jueves, 18 de noviembre de 2010

THOMAS MANN: "LA MUERTE EN VENECIA"

MUERTE EN VENECIA
VENECIA: ANÁLISIS 1
VENECIA: ANÁLISIS 2

Se puede vivir en Venecia, en esa ciudad inverosímil, confusa, incomprensible, compuesta por 120 islas formadas por 170 canales, en la que es posible cruzar 400 puentes diferentes, denominada por siempre, y en honor a la realidad, la reina del Adriático. Se puede también morir en Venecia, como le aconteció a Gustavo Von Ashenbach, el protagonista de la novela de Thomas Mann: La Muerte en Venecia, ese personaje meticuloso y detallista, deseoso desde su juventud de fama y reconocimiento, creador de una obra literaria que con el tiempo adquirió “cierto carácter oficial, didáctico; su estilo perdió las osadías creadoras, los matices sutiles y nuevos; su estilo se hizo clásico, acabado, limado, conservador, formal, casi formulista... se incluyeron escritos suyos en antologías de lectura para uso de las escuelas. Por eso, al cumplir los cincuenta años cuando un príncipe alemán que acababa de subir al trono le concedió un título de noble, él no lo rechazó”.



Von Aschenbach se convirtió así en “el poeta de todos aquellos que trabajaban hasta los límites del agotamiento, de los abrumados, de los que se sienten caídos aunque se mantienen erguidos todavía, de todos estos moralistas de la acción que, pobres de aliento y con escasos medios, a fuerza de exigirse a voluntad y de administrarse sabiamente, logran producir, al menos por un momento, la impresión de lo grandioso”. Pues bien, ese mismo Von Aschenbach, el hombre que nunca tuvo tiempo para el ocio, que interpretó la vida como una inflexible disciplina en la que la distensión y la indolencia no tenían cabida, decidió, un buen día, poner su cotidianidad entre paréntesis, abandonar la reiterada rutina de sus casas de campo y de la ciudad, para huir, liberarse, descansar de todo y de todos.

Ese escritor de inspiraciones breves, experimentó de pronto un ansia de aventura, una inclinación por lo lejano que, luego de una fallida estada en una isla adriática, donde no encontró ni lo exótico ni lo extraordinario, lo llevó a trasladarse a Venecia, a esa ciudad magnifica “de irresistible atracción para las personas ilustradas, tanto por el prestigio de su historia como por sus actuales encantos”.

No era la primera vez que Von Aschenbach pernoctaba en Venecia, había estado antes, en otras ocasiones. Sin embargo, esta visita fue diferente desde el comienzo hasta el fin, hasta su propio fin. Una vez más se maravilló con el esplendor de la Plaza de San Marcos, con el magnificente Palacio Ducal y la imponente catedral con su interminable campanile, con el incomparable Puente de los Suspiros, con las dos espigadas columnas de granito, una con el león alado de San Marcos y otra con San Teodoro de Studium sobre un cocodrilo, aunque en esta oportunidad, al arribar a la ciudad serena en barco, compartió el asombro y la sorpresa de los navegantes que la visitaban, confirmando contundente que “llegar por tierra a Venecia era como entrar en un palacio por la escalera de servicio”.

Venecia se le ofreció al personaje de Thomas Mann como ella es “bella, insinuante y sospechosa; ciudad encantada de un lado, y trampa para los extranjeros, de otro, en cuyo aire pestilente brilló un día, como pompa y molicie, el arte, y que a los músicos prestaba sones que adormecían y enervaban”. Nuestro aventurero se dirigió al Lido, a uno de esos hospedajes de verdadero lujo, de circunstancia, en cuyo edificio “reinaba ese solemne silencio que constituye el orgullo de los grandes hoteles”.

En ese hotel suntuoso, despojado de preocupaciones y de tareas cotidianas, nuestro escritor se topó con una de las sorpresas de la Venecia inverosímil, con un adolescente que encarnaba toda la belleza que afanosamente había buscado durante años, en escritos propios y ajenos, en párrafos y más párrafos que ahora se le antojaban sosos, burdos, carentes de contenido estético. Ese adolescente, de nombre Tadrio, diminutivo de Tadeum y que en polaco se pronuncia Tadrin, se le metió prontamente en el alma al escritor compitiendo, como inspiración del artista envejecido, con la ciudad, con los placeres banales del descanso para llevarlo a afirmar, en el limite de las admiraciones, que “aunque no tuviera yo el mar y la playa, permanecería aquí mientras tú no te fueras”.

Para Von Ashenbach, Venecia se confundió con Tadrio, con ese joven de catorce años, de cabeza perfecta, de rostro pálido y precisamente austero, encuadrado de cabello color de miel, de nariz recta y boca fina, dotado de una expresión de deliciosa serenidad divina que le recordaron al escritor “los bustos griegos de la época más noble”. Desde ese primer encuentro; Tadrio y Venecia se hicieron uno, la ciudad no existía para el escritor sin el adolescente, sólo cobraba vida en la medida en que lo perseguía, tímido y temeroso, “deslizándose en el turbio laberinto de los canales, por entre delicados balcones de mármol exornados con leones, doblando esquinas rezumantes, pasando luego al pie de otras fachadas suntuosas”, admitiendo que esas fantásticas travesías por las lagunas de Venecia comenzaban a ejercer un particular encanto sobre él aunque cierto “espíritu de mendicidad de reina caída, bastaba para romperlo”.

Von Aschenbach disfrutó de Tadrio y de Venecia sólo con la mirada, a ambos los contempló asiduamente de cerca y de lejos, frenético y apaciguado, iracundo y sosegado, envalentonado y temeroso, saludable y enfermo, libre y prejuiciado, a pie y en góndola, en esa extraña embarcación que ha llegado hasta nosotros “invariable desde una época de romanticismo y de poema, negra, con una negrura que sólo poseen los ataúdes, evoca aventuras silenciosas y arriesgadas, la noche sombría, el ataúd y el último viaje silencioso”.

El escritor del escritor Thomas Mann apostó por la belleza, sin importarle las amenazas del siroco, el fétido olor de la laguna ni la evidencia de esa enfermedad nacida en los pantanos del Delta del Ganges: el cólera indio. Ashenbach cumplió a cabalidad el consejo que le impartió el peluquero del hotel, quien luego de cortarle el cabello, acicalarlo y refrescarle el rostro, le dijo con humilde cortesía: “ahora puede el señor enamorarse sin reparo”.

Tadrio y Venecia, Venecia y Tadrio confundidos en un mismo amor que se afirmó en el proceso de una muerte intuida, deseada, feliz, porque esa muerte fue corolario de una vida que tardíamente encontró la estética en un rostro adolescente y la belleza en una ciudad serena. Enamoramiento inusitado, imprevisto, inesperado, disruptor de certezas y seguridades, generador de revelaciones y desvaríos que llevó a Ashenbach a confesarle a un imaginario interlocutor: “¿comprendes ahora cómo nosotros, los poetas, no podemos ser sabios ni dignos? ¿Comprendes que necesariamente hemos de extraviarnos, que hemos de ser necesariamente concupiscentes y aventureros de los sentidos?”.

Muerte en Venecia, en la ciudad inverosímil, donde la felicidad se puede obtener también con el adormecimiento eterno, ese que se presenta cuando los ojos se hastían de tanta belleza y se van cerrando, lenta, muy lentamente, contemplando a lo lejos un pálido e inalcanzable mancebo que saluda y sonríe.

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