos he intentado, como puede ver, presentar a otros su caso y trasladárselo, publicando su carta y mi contestación.


SOBRE ROMAIN ROLLAND (1)
(1948)

Sabemos lo que León Tolstoi ha significado en el desenvolvimiento del jovencísimo Romain Rolland. La carta del joven al anciano fue tomada en consideración y contestada; el hombre famoso se sometió formal y amablemente a las preguntas del discípulo, resistió igualmente, paternal y fraternal, la impetuosidad del mozo desasosegado. El venerable anciano realizó con ello un acto sagrado y mágico, el acto de la vocación. Y esta vocación, esta llamada del más anciano y afirmado a los más jóvenes y buscadores, en tanto los consideraba animados de una buena voluntad, ha sido repetida muchas veces por Rolland durante su fecunda vida. Ha sido despertador y animador, consejero, camarada en la lucha y sostén en las épocas de tribulación para los verdaderos buscadores de su propia generación y de las dos siguientes. Ha conservado una llama que no se ha extinguido ni aun en Alemania, donde durante la época de terror sus libros prohibidos agudizaban el ojo y la conciencia de una fiel comunidad y mantenían despiertos sus corazones. Aun hoy me recuerdan desde allí a Rolland con frecuencia, me preguntan por mis recuerdos personales sobre él y me piden libros suyos.
Hay esparcidos por el mundo muchos creyentes y piadosos fuera de las iglesias y confesiones, hombres de buena voluntad, afligidos por el ocaso de la Humanidad y el desfallecimiento de la paz y de la confianza en el mundo. Para estos devotos no hay sacerdotes ni consuelos eclesiásticos, pero sí hay voces que claman en el desierto, santos y mártires. A estos pertenece Romain Rolland, igual que León Tolstoi, su despertador, y el mahatma Gandhi, su camarada y amigo. Estos tres grandes consoladores ya han muerto, pero siguen viviendo en muchos corazones, y ayudan a mil otros a permanecer fieles y a oponer su luz al mundo indolente e insensato.

(1) Escrito a fines de 1948 para una fiesta conmemorativa de Rolland en Radio París.


INTERPRETACIONES DE KAFKA
(1956)

Entre las cartas que me escriben mis lectores hay una cierta categoría de ellas que está en continuo aumento y que yo tengo por un síntoma de la creciente intelectualización de las relaciones entre el lector y la obra literaria. Las cartas de esta especie, procedentes en su mayoría de lectores jóvenes, muestran un apasionado afán por las explicaciones y aclaraciones; sus redactores plantean infinitas cuestiones. Quieren saber por qué ha elegido el autor esta imagen aquí, aquel vocablo allá, qué es lo que pretende y quiere decir con su libro, cómo ha tenido la ocurrencia de elegir precisamente este tema. Quieren saber de mí cuál de mis libros me atrae más, cuál es el que prefiero, cuál de ellos expresa con más claridad mis puntos de vista y mis designios, por qué me he manifestado de distinta manera sobre ciertos fenómenos a los treinta años que a los setenta, qué relaciones existen entre Demian y la Psicología de Jung o de Freud, etcétera, etcétera. Muchas de estas Preguntas proceden de alumnos de las Escuelas Superiores y parecen haber sido inspiradas por los profesores, pero la Mayoría parecen haber nacido de una verdadera y propia necesidad, y todas ellas muestran aquella transformación en las relaciones entre el libro y el lector, que también se deja sentir en la crítica pública. Es consolador ver cómo el lector toma parte activa en la obra literaria; ya no quiere gozarla pasivamente, ya no quiere engullir simplemente un libro o una obra de Arte, quiere conquistarla y apropiársela por el análisis.
Pero la cosa tiene también su revés: el sutilizar y el hablar cuerdamente sobre Arte y Poesía se ha convertido en deporte y fin absoluto, y por el ansia de dominarlos mediante el análisis crítico, la capacidad elemental de abandono, de ver, de escuchar, ha sufrido mucho. Si uno se contenta con arrancar a una poesía o a una narración su contenido en pensamientos, en tendencias, en ideas educativas o constructivas, con poco se contenta, y ha dejado escapar el secreto del Arte verdadero y propio.
Hace poco me escribió un joven estudiante con el ruego de que contestase a unas cuantas preguntas sobre Kafka. Quería saber si yo tenía por símbolo religioso el Schloss, de Kafka, su Prozess, su Gesetz, si yo compartía la opinión de Buber sobre la relación de Kafka con su judaísmo, si yo creía en un parentesco entre Kafka y Paul Klee, y muchas otras cosas más. Mi respuesta fue esta:

Estimado señor B.:
Desgraciadamente he de decepcionarle por entero. Sus preguntas y su manera de comportarse con la Literatura no me sorprenden ciertamente; tiene usted mil colegas que piensan del mismo modo. Pero sus preguntas, irresolubles todas sin excepción, nacen de la misma fuente errónea.
Las narraciones de Kafka no son tratados sobre problemas religiosos, metafísicos o morales, sino poemas. Quien es capaz de leer realmente a un poeta, es decir, sin preguntas, sin esperar resultados intelectuales o morales, sencillamente dispuesto a aceptar lo que el poeta le dé, a este dan estas obras en su lenguaje aquella respuesta que él solo puede desear. Kafka no tiene nada que decirnos como teólogo ni como filósofo, sino solo como poeta. Si sus grandes poemas están hoy de moda, si es leído por gente que no está dotada ni está dispuesta a aceptar la poesía, él no tiene la culpa.
Para mí, que me cuento entre sus lectores desde la aparición de sus primeras obras, no significa nada ninguna de las preguntas que usted me plantea. Kafka no da contestación alguna a ellas. El nos da los sueños y visiones de su vida solitaria y difícil, parábolas de sus sucesos, de sus miserias y venturas, y estos sueños y visiones es lo único que debemos buscar en él y aceptar de él, no los significados que de estos poemas pudieran extraer los sagaces intérpretes. Este interpretar es un juego del intelecto, un juego muy bello frecuentemente, muy apropiado para gentes juiciosas, pero extrañas al Arte, que pueden leer o escribir libros sobre plástica negroide o música polifónica, pero nunca aciertan a penetrar en el interior de una obra de Arte, porque están ante la puerta, intentando abrirla con mil llaves, sin reparar en que ya está abierta.
Esta es mi reacción ante sus preguntas. Creí deberle una contestación, porque usted confiaba en ella.

FIN.

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