jueves, 18 de noviembre de 2010

HERTA MULLER: "EN TIERRAS BAJAS"

EN TIERRAS BAJAS
TIERRAS BAJAS: HURACANES DE PAPEL
TIERRAS BAJAS: LA ORACIÓN FÚNEBRE


Herta Müller es una mujer menuda con una mirada fija y alerta de color verde grisáceo, en la que acaso puede adivinarse que conoce el miedo. Habla poco, con frases parcas y precisas en las que puede sospecharse una ironía inquietante.

También sus historias parecen sencillas. Su escritura está hecha de cosas simples, como sus palabras, de tramas escuetas que proceden de la tierra, de recuerdos inminentes, de las sombras permanentes en el entorno, del rastro de historias ancestrales.



Su mirada alerta le permite descubrir lo que ocurre a su alrededor, advertir lo que puede ocultarse en el paisaje, percatarse de la memoria de los que se han ido y de los que se han de ir, consignar con naturalidad todo aquello que ve, que ha sido el destino de algo de Rumanía. No es extraño que un escritor rumano deba emigrar y que escriba en un idioma que no sea el rumano. Panait Istrati, Mircea Eliade o Euegn Ionescu escribieron en francés, mientras que otros como Paul Celan o Richard Wagner (homónimo del compositor) lo han hecho en alemán.

Hija de emigrantes suabos, Herta Müller nació en Nitzkydorf, en el Banato, donde, como en Transilvania, ha habido colonias alemanas desde la Baja Edad Media. Por eso habla alemán desde niña. Estudió filología germánica y románica en la universidad de Timisoara, ciudad donde comenzaron las revueltas que devinieron en la caída del régimen del líder comunista Nicolae Ceacescu. Como muchos rumanos, debió salir de Rumanía en 1987 porque, se dice, entre otras cosas se negó a colaborar con la Securitate, la policía secreta del Estado. Primero se refugió en la parte occidental de Berlín, entonces dividida por el muro, luego se mudó a Hamburgo y, después de pasar un año en Roma, regresó finalmente a Berlín.

Desde una mirada infantil, Herta Müller descubre en En tierras bajas los acontecimientos cotidianos que se ocultan en la realidad y la conforman. Las imágenes, como las frases, parecen detenidas: el vuelo de una mosca, las larvas, la mirada de un gato, las fotografías colgadas en la pared y las historias que contradicen esas representaciones de posturas y momentos obligados, los personajes que quizá son parte del paisaje y sus acciones impersonales, casi mecánicas, el verano y el invierno van narrando esa realidad mortecina, casi intemporal, que se contradice con sueños y visiones en los que predomina la quietud.

La sequedad de la narración se corresponde con las imágenes que quiere reflejar. Esa narración está hecha de viñetas, semejantes a poemas en prosa, que al unirse crean una trama circular.

Quizá la ingenuidad aparente con que se construyen las imágenes escuetas de que están hechos los libros de Herta Müller, le permite penetrar la realidad narrada sin juzgarla. Todo parece tener la misma importancia, y creo adivinar en ello un sentido del humor malicioso y agazapado, que no puede ser menos cruel que las escenas descritas.

De esa misma manera está concebido El hombre es un gran faisán en el mundo, en el que el Banato se convierte en un mosaico, en un rompecabezas a punto de romperse. A veces, Herta Müller podría parecer fría y distante, pero creo que sólo ha encontrado el estilo preciso para retratar el entorno fantasmal y ceniciento que ha decidido volver literatura.

Los libros de Herta Müller son circulares y en ellos nada cambia; se trata de visiones fijas que van concatenándose. Fiel a sus obsesiones, en La piel del zorro y La bestia del corazón, la escritora rumano-germana vuelve a esos paisajes devastados para rememorar, de la misma forma distante y detenida, los años atroces en que todos podían ser vigilantes de todos y descubrir después que, en el fondo nada cambia, que quizá sea intemporal, como la geografía, y que hay días en que Dios no está en todas partes.

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