EL HOMBRE ES UN GRAN FAISÁN EN EL MUNDO
METÁFORA DEL FAISÁN
FAISÁN: RESEÑA BREVE
FAISÁN: PARTE DEL LIBRO
FAISÁN: COMENTARIO SOBRE "EL BACHE"
Con una boquilla color nácar, un abrigo de piel de conejo y una línea negra gruesa alrededor de todo el ojo aparece Herta Müller (Rumanía, 1953) en la puerta de la Literaturhaus de Berlin. Sus gestos, su ironía, su acento, delatan a esa persona que confiesa sentirse sobre todo rumana, “rumana antes que alemana”, aunque su idioma literario y materno sea el alemán, y que ha ganado algunos de los premios literarios más importantes
que se conceden ahora mismo en Europa. Frau Müller —como invariablemente le digo— estudió Filología Germánica y Románica en la Universidad de Timisoara y, por su actividad política contra el gobierno de Ceaucescu en los años ochenta, fue elegida Representante de la Minoría Suaba en Rumanía, razón por la que tuvo que abandonar el país. De esto y de sus libros (algunos ya traducidos al español), de política y literatura, le digo, es que me gustaría preguntarle. Hace un gesto afirmativo con la cabeza y me sugiere hagamos primero el pedido. Empiezo a contar las mesas, a mirar hacia la ventana, a pensar en las nubes, la arquitectura, la gente. Aparece definitivamente el camarero. ¿Café? Frau Müller levanta uno de sus dedos largos y blancos. Café, responde. Café, respondo, e incrusto la grabadora en medio de nosotros. Sonrío.
—En libros suyos como La piel del zorro, El hombre es un gran faisán en el mundo, La bestia del corazón…, hay una gran tensión entre escritura, política y vida cotidiana (esa vida cotidiana casi ridícula que se establece bajo los regímenes totalitarios). ¿Es usted consciente de esta tensión? ¿Cómo llegan estos tres temas a su obra?
—Teóricamente no puedo explicarlo. Me parece que no puede ser de otra manera; esas tres cosas están siempre interconectadas. La literatura es un espejo de la cotidianidad y, por ende, de la política. La política entra en la vida cotidiana y, aunque no se convierta precisamente en ésta, ella misma es ficción. Sólo se puede escribir literatura a partir de lo vivido, de la experiencia. Por ejemplo, nunca he escrito sobre un interrogatorio de la policía secreta, pero después de haber pasado por cincuenta de éstos, sé de qué hablaría si lo hiciese. Por desgracia, las personas que han vivido bajo dictaduras han tenido que aprender de forma muy concreta que la literatura tiene que ver con la realidad y que tal vez, también, cumple una tarea, aunque no lo pretenda. Describe realidades, realidades inventadas, y con ello interviene en la vida de los que leen esos libros. Así lo he sentido siempre. He aprendido mucho de los libros. He leído —y eso de seguro lo han vivido muchas personas— a determinada edad un determinado libro que, de repente, se volvió muy importante y me abrió los ojos. No era en absoluto necesario que el libro tuviese relación directa con el país donde vivía o con mi situación de vida. Eso es lo incomprensible y lo fascinante de la literatura. Establece semejanzas entre campos totalmente distintos. No hay que ser un autor del propio país para escribir un libro sobre “ese” país. Por ejemplo, Thomas Bernhard describió para mí de manera más concreta el banat rumano y su minoría alemana que cualquier otro escritor de cualquier otro lugar. O García Márquez, con sus Cien años de soledad. Macondo era para mí Nitzkydorf, porque era un pueblucho similar con mucha soledad dentro. O aquel páramo en El otoño del patriarca. No en balde, algunos países sudamericanos estaban también marcados por dictaduras. Biografías parecidas llevan a cosas parecidas que luego te asaltan y dejan enseguida fascinada. Con Austria me sucedió lo mismo. La literatura austriaca fue siempre para todos nosotros mucho más penetrante, sensual, veraz, que la mayoría de la literatura alemana. Lo cual, desde luego, guarda relación también con el idioma, incluso con la gramática de las frases, que en definitiva es Gramática Real e Imperial –el banat rumano perteneció antes a Austria-Hungría–, que transporta una cierta intimidad de la cual no podría en absoluto definir en qué consiste, pero que de pronto se le hace a uno familiar. Eso sólo lo consigue la literatura; la cual es también capaz de describir sociedades, incluso cuando no se lo proponga.
—El mundo dictatorial es ante todo un mundo de fronteras. En sus libros, los personajes muchas veces dan la impresión de que se encuentran asfixiados precisamente por el peso de esta frontera (que no sólo es geográfica o política, sino civil, lingüística, mental…). Representan estos personajes un reto? ¿Cómo lee u observa usted a sus propios personajes?
—En las dictaduras todo está muy desnudo, uno ve todo lo que no debe ver o aquello que en otras sociedades no está a la vista con tanta nitidez. Y uno ve también cómo repercute esto en la literatura. Sobre todo en negativo: apenas has descrito algo y ya viene la policía secreta. Es el miedo de los aparatos represivos frente a la literatura, frente a la urgencia con que se leen los libros. Y es que bajo las dictaduras las fronteras de las personas son trazadas intencionalmente y vigiladas por los aparatos represivos. Tienen una finalidad. Ésta consiste en prohibir la libertad, impedir que surja la idea de libertad. La función de esas fronteras es dañar a las personas, destruirlas psíquicamente, hacerlas dependientes del miedo, domarlas. Funciona en cada dictadura, precisamente porque éstas trabajan el día entero en esa dirección, perfeccionan cada vez más su método hasta reducirlo al absurdo, hasta que se viene abajo por sí mismo. Pero las dictaduras eurorientales se colapsaron, implosionaron, no explotaron. Creo que, en parte, reventaron a causa de su delirio perfeccionista, del delirio de afinar tanto la represión que había un sector creciente de la sociedad que no era productivo, que sólo se dedicaba a la vigilancia, que generaba persecución y temor. La única labor productiva que merecía la pena era la fabricación del miedo y, al final, sólo se tenía un montón de miedo. La industria era un depósito de chatarra; la agricultura estaba destruida. Así les había ido también a los soviéticos. Al fin y al cabo, los soviéticos no disolvieron su imperio por altruismo o por bondad, sino porque sencillamente ya no había modo de solventarlo. La ocupación de Europa Oriental les resultaba demasiado cara.
En la Rumanía de entonces yo no notaba más que fronteras; no había lugar donde no existiese una. Todo era frontera, ¡hasta las fronteras reales del país con el exterior! Junto a esas fronteras nacionales se mató a mucha gente. (De hecho, más que fronteras son cementerios.) Las fronteras eran el Danubio y los confines verdes con Serbia y Hungría. Allí murieron millares de personas que huían sencillamente por hastío y que les daba igual perecer o no. Cada semana escuchaba uno decir fulano o mengano fueron fusilados. Sin embargo, eso no disuadió a nadie, porque la gente estaba harta y ya no soportaban la vida cotidiana. La frontera era un imán, y todo el mundo ansiaba estar fuera, fuera, fuera. Vivir en Rumanía desde la mañana hasta la noche sólo se soportaba con la idea de que no era para siempre, sino algo provisional de lo que alguna vez saldríamos.
Bajo las dictaduras de Europa Oriental la pobreza era un instrumento al servicio de la opresión, como la policía secreta, el ejército o el partido. Creo que así mismo es en los estados teocráticos. A la pobreza se añade el analfabetismo. A decir verdad, el analfabetismo en Rumanía no era tan alto; la mayoría de las personas sabían leer y escribir. Pero de qué sirve eso si la mayoría no entendía absolutamente nada. Conocían las letras, pero cuando has sido educado para no pensar, eres analfabeto de otra manera. De ahí que los personajes literarios sean como las personas reales.
Trabajé tres años en una fábrica de maquinarias. Allí todo estaba cementado, la vida estaba cementada, y he visto cómo viven las personas en un mundo así, casi congelados a merced del viento junto a una jodida banda transportadora dentro de una nave sin calefacción donde las ventanas no tenían páneles de vidrio. Tenían que empezar a tomar alcohol desde por la mañana para desentumecerse los dedos. Y había que romperse el lomo. Muchos llevaban ya 30 o 40 años trabajando en ese lugar; aldeanos que debían levantarse a las dos de la madrugada, caminar hasta alguna estación de trenes y viajar cuatro o cinco horas hasta alcanzar la fábrica. Una vez allí trabajaban hasta las cinco de la tarde y luego regresaban en tren hasta la estación. Llegaban a sus casas a las diez de la noche, muertos de cansancio. ¿Qué vida es ésa? Sin contar que se laboraba también sábado y domingo, pues no existía la semana de cuatro o cinco jornadas. Nunca cumplíamos el plan y cada vez que se incumplía había que trabajar también el fin de semana. No se producía nada, no había nada, nadie llegaba a viejo. Cuando los obreros alcanzaban la edad de retiro ya estaban enfermos y, un poquito después, muertos. Por entonces esa situación me aterraba sobremanera y me hacía sentir respeto por aquella gente. Me parecía inconcebible. Al cabo de sólo dos años, pensaba yo que no daba más, que aquello era insoportable, y cuando extrapolaba el asunto a los 30 o 40 años que muchos llevaban ya en aquella fábrica, de verdad es que sentía espanto.
Muchas veces tuve la sensación de que lo más importante era que uno estuviera siempre presente. Había que estar “allí”, y eso era vigilancia. La fábrica no era más que un lugar a donde se debía acudir cada día y permanecer allí el mayor tiempo posible para que el Estado viese lo que hacía uno. Todo era un centro de vigilancia. En invierno la oscuridad era total y no circulaba ningún medio de transporte. A las cinco de la mañana yo salía de mi casa para llegar a pie a la fábrica, pues a menudo no pasaba el tranvía ni el autobús. Pero cuando pasaba alguno, eran tantos los pasajeros en la escalera que no había modo de entrar. Con frecuencia, uno había perdido el tiempo esperando en vano a que pasara el tranvía. Entonces tenías que ir a pie, con el resultado de no llegar puntual y ganar una amonestación. Yo tenía muchos problemas y no quería darles a aquellos tipejos ningún pretexto para ultrajarme. Por eso quería ser correcta y puntual. Luego llegabas a la fábrica y ya te esperaban con una música de marcha, con los coros obreros. ¡Terrible! Comoquiera que te movieras por el patio de una fábrica, estabas marchando al compás… Yo trataba de cambiar el paso, porque no me gustaba la idea de dejarme llevar por aquella música, pero ni modo; caminaras como caminaras, era imposible. También durante la pausa del mediodía, a la hora del almuerzo, volvías a oír esos coros, transmitidos por altoparlantes hacia el patio. Un empleado extra se encargaba exclusivamente de este asunto. Un viejo comunista aquejado de cálculos renales. La música sólo cesaba cuando sus dolores eran demasiado intensos. Un verdadero cerdo. La hija de que aquel viejo comunista se había casado por el registro civil y de nuevo, a escondidas, por la iglesia. Lo hacían siempre así, por partida doble, para cubrirse las espaldas. No fuera a ser que realmente existiese un Dios y luego tuviesen problemas al subir al cielo. Qué clase de personajes son éstos que piensan en todas direcciones: en la Tierra, el Partido, en el cielo, en Dios. Había que buscar la manera de arreglarse con ambos. Así era la gente. Y esas personas las hay también en mis libros. ¿De qué otra manera iba a ser?
—Alguien ha escrito que Herta Müller es una “cronista de la vida cotidiana…” Sin embargo, una de las cosas más interesantes en sus textos es precisamente lo que escapa a esa misma cotidianidad, ese juego entre atavismos, mitos populares, escatología y supersticiones… ¿Se puede entender esto como una contradicción? O por el contrario, todo este juego, que también es un recurso literario, ¿lo que hace es reforzar ese narrar el “mundo cotidiano” del que ya usted hablaba antes?
—La literatura es algo totalmente artificial. Y justamente para captar realidades, debe ser artificial. Los diálogos generalmente no son lenguaje hablado, oral. El lenguaje oral en un libro es algo diferente al lenguaje hablado. Para que el lenguaje oral funcione tiene que ser artificial. Y así sucede, creo yo, con todas las cosas. Yo trabajo con esta artificialidad y naturalmente con cada truco y con todos los medios para captar lo más posible de una frase, una persona, una situación.
La mitología, la superstición o lo arcaico son también poesía. La superstición es la poesía de las gentes sencillas y posee también algo de fascinante. De ahí que encaje fácil en la literatura. La literatura no es lo único poético. La vida también es poética. El mero hecho de escribir literatura no nos convierte en personas especiales. En verdad, en casi todo lo que hacemos dependemos de la mirada de la gente que no escribe literatura. Esas personas son nuestro material y con ese material hacemos algo. No poseemos nada especial, propio. A lo sumo, podemos armar algo a partir de lo que vemos, y según lo bien o mal que lo armemos, tanto mejor o peor será. Creo que en la música no ocurre nada diferente con los sonidos. Ídem en las artes plásticas o la pintura. A veces, cuando escribo, me digo: aquí debo introducir una canción. Esas canciones populares rumanas son increíbles, la más pura lírica. Sorda estaría si no supiera escucharlas. Escriba o no escriba, esas canciones me gustan. Pero claro, cuando estoy en un texto trato de hacer con ellas lo mejor posible, ponerlas donde quiero que estén. Lo que escribo debe transportarme a mí misma, arrastrarme. En ese sentido, no es sólo construcción, es también emoción. Sin embargo, a mi entender, la emoción sólo está realmente ahí o sólo echa a andar si la construcción es buena. Y a la inversa, siendo buena la construcción, el conjunto se sostiene, mantiene el equilibrio.
—En La bestia del corazón usted traza una diferencia muy clara entre “lengua materna”, “lengua estatal” y “lengua infantil”… ¿Pudiera abundar más sobre esto? ¿Cómo entender la primera y la última en un mundo dominado por la “lengua Estado”? Más allá de lo que representa la “lengua materna” y la “lengua infantil” en sus textos, considera usted que se puede construir una diferencia compleja entre estos espacios y el nacionalismo?
—Mi lengua materna es el alemán, porque provengo de la minoría alemana en Rumania. Así que el alemán es mi primer idioma. Luego está la lengua de la infancia. Pero, a decir verdad, con ella afronto el mayor problema: ignoro por completo si realmente es la lengua de mi infancia. Y es que durante mi niñez se conversaba demasiado poco para que existiese una lengua de la infancia. Hay una lengua nacional y una lengua estatal. Lo que habla el Estado es esa jerga ideológica, distorsionada, rota, que se escucha por doquier en la opinión pública bajo la dictadura. En contraste, la lengua nacional es la personal, uno la usa para hablar con alguien, o sea, el idioma de los rumanos que se sentaban a comer conmigo al mediodía. Ése es, claro, un idioma distinto del lenguaje estatal. Si bien, en el curso de las décadas el lenguaje estatal ha ido infiltrándose en el idioma nacional al extremo de que muchas personas ya no meditan cuándo usan la lengua estatal y cuándo la nacional. Con el paso del tiempo se va produciendo esa confusión. Sabemos que es así en todas las dictaduras, que las dictaduras también monopolizan el idioma. Pero no se puede matar del todo una lengua nacional; eso también lo sabemos. Yo pude mantener con el idioma rumano una distancia bastante clara, en parte porque el rumano no es mi lengua materna, en parte porque lo aprendí con quince años y fue entonces que vine a escuchar lo hermoso que sonaba, lo sensual que era, con todas sus metáforas y figuras del lenguaje, muchas de ellas mezcladas a la superstición. El idioma rumano posee muchos niveles inexistentes en las lenguas germánicas. No todo en él se vuelve enseguida vulgar. Puede ser frívolo pero no vulgar, lo cual es absolutamente imposible en mi lengua materna. Cuando traduzco algo del rumano al alemán todo se vuelve ordinario, obsceno. No se corresponde en absoluto con lo traducido, simplemente porque ese plano lingüístico no existe en alemán. Y eso es lo que me fascina del idioma rumano. Igual que sus contradicciones. He escrito un libro titulado El hombre es un gran faisán en el mundo. Ése es un giro rumano. En rumano es muy frecuente decir “He vuelto a ser un faisán”, que significa: “He vuelto a fracasar”, “No lo he logrado”. O sea, en rumano el faisán es un perdedor, mientras en alemán es un arrogante fanfarrón. Como se sabe, el faisán es un ave incapaz de volar, vive en el suelo. Cuando empiezas a cazar y todavía no sabes hacerlo bien, cazas faisanes. La presa más fácil, puesto que el faisán no puede escapar. Los rumanos han incorporado ese rasgo a su metáfora. ¿Y cuál han tomado los alemanes para la suya? Las plumas, el plumaje, lo cual es muy superficial. La vida del animal no interesa a la metáfora alemana; a los rumanos les interesa la existencia del ave, y eso me fascina. El faisán rumano ha estado siempre más cerca de mí que el faisán alemán. Lo mismo me pasa con otras cosas. A menudo me da la sensación de ser, atendiendo a mi estructura, realmente una rumana. Hablo muy mal el rumano pero, estructuralmente, por mi tesitura interna y por lo que realmente me convence, también en poesía y sensualidad, soy rumana. Por ejemplo, en cuanto a los nombres de plantas, en cuanto a muchas cosas que me hacían pensar: “Mira lo que ven ahí ellos y lo que ven los alemanes.” De ahí deriva también la convicción de que en mí caso el rumano siempre coparticipe en la escritura. No es que tenga que escribir ninguna palabra en rumano, pero es natural que el rumano coparticipe en mis textos, porque ha crecido en mi mirada. Está en mi cabeza igual que el alemán. Tengo varias imágenes de una misma cosa debido a que el idioma rumano las ve de otra manera, y con esa imagen trabajo. Y puesto que quizá la imagen rumana esté más cerca de mí, trabajo más con la imagen rumana en mi cabeza, aunque escriba en alemán. Por tanto, lo uno no excluye a lo otro. De modo que tampoco puedo decir qué es rumano y qué alemán. Y que así sea es una suerte para un escritor, lo mejor que puede pasarle. Por supuesto, sólo me refiero a la lengua nacional; no al lenguaje estatal, que es estéril, estúpido, repelente, nauseabundo en toda la extensión de la palabra. Algo que sólo puedes odiar, que se te pega como un chicle frío; insoportable. Algo que odias al extremo de no poder oírlo sin enfurecerte. Lenguaje de reunión, lenguaje de periódico, lenguaje de televisión, de dircursos. Eso lo conocen ustedes también en Cuba.* Castro habla más tiempo que Ceaucescu. Ceaucescu pronunciaba un discurso cada dos días, y sus decretos aparecían constantemente en la prensa. Yo siempre los leía, pues quería saber qué había vuelto a hacer. Siempre era algo que iba contra la vida y uno debía leerlo para enterarse. Muchos amigos me confesaban que ya no podían. Yo les respondía sí, sí, pero por eso ignoras lo que acaba de hacer esta vez. Ese lenguaje era insoportable, repulsivo. Y así eran también los funcionarios que hablaban esa jerga en la fábrica. Las constantes reuniones eran horribles, casi inaguantables. En cambio, el idioma nacional era la lengua que llevabas dentro, intrínseca, aquella poesía, toda aquella superstición. He hecho ya el intento de separar ambas cosas, pero no siempre es posible. Naturalmente, el lenguaje estatal infecta el idioma, y cuanto más dura una dictadura, tanto más lo infecta. Sin embargo, no logra hacerlo del todo. Siempre queda una parte incólume. Y eso nunca ha dejado de interesarme.
* El autor de la entrevista es cubano (N. de la R.)
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